Honor de Artista by Octave Feuillet - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

porque mi sobrino, ya su capricho satisfecho, concluiría portomar aborrecimiento a la mujer que lo habría reducido a una premiosaexistencia... Verdad que hasta ahora es el heredero de mi fortuna, masen primer lugar no he muerto... y puedo vivir todavía muy bien unatreintena de años. (¡Tal era su ardiente deseo!) Y, en segundo, si Pedrose casa contra mi voluntad, no solamente tendría que dejar de contarconmigo en vida, sino lo que es más, declaro inapelablemente que lodesheredaría, sin titubear un solo minuto... ¡Por cierto que anda porahí un sobrino de mi marido que, si tal sucediera, se daría con unapiedra en los dientes!... Ahora, hija mía, que te he abierto mi corazón,como sentía necesidad de hacerlo, sólo me queda dirigirte una súplica...Ya te he dicho cuan satisfecha estoy de tus atenciones y de tuscuidados... ¿Tendré la satisfacción de saber que por tu parte concedesalguna estima a lo poco que en tu obsequio he hecho hasta ahora?

—Señora, no lo dude usted un momento.

—Pues bien, hija mía, se te ofrece la ocasión—dijo la anciana dama consolemne acento—de mostrarme tu gratitud; empéñame tu palabra deseñorita, y de señorita de noble clase, de que lo que te acabo demanifestar será para siempre un secreto a guardar entre las dos.

—Empeño a usted mi palabra.

—¡Eres un tesoro, hija mía!... dame un beso... ¿quieres decir abajo queno me aguarden para almorzar?... No me encuentro bien... Cuando me dejodominar por mi desdichada sensibilidad, me pongo mala, de seguro... Di aJuan que me suba aquí alguna cosa ligera... Lo dejo a tú elección... Yaconoces mis gustos, hija mía.

—Muy bien, señora.

Y Beatriz abandonó el gabinete..

Si algo de práctico hubo, como no puede negarse, en la larga homilía dela baronesa, será preciso excusar a la señorita de Sardonne de queverdades tales y tales advertencias no fuesen de su agrado. Lo que sobretodo le había causado disgusto profundísimo, fue la falsa bondad, lacazurra malicia, la perfecta y cruel diplomacia con que esta vieja hadade la falacia la había envuelto y torturado, a fin de arrancarle comofinal objetivo el más doloroso de los sacrificios, sacrificio mayortodavía ahora por cuanto no escapaba a la penetrante mirada de lahuérfana cómo el marqués, al mismo tiempo que no concedía a sus rivalesotra cosa que las muestras de una fría urbanidad, reservaba para ellaatenciones tan expresivas que rayaban casi en la ternura. La mismainquieta hipocresía de que la baronesa acababa de darle transparentetestimonio, decía claro a Beatriz cuánto sospechaba la vieja dama acercade las intenciones de su sobrino y cuánta rosada esperanza podía ellaabrigar en su pecho... Y, sin embargo, ahora más que nunca se encontrabaamarrada a su adverso destino, ya que no sólo había empeñado su lealpalabra a la de Montauron, sí que también teñía Beatriz en sus amantesmanos la suerte o la total ruina del hombre de sus predilecciones,porque conocía demasiado la huérfana a la baronesa para poner un soloinstante en duda que, si Pedro se casaba contra la voluntad de suorgullosa tía, no dejaría ésta por motivo alguno de poner en prácticasus fulminantes amenazas; así, pues, veíase la joven sin venturareducida a temer lo que anhelado había más en la vida, y ante el temorde verse expuesta, a prueba superior a sus fuerzas, rogaba al Cielo quesu elegido jamás llegase a amarla.

Pero ya lo era... No había sido sin reñir violentos interiores combatesque el marqués se hubiese abandonado a la pasión secreta que la señoritade Sardonne le inspirara; desde el primer día, deslumbrado por suresplandeciente hermosura, interesado por un inmerecido infortunio,púsose con prudencia en guardia contra un sentimiento cuyos peligrospreveía; pero su indispensable asiduidad hacia su tía, poniendo casidiariamente a Beatriz ante su vista, habían concluído por derrotar tansesudos propósitos. Su afición fue agrandándose al compás del tiempo, ycon el transcurrir de los días llegó lentamente a ese fatal estado enque alma, corazón y sentidos llegan a absorberse en la incontrastableatracción hacia una mujer, ella sola, ella única, ella... A fuerza deverídicos, cúmplenos confesar que el ensueño que al marqués inspiraranlos sombríos y profundos encantos de la hermosa lectriz, no tomó desdeluego la forma de un meditado matrimonio; Pierrepont se hallaba muylejos de ser un malvado, pero había vivido demasiado en el mundo yprecisamente en ese mundo

en

que

los

crímenes

de

amor

encuentran

siemprecomplacientes jueces;

además,

la

pasión

tiene

avasalladoras exigencias,y cuando la mujer entra en juego no hay nunca perfectos caballeros,presintiendo que sería de todo punto imposible obtener de la baronesa unconsentimiento trastornador de todos sus planes, un momento se agitó enel alma de Pedro la idea de la seducción, pero ese fondo de honor yrectitud que formaban su carácter íntimo acabó por hablar, imponiéndose,y el amor quedó subsistiendo tan ardiente y más puro. La ejemplarconducta de Beatriz en la situación penosa y delicada que la desventurale había aparejado, tocaron el corazón del marqués en su más noblesitio, porque esta joven probada y purificada por la adversa suerte,esta joven seria, bella, casta, realizaba el ideal que él se habíaforjado de la mujer para llenar su hogar, para ser honor y encanto de suprivado techo.

Su prolongada residencia en los Genets, aproximándolo aún más a laseñorita de Sardonne gracias a cotidianas relaciones, fue exaltando supasión de día en día, hasta ese punto en que ella puede ser rebelde ysorda a los argumentos de la razón, a los dictados del propio interés.

El de Pierrepont, en el asunto de su matrimonio, era por manera tanclara y evidente obedecer a su tía ciñéndose, a sus inspiraciones, quedesconocerlo así habría sido demencia consumada, y como a aquél no seobscurecía esta circunstancia, la lucha que venía sosteniendo entre supasión y su razón tomaba por estos días el más punzante y lúgubreaspecto. Decíale su buen sentido que, a ceder a sus íntimossentimientos, concertaba un matrimonio de amor, corría el casi seguroriesgo de perder con las buenas gracias de su tía la fundada esperanzade su rica sucesión, y, en consecuencia, podría caer en estado de muyprecaria fortuna, mensajera de duros sacrificios; no era un niño; sabíalo que cuesta el vivir; conocía de memoria cuán caras son lasdistracciones en la alta sociedad parisiense; caballos, teatros, lujo;sería necesario, pues, renunciar a todo eso, y lo que es peor aún,imponer a aquella que iba a ser su mujer privaciones idénticas.

¿Se amarían bastante en el futuro para que sus recíprocas ternurasviniesen a compensar todo lo que faltarles pudiera en presente yporvenir? Horas había en que así lo pensaba en la amante efusión de sualma, otras corrían en que la idea de sus gustos contrariados, de suporvenir sin esperanzas, de su mujer en la estrechez, lo clavabandesalentado en el umbral de sus resoluciones...

Tres días después de la entrevista que celebrara con su tía y en la cualentrevista había a medias librado a aquélla su secreto, tal vez porinadvertencia, quizás con intención, presentóse Pedro a mediodía encasa, de la vizcondesa de Aymaret. Encontró a esta señora leyendo en elterrado que se prolongaba entre la puerta de su salón, mientras que susdos hijos de blondas cabelleras jugaban a sus pies.

—¡Dios mío! ¿qué sucede?—decía la vizcondesa a Pierrepont que lasaludaba—; ¿qué hay?... ¡Qué pálido está usted!... ¿Está usted malo?

—¡Absolutamente!—replicó Pedro sonriendo—. Solamente vengo a pedir austed un favor un tanto enojoso... ¿Podría hablar a usted un momento asolas?

La vizcondesa echóle sorprendida y curiosa mirada.

—¡Entremos!—replicóle después.

—¿Puedo cerrar las puertas?—preguntó el marqués.

—¡Ciertamente!

Pierrepont cerró las ventanas sentándose a algunos pasos de lavizcondesa.

—Cuando decía a usted el otro día durante nuestra navegación quedesearía tomar mujer por elección de usted, declinó usted esaresponsabilidad, pero al mismo tiempo creí comprender que un nombreestaba a punto de caer de sus labios...

—¡Es posible!

—¡Dígamelo!

—¡Nunca!

—¿Ni aun cuando yo rogara que tuviese usted a bien ofrecer mi mano a suamiga Beatriz?

—¿De veras?—murmuró la vizcondesa.

—No me permitiría jamás, vizcondesa, la broma más leve en asunto tanserio.

Un relámpago de intensa alegría iluminó de pronto el gracioso rostro dela señora de Aymaret, y lanzando un grito de contento, tomó vivamentelas manos de Pedro, diciendo a éste:

—¡Ah! es usted un perfecto caballero.

—¿Quedamos, pues, en que se encarga usted de mi embajada?

—¡Ya lo creo!—replicó la encantadora vizcondesa saltando de gozo.

—Pero, puesto que es usted un poco confidente de la señorita deSardonne, ¿no puede usted calcular cómo acogerá la misiva?

—Debo decirle con franqueza que no conozco absolutamente sus íntimossecretos... si los tiene... Pero, en fin, según lo que yo me imagino,quedaría más que sorprendida si su demanda de usted no fuera bienacogida.

—Usted sabe muy bien que no soy rico—añadió Pedro con cierta timidez.

—Para ella lo es usted... ¡pobre Beatriz!... y además...

Aquí interrumpióse de súbito y preguntó a Pierrepont:

—¿Qué dice de esto su tía de usted?

—No dice nada, porque nada sabe.

La señora de Aymaret se incorporó bruscamente en su silla.

—Pero, querido amigo, eso es muy grave... puede usted encontrar en suoposición un obstáculo invencible.

—Puede proporcionarme la oposición de mi tía una grave contrariedad,mas suscitarme un obstáculo invencible, no, porque desde el momento quehe dado cerca de usted este paso es que estoy decidido a todo.

—Amigo mío, bien sabe usted que su matrimonio con Beatriz ha sidosiempre mi más cara ilusión... pero soy demasiado amiga de usted para nopreguntarle si ha reflexionado usted maduramente sobre las posiblesconsecuencias que para usted pueda tener su resolución.

—Todo lo he previsto, mi buena amiga... Es evidente que mi tía, queabriga sobre mí otros proyectos, se mostrará al principio muyirritada... Sin embargo, me parece que el cariño que me tiene no esgrande, en tanto que es muchísimo su apego al nombre de familia, de queyo soy el único representante...

Fundándome en esto, no desespero detraer a mi tía a la razón a fuerza de cariño y de buenos procederes...aunque no se me oculta que corro el riesgo de enajenarme su voluntad enel presente y quizás en el futuro... Faltaría a la verdad si no leconfesase a usted que me sería doloroso renunciar a las esperanzas demejor posición que por ese lado abrigo... pero aún es para mí másingrato abandonar este proyecto de casamiento con su amiga de usted, enque fundo mi dicha... Todo lo que deseo es que la señorita de Sardonneacepte mis proposiciones dignándose concederme su mano, sin que entre ensus designios ser mañana la poseedora de una fortuna que puede muy bienescapársenos... ¿Puedo contar absolutamente con usted a fin de que leindique cuál puede ser nuestro porvenir si mi tía me deshereda?

—Ciertamente puede usted.

—Usted sabe mi fortuna personal... Usted sabe que es muy modesta...pues bien, que la señorita de Sardonne no lo ignore.

—Creo que Beatriz se preocupará bastante menos que usted de esosdetalles...

Tiene

naturalmente

gustos

elegantes

y

distinguidos, porquees una gran señora... pero suelen ser las grandes señoras las que mejorsaben llevar, si el caso se presenta, una vida modesta y sencilla...Sin embargo, déjeme usted reflexionar un poco.

Apoyó el brazo sobre el velador, dejando caer en la mano su adorablecabeza, y después de meditar un momento preguntó a Pedro, cubiertas derubor las mejillas, si le causaría invencible sonrojo aceptar una noabrumadora ocupación que pudiera añadir a sus medios serios recursos.Aseguróle la vizcondesa que ella tenía amigos y parientes en importantesempresas financieras, y que no le sería difícil encontrar para él uno deesos empleos en que

se

pide

más

la

respetabilidad

que

los

conocimientosespeciales. El marqués le dio las gracias, no sin enrojecer a su vez unpoco, mostrándose cordialmente dispuesto a aprovechar sus buenosoficios.

—¿Y cuándo quiere usted que hable a Beatriz?

—Vizcondesa, lo más pronto posible, le suplico... le aseguro que hastaque conozca su respuesta estaré en angustias de muerte... Usted ve que aesta carta juego mi porvenir... es para mí un momento solemne... y, apesar de sus seguridades de usted... qué sé yo... no tengo granconfianza... ¡tengo miedo!

—¡Hola, amiguito!—arguyó la de Aymaret riendo—. ¡Bueno, voy a darleuna cita para mañana!

Acercóse a su escritorio y escribió este corto billete:

«Querida, quisiera verte un instante a solas, tengo algo que decirte.Mañana a las 10 estaré en tu casa. Mil besos.— Elisa. »

Entregó la esquela a Pierrepont, conviniendo con él en que al díasiguiente se verían en una de las avenidas de los Grenets después de laentrevista con Beatriz.

Apenas de vuelta en el castillo, entregó Pedro a la huérfana, que sepreparaba para la comida, la misiva de la señora de Aymaret; leyólaaquélla de prisa y no vio al pronto en su contenido nada deextraordinario, nada que pudiera distinguirla de esa correspondenciatrivial que casi diariamente cruzaba con su amiga. Fue sólo aquellanoche cuando Pedro le preguntó si había leído el billete que de Elisa élle trajera, que Beatriz advirtió la turbación y el desconcertadocontinente del marqués.

—¿Ha ido usted hoy a casa de la señora de Aymaret?—le preguntó laseñorita de Sardonne.

—Sí... y aun hemos tenido una conversación muy larga... y muyinteresante.

—¡Ah!—exclamó aquélla—, ¿y sobre qué?

—Acerca de usted misma.

Beatriz no respondió nada y se alejó dulcemente: se sentía en trance demuerte: había entrevisto de un golpe la verdad, y parecíale que el cielose rasgaba para fulminarla con sus rayos.

El deber más penoso que la señorita de Sardonne debía llenar en serviciode la baronesa, era leerle a ésta por la noche, y a veces hasta muytarde, en tanto la anciana dama no lograba dormirse; en seguida Beatrizse retiraba a sus habitaciones procurando a su vez conciliar el sueño,si lo conseguía la pobre enamorada: aquella noche no alcanzó ganarlo,que pasó sus mortales horas en mil veces leer y en comentar mil veces elbillete de su fiel amiga; transcurrieron para ella lentos los instantesen cien veces decirse a sí misma que el momento de la terrible prueba nose hallaba remoto y que la conminatoria arenga de la señora de Montauronno fue más que el preludio de infernales torturas.

¡Luego era verdad!... Ese hombre que, de hacía tantos años, fuera elpensamiento de su pensamiento, la vida de su vida, había contra todavislumbre de esperanza pedido al fin su mano, esa amante mano a quientardaba posarse en la de él; y ella veíase forzada a rehusársela so penade faltar a deberes sagrados de conciencia y de honor, a deberessagrados no sólo ante ella misma sino también ante su propio amado. Puesqué, ¿no se le había advertido que al desposarlo causaba su ruina? Y niaun decirle podía en qué fundaba su negativa, dándose a sí misma,proporcionando a él ese postrer consuelo; no podía, sin hacer traición asu palabra leal, sin arrastrarlo a fuer de caballero, a empeñar unaquerella de familia cuyos resultados serían funestos para su propioelegido.

En su desamparo, ni suficiente le pareció siquiera su habitual plegariapara pedirle fuerzas a Aquel que las otorga, y al romper el día saliódel castillo atravesando las húmedas praderas, en busca de la iglesia,allá, en el límite del aún dormido bosque: momentos después habríapodido vérsela en el templo rogando desolada con fervor de mártir quese apresta al supremo sacrificio.

Al volver, como siguiese la orilla del riachuelo, arrodillóse en susmárgenes, empapó en el agua el pañuelo y humedeció sus ojos abrasadospor lágrimas de fuego: dos horas más tarde la señora de Aymaret entrabaradiante de alegría en las habitaciones de la huérfana. Comenzaron porbesarse según costumbre, después de lo cual, anticipándose Beatriz a lavizcondesa, le habló en estas palabras:

—¡Es singular! Cuando anoche recibí tu billete iba yo a escribirterogándote que vinieras hoy a verme... tengo que pedirte un favor...

—¿Un favor?—repitió la señora de Aymaret sentándose a su lado.

—Sí... tú conoces personalmente al cura de San ***—y designóle una delas más aristocráticas parroquias de París.

—¿El padre D***? Seguramente, es mi confesor.

—Si no me engaño, ¿es superior de las Carmelitas de la calle d'Enfer?

—Sí.

—Te suplico que le escribas dos renglones recomendándome a suamabilidad: deseo ponerme al habla con él.

Alteróse el rostro de la vizcondesa, que interrogó a Beatriz con miradainquieta.

—Sí, pero me parece que ni pensarás siquiera...—díjole con emoción ala huérfana su seductora amiga.

—¿En entrar en el Carmelo?—repuso aquélla—. ¿Y por qué no?... Hacetiempo que lo vengo pensando... mucho tiempo...

¿Qué mejor puedo hacersino abandonar este mundo, para mí tan duro?... Perdóname, amada Elisa,si antes no te he hablado de mis proyectos... pero, en asunto tan gravecomo éste, no hay mejor consejero que uno mismo... En materias de valory de vocación, cuando se consulta a un tercero es que se carece del unoy de la otra...

—¡Pero, por Dios, hija mía!... Tu vocación no la han hecho sino eldesaliento y la desesperación... Arrastras aquí, al lado de tu falsabienhechora, una existencia odiosa, sin esperanza probable de mejora...pero, ¿y si yo te trajera no sólo esa esperanza sino la certeza de unporvenir más dulce, más digno...

un porvenir dichoso, en fin...? ¡Vamos!óyeme, escúchame... ya te he dicho que estoy encargada de una misivapara ti... ¿Quieres hacerme el favor de escucharme, repito?

—Bueno... habla, mas sea lo que sea aquello que vas a decirme, noalteraré en un punto mi resolución...

—Entonces, te encuentras decidida a causar la desdicha de un dignísimocaballero... Me refiero al marqués de Pierrepont, quien denodadamentepide tu mano.

Beatriz clavó en los ojos de su amiga una mirada fija, extraña, sombría,mezcla de sorpresa y desvarío.

—¡Dios mío!—balbució en sorda voz.

—Y bien, amada mía—prosiguió la señora de Aymaret estrechando lasmanos de la de Sardonne—; ¿no es eso mejor que el convento?

—Me hallo, como bien lo ves, totalmente turbada con lo que acabas dedecirme... pero no te engañas acerca de la causa de mi emoción...Experimento sorpresa... gratitud... Siento muchísimo responder con unanegativa a la generosa demanda del señor de Pierrepont... al honor queme dispensa... pero, como te he dicho, mis ideas van por otro camino...otros son mis sentimientos, y no pienso alterarlos.

—Había creído comprender, Beatriz, que tu decisión no era irrevocable.

—Cierto... debo reflexionar todavía.

—Entonces, ¿me autorizas para que responda al marqués que pensarás?...¿que no debe perder esperanzas?

—Si le dijeses eso le engañarías.

—¡Cómo! ¿aun cuando no entraras en el convento rehusarías su mano?¡Ah!—exclamó la vizcondesa—, ¡aquí hay gato encerrado!... ¡tú amas aotro! ¡Tú amas a otro!—repitió la señora de Aymaret sin sospechar quétorturas imponía a su amiga.

—Tal vez—murmuró Beatriz.

—¿No hay esperanzas, pues?

Beatriz respondió melancólicamente por un negativo signo de cabeza.

—¿No puedo saber quién es?

—¡Elisa, no insistas, te ruego!

—¡Bueno! ¡está bien!—replicó aquélla con vivacidad—,

¡antes eras másfranca conmigo!... ¡adiós, hija!

Y se dirigió rápidamente a la puerta.

—¿No me das un beso?...—le preguntó la pobre Beatriz.

—¡Siempre! ¡no uno, mil!—replicó tiernamente la vizcondesa saltando alcuello de su amiga.

Besáronse largo tiempo deshechas en lágrimas, y, en medio de su efusión,cambiáronse todavía algunas palabras, recomendando Beatriz a Elisa que,por razones que brevemente le explicó, nada dijese a nadie, el marquésexceptuado, acerca de su proyectada entrada en religión.

La señora de Aymaret abandonó el castillo y tomó el camino de las Loges,fraguando en su cabeza el mejor plan para atenuar en lo posible el rudogolpe que aguardaba a Pedro, resolviendo al cabo en sus adentros,insistir sobre la entrada de su amiga en el Carmelo y dejar en la sombraesos misteriosos amores cuya semi-confidencia había logrado arrancar aBeatriz. No tardó la vizcondesa en divisar al marqués, quien lentamentese paseaba en la convenida alameda, y como aquél reconociese a su vez ala de Aymaret, se aproximó en seguida, no sin que la consternadafisonomía de la joven dama hubiérale ya tácitamente revelado cuál fuesesu definitiva sentencia.

—¡Que no!—se anticipó a decir a su confidente. Esta le apretó confuerza la mano poniéndose a caminar al lado de Pedro, mientras le decíaagitada febrilmente:

—Nada de depresivo para usted... nada que pueda herir su dignidad...¡Al contrario!... Se ha sentido conmovida hasta el llanto de lo queella llama su generosidad de usted... Pero el caso es que ha tomado unagran resolución... Se va al convento...

Entra carmelita... Sí, señor,carmelita... Mi sorpresa es tan grande como la de usted... porque yosabía que era piadosa, creyente, pero no beata... Necesariamente lalleva a dar este paso esa vida miserable que arrastra al lado de suhorrible tía de usted...

dispénseme usted la palabra... Le he prometidoguardar el secreto para con todo el mundo, excepción hecha de usted...Porque su tía de usted se pondría furiosa de perderla y Beatriz no laprevendrá hasta el último momento por miedo de que le juegue una malapasada... Y ahora, amigo mío, si quiere usted tomar mi consejo...

Pero, al decir esto, se interrumpió a sí misma al notar la profundapalidez del marqués: paróse, pues, y tocándole en la espalda con supequeña enguantada mano, díjole:

—¡Realmente lo siente usted mucho, amigo mío!

—¡Siento que mi existencia se desploma!—replicó Pedro, sonriendo contristeza—. Escúcheme... crea usted que nunca olvidaré cuánto le debo...Pero, ¿está segura de que se va al convento?

—Me ha encargado ponerla en relaciones con el cura de San

***, que es,al mismo tiempo, superior del Carmelo.

—¿Está usted segura de que eso no es un pretexto? ¿Amará a otro?

—¿A quién?... eso es muy improbable.

—Pues entonces, ya es algo—añadió Pierrepont—, que su alma seencuentre libre.

—¡Sin duda alguna, amigo mío!—corroboró la de Aymaret—, y ahora, meparece que debería usted alejarse de ella un poco de tiempo.

—Es lo que pienso hacer.

—¡Sin embargo, hay un inconveniente! ¿Cómo va usted a explicar supartida a su tía en medio de este período de fiestas en su casa?

—Justamente la casualidad me proporciona una excusa, que me pareceaceptará aquélla. Ayer, sin ir más lejos, he recibido carta de un amigode Inglaterra, lord S... invitándome a ir a pasar con él dos o tressemanas en Batsford-Park. El convite tiene un carácter especial; setrata de una reunión de caza a que debe asistir un personaje de sangrereal que se ha dignado designarme entre las personas que desearía loacompañaran; me propongo, pues, partir mañana.

—¡Es lo mejor!—asintió, la señora de Aymaret.

Entretanto había llegado a la vista de las Loges; el marqués paróse unmomento, y tocando la mano a la vizcondesa, le dijo con acentoconmovido:

—No sé si tendré tiempo de ver a usted antes de mi partida...

hasta lavista, pues... ¡mil y mil veces gracias!

—¡Dios mío! ¿gracias de qué?

—De su leal amistad... hasta la vuelta...

—¡Hasta la vuelta!

Y se alejó en dirección a las Loges, mientras que Pierrepont volvía alcastillo.

So pretexto de una violenta jaqueca abstúvose aquella mañana la señoritade Sardonne de presentarse en el almuerzo, pero su ausencia no escapó ala suspicaz atención de la baronesa, como tampoco se le había ocultadola sombría preocupación de su sobrino. Conocía también ya que la señorade Aymaret tuvo aquella mañana y en hora inusitada cierta misteriosaentrevista con Beatriz; así, pues, relacionando estos tres incidentes yatando cabos, vino a caer en la cuenta de lo que pasaba, creyendocomprender que una parte de sus sospechas habíanse realizado, aunque sinpoder discernir con claridad cuál había sido el resultado; era de enteraevidencia para la señora de Montauron que su sobrino había dado un pasodecisivo cerca de Beatriz...

Pero, ¿con qué éxito?; lo ignoraba, y elaveriguarlo era indispensable, por cuanto si el anonadamiento visible desu sobrino podía significar que había sufrido una negativa, pudieraargüir también que, hallándose al cabo por obra de Beatriz de laoposición y amenazas de su tía, meditaba el marqués sobre esos textos.

De un lado la certidumbre, del otro el temor de una escena enojosa,mantuvieron un día a la señora de Montauron en terrible agitación deespíritu; así que cuando en la velada comunicóle Pedro la carta de lordS... anunciándole que bajo la reserva de su aprobación contaba partir aldía siguiente, la primera impresión de la baronesa fue la de un grandealivio, porque de cualquier lado que el asunto se mirase, esaprecipitada fuga no significaba en puridad otra cosa sino ladesesperación de un enamorado en derrota... Beatriz había sin dudaalguna cumplido su palabra, y de ese cuadrante toda tempestad resultabaconjurada. En otras circunstancias, la señora de Montauron habríasujetado a muy severo examen el vínculo obligatorio de la invitaciónbritánica, pero, si en las actuales coyunturas la súbita ausencia de susobrino desconcertaba algunos de sus planes contrariándola en ciertosrespectos, veíase en cambio libre de obsesión tan pesada, que ante esaidea otorgó su permiso con relativa buena voluntad.

Por consecuencia, al día siguiente, bien de mañana, el marqués dePierrepont tomaba el tren, acompañado de las caricias de su tía y de lasmaldiciones de aquellas señoritas.

VII

RIVALES

Cuando Pierrepont abandonó el castillo de los Genets en lascircunstancias que acabamos de describir, hacía ya más de doce días queFabrice también se hallaba de vuelta en París, súbitamente llamado poruna indisposición de su hija Marcela, indisposición que dio ciertocuidado a las Herma