Germana by Edmond About - HTML preview

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Pero cuando vio a su queridaHonorina aparecer en un traje de mañana que representaba dos o tres añosde su sueldo, se olvidó de caer en sus brazos, viró en redondo sin deciruna palabra y se hizo llevar el equipaje a la estación de Lyón. Así escómo el señor Chermidy me hizo entrar en la intimidad de su mujer.Otros pormenores los conozco por el conde de Villanera.

—¿Llegamos ya?—preguntó el duque.

—Un poco de paciencia. La señora Chermidy había distinguido a don Diegoalgún tiempo antes de la llegada de su marido. Era su vecina en elteatro de los Italianos y había sabido mirarle con tales ojos que sehizo presentar a ella. Todos los hombres le dirán que sus salones sonlos más agradables de París, aun cuando no se encuentre a otra mujer quea la dueña de la casa. Pero Honorina se multiplica. El conde se apasionópor ella, llevado del mismo espíritu de emulación que perdió al pobreChermidy. Y la amó tanto más ciegamente, por cuanto ella le otorgó todoslos honores de la guerra y pareció ceder a una inclinación irresistibleque la arrojaba en sus brazos. El hombre más inteligente se deja prenderen este lazo y todo el escepticismo se estrella contra la comedia delamor verdadero. Don Diego no es un atolondrado sin experiencia. Sihubiera adivinado el menor interés, sorprendido un movimiento calculado,se habría puesto en guardia y todo estaba perdido, pero la ladina llevósu habilidad hasta el heroísmo. Agotó todos los recursos de supresupuesto, gastó hasta su último sueldo e hizo creer al conde que leamaba por él. Llegó hasta exponer su reputación, que tanto había cuidadohasta entonces, y se hubiera comprometido locamente a no impedírselo él.La condesa viuda de Villanera, una santa mujer, un prodigio de vejez yde rigidez, parecida a un retrato de Velázquez, escapado del lienzo,tuvo conocimiento de los amores de su hijo y no encontró nada que decir.Prefería verlo en relaciones con una mujer de mundo, que perdido entrelos placeres fáciles en los cuales se arruina el cuerpo y se envilece elalma.

»La delicadeza de la señora Chermidy era de carácter tan quisquilloso,que don Diego no pudo ofrecerle ni la menor bagatela. Lo primero queaceptó de él, después de un año de intimidad, fue una inscripción decuarenta mil francos de renta. Estaba encinta de un hijo que nació ennoviembre de 1850. Ahora, señor duque, llegamos al fondo de la cuestión.

»La señora Chermidy dio a luz en Bretéche-Saint-Nom, detrás de SanGermán. Yo estaba allí. Don Diego, ignorando nuestras leyes y creyendoque todo era permitido a las personas de su condición, quería reconoceral niño. Los primogénitos de la familia Villanera son marqueses de losMontes de Hierro. Yo le expliqué el axioma de derecho: Is pater est, yle demostré que su hijo debía llamarse Chermidy o no llamarse de ningúnmodo. Precisamente el marino había estado en París en enero último yesto bastaba para salvar las apariencias. Después de deliberar un buenrato cerca de la cama de la parturienta, ésta nos dijo que su marido lamataría infaliblemente si ella intentaba imponerle esta paternidadlegal. El conde añadió que el marqués de los Montes de Hierro noconsentiría jamás en firmarse Chermidy. Resumiendo, inscribí al niño enla alcaldía con el nombre de Gómez, hijo de padres desconocidos.

»El noble padre, dichoso y desgraciado a la vez, comunicó tan importanteacontecimiento a la venerable condesa. Esta ha querido ver al niño, y hahecho llevarlo a su lado, en su hotel del faubourg Saint-Honoré, dondeaun está.

Tiene dos años, goza de buena salud y se parece ya a lasveinticuatro generaciones de los Villanera. Don Diego adora a su hijo, yno se consuela de ver en él a un niño sin nombre y, lo que es peor,adulterino. La señora de Chermidy es una mujer capaz de remover lasmontañas para asegurar a su heredero el nombre y la fortuna de losVillanera. Pero la más digna de compasión es la pobre viuda. Ella prevéque don Diego no se casará nunca ante el temor de desheredar a su hijoamado; que desarraigará su fortuna para podérsela entregar, que venderálas tierras de la familia y que de su ilustre nombre y grandes dominiosno quedará nada dentro de medio siglo.

»Ante este conflicto, la señora Chermidy ha tenido un rasgo de genio yha dicho a don Diego: «Cásese usted. Busque una esposa de la primeranobleza de Francia y obtenga, por medio del acta de matrimonio, que ellareconozca a nuestro hijo como suyo. Siendo así, el pequeño Gómez será suhijo legítimo, noble por padre y madre, heredero de todos los bienes dela familia. En cuanto a mí, no se preocupe usted, me sacrifico por losdos.»

»El conde ha sometido el proyecto a su madre, que está dispuesta afirmar a dos manos. La noble dama ha perdido ya sus ilusiones sobre laseñora Chermidy que cuesta más de cuatro millones a don Diego y quehabla de retirarse a una choza para llorar la dicha perdida pensando ensu hijo. El señor de Villanera cree cándidamente en su falsa resignacióny creería cometer un crimen abandonando a esta heroína del amormaternal. Para terminar, y con objeto de acallar sus nobles escrúpulos,la señora Chermidy ha susurrado al oído del conde: «Cásese usted porpoco tiempo. El doctor le buscará una esposa entre sus enfermas.» Yo hepensado en la señorita de La Tour de Embleuse y he venido a confiarmeabsolutamente en usted, señor duque. Este matrimonio, por extravaganteque parezca a primera vista, y aunque dé a usted un nieto que no es desu sangre, asegura a la señorita Germana un fin dulce y tranquilo y unaprolongación de la existencia; salva la vida a la señora duquesa, y, enfin...

—Me da a mí cincuenta mil libras de renta, ¿no es eso? Pues bien,querido doctor, le doy a usted las gracias. Dígale al señor de Villaneraque soy su servidor. A mi hija podré enterrarla tal vez, pero novenderla.

—Señor duque, realmente lo que propongo a usted es un negocio, pero siyo lo creyese indigno de un caballero, no hubiera intervenido en él,puede creerme.

—¡Pardiez! doctor, cada uno entiende el honor a su manera. Hay el honordel soldado, el honor del tendero y el honor del noble que no me permiteser el abuelo del pequeño Gómez. ¡Ah! ¡el señor de Villanera pretendelegitimar a sus bastardos! Eso es Luis XIV puro, pero nosotros noestamos aliados a la familia Saint-Simon. ¡Cincuenta mil francos derenta! Yo he tenido ciento veinte mil, señor, sin haber hecho nuncanada, ni bueno ni malo. ¡Y no me apartaré de las tradiciones de misantepasados para obtener menos de la mitad!

—Me permito llamarle la atención, señor duque, sobre el hecho de que lafamilia Villanera es digna de tal alianza. El mundo no encontraría nadaque decir.

—¡No faltaría más sino que se me ofreciese un yerno plebeyo! Confiesoque en cualquiera otra circunstancia me consideraría muy honrado. DonDiego Gómez de Villanera es bien nacido, he oído elogiar a su familia ya su persona. Pero, ¡qué diablo!

¡no quiero que se diga que la señoritade La Tour de Embleuse tenía un hijo de dos años el día de su boda!

—No dirán nada, ni lo sabrá nadie. El reconocimiento será secreto, ydespués,

¿quién se ocuparía de eso más tarde? Ni la ley ni la sociedadestablecen diferencia alguna entre un hijo legitimado y un hijolegítimo.

—¿Pero cree usted que yo voy a poder ver a Germana en el altar mayor deSanto Tomás de Aquino, con el señor de Villanera a su derecha, la señoraChermidy a su izquierda con un niño de dos años en los brazos, y elsepulturero cerrando la comitiva?

Eso es sencillamente abominable, mipobre doctor. No hablemos más de ello... Diga usted... ¿Y es muycomplicada esa ceremonia del reconocimiento?

—No hay ceremonia alguna. Una frase en el acta de matrimonio y todoqueda en regla.

—Esa frase es la que sobra. No hablemos más de ello. Ni una palabra ala duquesa,

¿me lo promete usted?

—Se lo prometo.

—¿Y usted cree que verdaderamente está tan mal la pobre duquesa? ¡Perosi está tan ágil como cuando tenía quince años!

—El estado de la señora duquesa es bastante serio.

—¿Y cree usted, de buena fe, que con dinero la podríamos curar?

—Respondo de su vida si obtengo de usted...

—Usted no obtendrá nada absolutamente. ¡Yo soy de piedra roqueña, miquerido amigo! Y ya ve usted si mi negativa tiene mérito, ¡tal vez nohay diez luises en toda la casa! A fe de gentilhombre que si alguienmuriese aquí no se encontraría con qué enterrarle. ¡Tanto peor! ¡tantopeor! ¡nobleza obliga! El duque de La Tour de Embleuse no es un amaseca, ¡y sobre todo del hijo de la señora Chermidy! Antes me dejaríamorir en un jergón. Doctor, estoy muy contento de que me haya puesto aprueba y no le guardo ningún resentimiento. Nunca se conoce bien uno así mismo y no estaba muy seguro de la cara que pondría ante cincuentamil francos de renta. Usted ha pulsado mi honor que ¡gracias a Dios! harespondido bien... ¿El señor de Villanera ofrece el capital o sólo larenta?

—A elección de usted, señor duque.

—Yo he elegido la miseria, ya lo ha visto usted. ¡Pero cuando yo ledecía que la Fortuna era una caprichosa! La conozco desde hace muchotiempo y unas veces hemos estado en buenas relaciones y otras reñidos.Ahora quiere tentarme... ¡como si no!

¡Adiós, querido doctor!

El señor Le Bris se levantó de la silla. El duque le retuvo por la mano.

—Fíjese usted en que lo que hago es heroico. ¿Usted no ha sido jugador?¿Conoce usted las cartas?

—Juego al whist.

—Entonces no es usted jugador. Sepa usted, pues, amigo mío, que cuandouna vez se ha dejado pasar una buena racha, ya no vuelve. Al rechazarsus proposiciones, renuncio a toda esperanza en lo porvenir y me condenoa perpetuidad.

—Acepte usted, pues, señor duque, y no desprecie a la fortuna. ¡Cómo!yo le traigo a usted en mis manos la salud para la señora duquesa, elbienestar para usted y un fin dulce y tranquilo para la pobre niña quese extingue entre privaciones de todas clases; levanto su casa que sederrumba entre el polvo; le doy un nieto ya criado, un niño magníficoque podrá unir su nombre de usted al de su padre, y todo eso, ¿a quéprecio?

Mediante una cláusula de dos líneas en el acta de matrimonio. ¿Yusted prefiere mejor condenar a su hija, a su esposa y hasta condenarsea sí mismo, antes que prestar su nombre a un niño extraño? ¿Cree ustedque con eso cometería un crimen de lesa nobleza? ¿Es que no sabe usted aqué precio se ha conservado la nobleza en Francia y en todas partesdesde las Cruzadas? ¡Cuántos nombres salvados por milagro o porhabilidad! ¡Cuántos árboles genealógicos rejuvenecidos por un injertoplebeyo!

—¡Casi todos, querido doctor! Le citaría más de veinte sin salir deesta misma calle.

Además, los Villanera pertenecen a la aristocracia máspura; no veo inconveniente en una alianza con esos señores. Con unacondición, sin embargo: y es que el asunto se lleve en plena luz, sinhipocresía. Mi hija puede reconocer un hijo extraño en el interés de dosilustres casas de España y de Francia. Si alguien pregunta por qué, sele contestará que por razones de Estado. ¿Y usted salvará a la duquesa?

—Respondo de ella.

—¿Y a mi hija también?

El doctor movió lentamente la cabeza. El viejo continuó con tono deresignación:

—¡Qué le vamos a hacer! no se puede tener todo a la vez. ¡Pobre niña!¡Tanto que me hubiera gustado compartir con ella el bienestar!¡Cincuenta mil francos de renta!

¡Ya sabía yo que volvería la fortuna!

En aquel momento entró la duquesa y su marido le hizo un resumen de losofrecimientos del doctor con transportes de una admiración infantil. Elseñor Le Bris se había levantado para ofrecer su silla a la pobre mujerque corría sin descanso desde por la mañana. Con los codos sobre lacama, frente a frente del duque, escuchó con los ojos cerrados todo loque aquél quiso decirle. El viejo, inconstante como un hombre cuya razónvacila, había olvidado sus propias objeciones. No veía más que una cosaen el mundo: los cincuenta mil francos de renta. En su aturdimientollegó hasta a hablar a la duquesa de los peligros que corría y de suvida amenazada. Pero esta revelación resbaló sobre su corazón sinherirlo.

Abrió los ojos, y volviéndolos tristemente hacia el doctor, le dijo:

—Y bien, ¿Germana está condenada sin remisión, puesto que esa mujer notiene miedo de casarla con su amante?

El doctor intentó persuadirla de que no se había perdido toda esperanza,pero ella le detuvo con el gesto.

—No mienta usted, pobre amigo mío. Esas gentes han puesto su confianzaen usted y le han pedido que buscase una mujer lo suficientementeenferma para que no hubiese esperanza alguna de salvarla. Si por unacasualidad viviese, si un día llegase a colocarse entre los dos parareclamar sus derechos y expulsar a la amante, el señor de Villanerapodría echar en cara a usted que le había engañado. Y usted no habráquerido exponerse a eso.

El señor Le Bris enrojeció a su pesar, porque la duquesa decía laverdad; pero salió de aquel mal paso haciendo el elogio de don Diego. Lepintó como un noble corazón, un caballero de antaño perdido en nuestrosiglo.

—Puede usted creer, señora duquesa, que si nuestra querida enfermallegase a salvarse, lo debería a su marido. El no la conoce, no la havisto nunca; ama a otra y abriga una esperanza bien triste para nosotrosal decidirse a colocar una esposa legítima entre su amante y él. Perocuanto mayor sea su interés en esperar el día de la viudez, más creeráde su deber el retrasarlo. No sólo rodeará a su esposa de todos loscuidados que su estado requiere, si no que es hombre para constituirseen enfermero de ella y velarla noche y día. Le garantizo a usted quetomará el matrimonio en serio, como todos los deberes de la vida. Esespañol e incapaz de jugar con los Sacramentos; tiene un culto por sumadre y una ternura apasionada por su hijo. Esté usted segura de que eldía en que le conceda la mano de su hija, se habrá acabado todo entre ély la señora Chermidy. Llevará a su mujer a Italia; yo les acompañaré yusted también, y si Dios tiene a bien hacer un milagro, seremos trespara ayudarle, señora duquesa.

—¡Diablo!—añadió el duque—. No hay nada imposible; todo puede ocurriren este mundo; ¿quién me hubiera dicho esta mañana que yo heredaríacincuenta mil francos de renta?

Ante estas palabras la duquesa sintió que una oleada de lágrimas subía asus ojos.

—Amigo mío—dijo—, es muy triste el que los padres hereden a loshijos. Si Dios tiene decidido llamar a su lado a mi pobre Germana, yobendeciré llorando su mano rigurosa y esperaré a tu lado el instante enque debamos reunirnos. Pero yo quiero que la memoria de mi ángel amadosea tan pura como su vida. Desde hace más de veinte años conservo unramo de flores de azahar, marchito lo mismo que mi felicidad y mijuventud: cuando ella muera quiero ponerlo sobre su ataúd.

—¡Ta! ¡ta!—exclamó el duque—. ¡Así son las mujeres! Tú estás enferma,querida, y no serán las flores de azahar las que te curen.

—¡En cuanto a mí...!

Su mirada acabó la frase de modo tan expresivo que hasta el mismo duquela comprendió.

—¡Eso es!—dijo—; ¡a vuestra comodidad! ¡moríos las dos juntas! ¿Yentonces qué será de mí?

—Usted será rico, padre mío—dijo Germana abriendo la puerta delcomedor.

La duquesa se levantó como movida por un resorte y corrió hacia su hija;pero ésta no tenía necesidad de apoyo. Besó a su madre y con paso firmey resuelto, el paso de los mártires, avanzó hasta la cama.

Iba vestida de blanco, como Paulina en el quinto acto de Poliuto. Unpálido rayo del sol de enero caía sobre su frente, formando como unaaureola. Su rostro sin color parecía una página borrada en la que no seveía brillar más que dos grandes ojos negros. Una masa de cabellos deoro, finos y frondosos, se amontonaban sobre su cabeza. Una hermosacabellera es el último adorno de los tísicos; la conservan hasta el finy son enterrados con ella. Sus manos transparentes caían a lo largo delcuerpo y se confundían con los pliegues del vestido. Era tal la delgadezde su persona que se asemejaba a una de esas criaturas celestes que notienen ninguna de las bellezas ni de las imperfecciones de la mujer.

Se sentó familiarmente al borde de la cama, pasó el brazo derechoalrededor del cuello de su padre y le atrajo dulcemente hacia sí.Después designó la silla a Le Bris y le dijo:

—Haga el favor de sentarse, doctor, para que la familia esté completa.No me arrepiento de haber escuchado detrás de las puertas. Yo me temíaque no hubiese servido para gran cosa; esta discusión me ha demostradoque aún podría ser útil a los míos. Ustedes son testigos de que no tengoningún aprecio a la vida y que hace seis meses me he despedido de ella.Así como así este mundo es una bien triste morada para los que no puedenrespirar sin sufrir. Mi único disgusto era el de legar a mis padres unporvenir de dolores y de miserias; ahora ya estoy tranquila. Me casarécon el conde de Villanera y adoptaré al hijo de esa señora. Gracias,querido doctor; a usted debemos nuestra salvación. Gracias a usted, eldesarreglo de esas gentes devolverá el bienestar a mi excelente padre yla vida a mi noble madre. Mi paso por el mundo no habrá sido inútil. Mequedaba por todo bien el recuerdo de una vida pura y un pobre nombresin mancha, como el velo de la primera comunión de una niña. Se lo doytodo a mis padres. Le ruego, mamá, que no proteste usted. No sedesobedece a los enfermos. ¿Verdad, doctor?

—Señorita—respondió tendiéndole la mano—, es usted una santa.

—Sí; me esperan allá arriba; mi urna está dispuesta para recibirme.Rogaré a Dios por usted, mi digno amigo, ya que usted no lo hace.

Al hablar así su voz tenía algo de alado, de aéreo, de sobrenatural,como la serenidad del cielo. La duquesa se estremecía al escucharla; leparecía que el alma de su hija iba a escapar como un pájaro al que se haabierto la jaula. Estrechó a Germana entre sus brazos y le dijo:

—¡No, tú no nos dejarás! Iremos todos a Italia y el sol te curará. Elseñor de Villanera es un hombre de corazón.

La enferma se encogió ligeramente de hombros y respondió:

—El hombre a quien se refiere usted hará mejor en quedarse en París,puesto que aquí tiene sus afectos, y en dejarme que pague tranquilamentemi deuda. Ya sé yo a lo que me comprometo aceptando su nombre. ¿Quédiría, ¡Dios santo!, si le jugase la mala partida de curarme? La señoraChermidy tendría el derecho de hacerme expulsar de este mundo por lajusticia. Y diga usted, doctor, ¿me veré obligada a presentarme al señorde Villanera?

El señor Le Bris contestó con un imperceptible signo afirmativo.

—Bueno—dijo ella—, le haré buena cara. En cuanto al niño, le besaréde muy buena gana. Siempre me han gustado los niños.

La duquesa miró al cielo como un náufrago mira la orilla.

—Si Dios es justo—murmuró—, no nos separará; nos llevará a todosjuntos.

—No, querida mamá; usted vivirá para mi padre. Usted, padre mío, vivirápara sí mismo.

—Te lo prometo—respondió ingenuamente el viejo.

Ni la duquesa ni su hija parecieron darse cuenta del egoísmo monstruosoque se encerraba detrás de aquellas palabras, al contrario, seemocionaron hasta derramar lágrimas; solamente el doctor sonrió.

Semíramis entró, anunciando que el almuerzo del señor duque estaba en lamesa.

—Adiós, señoras—dijo el doctor—; voy a llevar esas buenas noticias alconde. Creo que ustedes recibirán hoy mismo su visita.

—¿Tan pronto?—preguntó la duquesa.

—No tenemos tiempo que perder—añadió Germana.

—Mientras tanto—dijo el duque—, almorcemos.

III

LA BODA

El señor Le Bris tenía el coche a la puerta. Se hizo llevar a una lujosaconfitería del barrio, compró una cajita de madera de violeta, la hizollenar de bombones, volvió a subir al coche, que se detuvo bien prontodelante de la casa de la señora Chermidy. La bella arlesiana erapropietaria del edificio, aunque no ocupaba más que el primer piso.

Elconserje era uno de sus criados y sabía que dos golpes de timbresignificaban una visita para su señora.

Las puertas se abrieron por sí solas ante el joven doctor. Un lacayo lecogió el gabán de sobre los hombros con tanta ligereza que apenas si loadvirtió. Otro le introdujo, sin anunciarle, en el comedor. En aquelmomento el conde y la señora Chermidy se sentaban a la mesa. La dueña dela casa le presentó sus mejillas y el conde le estrechó cordialmente lamano.

Los cubiertos habían sido puestos sin mantel sobre una mesa biselada deencina tallada. La habitación estaba adornada con tallas antiguas ycuadros modernos; un célebre banquero de la Calzada de Antin, quemanejaba el pincel en sus ratos de ocio, había ofrecido a la señoraChermidy cuatro grandes panneaux representando escenas de naturalezamuerta; el techo era una copia del Banquete de los dioses; laalfombra había venido de Esmirna y los floreros de Macao. Una gran arañaflamante, de vientre redondeado y delgadas patas, se agarrabaimplacablemente al centro del techo sin respeto alguno para la asambleade los dioses. Dos aparadores esculpidos por Knecht brillaban a la luzcon su profusión de cristal, loza y plata. El servicio de mesacorrespondía a tanta suntuosidad; los platos eran chinos, las botellasde Bohemia y los vasos de Venecia. Los mangos de los cuchillos proveníande un servicio encargado a Sajonia por Luis XV.

Si el señor Le Bris hubiese gustado de las antítesis, habría podidohacer una comparación muy interesante entre el mobiliario de la señoraChermidy y el de la duquesa de La Tour de Embleuse. Pero los médicos deParís son filósofos imperturbables que viajan entre el lujo y lamiseria, sin extrañarse de nada, del mismo modo que pasan del calor alfrío sin resfriarse.

La señora Chermidy estaba envuelta en vestido acolchado de raso blanco.Con aquel traje parecía una gata sobre un edredón, una joya en suestuche. No habéis visto nunca nada más brillante que su persona, ni másmuelle que su envoltura. Tenía treinta y tres años, una hermosa edadpara las mujeres que han sabido conservarse. La belleza, el másperecedero de todos los bienes terrestres, es aquel cuya administraciónresulta más difícil. La Naturaleza la da; el arte añade muy poca cosa,pero es necesario saberla conservar. Los pródigos que la derrochan ylos avaros que no hacen uso de ella, llegan en pocos años al mismoresultado; la mujer de genio es la que se gobierna con una sabiaeconomía. La señora Chermidy, nacida sin pasiones y sin virtudes, sobriaen todos los placeres, siempre tranquila en el fondo del corazón con lasapariencias de una vivacidad meridional, administraba con tanto cuidadosu belleza como su fortuna.

Cultivaba su frescura lo mismo que un tenorcultiva su voz. Era de aquellas mujeres que dicen locuras a todas horas,pero que no las hacen más que con su cuenta y razón; muy capaz dearrojar un millón por el balcón para que le entrasen dos por la puerta,pero demasiado prudente para cascar una avellana con los dientes. Susantiguos admiradores de Tolón apenas si hubieran podido reconocerla:tanto había cambiado, o, por mejor decir, ganado. Sin ser tan blancacomo una flamenca, había encontrado, no sé dónde, reflejos nacarados. Lasalud subía hasta sus pupilas en suaves arreboles rosados; su bocapequeña, redonda, carnosa, parecía una gruesa cereza que los gorrioneshubiesen abierto a picotazos. Sus ojos brillaban en sus órbitas obscurascomo un fuego de sarmientos en el centro de la chimenea. La indiferenciay la bondad formaban en su rostro una mezcla deliciosa. Sus cabellos, deun negro azulado, se partían sobre una frente pura, como las alas de uncuervo sobre la nieve de diciembre.

Todo en ella era joven, fresco,sonriente; hubiera sido necesario tener muy buenos ojos para descubriren los ángulos de aquella linda boca dos arrugas imperceptibles, finascomo el cabello rubio de un recién nacido, y que ocultaban una ambicióninsaciable, una voluntad de hierro, una perseverancia china y unaenergía capaz de todos los crímenes.

Sus manos eran quizás un poco cortas, pero blancas como el marfil, conlos dedos redondos, ondulosos, regordetes, en los que, no obstante, seadivinaba la garra. Su pie era el pie corto de las andaluzas,redondeado, lo mostraba tal como era y no cometía la tontería de usarbotas largas. Todo su cuerpo era corto y redondeado, lo mismo que suspies y sus manos; el talle un poco grueso, los brazos un poco carnosos,las caderas un poco pronunciadas; demasiada gordura, si os parece, perola gordura graciosa de una codorniz, la redondez sabrosa de una hermosafruta.

Don Diego se la comía con los ojos con una admiración infantil. ¿Es quelos enamorados de todas las clases no son niños? Según las teogoníasantiguas, el Amor es un niño de cinco años y medio, y no obstanteHesiodo asegura que es más viejo que el Tiempo.

El conde de Villanera descendía en línea recta de esos españolescaballerescos hasta lo ridículo, que el divino Cervantes haridiculizado, no sin admirarlos. Nada había en él que descubriese suorigen napolitano, y se hubiera dicho que sus antepasados le habíanlegado, con armas y bagajes, la vieja virtud de la España heroica. Eraun joven serio, rígido, frío, algo engreído, con un corazón de fuego yun alma apasionada.

Hablaba poco, siempre después de larga reflexión, ynunca había mentido. No le gustaba discutir y reía rara vez, pero susonrisa estaba llena de una gracia afable que no carecía de grandeza. Laalegría, convengo en ello, le hubiera sentado mal.

Intentadrepresentaros un don Quijote joven, vestido de frac. A primera vista nose distinguía más que por sus negros bigotes, puntiagudos, lustrosos. Sularga nariz se encorvaba vigorosamente como el pico de un águila; teníalos ojos negros, las cejas negras, los cabellos negros y la tez delcolor uniforme de una naranja de Portugal. Sus dientes podían haberpasado por hermosos si no hubiesen sido tan largos y si su dueño nohubiera sido fumador. Estaban revestidos de un esmalte un pocoamarillento, pero tan sólido que de él se hubieran podido construirpiedras de molino. El blanco de sus ojos era también algo amarillento;no obstante, no se podía negar que tenía unos ojos muy hermosos. Encuanto a su boca, no dejaba nada que desear, y debajo de sus mostachosse advertían unos labios rosados como los de un niño. Sus brazos y suspiernas, así como sus manos y sus pies, eran de una longitudaristocrática.

Finalmente, tenía la estatura de un granadero y laapostura de un príncipe.

Si preguntáis por qué un hombre así había podido caer en las manos de laseñora Chermidy, os contestaré que la dama era más atractiva y más hábilque Dulcinea del Toboso. Los hombres del temple de don Diego no son losmás difíciles de engañar, y el león se arroja con mayor aturdimientosobre la trampa que el zorro. La sencillez, la rectitud y todas lascualidades generosas son otros tantos defectos para tratar con ciertasgentes. Un corazón honrado no desconfía de los cálculos y bellaqueríasde que es incapaz, y cada cual se hace el mundo a su imagen. Si alguienhubiera dicho al señor de Villanera que la señora Chermidy le amaba porel interés, se habría encogido de hombros. Ella no le había pedido naday él se lo había ofrecido todo. Al aceptar cuatro millones, le hacía unfavor y él le estaba reconocido.

Por lo demás, al ver las miradas que le lanzaba a intervalos, era fáciladivinar que la fortuna de los Villanera podía cambiar de manos en elespacio de ocho días. Un perro echado a los pies de su dueño no era máshumilde ni más respetuoso que él. Se leía en sus grandes ojos negros elreconocimiento apasionado que todo hombre galante debe a la mujer que haelegido; la admiración religiosa de un padre joven por la madre de suhijo. Se veía, en fin, como un deseo no saciado, una sumisión de lafuerza al capricho, el temor de la negativa, una solicitud inquieta queprobaba que