Germana by Edmond About - HTML preview

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La señora Chermidy se mordió los labios.

—No esperaba, señora—dijo sin contestar a la pregunta—, encontrarlatan bien. La última carta que el señor duque recibió de Corfú...

—Sí, efectivamente, señora; había llegado ya al último extremo, pero nome han querido en el cielo. Pero siéntese a mi lado. A la hora presentemi padre y mi madre ya estarán tranquilos. ¡Oh, estoy completamenterestablecida! Debe conocerse, ¿no es verdad? Míreme usted bien.

—Sí, señora. Por lo que en París nos dijeron, ha sido un milagro.

—Un milagro del cariño y del amor, señora. ¡La condesa, mi madre, estan buena!

¡Mi marido me quiere tanto!

—¡Ah!... ¡Qué niño tan lindo ése que juega allí bajó! ¿Es de usted,señora?

Germana se levantó del banco, miró a la viuda y retrocedió atemorizada,como si hubiese pisado una serpiente.

—¡Señora!—dijo a la desconocida—, usted es la señora Chermidy.

Esta se levantó a su vez y avanzó hacia Germana como para pasar sobre sucuerpo y contestó:

—Sí, soy la madre del marqués y la esposa, ante Dios, de don Diego. ¿Enqué me ha reconocido?

—Por el tono con que ha hablado del niño.

Fue dicho esto tan dulcemente, que la señora Chermidy se sintiósobrecogida por un sentimiento extraño. La cólera, la sorpresa y todaslas emociones que la ahogaban, se resolvieron en un hondo sollozo, y dosgruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Germana ignoraba que sellorase de rabia. Compadeció a su enemiga y exclamó ingenuamente:

—¡Pobre mujer!

Las dos lágrimas se secaron instantáneamente, como las gotas de lluviaque caen en un cráter.

—¡Pobre mujer, yo!—replicó con dureza la señora Chermidy—. ¡Bueno,sí, soy digna de compasión porque he sido engañada, porque han abusadode mi buena fe, porque el cielo y la tierra unidos han conspirado paratraicionarme, porque me han robado un nombre, una fortuna, al hombreque yo amaba y al hijo al que di vida entre dolores y sollozos!

Germana quedó sobrecogida de espanto ante aquella explosión de ira, ysus ojos se volvieron hacia la casa como en demanda de auxilio.

—Señora—dijo temblorosa—, si para eso ha venido usted a mi casa...

—¡A su casa! ¿No llama usted a sus criados para hacerme arrojar de sucasa?

¡Realmente, es curioso que sea yo quien esté en su casa de usted!¡Pero si usted no tiene nada que no proceda de mí! ¡Su marido, su hijo,su fortuna y hasta el mismo aire que respira, todo procede de mí, todome pertenece, todo lo tiene usted en depósito porque yo se lo heconfiado; me lo debe usted todo y nunca me reembolsará! Usted vegetabaen París sobre un mal camastro; los médicos la habían desahuciado, no lequedaban ni tres meses de vida, ¡así me lo habían prometido! ¡Su padre ysu madre de usted se morían de hambre! Sin mí, la familia de La Tour deEmbleuse no sería más que un montón de polvo en la fosa común. ¡Yo se lohe dado a usted todo, padre, madre, marido, hijo y la vida, y se atreveusted a decirme en mi cara que estoy en su casa! ¡Es preciso ser bieningrata!

Era difícil contestar a esta elocuencia salvaje. Germana cruzó losbrazos sobre el pecho y dijo:

—Señora, en vano sondeo mi conciencia; no me puedo encontrar culpablede nada como no sea de haber curado. Jamás he contraído ningúncompromiso con usted, por la sencilla razón de que ésta es la primeravez que la veo. Cierto es que sin usted hace tiempo que me hubiesemuerto; pero si usted me ha salvado ha sido sin querer, y la pruebamejor es que acaba de reprocharme el aire que respiro. ¿Ha sido usted laque me dio por esposa al conde de Villanera? Es posible. Pero me eligióusted porque me creía condenada a muerte sin remedio. Por eso no le deboninguna gratitud. Ahora, ¿qué puedo hacer para serle útil? Estoydispuesta a todo, menos a morir.

—Yo no le pido nada; no quiero nada; no espero nada.

—¿Entonces qué ha venido a hacer usted aquí?... ¡Dios mío! ¡Me creíausted enferma y esperaba encontrarme muerta!

—Estaba en mi derecho. Pero he debido tomar informes respecto a sufamilia: ¡los La Tour de Embleuse no han pagado nunca sus deudas!

Al oír esta grosería, Germana perdió la paciencia y replicó:

—Señora, ya está usted viendo que me encuentro bien. Puesto queúnicamente había venido para enterrarme, su misión ha terminado, y nadatiene ya que hacer aquí.

La señora Chermidy se instaló resueltamente en el banco de piedradiciendo:

—No me iré sin haber visto a don Diego.

—¡Don Diego!—exclamó la convaleciente—. ¡No lo verá usted! No quieroque él la vea. Escúcheme atentamente, señora. Estoy aún muy débil, peroencontraré las fuerzas de las leonas para defender mi felicidad. No esque yo dude de él: es bueno, me quiere como a una hermana y no tardaráen quererme como a esposa. Pero no quiero que su corazón se desgarreentre lo pasado y lo porvenir. Sería odioso obligarle a elegir entrenosotras. Además, usted debe de haber comprendido que ya ha hecho suelección, puesto que no le ha escrito más.

—¡Criatura! ¡No has podido conocer lo que es el amor en medio de lastisanas! ¡No sabes el imperio que tomamos sobre el hombre a fuerza dehacerlo dichoso! No has visto los hilos de oro, más finos y más tupidosque los de la tela de araña, que tejemos alrededor de su corazón! No hevenido sin armas a declararte la guerra. Traigo conmigo el recuerdo detres años de pasión satisfecha y nunca saciada. Eres libre de oponer atodo eso tus besos fraternales y tus caricias de colegiala. ¿Quizáscrees que has apagado el fuego que yo encendí? ¡Espera que yo sople enél, y verás qué incendio!

—Usted no le hablará. Si él fuera bastante débil para acceder a esafatal entrevista, su madre y yo sabríamos impedirlo.

—¡Bastante me preocupo yo de su madre! Tengo derechos sobre él yotambién, y los haré valer.

—No sé qué derechos pueda alegar una mujer que se ha comportado comousted, pero sé que la Iglesia y la ley me han dado al conde de Villanerael día en que ellas me dieron a él.

—Oiga usted; le abandono el libre dominio de todos los bienes que ustedposee.

Viva, sea dichosa y rica; haga la felicidad de su familia, cuidede sus padres en sus últimos días, pero déjeme a don Diego. Nada es parausted todavía, según usted mismo me ha confesado. No ha sido su esposo,ha sido su médico, su enfermero, el ayudante del doctor Le Bris.

—Es todo para mí, señora, puesto que le amo.

—¡Ah, es así! Pues bien, cambiemos de nota. ¡Devuélvame a mi hijo! Esmío; y supongo que convendrá usted en ello. Cuando se lo cedí, pusecondiciones. Como usted no ha cumplido su palabra yo retiro la mía.

—Señora—respondió Germana—, si usted quisiera a ese niño no pensaríaen despojarlo de su nombre y su fortuna.

—¡No me importa! Lo quiero para mí, como todas las madres. Prefierotener un bastardo a quien besar todas las mañanas, que oír a un marquésque le llame a usted mamá.

—Sé—repuso Germana—que el niño era de usted; pero usted lo dio. Niusted puede reclamarlo ni menos yo entregárselo.

—Lo pediré ante los tribunales. Revelaré el misterio de su nacimiento.Nada arriesgo al presente: mi marido ha muerto, y ya no me matará.

—Perderá usted el pleito.

—Pero lograré armar un gran escándalo. ¡Ah, la señora de Villaneratiene en mucho su nombre! ¡Se han cometido infamias para el mayor lustredel apellido de los Villanera! Le aferraré por las orejas a ese títuloque Italia disputa a España! ¡Lo arrastraré del juzgado de primerainstancia al más alto tribunal; haré que lo impriman en todos losperiódicos; será la comidilla de las tabernas de París; lo haré publicaren las Pequeñas causas célebres, y la condesa vieja reventará derabia! ¡Y ya pueden decir los abogados y sentenciar los jueces! Perderéel pleito, pero todos los futuros Villanera estarán tachados deChermidy!

Hablaba con tal calor que su discurso llamó la atención del marqués. Sehallaba a diez pasos de distancia, gravemente ocupado en plantar ramasen la arena para hacer un jardincito. Abandonó su tarea y fue acolocarse delante de la señora Chermidy, con un bracito en jarras. Alverle aproximar, Germana dijo a la viuda:

—Preciso es, señora, que la pasión la extravíe, pues hace una hora queestá reclamando al niño, y todavía no se le ha ocurrido besarlo.

El marqués presentole la mejilla sin el menor entusiasmo, y dijo a suterrible madre, en esa media lengua propia de los niños de su edad:

—Señora, ¿qué le dices a mamá?

—Marqués—respondió Germana—, esta señora quiere llevarte a París.¿Quieres irte con ella?

Por toda contestación el niño se echó en brazos de Germana, y dirigióuna mirada de recelo a la señora Chermidy.

—Le queremos todos—dijo Germana.

—Usted también, señora. Es una habilidad.

—Es natural. Se le parece mucho a su padre.

—Mírame bien—dijo la viuda a su hijo—. ¿No me reconoces?

—No.

—Soy tu madre.

—No.

—¡Tú eres mi hijo, mi hijo!

—No eres tú, es mamá Germana.

—¿No tienes otra madre?

—Sí; mamá Nera. Está en casa mamá Vitré.

—Para él todas son madres suyas menos yo. ¿No recuerdas haberme vistoen París?

—¿Qué es París?

—Yo te daba bombones.

—¿Dónde están tus bombones?

—Vamos, los niños son hombres pequeños; la ingratitud les brota con losdientes.

Marqués de los Montes de Hierro, escúchame bien. Todas esasmamás son las que te han criado. Yo soy tu verdadera madre, la únicamadre, la que te ha dado el ser.

El niño sólo comprendió que aquella señora le reñía, y se echó a lloraramargamente costando gran trabajo consolarlo a Germana.

—Ya ve usted, señora—dijo ésta a la viuda—, que nadie la retieneaquí, ni aun el marqués.

—He aquí mi ultimátum—respondió la señora Chermidy altivamente.

Pero una voz muy conocida de ella le cortó la palabra. Era el doctor LeBris que llegaba de Corfú a todo correr. Había visto a le Tas en unaventana del hotel Trafalgar, y al galope traía este notición. El cocherode la señora Chermidy al que había encontrado a la puerta de la villa,lo había asustado al decirle que había llevado allí a una señora.Recorrió la casa, puso en pie a todos los dormilones que hallaba en sucamino y bajó las escaleras del jardín de cuatro en cuatro peldaños.

No pensaba el doctor que la señora Chermidy fuese capaz de cometer uncrimen; pero, sin embargo, dejó escapar un suspiro de satisfacción alencontrar a Germana como la había dejado. Le tomó el pulso antes dedecir palabra y luego habló.

—Condesa, está usted un poco agitada—manifestó—, y creo que lasoledad le será conveniente. Descanse usted si le parece, mientras yoacompaño a la señora hasta su coche.

Dictó la orden sonriendo, pero con un tono tan autoritario que la señoraChermidy aceptó su brazo sin replicar.

Cuando hubieron dado juntos algunos pasos añadió el doctor:

—¡Cómo, mi linda cliente! ¡Supongo que no tiene usted la intención deestropear mi obra! ¿Qué diablo viene usted a hacer aquí?

—¿Qué carta es ésa, pues—contestó la viuda ingenuamente—, que haescrito usted al duque?

—¡Ah, ya comprendo! Con efecto, pasamos una semana difícil; pero elbuen tiempo ha reaparecido.

—¿No queda ningún recurso, llave de los corazones?

—Ninguno, como no me muera.

—¿Y qué va usted ganando?

—La satisfacción del deber cumplido. Es una hermosa curación; como ésano se cuentan por docenas.

—Mi pobre amigo, dicen que usted hará carrera; yo me temo que no pasaráde vegetar toda su vida. Las personas de talento son a veces bastanteestúpidas.

—¡Qué se le va a hacer! No se puede contentar a todo el mundo. LaFontaine ha dicho eso en verso, no recuerdo dónde.

—¿Qué va a ser de mí? Lo pierdo todo.

—¿Cree usted?

—Sin duda.

—Los millones, pues, para usted no son nada. Usted es mujer precavida,y ha ido siempre a lo práctico.

—¿Esa opinión es la de usted?

—La mía y la de otros.

—¿La de don Diego, acaso?

—Es posible.

—Pues es bien injusto. Por nada le devolvería lo que me ha dado.

—Ya sabe usted que él no lo tomará. Adiós, señora.

—¿Sigue usted teniendo a ese Mateo que el duque le envió de París?

—Sí; ¿por qué?

—Porque ya le he dicho que desconfíe de él.

—Por mí no le han despedido.

La señora Chermidy regresó precipitadamente a la ciudad. Su retiradaparecía una derrota, y le Tas, que esperaba noticias en la ventana,adivinó en seguida lo que ocurría. Así que la viuda llegó a suhabitación exclamó:

—¡Maldita jornada!

—¿Se ha salvado?

—Está curada. No he podido ver al conde, ni creo verlo, y Le Bris casime ha puesto en la calle.

—Si éste encuentra su clientela, pierdo el nombre que llevo. Ya puedeshacer, amigo, lo que quieras, pero nunca serás más que un imbécil.

—O un bribón. Nos ha engañado como todos los demás.

—¿De quién fiarse, gran Dios, si no se puede contar con un expresidiario?...

Después de esto, le habrán puesto quizás en la puerta.

—No, aun está en la casa.

—Entonces aun hay remedio. Yo le hablaré. Hay que jugarse el todo porel todo.

—¡Vamos, pues! Es necesario que vea a don Diego.

—¿Y cómo le verás?

—Alquilaré cualquier casa por allá.

—Vamos. Estoy segura de que si llegas a tenerle bajo tus ojos, harás deél lo que quieras. ¡Estás soberbia!

—Es la cólera. Le he reclamado el pequeño, y les he amenazado con unproceso.

Tendrá miedo y vendrá.

—¡Si viene, lo robas!

—¡Como a una pluma!

—Quizás has hecho mal en hablar de proceso. Es demasiado orgulloso paraceder por ese procedimiento. Atacar a un español por las amenazas, es lomismo que acariciar a un lobo a contrapelo.

—Si las amenazas no sirven para nada, tengo otra idea. Hago testamentoen favor del marqués, le devuelvo sus millones hasta el último céntimo ydespués me mato.

—¡Vaya una idea! ¡Muy bonita! ¿Y qué habrás adelantado con eso?

—¡No seas tonta! Me mataré sin hacerme daño. El testamento demostraráque no tengo apego al dinero; el puñal, que tampoco se lo tengo a lavida, pero no me mataré hasta el momento en que vaya a abrir la puerta.

Le Tas encontró la invención excelente, aunque no fuese precisamentenueva.

—¡Bueno!—dijo—; es, únicamente, un caballero andante; no tolerará quela mujer a quien ha amado se dé muerte por sus hermosos ojos. ¡Son tanbestias los hombres! ¡Si yo fuese tan bonita como tú, los haría correr!

—Mientras tanto, hija mía, seremos nosotras las que corramos; y desdemañana mismo.

—¡Pues bien, sí! ¡en marcha!

Al día siguiente, las dos mujeres, escoltadas por un mozo de cuerda, sehicieron conducir al sur de la isla. Allí, en las inmediaciones de lavilla Dandolo, encontraron una linda casita para vender o alquilar, consu verja y todo. Era la misma que la señora de Villanera había elegidopara el señor de La Tour de Embleuse, en el caso en que éste sedecidiese a pasar el verano en Corfú. Era el castillo en el aire delpobre Mantoux, llamado Poca Suerte. La casa fue alquilada el 24 deseptiembre, amueblada el 25 y ocupada el 26 por la mañana. Así se lohicieron saber a don Diego.

El conde pasaba un verdadero suplicio desde hacía tres días. Germana lecontó la visita que había recibido. La pobre niña no sabía el efecto quele produciría aquella noticia y, sin embargo, quiso ser ella quien se ladiese. Al anunciar a don Diego la noticia de la llegada de su antiguaamante, se aseguraba en un instante de si estaba bien curado de su amor.Un hombre sorprendido no tiene tiempo de disimular y la primeraimpresión que se lee en su cara es la verdadera. Germana se jugaba eltodo por el todo sometiendo a su marido a semejante prueba. Un relámpagode alegría en los ojos del conde la habría matado más seguramente que unpistoletazo. Pero las mujeres son así, y su amor heroico prefiere unpeligro seguro a una dicha incierta.

El señor de Villanera estaba bien curado, porque se enteró de aquellanoticia como el que recibe una impresión desagradable. Su frente se velóde una tristeza que no tenía nada de exagerada, porque era sincera. Nose mostró ni indignado ni escandalizado, porque el paso de la señoraChermidy, impertinente a los ojos de todos, era bien excusable para él.No hizo el gesto de desagrado de un gobernador de provincia al que dicenque el enemigo ha hecho una incursión en su territorio; demostró eldisgusto de un hombre al que un accidente previsto viene a turbar en sufelicidad.

Germana no pudo repetirle sin un poco de cólera las palabras insolentesde aquella mujer y sus monstruosas pretensiones. El doctor hizo coro conella y la anciana condesa lamentó altamente no haber estado allí paraarrojar a aquella desvergonzada a la puerta o al mar; el mar era una delas puertas del jardín. Pero don Diego, en lugar de unirse a lasprotestas de toda la familia, se aplicó a calmar ánimos y a vendarheridas.

Defendió a su antigua querida o, mejor dicho, la compadeciócomo un hombre galante que ya no ama, pero que se cree amado aún. Llenóeste dulce deber con una tal delicadeza, que Germana aun quedóagradecida, porque apreció una vez más la rectitud y la firmeza de sualma. Además, si le permitía al conde dar su compasión a la señoraChermidy, es porque estaba bien segura de poseer todo su amor.

La condesa era bastante menos tolerante. La reivindicación del niño y laamenaza de un proceso escandaloso, la habían exasperado. No seconformaba con menos que entregar a la viuda a los magistrados de lassiete islas y hacerla expulsar vergonzosamente como una aventurera.

—El señor Stevens—dijo—es amigo nuestro y no nos negará este pequeñoservicio.

Para ella, la visita de la viuda a Germana tenía todos los caracteres deuna tentativa de asesinato, porque, después de todo, la presencia de unamujer tan odiosa podía matar a una convaleciente. El doctor no encontródescabellada la idea.

El conde intentó calmar a su madre.

—No tema usted nada—dijo—, no intentará ningún proceso. No es tandesnaturalizada que quiera comprometer a su hijo al mismo tiempo que anosotros.

La cólera la ofuscó, sin duda. A nosotros, que somos dichosos,nos es fácil hablar sensatamente. Debe estar indignada contra mí ymirarme como a un gran culpable, porque yo la he abandonado sin tenernada que reprocharle; en ocho meses no le he escrito ni una sola carta;he dado mi alma a otra. Aun me odiaría más si supiera que los días másdichosos de mi vida son los que he pasado lejos de ella al lado de miGermana y si yo le dijese que mi corazón está lleno de amor hasta losbordes, como esas copas que una gota más haría desbordar. Déjeme que ladespida con buenas palabras. ¿Por qué no he de ir a abrirle mi corazón ya mostrarle que ya no queda sitio para ella? No hace falta más que unahora de dulzura y de firmeza para cambiar el amor despechado en unaamistad pura y duradera. Yo le aseguro que no pensará más en elescándalo y será digna de encontrarse con nosotros sin embarazo y deenviar a buscar de cuando en cuando noticias de su hijo. Hay pocasmujeres que no estén expuestas a codearse en un salón con la antiguaamante de su marido. Y no por eso se arrancan los ojos; el presente y elpasado viven en buena harmonía, una vez que la frontera que las separaestá bien delimitada. Considere, además, que nuestra situación no es lacorriente. Por mucho que hagamos nosotros, por mucho que haga ellamisma, esa desgraciada será siempre, a los ojos de Dios, la madre denuestro hijo. Aunque no hubiese sido más que su nodriza, nuestro debersería asegurarla contra la miseria. No nos neguemos a una gestióninocente y prudente que puede salvarla de la desesperación y del crimen.

Don Diego hablaba de tan buena fe, que Germana le tendió la mano y ledijo:

—Amigo mío, yo había asegurado a esa mujer que no volvería a verle,pero si yo hubiese oído hablar a usted con tanta razón y experiencia, yomisma le hubiera conducido a usted a su casa. Tome el coche sin pérdidade tiempo, corra a despedirla y perdónela el mal que me ha hecho como yola perdono.

—¡Muy bonito!—exclamó la señora de Villanera—. Si él sube al coche,yo misma desengancharé a los caballos. Don Diego, usted no me consultópara tomar una amante; no me escuchó usted cuando le dije que habíacaído en manos de una bribona; puesto que usted me consulta hoy, tendráque escucharme hasta el fin. Soy yo quien le he casado. Yo le he dejadohacer, en el interés de nuestra raza, un tratado que sería odioso entrelos burgueses; pero la grandeza de los intereses y el principio asalvar, excusan muchas cosas. Dios ha permitido que un asunto tan maliniciado se haya convertido en la felicidad de todos. ¡Dios sea loado!Pero no se dirá, mientras viva yo, que usted ha salido de casa de suesposa santa y legítima para entrar en la de su antigua amante. Ya séque usted no la ama ya, pero tampoco la desprecia lo bastante para queyo le crea curado. Esa Chermidy le ha tenido tres años en sus garras; noquiero exponerle a que caiga de nuevo en ellas. No diga usted que no conla cabeza.

La carne es débil, hijo mío; lo sé por usted, ya que no porexperiencia propia. Conozco a los hombres, aunque nunca me han hecho lacorte. Pero cuando se asiste al teatro por espacio de cincuenta años seestá un poco en el secreto de la comedia. Acuérdese bien de esto: elmejor de los hombres no vale nada. El mejor es usted, se lo concedo.Usted está curado de su amor; pero esos amores parásitos son de lafamilia de la acacia; se arranca el árbol, se queman las raíces y losretoños salen a millares. ¿Quién me asegura que la vista de esa mujer nole hará perder la cabeza? Usted no tiene el cerebro tan sólido paraexponerlo a semejante sacudida. Quien ha bebido beberá; y usted habebido tanto que yo pensaba que se ahogaría. ¡Ah! si usted estuviesecasado desde hace tres o cuatro años, si usted viviese como vivirápronto, con la ayuda de Dios, si el marqués tuviese un hermano o unahermana, quizás entonces le dejaría suelta la brida.

Pero suponga que suantigua locura vuelve, ¡habría hecho yo un bonito papel casándole coneste ángel! Por eso es, mi querido conde, por lo que no irá usted a casade la señora Chermidy, ni siquiera para despedirla, y si, a pesar de minegativa, va usted, cuando vuelva no encontrará aquí ni a su mujer ni asu madre.

Don Diego se conformó, pero estuvo de mal humor por espacio de tresdías. El doctor Le Bris había cambiado de enfermo y se dedicaba a curarel cerebro de su amigo y a desarraigar las ilusiones obstinadas que elconde guardaba sobre su amante.

Desató implacablemente la tupida vendaque el pobre hombre se había dejado colocar sobre los ojos. Le contódetalladamente todo lo que sabía del pasado de aquella mujer; le hizover que era ambiciosa, avariciosa, ladina y malvada.

—Me llaman la tumba de los secretos—pensaba, adivinando todas lasmaldiciones que sobre él caerían—, pero la justicia tiene derecho aabrir las tumbas.

Don Diego dudaba aún; le hizo leer la última carta que había recibido dela señora Chermidy. El conde se estremeció de horror viendo allí unaprovocación al asesinato con una recompensa de quinientos mil francos.

La llegada del duque fue una nueva prueba de la maldad de la señoraChermidy. El pobre anciano había hecho el viaje sin accidentes gracias aese instinto de conservación que nos es común con los animales; pero suespíritu había desgranado todas sus ideas por el camino, como un collarcuyo hilo se rompe. Supo encontrar la villa Dandolo y cayó en medio dela familia extrañada, sin más emoción que la que experimentaría al salirde su habitación. Germana le saltó al cuello y le colmó de ternezas; élse dejaba acariciar como un perro que juega con un niño.

—¡Qué bueno es usted!—le dijo—. Ha sabido que yo estaba en peligro yha corrido a verme.

—¡Toma! Es verdad—respondió—. ¿No has muerto, pues? ¿Cómo te las hasarreglado? Estoy muy contento, es decir, no mucho; Honorina está furiosacontra ti.

¿No está aquí Honorina? Ha venido a casarse con el conde.¡Mientras me perdone!

Nadie le pudo arrancar una palabra sobre la salud de la duquesa, pero encambio habló de Honorina tanto como quiso. Contó todas las dichas ytodos los pesares que le había dado. Todos sus discursos se referían aella, así como todas sus preguntas: la quería a todo precio y empleó laastucia de una tribu india para descubrir su dirección.

La llegada inesperada de aquella ruina viviente fue un serio dolor paraGermana y una cruel enseñanza para don Diego. La señora de Villanera,que nunca había sentido simpatía por el duque, se interesabamediocremente por su estado, pero se consideraba triunfante al tener amano a una víctima de la señora Chermidy. Dedicó los cuidados másasiduos al señor de La Tour de Embleuse y le arrancó todos los secretosde su miseria y de su decadencia.

El duque había fondeado en la casa desde hacía unas horas, cuando laseñora Chermidy hizo saber a don Diego que era vecina suya y que leesperaba. El conde enseñó la carta al señor Le Bris.

—¿Qué le contestaría usted en mi lugar?—le preguntó con indiferencia.

—La ofrecería dinero. Ella ha venido aquí para apoderarse de su nombre,de su persona y de su fortuna. Cuando ha visto que la condesa aún vivía,ha renunciado al nombre y se ha hecho fuerte en lo demás. Cuando vea quesu persona de usted se pasa fácilmente sin la suya, se contentará con eldinero.

—¿Y ese proceso, ese escándalo con que nos amenaza?

—Ofrézcala dinero.

—Pero, ¿y su hijo?

—Cuestión de dinero. Claro que habrá de ser mucho. Se dan dos sueldos aun mendigo de blusa, diez al que viste de americana, cien al de levita;calcule usted lo que conviene ofrecer a los que mendigan en coche decuatro caballos.

—¿Quiere ir usted a ver lo que pide?

—¡Diablo! Usted me ha contratado por meses; no contábamos las visitas.

El doctor se hizo llevar a casa de la señora Chermidy. Cuando entró,estaba en escena. Sentada lánguidamente en un gran sillón, los brazoscolgando, la cabellera suelta, dejaba errar sus ojos melancólicos, y Soñadora, miraba vagamente hacia el espacio.

—Buenos días, señora—dijo el doctor—. Puede usted sentarse a sucomodidad, soy yo.

Se levantó sobresaltada, corrió a él y le dijo:

—¡Es usted, amigo mío! Me dio usted un disgusto el otro día. ¿Es asícomo debía acogerme después de una larga ausencia?

—No hablemos más de eso, ¿le parece a usted? Hoy no vengo como amigo,sino como embajador.

—¿No le veré a él, pues?

—No; pero, si tiene usted curiosidad por ver a alguien, puedo enseñarleal duque de La Tour de Embleuse.