Genio y Figura by Juan Valera - HTML preview

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Rafaela, no obstante, sentía la necesidad de desahogar con alguien sucorazón, hablando de sus penas. Y como su único, constante y muy íntimoamigo en la ciudad era el Vizconde de Goivoformoso, a quien tratabadesde que ella había llegado a Lisboa, Rafaela reconoció que sólo elVizconde era su posible confidente, y habló con él de todo, si bien conmayor seriedad, con el mismo desenfado y con la misma franqueza queempleaba para hablar con él cuando, hacía ya más de diez años, él y ellaiban a merendar o a cenar juntos en el Retiro de Camoens.

Después de la ida de Juan Maury, Rafaela, a fin de evitar las hablillasy para que no se burlasen de ella afectando compadecerla como a mujerabandonada, siguió recibiendo por las noches y procurando que sutertulia no estuviese menos concurrida ni menos alegre que antes.

Las expediciones campestres de D. Joaquín a la chácara y lasfrecuentes jaquecas de que ella padecía, eran recursos de que no sehabía desprendido ni quería desprenderse. De estos recursos se valióentonces, no en pro del amor, sino en pro de una antigua y constanteamistad, de la que esperaba consuelo y alivio en sus penas. Deseosa dehablar reposadamente con el Vizconde, le citó para una noche en que norecibía a los demás tertulianos, y tuvo con él el coloquio que vamos areproducir aquí.

Después de los amistosos saludos de costumbre, con la inveteradafamiliaridad de siempre, y tuteando al Vizconde como solía, Rafaela ledijo:

—Tú eres mi mejor amigo, lleno para mí de amabilidad y de indulgencia. Asolas contigo, no sé disimular: todo lo confieso: pienso alto. No me loagradezcas. Yo soy quien debe mostrarte su gratitud. Si yo no pudieradecir a alguien lo que siento, si no te tuviera a ti para decirlo, creoque mi corazón estallaría como una bomba.

—Pues, hija mía, di cuanto se te ocurra, que pronto estoy a escucharte ya consolarte si puedo.

—De sobra—replicó ella—sabes mis relaciones con Juan Maury. Lo que nosabes es lo que ha habido de singular y de nuevo en estas relaciones.Otros hombres me han inspirado simpatías más o menos vehementes. Porellos he sentido lo que se llama amistad. A caer en sus brazos me haimpulsado no sé qué extraña misericordia, no sé qué endiabladagenerosidad, que califico de perversa, y no sé qué vanidosa estimaciónde mi propia hermosura. He sido como engreído artista que anhela mostrarla linda joya que ha cincelado al que juzga delicado conocedor y buenperito.

He sido como el poeta que, por más esfuerzos que hace, no saberesistir a la tentación de recitar sus versos a quien juzga persona degusto exquisito, capaz de estimar y de tasar el valor de ellos y losquilates de perfección y de belleza que contienen. Esta soberbia mía yel benigno afán de conceder yo venturas, sin pena para mí, sino tal vezcon deleite, han sido la causa de no pocos extravíos y ligerezas quedeploro. La gente me calificará de mujer galante y enamorada. Pero, sibien se mira, yo no he conocido el amor, como este no sea unacombinación de amistad, aprecio, deseo de agradar y de embelesar, yempeño vanidoso en mostrar a quien se aprecia y a quien se profesacierto cariño, todo el valer, toda la lozanía y toda la potenciadeleitable y beatífica de la propia persona. Pero esto no es elverdadero amor. Si no fuese por los versos y las novelas que he leído,yo no tendría de él ni noticia ni presentimiento. En mi alma ha habidopredilección no pocas veces. Tú, por ejemplo, y no quiero lisonjearte,has sido uno de mis predilectos. Lo que no ha habido en mi alma ha sidoel amor perfectísimo de que nos habla la poesía. Mi alma ha tenido suspredilectos. Nunca ha llegado a tener al amado: al único, al verdadero ylegítimo esposo; al que exclusivamente y para siempre se rinde lavoluntad y se entrega y se abandona la vida. Sin él no se concibe goce.Las aspiraciones todas del espíritu, la fe en el mérito y excelencia deun ser extraño, el ansia de inefables placeres, todo, según dicen, sepone y se busca en el amado, el cual sólo podría tener rival en Dios, silográsemos mortificar y aniquilar nuestro cuerpo y convertirnos enespíritu puro. Para la mujer amante no tiene, pues, ni puede tener en latierra, rival el amado. Yo no había llegado ni me consideraba capaz dellegar a tan gentil idolatría. Sólo he entrevisto y columbrado así lacapacidad de sentirla como el hechizo que debe de haber en ella, desdeque fui de Juan Maury. Pero él, bondadoso, agradecido, con notableafecto hacia mí, porque yo no puedo ni quiero quejarme de su tibieza nide su egoísmo, siempre me consideró como a una buena mujer, aunque hartoligera, y ese amor verdadero, ese apretado lazo de unión completa eindisoluble entre dos corazones humanos, jamás imaginó que pudieraenlazar su corazón con el mío. Yo entiendo que esto no llega aconseguirse jamás con súplicas y excitaciones de una parte. En ambas,para que prevalezca, ha de nacer de un modo espontáneo. Además, yo soyorgullosa y detesto la ficción y la mentira, aunque la piedad lasmotive. De aquí que al amor ideal, al amor exclusivo y único, que iba abrotar en mi alma, por primera vez y como flor tardía, le corté yo lasalas antes de que remontase el vuelo. Juan Maury se ha ido. Yo no lecensuro. Ha hecho bien. Ni él podía darme ni yo podía exigirle amorconstante y para siempre. Deploro el amor ahogado antes de nacer, mas noel que ya vivía y ha muerto.

Hasta en mi propia alma había obstáculosinvencibles contra el nacimiento del amor, obstáculos que hubierancombatido contra él para darle muerte apenas nacido. La amistad que meinspira Joaquín Figueredo, mi gratitud hacia él, la estimación que letengo, al ver en él un conjunto de nobles prendas, oculto y sepultadoantes bajo las ruines condiciones de su sórdida existencia primera, yque yo he descubierto después, así para mí como para la generalidad delos hombres, todo esto no ha podido vencer la inclinación viciosa de minaturaleza, la vehemencia de mis pasiones y la licencia y el desenfrenoen que me he criado. Inútiles han sido mis propósitos de serle fiel;pero, me parece que no puede haber fuerza en el mundo que me impulse aserle inconstante, a abandonarle, a causarle inmenso dolor dejándole vercon claridad mi desvío, siendo con él cruelmente ingrata. Tengo porcierto que si mi amor hubiera nacido y se hubiera manifestado con lamayor vehemencia y si Juan Maury hubiera participado de él por completo,todavía hubiera yo preferido morir a dejar solo a Joaquín Figueredo, sinlos cuidados y la ternura que hoy más que nunca necesita y que yo lededico. Por esta consideración, casi me alegro de que Juan Maury me hayadejado y se haya ido muy lejos. Más vale que amor no nazca que no quemuera en terrible lucha con una obligación que juzgo sagrada. Acasohalles tú harto alambicado y sutil lo que estoy diciendo, pero digo loque siento aunque te parezca inverosímil.

Hoy, perdido para mí JuanMaury y demostrada mi imposibilidad de amor, queda cual único fin de mivida el propósito de hacer feliz a Figueredo, de mirar por su salud ybienestar, de endulzar y de prolongar su vida hasta donde sea posible,y, si le sobrevivo, de cerrar piadosamente sus ojos y de llorar sumuerte.

El Vizconde oyó con placer este en su sentir bello discurso, y le oyótambién con asombro, porque apenas había hablado íntimamente con Rafaeladesde que, en la aurora de la vida de ella y de él, tuvieron ambosfrecuentes y encantadores coloquios en el famoso figón de Lisboa,llamado Retiro de Camoens.

En extremo se pasmó el Vizconde del extraordinario progreso del espíritude Rafaela en agudeza y en profundidad, y de su corazón en elevacionesmorales. Él pensó, no obstante, que estas elevaciones, la gratitud deRafaela y su reconocido deber de hacer dichoso a D. Joaquín, no sehabían opuesto hasta entonces, ni se opondrían en lo futuro, a ciertosdulces, misteriosos y fugaces abandonos. Pensó también que Rafaelaestaba afligidísima porque no había podido nacer en ella el amor puro. Ypensó, por último, que para consolación de tantas cuitas, y vista ydeclarada la imposibilidad del amor puro, aún podría servir el mixto,tal como Rafaela le entendía y le había descrito, o sea la combinaciónde la amistad, del aprecio, del anhelo de lucir generosidad y gallardíay de la sed del deleite.

Rafaela estaba bellísima: incomparablemente más bella que allá enLisboa, en la plaza de toros o en el Retiro de Camoens. Entonces eradiamante en bruto: ahora diamante pulimentado y primorosamente engarzadoen cerco de oro. Entonces era como planta silvestre de flor menuda ydesabrido fruto, y ahora como planta cultivada con el mayor esmero, ricaen flores odorantes y pomposas y en los frutos más exquisitos ysazonados.

Hechas estas reflexiones, que asaltaron con rapidez y en tumulto lamente del Vizconde, y movido además por el deseo, por el cariño y hastapor la obligación en que se creía de ofrecer consuelo, a fin de no pasarpor descortés y por sandio, el Vizconde recordó con viveza las antiguasintimidades y mostró con mayor viveza aún el prurito de renovarlas. Perose llevó chasco y se quedó frío.

Rafaela, sin menguar en nada su amistad hacia el Vizconde, y sindescomponerse con violencia y con enojo, le rechazó de modo tan resueltoy tan firme, que se disiparon las ilusiones que él se había forjado yreconoció que sólo con amistad podía consolar a Rafaela y ella queríaser consolada por él.

El Vizconde tuvo el buen gusto de acomodarse a las circunstancias e hizobien el papel de confidente y amigo. Así el coloquio duró aún más de unahora. Rafaela volvió a hablar de su pena, de su aspiración no cumplidade amor verdadero y de la desesperanza que de este amor tenía,celebrando y llorando a la vez por ello la partida de Juan Maury.Declaró por último su firme propósito de consagrarse en adelante a laamistad sólo; a la amistad sin combinaciones y llena de limpieza. Paraesto, para que fuese su íntimo amigo, había citado al Vizconde. El otroamigo predilecto, cuya vida, mejorada por ella, quería seguir endulzandohasta que llegase a su fin e iluminándola con luz hechicera, era elseñor de Figueredo.

Terminadas todas estas revelaciones y apasionados discreteos, Rafaelatocó la campanilla, vino Madame Duval y sirvió el té con bizcochos,pastas y tostadas, y ya con excelente crema de las vacas que había en la chácara de Petrópolis.

El Vizconde tuvo que irse después por donde había venido, con elcontento de que se hubiese reanudado y estrechado tan dulce amistad, ycon la melancolía de que fuese ya otra su forma, harto más sutil,depurada y etérea que en lo antiguo.

-XXIII-

Nada, durante los dos o tres meses que se siguieron pudo notar lapersona más lince ni propalar la más maldiciente, que en la conducta deRafaela contradijese los propósitos expresados por ella en su coloquiocon el Vizconde. Se diría, por el contrario, que ella se extremaba enrealizarlos.

Sus mimos, sus cuidados hacia D. Joaquín eran incesantes.Entonces aún no había ferrocarril hasta Petrópolis. D. Joaquín, quehabía envejecido, aunque gustaba de ir allí, se fatigaba mucho y Rafaelase opuso a que fuese. Si iba alguna vez, Rafaela le acompañaba ycompartía con él la fatiga. Jamás se quejaba ya de jaqueca, ni enviabaal campo a D. Joaquín cuando estaba jaquecosa. Casi siempre, sinjaqueca, y aun cuando por acaso la padeciese, se complacía en tener a D.Joaquín a su lado. Y al mismo tiempo no se mostraba ni triste ni másseria que en lo pasado; su buen humor y su alegría eran como siempre.Sus concurridas tertulias se hicieron diarias y sin interrupción. Nadiehubiera podido declarar con fundamento que la partida de Juan Mauryhabía modificado el ser de Rafaela.

Su amistad hacia el Vizconde siguió tan fina y tan estrecha como en elcoloquio, pero sin que el coloquio se repitiese. Ella seguía hablandocon el Vizconde, si bien delante de todos y sin dar que sospechar. Suconversación amistosa la consolaba y la deleitaba.

No tardó Rafaela en perder también este consuelo y este deleite.

El Vizconde tuvo que irse a Berlín a ocupar otro puesto diplomático.

Sufrió Rafaela con calma la nueva contrariedad, y aún siguió, durantealgunas semanas, el mismo género de vida.

De repente, y sin que nadie pudiera atribuirlo a otra causa que a unaenfermedad, Rafaela dejó de recibir, se retiró y se aisló. Nadie la veíani en visitas, ni en paseos, ni en teatros.

Este eclipse, aunque largo, terminó al fin, cuando pasaron otros cuatroo cinco meses.

Rafaela reapareció entonces, lozana, bella y refulgente como un astro, yvolvió a ser, durante más de un año, el delicioso centro de laselegancias de Río.

Quien enfermó después fue el pobre D. Joaquín. D. Joaquín enfermó muy deveras y de la última enfermedad, que fue larga y penosa. En ella leatendió, le veló y le cuidó Rafaela como la más santa, más fiel, másdevota y más apasionada de las mujeres. Hubo tal sinceridad, abnegacióny fervor en ella, que hasta las personas más incrédulas y mal pensadasla miraron como modelo de cariñosas enfermeras. D. Joaquín exhaló en lahermosa cara de ella el último suspiro, y ella con la dulzura de sumirada mitigó el terror que infunde el ángel de la muerte, y en laherida con que mata derramó el bálsamo de sus lágrimas.

Rafaela, por bondad y por orgullo, era generosa y desprendida. Enaquella ocasión lo fue de suerte que dejó maravillados a todos losbrasileños. Pudo disponer y dispuso de la última voluntad de D. Joaquíncomo de la suya propia. Todo D. Joaquín era suyo.

Ella, no obstante, en vez de quedarse con el inmenso caudal de D.Joaquín, se enorgulleció y hasta cierto punto se consoló con repartirleen legados a todos los parientes pobres de él, que eran muchos, y avarios establecimientos de beneficencia del imperio. A casi todos losesclavos, en recompensa de sus servicios, les concedió libertad. Sóloguardó consigo, aunque también beneficiados por el testamento de D.Joaquín, a Madame Duval, a dos doncellas, y a tres negros de los másfieles, hechos también libertos.

La gente profana decía, entre admiración y broma, que jamás había habidoen el mundo aventurera más rumbosa, ni más bizarra y espléndida mujergalante.

Claro está que la esplendidez de Rafaela no llegó hasta el necio extremode quedar ella a pedir limosna o en estrechez tal que la obligase avivir muy en desacuerdo con la magnificencia de que, durante años, habíagozado. Rafaela conservó para sí una pequeña parte, en fondosextranjeros, del gran capital de su difunto marido; conservó lo bastantepara que le produjese de setenta a ochenta mil francos de renta, con losque decidió irse de Río y venir a vivir en Europa.

Así lo hizo, a los pocos meses de viuda.

De los posteriores sucesos de su vida, por espacio de mucho tiempo, nitenemos noticias circunstanciadas ni nos convendría darlas aquí aunquelas tuviésemos.

Sólo veinte años después por medio del Vizconde de Goivoformoso, hevuelto yo a saber de Rafaela, reanudándose su historia en lo másesencial con lo que contaré en adelante.

-XXIV-

Entre no echar de menos a una persona y olvidarla por completo hayuna enorme distancia. Si el Vizconde de Goivoformoso hubiera seguidosiempre en Río de Janeiro, todo en torno de él, no sólo le hubierarecordado a Rafaela, si no le hubiera hecho desear su presencia ylamentar la falta de su trato y de su vista. Pero el Vizconde anduvoperegrinando por muy diversos y distantes países, viendo objetos nuevos,penetrando en el seno de muy diversas sociedades, hablando y oyendohablar lenguas distintas y corriendo no pocas y variadas aventuras.Estuvo en Constantinopla, en Roma, en San Petersburgo, en Berlín y enViena; y, aunque la nación a quien servía, así por su posicióngeográfica, como por la decadencia a que ha venido, no se mezclabaactivamente en los grandes sucesos, él, por afición natural y tambiénpor su oficio, tuvo que enterarse circunstanciadamente de todos ymirarlos con interés. Ocurrieron casos extraordinarios que no pudieronmenos de cautivar su atención poderosamente. Acabaron muchas dinastías,se hundieron muchos tronos; Italia logró al fin su unidad, en baldedeseada durante trece o catorce siglos; se deshizo la confederacióngermánica; Austria perdió la hegemonía; Prusia, vencedora, se puso alfrente de casi todos los pueblos germánicos; y por último, en tremendalucha con Francia, Prusia la venció y la desmembró, apoderándose dealgunas de sus hermosas ciudades y de parte de su fértil territorio yobligándola, desde su misma capital, de que se había apoderado, a pagarsuma enormísima por su rescate.

La vida del Vizconde, que permaneció soltero, fue, a su modo, y aunquepor estilo apacible, no menos rica de acontecimientos que la del mundo.No faltaron en ella lances de honor y fortuna que no nos incumbe relataraquí. Baste saber que, durante veinte años, sobre pocos más o menos,pues no creo que importe mucho una gran exactitud cronológica, elVizconde no volvió a ver en parte alguna a Rafaela, y ésta, si biensiguió presente en su memoria, fue como imagen aérea y algo confusa,velada como entre nubes de vagos recuerdos y de agradables antiguasemociones.

En los primeros días del año 1873, el Vizconde de Goivoformoso vino aParís a pasar una larga temporada.

Vencida Francia, despojada de ricas provincias, desquiciado el primerimperio entre anárquicas convulsiones, y cruelmente multada ella,todavía se repuso o más bien no tuvo necesidad de reponerse, porque nodecayó, permaneciendo robusta y firme en medio de tantos males yconservando su poder y su riqueza gracias a la constancia y a la energíade sus hijos. La fertilidad de su suelo y más aún el talento de los queen él nacen y viven para todas las artes que hermosean, hechizan oconsuelan la vida humana, su industria y su comercio, su fecundahabilidad para producir objetos de lujo y de regalo y su virtudeconómica para crear riqueza y para conservarla, todo esto concurrió aque Francia siguiese siendo, si no la primera en poderío material, lamás querida, la más admirada, la más respetada, y fuera de Inglaterra,la más rica nación de Europa. Francia siguió dando la moda, enseñando laelegancia y siendo escuela y centro de toda cortesía. La más brillanteantorcha de la moderna cultura se diría que siguió ardiendo en París yque desde allí iluminaba al mundo y atraía amorosamente a las almas.Sabios, poetas, dramaturgos y novelistas hay, sin duda, en otrasnaciones, pero los que más se leen, se celebran y se admiran en todasson los franceses. Apenas hay doctrina flamante, buena o mala, nifilosofía, ni sistema político, social o religioso, ni corriente quearrebate y lleve por nuevo camino las creaciones de la literatura y delarte que no nazca en Francia o que desde Francia no sea difundida ydivulgada por todo el mundo. El francés sigue siendo, por donde quiera,la lengua diplomática y el idioma universal de los refinados y de losilustrados. Las gentes de otros países de Europa, y más aún las deAmérica, si tienen medios para ello, acuden a París, como las mariposasacuden a la luz, cegadas por su brillo. Allí creen las mujeres que,sobre las prendas que en el suelo natal debieron a la naturaleza, van aadquirir otras prendas artísticas y en cierto modo sobrenaturales, conlas cuales, cuando vuelvan a su tierra, pasmarán a sus compatriotas,matando de amor a los hombres y de envidia a las mujeres. Los mancebos,que van allí desde apartadas regiones, imaginan que van a probaralambicadísimos deleites, ignorados y apenas columbrados en sueños enlos lugares de donde vienen, y que van a trocar su primitiva rudeza entan raro y gentil atildamiento que parecerán otros, y que, al salir delbaño de París, resplandecerán como seres punto menos que divinos; y loshombres inclinados a las ciencias, a las letras o a las artes, entiendenque en París van a dar a su educación los últimos y más delicados toquesy van a hacerse dignos y capaces de la gloria, difundiéndola desde allí,si es que la consiguen, con mayor facilidad y prontitud que desde sumisma patria o desde cualquier otro punto del planeta.

No es de extrañar, en atención a lo expuesto, que los aspirantes a high-life, en todos sentidos, vayan en peregrinación a París como vana la Meca los musulmanes. Las mujeres van a comprarse dijes, afeites ymudas, a vestirse con Worth y a aprender a saludar, a andar y moversecon suprema distinción y según el último estilo; los seres humanos deambos sexos, que presumen de discreción, van allí a adquirir desenfado ysoltura fina y a ejercitarse en lo que llaman la causerie, o dígase encierto linaje de amenísima y sutilísima charla, que, según afirman losfranceses, y casi todos los que no son franceses creen, sólo en Franciay en francés es posible; y los jóvenes, por último, que sienten arder ensu cabeza, ora el volcán de la inspiración poética o artística, ora elfuego sagrado y creador de las especulaciones filosóficas o de lasciencias experimentales, van a París a iniciarse en ellas, a inspirarse,a saturarse bien de civilización, ya frecuentando la Sorbona, yaasistiendo a los teatros, ya paseándose por los boulevards, yaconversando con las heteras, como Sócrates, Alcibíades y Periclesconversaban con Aspasia.

Claro está que estos peregrinos de la cultura procuran visitar y tratara los ídolos a quienes mayor devoción consagran. Para el que se preciaen su país de hidalgo y linajudo, ¿qué mayor triunfo que introducirse enalgunas casas y en el seno de algunas ilustres familias del FaubourgSaint Germain? Para el novicio o recluta de la sabiduría, ¿qué honramás superfina y disparatada que la de ser presentado y bien recibido,por ejemplo, en el año 1873 a que nos referimos, por el sabio ErnestoRenan o por el espiritualista Caro, almibarado filósofo y maestro defilosofía para las damas? ¿Y qué mayor encanto en el mismo año de 1873que el de hablar con Víctor Hugo o con Flaubert que aún vivían? Si elque era presentado a ellos componía versos, pongamos por caso, impresoso manuscritos podía llevárselos al ídolo, el cual tal vez tenía ladignación de aparentar que los leía y que los entendía, aunque no losleyese ni los entendiese. Y

si por dicha llegaba a celebrarlos conolímpica benevolencia, el poeta peregrino se llenaba de entusiasmo, defe y de aliento para atreverse a mayores cosas y ser en su tierratrasunto, arrendajo, o copia en menor escala, guardando siempre laproporción debida, de aquel a modo de numen tutelar de que habíaacertado a proveerse. Pero, ¿qué mucho si hasta menos altas facultades yvirtudes, cuando están en potencia, se actúan, se acicalan, se templan,se bruñen y se aguzan en París como la espada en la oficina del armero?

En París, no sólo el entendimiento, la imaginación y la sensibilidad, nosólo los sentidos estéticos, o sea la vista y el oído, sino también losotros tres sentidos, se educan y se perfeccionan.

El olfato se adiestra para atinar con los perfumes distinguidos y parano confundirlos con los que sahúman o aromatizan a la gente ordinaria;el tacto adquiere perspicacia asombrosa para reconocer y disfrutar losuave, aterciopelado, tibio y madoroso; y el paladar, por último, dejade estar embotado por los groseros guisotes patrios, se limpia y sedespeja y llega a penetrarse de cuantos deliciosos sabores dan a susguisos los más inspirados cocineros del mundo.

De lo exterior y somero de todas estas cosas goza el peregrino que llegaa París con dinero bastante; mas para entrar bien en París, paranaturalizarse allí de veras, y no en los bajos y obscuros círculos, sinoen los más eminentes y luminosos, el dinero no basta. Se necesita ademássaber muy bien la lengua, poseer notables prendas de entendimiento o decarácter, tener alguna habilidad rara que pueda manifestarse fácilmente,estar dotado de cierta desenvoltura y atrevimiento, y sobre todo, caeren gracia, lo cual suele depender, más que del mérito, de la suerte. Siesta elevada naturalización no se consigue, el que va a París no goza enParís sino de lo que se paga; se queda aislado o desnivelado, sin llegara vencer la prevención, si a veces algo justificada, siempre fatua, deque él es un ser retrasado en la marcha ascendente de la humanidad hacialas regiones de la luz: un individuo de una casta o nacionalidadinferior, y un bárbaro en suma. Verdad es, que siempre que un felizmortal, viniendo de tierras extrañas, logra vencer la prevenciónsusodicha, su triunfo es completísimo, su propia calidad de exótico leda mayor precio, y los más encumbrados parisienses le ponen sobre elpedestal en que ellos mismos están o se creen colocados. Así sucedió,por ejemplo, con el célebre Enrique Heine, y así sucedía en el año a quenos referimos con el famoso novelista ruso Ivan Turgueneff.

Harto difícil y muy raro es el mencionado triunfo; de suerte que lamayoría de los extranjeros que van a París, sobre todo si sonportugueses, españoles o hispano-americanos, a fin de gozar en París dealgo más que de aquello que se paga, forman sociedad aparte, y son comouna colonia, y están como en un teatro, cuyas magníficas decoracionesson la gran ciudad de las orillas del Sena, pero entre cuyos personajesapenas hay un francés de cierta importancia, a no ser alguno que porcuriosidad cruce el escenario de pasada y tome parte en la acción sinpremeditarlo y casualmente.

Claro está que el Vizconde de Goivoformoso, aunque sólo fuera por suposición diplomática, podía aspirar a más honda penetración en París y atrato más íntimo con las varias aristocracias indígenas; pero, comorecién llegado, empezó por visitar y frecuentar los círculoshispano-americano, español, portugués y brasileño.

La acaudalada señora de Pinto, rica propietaria de Bahía de Todos losSantos, que hacía cuatro años vivía en París con gran lujo, no bien seinformó de la llegada del Vizconde, a quien había conocido en Río, leescribió un billetito, convidándole a los tés musicales y a vecesdanzantes que tenía todos los viernes, y donde la mayor de sus hijas,que eran dos, y ambas bonitas, mostraba su habilidad y hechizaba con suvoz melodiosa, cantando alternativamente, ya las modinhas de su país,ya las canciones más sentimentales y melancólicas de Alemania, Italia yFrancia.

El Vizconde de Goivoformoso aceptó gustosísimo aquella amableinvitación, y casi puede decirse que la primera tertulia a que asistió,después de su llegada, fue a un té en casa de la mencionada damabrasileña.

-XXV-

Vivía la señora de Pinto en una de las mejores calles que cortanperpendicularmente la calle de la Universidad: en la parte menosbulliciosa de las dos en que la ciudad está dividida por el Sena.

Lacasa de la dama brasileña era nueva y tenía hermoso aspecto. La señorade Pinto habitaba en un piso principal, cómodo y espacioso.

Ella tenía buen gusto y había amueblado su estancia, valiéndose de losmejores tapiceros, con muebles elegantes y hasta lujosos, pero sinrelumbrón alguno. Nadie hubiera podido criticar sus salones por lochillón y lo dorado de los adornos, pero hubiera habido en ellos algo detrivial y sin carácter propio, si la mencionada dama, o por reflexión opor instinto, no hubiera acudido a ponerles un sello de originalidadperegrina, un tinte marcado de distinción semi-aristocrática,semi-americana. Había en la antesala tapices y reposteros, donde seveían bordados los complicadísimos escudos de la gloriosa e históricafamilia de los Pintos; y en el centro, frente a la puerta de entrada,resplandecía, en gran cuadro al óleo, al parecer antiguo, la reverendaimagen de Fernán-Méndez, tan célebre por sus estupendas peregrinaciones,y uno de los más brillantes antepasados de que aquella familia sejactaba. Y como si fueran reliquias de los mil curiosos objetos queFernán-Méndez Pinto hubo sin duda de traer cuando volvió a Europa, seadmiraban en aquella antesala broqueles, armaduras, lanzas y sableschinos, japoneses e indostaníes, combinado todo en las panoplias conflechas y cuchillos de pedernal de los tupinambas, de los tupíes y deotras tribus guerreras del imperio brasílico. En dos salas contiguasapenas había nada de exótico, pero sí muchos primorcitos y antiguallasde porcelana, bronce y plata, estatuetas, esmaltes y vasos colocados enrinconeras, anaqueles y repisas, o ya sobre los mismos muebles, yacustodiados en vitrinas de prolija talla y gracioso dibujo. El salónde baile era de la más sencilla elegancia, estilo Luis XVI; sin másadornos que grandes espejos. Los marcos y demás ornamentación, aljabas,palomitas, lazos y flores, todo de madera charolada o más bien esmaltadad