La Catedral by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Describía éste al pueblo hispano-romano, sobre el que había pasado lainvasión goda sin causar gran mella. Antes bien, el conquistador sehabía empapado de la degeneración bajo-latina, quedando sin fuerzas,corrompiéndose en luchas teológicas e intrigas de dinastía semejantes alas de Bizancio. La regeneración no llegaba a España por el Norte, conlas hordas de bárbaros, se presentaba por la parte meridional, con losárabes invasores. Al principio eran muy pocos, y sin embargo, bastabanpara vencer a Ruderico y sus corrompidos próceres. El instinto de lanacionalidad cristiana revolviéndose contra los invasores, el replieguede toda el alma española a los riscos de Covadonga para caer de nuevosobre el conquistador, era una mentira. La España de entonces recibiócon agrado a las gentes que venían de África; los pueblos se entregabansin resistencia; un pelotón de jinetes árabes bastaba para que seabriesen las puertas de una ciudad.

Era una expedición civilizadora, másbien que una conquista, y una corriente continua de emigración seestableció en el Estrecho. Por él pasaba aquella cultura joven yvigorosa, de rápido y asombroso crecimiento, que vencía apenas acababade nacer: una civilización creada por el entusiasmo religioso delProfeta, que se había asimilado lo mejor del judaismo y la culturabizantina, llevando además consigo la gran tradición india, los restosde la Persia y mucho de la misteriosa China. Era el Oriente que entrabaen Europa, no como los monarcas asirios, por la Grecia, que les repelía,viendo en peligro su libertad, sino por el extremo opuesto, por laEspaña, esclava de reyes teólogos y obispos belicosos, que recibía conlos brazos abiertos a los invasores. En dos años se enseñorearon de loque luego costó siete siglos arrebatarles. No era una invasión que secontiene con las armas: era una civilización joven que echaba raíces portodos lados. El principio de la libertad religiosa, eterno cimiento delas grandes nacionalidades, iba con ellos. En las ciudades dominadas,aceptaban la iglesia del cristiano y la sinagoga del judío. La mezquitano temía a los templos que encontraba en el país: los respetaba,colocándose entre ellos sin envidia ni deseo de dominación. Del sigloVIII al XV se fundaba y se desarrollaba la más elevada y opulentacivilización de Europa en la Edad Media. Mientras los pueblos del Nortediezmábanse en guerras religiosas y vivían en una barbarie de tribu, lapoblación de España se elevaba a más de treinta millones, revolviéndosey amasándose en ella todas las razas y todas las

creencias,

con

unainfinita

variedad

engendradora

de

poderosas

vibraciones

sociales,semejante a la del moderno pueblo americano. Vivían confundidoscristianos y musulmanes, árabes puros, sirios, egipcios, mauritanos,judíos de tradición hispánica y judíos de Oriente, dando lugar a loscruzamientos y mesticismos de mozárabes, mudejares, muladíes yhebraizantes. Y en esta fecunda amalgama de pueblos y razas entrabantodas las ideas, costumbres y descubrimientos conocidos hasta entoncesen la tierra; todas las artes, ciencias, industrias, inventos y cultivosde las antiguas civilizaciones, brotando del choque nuevosdescubrimientos y creadoras energías. La seda, el algodón, el café, elpapel, la naranja, el limón, la granada, el azúcar, venían con ellos deOriente, así como las alfombras, los tisúes, los tules, losadamasquinados y la pólvora. Con ellos también la numeración decimal, elálgebra, la alquimia, la química, la medicina, la cosmología y la poesíarimada. Los filósofos griegos, próximos a desaparecer en el olvido, sesalvaban siguiendo al árabe invasor en sus conquistas.

Aristótelesreinaba en la famosa Universidad de Córdoba. Nacía el espíritucaballeresco entre los árabes españoles, apropiándoselo después losguerreros del Norte, como si fuese una cualidad de los puebloscristianos. Mientras en la Europa bárbara de los francos, losanglonormandos y los germanos el pueblo vivía en chozas y los reyes ybarones anidaban en castillos de rocas ennegrecidos por las hogueras,comidos por parásitos, vestidos de estameña y alimentados como loshombres prehistóricos, los árabes españoles levantaban sus fantásticosalcázares, y, como los refinados de la antigua Roma, reuníanse en losbaños para conversar sobre cuestiones científicas o literarias. Si algúnmonje del Norte sentía la comezón del saber, venía a las universidadesárabes o las sinagogas judaicas de España, y los reyes de Europa secreían salvos en sus enfermedades si, en fuerza de oro, podíanproporcionarse un médico hispánico.

Y cuando poco a poco el elemento autóctono se separa del invasor ysurgen las pequeñas nacionalidades cristianas, los árabes y los antiguosespañoles—si es que después del incesante cruzamiento de sangre puedemarcarse un límite entre las dos razas—pelean caballerescamente, sinexterminarse luego de la victoria, estimándose mutuamente, con grandesintervalos de paz, como si quisieran retrasar el momento de ladefinitiva separación y uniéndose muchas veces para empresas comunes. Unrégimen de libertad impera en los Estados cristianos. Surgen las Cortesmucho antes que en los países septentrionales de Europa, y los pueblosespañoles se gobiernan y regulan sus gastos por sí mismos, viendo sóloen el monarca un jefe militar. Los municipios son pequeñas repúblicas,con sus magistrados electivos. Las milicias ciudadanas realizan el idealdel ejército democrático. La Iglesia, compenetrada con el pueblo, viveen paz con las otras religiones del país; una burguesía inteligente creaen el interior poderosas industrias y arma en las costas la primeramarina de la época, y los productos españoles son los más apreciados entodos los puertos de Europa. Existían ciudades tan populosas como lasmodernas capitales del mundo; poblaciones enteras eran inmensas fábricasde tejidos; se cultivaba todo el suelo de la Península.

Los Reyes Católicos marcaron el apogeo de las fuerzas nacionales y elprincipio de su decadencia. Su reinado fue grande porque se prolongóhasta él el impulso de las energías incubadas por la Edad Media; fueexecrable porque su política torció los derroteros de España,impulsándonos al fanatismo religioso y a las ambiciones de un cesarismouniversal.

Adelantados en dos o tres siglos al resto de Europa, eraEspaña para el mundo de entonces lo que es Inglaterra para nuestraépoca. De seguir la misma política de tolerancia religiosa, de confusiónde razas, de trabajo industrial y agrícola, con preferencia a lasempresas militares,

¿dónde estaríamos ahora?

Gabriel hacía esta pregunta interrumpiendo su calurosa descripción delpasado.

—El renacimiento—continuó Luna—fue más español que italiano. EnItalia renacieron las bellas letras de la antigüedad y el artegrecorromano; pero no todo el Renacimiento fue literario.

ElRenacimiento representa el surgir a la vida de una sociedad nueva, concultivos, industrias, ejércitos, conocimientos científicos, etc. ¿Y estoquién lo hizo sino España, aquella España árabe-hebreo-cristiana de losReyes Católicos? El Gran Capitán enseñó al mundo el arte de guerrearmoderno; Pedro Navarro fue un ingeniero asombroso; las tropas españolaslas primeras en usar las armas de fuego, creándose así la infantería,que democratizó la guerra, dando superioridad al pueblo sobre los noblesjinetes cubiertos de hierro. España fue quien descubrió la América.

—¿Y te parece poco todo eso?—interrumpió don Antolín—. ¿No convienesen lo mismo que yo decía? ¿Se han visto nunca en España tantas grandezasjuntas como en la época de aquellos reyes que por algo se llamaronCatólicos?

—Reconozco que fue un gran período de nuestra historia, el últimoverdaderamente glorioso, el postrer rayo que lanzó antes de extinguirsela única España que ha marchado por el buen camino. Pero antes de morirlos Reyes Católicos ya empieza la decadencia al descuartizarse el cuerpojoven y robusto de la España árabe, cristiana y hebrea. Tiene ustedrazón, don Antolín: por algo se llamaban Católicos aquellos reyes.Establece la Inquisición doña Isabel con su fanatismo de hembra. Laciencia apaga su lámpara en la mezquita y la sinagoga y oculta loslibros en el convento cristiano, viendo que es llegada la hora de rezarmás que de leer. El pensamiento español se refugia en la sombra, tiemblade frío y soledad, y acaba por morir. Lo que resta de él se dedica a lapoesía, a la comedia, a los escarceos teológicos. La ciencia es uncamino que conduce a la hoguera. Después sobreviene una nueva calamidad,la expulsión de los judíos hispánicos, tan compenetrados con el espíritude este país, tan amantes de él, que aún hoy, después de cuatro siglos,esparcidos por las riberas del Danubio o del Bosforo, son españoles ylloran en viejo castellano la patria perdida:

Perdimos la bella Sión; perdimos también España, nido de consolación.

Aquel pueblo que había dado a la ciencia de la Edad Media un Maimónidesy era el sostenedor de la industria y el comercio hispánicos, salió enmasa de nuestro país. España, engañada por su extraordinaria vitalidad,se abría las venas para contentar al naciente fanatismo, creyendosobrellevar sin peligro esta pérdida. Después viene lo que un escritormoderno llama «el cuerpo extraño» interponiéndose en nuestra vidanacional: los Austrias que reinan y España que pierde para siempre sucarácter y muere.

—Gabriel—interrumpió el sacerdote—, eso que dices son disparates. Laverdadera España empieza con el Emperador y sigue igualmente gloriosacon don Felipe II. Ésa es la España castiza que debe servirnos deejemplo y a la cual queremos volver.

—No; la España castiza, la España española, sin mezcla deextranjerismo, es la de los cristianos mezclados con árabes, moros yjudíos, la de la tolerancia religiosa, la del engrandecimientoindustrial y agrícola y los municipios libres, la que muere bajo losReyes Católicos. Lo que viene luego es la España teutónica y flamenca,convertida en una colonia de Alemania, sirviendo como un soldadomercenario bajo banderas extranjeras, arruinándose en empresas que nadale interesaban, derramando la sangre y el oro por los compromisos delllamado Sacro Imperio Romano Germánico. Comprendo el encanto que ejerceel Emperador sobre los caracteres estacionarios, adoradores del pasado.¡Una gran persona el tal don Carlos! Valeroso en el combate, astuto enla política, alegre y campechano como un burgomaestre de su país; grancomedor, gran bebedor y aficionado a tomar por el talle a las muchachas.Pero no había en él nada de español. La herencia de su madre sólo laaprereciaba como buena para explotarla. España es una sierva delgermanismo, pronta a dar cuantos hombres se la pidan y a satisfacerempréstitos y tributos. Toda la vida exuberante almacenada en este suelopor la cultura hispanoárabe durante siglos la absorbe el Norte en menosde cien años. Desaparecen los municipios libres; sus defensores suben alcadalso en Castilla y en Valencia; el español abandona el arado y eltelar para correr el mundo con el arcabuz al hombro; las miliciasciudadanas se transforman en tercios que se baten en toda Europa sinsaber por qué ni para qué; las ciudades industriosas descienden a seraldeas; las iglesias se tornan conventos; el clérigo popular y tolerantese convierte en fraile, que copia, por imitación servil, el fanatismogermánico; los campos quedan yermos por falta de brazos; sueñan lospobres con hacerse ricos en el saqueo de una ciudad enemiga, y abandonanel trabajo; la burguesía industriosa se convierte en plantel decovachuelistas y golillas, abandonando el comercio como ocupación vil,propia de herejes, y los ejércitos mercenarios de España, tan invictos ygloriosos como desarrapados, sin más paga que el robo y en continuasublevación contra los jefes, infestan nuestro país con un hampamiserable, de la que salen el espadachín, el pordiosero con trabuco, elsalteador de caminos, el santero andante, el hidalgo hambrón y todos lospersonajes que después recogió la novela picaresca.

—¡Pero Gabriel de los demonios!—dijo, indignado, el Vara de plata—,¿negarás que don Carlos, que edificó el Alcázar de Toledo, y don FelipeII, que vivió en este mismo claustro, fueron dos grandes reyes...?

—No lo niego: fueron dos hombres extraordinarios, dos grandes monarcas;pero mataron a España para siempre. Fueron dos extranjeros, dosalemanes. Felipe II se revistió de un falso españolismo para continuarla política germánica de su padre. Esta máscara nos causó gran daño,pues aún quedan hoy muchos que la admiran como la más castizarepresentación del españolismo. Hay para volverse loco ante las absurdasconjeturas y las faltas de verdad que inspiran aquella época. Muchoscatólicos sueñan con canonizar a Felipe II por la crueldad fría con queexterminaba a los herejes: el tal rey no tenía otro catolicismo que elsuyo; era un heredero del cesarismo germánico, eterno martillo de lospapas. Arrastrado por la soberbia, bordeaba continuamente el cisma y laherejía. Si no rompió con el Pontificado fue porque, temiendo éste quelos soldados de España, que habían entrado dos veces en Roma, sequedasen en ella para siempre, se allanaba a todas sus imposiciones. Elpadre y el hijo nos robaron la nacionalidad y disfrazados con ella,derrocharon nuestra vida en sus planes puramente personales de resucitarel cesarismo de Carlomagno y hacer la religión católica a su gusto eimagen. Hasta mataron la antigua religiosidad española, tolerante yculta por su continuo roce con el mahometismo y el hebraísmo: aquellaIglesia hispánica, cuyo sacerdote vivía en paz dentro de las ciudadescon el alfaquí y el rabino, y que castigaba con penas morales a los quepor exceso de celo turbaban el culto de los infieles. La intoleranciareligiosa, que los historiadores extranjeros creen un productoespontáneo del suelo español, nos fue importada por el cesarismogermánico. Era el fraile alemán, que llegaba con su brutalidad devota ysu locura teológica, no templada, como en España, por la cultura semita.Con su intransigencia provocaba la revolución de la Reforma en lospaíses del Norte; y arrojado de ellos, venía aquí a renovar en tierranueva su incultura y su fanatismo. El terreno estaba bien preparado. Almorir las ciudades libres, aquellos municipios que eran republicanos,murió el pueblo. La simiente extranjera produjo en poco tiempo unainmensa selva: la selva de la Inquisición y del fanatismo, que aúnsubsiste. Cortan y cortan los leñadores modernos, pero son pocos y caenfatigados; los brazos de un hombre pueden poco ante troncos de cuatrosiglos. El fuego, únicamente el fuego podrá acabar con esa vegetaciónmaldita.

Don Antolín abría los ojos con asombro. Ya no se indignaba: parecíaaterrado por las palabras de Luna.

—¡Gabriel!, ¡hijo mío!—exclamó—. Eres más verde de lo que yo creía.Piensa en dónde estás; fíjate en lo que dices. Estamos en la IglesiaPrimada de las Españas....

Pero Luna había tomado impulso al remover sus recuerdos históricos y nose detenía, arrastrado por su ardor de propagandista. Le animaba laantigua fiebre oratoria y hablaba como en los mítines, cuando no podíacontener su palabra entre los aplausos, las protestas y el oleaje de lamuchedumbre resistiendo a la Policía.

El asombro del sacerdote sirvió para excitarle más.

—Felipe II—continuó—era un extranjero, alemán hasta los huesos. Sugravedad taciturna, su pensamiento tardo y penetrante, no eranespañoles: eran flamencos. La impasibilidad con que recibía los revesesque arruinaban a la nación era la de un extraño que no estaba ligado porningún afecto a esta tierra. «Mejor quiero reinar sobre cadáveres quesobre herejes», decía. Y cadáveres eran, realmente, los españoles,condenados a no pensar o a mentir, ocultando su pensamiento.

Losantiguos oficios habían desaparecido. Fuera de la Iglesia no existíaotro porvenir que ser aventurero en aquella América que de nada servía ala nación, pues la convertían en una caja de caudales del rey, o sersoldado de oficio en Europa, batiéndose por la reconstitución del SacroImperio Germánico, por la supeditación del Papa al Emperador y por laextinción de la Reforma religiosa, empresas que en nada interesaban aEspaña, y eran, sin embargo, sangrías sueltas por las que se escapaba suvida. Los menestrales desaparecían, tragados por los ejércitos, y lasciudades se llenaban de inválidos y veteranos arrastrando la roñosatizona, única prueba de la valía personal. Extinguiéronse los gremios yla clase media; sólo hubo nobles, orgullosos de ser criados de losreyes, y un populacho que pedía pan y espectáculos, como el romano,contentándose con la sopa de los conventos y las quemas dé herejesorganizadas por la Inquisición.

Después sobrevenía la ruina. Tras los cesares grandes, fatales paraEspaña, venían los chicos: el fanático Felipe III, que daba el golpe demisericordia expulsando a los moriscos; Felipe IV, un degenerado conaficiones literarias, que escribía versos y cortejaba monjas, y elmiserable Carlos II.

—Nunca ha habido en España tanta religiosidad, don Antolín—decíaLuna—. La Iglesia era dueña de todo. Los tribunales eclesiásticosjuzgaban hasta al mismo rey, pero la justicia seglar no podía tocarle unpelo de la ropa al último sacristán, aunque cometiese los mayoresdelitos en la vía pública. Sólo la Iglesia podía juzgar a los suyos.Según cuenta Barrionuevo en sus Memorias, frailes armados hasta losdientes arrebataban a la justicia del rey, en pleno día y en medio de laplaza Mayor de Madrid, al pie de la horca, a uno de los suyossentenciado por asesinato. La Inquisición no satisfecha con achicharrarherejes, juzgaba y castigaba... a los contrabandistas de ganado. Loshombres de letras refugiábanse aterrados en la amena literatura, comoúltimo albergue del pensamiento. Limitábanse a producir novelaspicarescas o comedias en las que se ensalzaba un honor fiero que sóloexistía en la imaginación de los poetas, mientras reinaba la mayorcorrupción en las costumbres. Los grandes ingenios españoles ignoraban ofingían ignorar lo que la revolución decía más allá dé las fronteras.Quevedo, que era el más audaz, sólo osaba decir:

Con la Inquisición....¡ Chitan!

triste epitafio del pensamiento español, que prefería perecer, ya que laverdad no podía decirse.

Para vivir tranquilos y sustentarse en unaépoca de incultura, los poetas buscaban la sombra de la Iglesia y secubrían con sus hábitos. Lope de Vega, Calderón, Moreto, Tirso deMolina, Mira de Amescua, Tárrega, Argensola, Góngora, Rioja y otros,eran sacerdotes, muchos de ellos después de una vida borrascosa.Montalbán fue cura y empleado de la Inquisición, y hasta el pobreCervantes, en la vejez, hubo de tomar el hábito de San Francisco. Españatenía once mil conventos, con más de cien mil frailes y cuarenta milmonjas, y a esto había que añadir ciento sesenta y ocho mil sacerdotes ylos innumerable servidores dependientes de la Iglesia, como alguaciles,familiares, carceleros y escribanos del Santo Oficio, sacristanes,mayordomos, buleros, santeros, ermitaños, demandaderos, seises,cantores, legos, novicios, ¡y qué sé yo cuánta gente más...! En cambio,la nación, desde treinta millones de habitantes, había bajado a sietemillones en poco más de dos siglos. Las expulsiones de judíos y moriscospor la intolerancia religiosa; la Inquisición con el miedo queinspiraba; las continuas guerras en el exterior; la emigración a Américacon la esperanza de enriquecerse sin trabajo; el hambre, la falta dehigiene, el abandono de los campos, habían realizado esta rápidadespoblación. Las rentas de España llegaron a bajar a catorce millonesde ducados, mientras las del clero ascendían a ocho millones. La Iglesiaposeía más de la mitad de la fortuna nacional. ¡Qué tiempos!, ¿en, donAntolín?

El Vara de plata le escuchaba fríamente, como si hubiese formado unconcepto definitivo de Luna y no hiciera gran caso de sus palabras.

—Por malos que fuesen—dijo con lentitud—, no serían peores que lospresentes. Al menos, nadie robaba a la Iglesia. Cada uno se contentabacon su pobreza, pensando en el cielo, que es la única verdad, y el cultode Dios tenía lo que le corresponde. ¿Es que tú, acaso, no crees enDios...?

Gabriel eludió la respuesta, y siguió hablando de aquellos tiempos.

Fue un período de barbarie, de estancamiento, mientras Europa sedesenvolvía y progresaba.

El pueblo que iba al frente de la civilizaciónse quedó entre los últimos. Los reyes, impulsados por el orgullo españoly por las pretensiones heredadas de los cesares germánicos, acometían laloca aventura de dominar toda Europa, sin más base que una nación desiete millones de habitantes y unos tercios mal pagados y hambrientos.El oro de América iba a parar a los bolsillos de los holandeses, y enesta empresa, digna de Don Quijote, recibía la nación golpe tras golpe.España era cada vez más católica, más pobre y más bárbara. Ansiabaconquistar el mundo, y tenía en su interior regiones enterasdeshabitadas. Muchos de los antiguos pueblos habían desaparecido; seborraban los caminos; nadie en España sabía con certeza la geografía delpaís, y en cambio, pocos ignoraban la situación del cielo y delpurgatorio. Los parajes de alguna feracidad no estaban ocupados porgranjas, sino por conventos, y al borde de las escasas carreterasvivaqueaban las partidas de bandoleros, refugiándose, al verseperseguidos, en los monasterios, donde les apreciaban por sureligiosidad y por las muchas misas que encargaban para sus almaspecadoras.

La incultura era atroz. Los reyes estaban aconsejados por clérigos hastaen asuntos de guerra.

Carlos II, ante la oferta de que tropas holandesasguarnecieran las plazas españolas de Flandes, consultó el asunto conteólogos, como un caso de conciencia, porque esto podía facilitar ladifusión de la herejía, y acabó por preferir que cayesen en poder de losfranceses, que, aunque enemigos, al fin eran católicos. En laUniversidad de Salamanca, el poeta Torres de Villarroel no encontraba niuna sola obra de geografía, y cuando hablaba de matemáticas, losdiscípulos le decían que eran cosas de sortilegio, ciencia del diabloque únicamente podía entenderse untándose con el ungüento que usan losbrujos. Los teólogos de la corte repelían el plan de un canal para unirel Tajo con el Manzanares, diciendo que la obra era contra la voluntadde Dios, pues con decir éste «fiat», los dos ríos se hubieran unido, yque por algo estaban separados desde el principio del mundo. Los médicosde Madrid pedían a Felipe IV que se dejara la basura en las calles,«porque siendo muy sutil el aire de la ciudad, ocasionaría grandesestragos si no se impregnaba del vaho de las inmundicias». Y un siglodespués, un teólogo famoso de Sevilla retaba en un acto público a quediscutiesen con él esta tesis: «Más queremos errar con San Clemente, SanBasilio y San Agustín, que acertar con Descartes y Newton.»

Felipe II había amenazado con pena de muerte y confiscación de bienes alque publicase libros extranjeros o circulase los manuscritos; sussucesores prohibieron a los españoles escribir sobre materias políticas.Falto el pensamiento de expansión, se dedicó a las artes y la poesía. Elteatro y la pintura llegaron a un nivel casi superior al de los otrospueblos. Fueron la válvula de escape del genio nacional; pero estaprimavera del arte fue efímera, y en mitad del siglo XVII sobrevino unadecadencia grotesca y envilecedora.

La pobreza en aquellos dos siglos fue horrible. El mismo Felipe II, conser señor del mundo, sacó a la venta los títulos de nobleza por seis milreales, añadiendo al margen del decreto «que no se reparase mucho en lacalidad y origen de las personas». En Madrid, el pueblo asaltaba laspanaderías, disputándose el pan a puñaladas. El presidente de Castillarecorría los lugares de la provincia, acompañado del verdugo, paradespojar a los labradores de sus escasas cosechas. Los recaudadores detributos, no encontrando qué cobrar en los pueblos, arrancaban lastechumbres de las casas, vendiendo las maderas y las tejas. Las familiashuían al monte al ver en lontananza a los representantes del rey; lospueblos quedaban desiertos y caían en ruinas. El hambre entraba hastaen el palacio real, y Carlos II, señor de España y de las Indias, nopodía algunos días dar de comer a la servidumbre. El embajador deInglaterra y el de Dinamarca tenían que salir con criados armados abuscar pan en las cercanías de Madrid.

Y mientras tanto, los innumerables conventos, dueños de más de la mitaddel país y únicos poseedores de la riqueza, mostraban su caridadrepartiendo la sopa a aquellos que aún tenían fuerzas para ir abuscarla, y fundando hospicios y hospitales, donde la gente moría demiseria, pero segura de entrar en el cielo. En las ciudades no había másestablecimientos prósperos y ricos que los conventos y los hospitales.La antigua industria había desaparecido. Segovia, famosa por sus paños,que ocupaba en su fabricación cerca de cuarenta mil personas, apenas sitenía quince mil habitantes, y tan olvidados de tejer la lana, quecuando Felipe V quiso restablecer la fabricación tuvo que traer obrerosalemanes.

—Y así Sevilla, y Valencia, y Medina del Campo, famosas por su feria ysus industrias—

continuaba Gabriel—. Sevilla, que en el siglo XV poseíadieciséis mil telares de seda, llegó en el XVII a no tener más quesesenta y cinco. Bien es verdad que, en cambio, su clero catedral era deciento diecisiete canónigos y tenía sesenta y ocho conventos con más decuatro mil frailes y catorce mil clérigos en la diócesis. ¿Y Toledo? Afines del siglo XV empleaba cincuenta mil obreros en sus tejidos de seday de lana y sus talleres de armas, y a más los curtidores, los plateros,los guanteros y los joyeros. A fines del XVII no tenía apenas quince milhabitantes.

Todo muerto, todo arruinado; veinticinco casas de familiasilustres pasaron a poder de los conventos; no había más ricos en laciudad que los frailes, el arzobispo y la catedral. España estaba tanexangüe al acabar los Austrias, que se vio próxima a ser repartida entrelas potencias de Europa, como Polonia, otro pueblo católico como elnuestro. La discordia entre los reyes fue lo único que nos salvó.

Si tan malos fueron aquellos tiempos, Gabriel—dijo el Vara deplata—, ¿cómo los españoles mostraban tanta conformidad? ¿Por qué nohacían pronunciamientos y sublevaciones como en esta época de perdición?

—¿Qué habían de hacer? El despotismo de los dos cesares había impuestoa los españoles una ciega obediencia a los reyes, como representantes deDios. El clero los educaba en esta creencia, por la comunidad deintereses entre la Iglesia y el Trono. Hasta los poetas más ilustrescorrompían al pueblo, ensalzando el servilismo monárquico en suscomedias. Calderón afirmaba que la hacienda y la vida del ciudadano nopertenecían a éste, pues eran del rey. Además, la religión lo llenabatodo, era el único fin de la existencia, y los españoles, pensandosiempre en el cielo, acababan por acostumbrarse a las miserias de latierra. No dude usted que el exceso de religiosidad nos arruinó y estuvopróximo a matarnos como nación. Aún ahora arrastramos las consecuenciasde esta enfermedad que ha durado siglos.... Para salvar de la muerte aeste país,

¿qué hubo que hacer? Llamar al extranjero; y vinieron losBorbones. Miren ustedes si habríamos llegado abajo, que ni militaresteníamos. En esta tierra, a falta de otros méritos, desde la épocaceltíbera siempre hemos contado con caudillos de pelea. Pues bien; en laguerra de Sucesión hubo que traer generales ingleses y franceses y hastaoficiales, pues no había un español que supiera apuntar un cañón nimandar una compañía. No había quien sirviera para ministro, yextranjeros fueron todos los gobernantes con Felipe V y Fernando VI;extranjeros los que vinieron a restaurar las perdidas industrias, aroturar las tierras abandonadas, a establecer los antiguos riegos yfundar colonias en los páramos frecuentados por fieras y bandidos.España, que había colonizado medio mundo a su manera, era a su vezdescubierta y colonizada por los europeos. Los españoles aparecían comopobres indios guiados por su cacique el fraile y adornados los haraposcon escapularios y milagrosas reliquias. El anticlericalismo era elúnico remedio para tanta ruina, y este espíritu vino con loscolonizadores extranjeros. Felipe V quiso suprimir la Inquisición yacabar la guerra naval con las naciones musulmanas, que duraba mil años,despoblando las costas del Mediterráneo con el miedo a los piratasberberiscos y turcos.

Pero los indígenas se revolvían contra todareforma de los colonizadores, y el primer Borbón tuvo que