Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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A Barbarita le daba aquella noche por hablar de arquitectura y no perdíaripio. Entró a la sazón Moreno Isla, y le recibieron con exclamacionesde alegría. Llamole la señora y le dijo: «¿Tiene usted cascote?».

Las tres se reían viendo la sorpresa y confusión de Moreno, que era unaexcelente persona, como de cuarenta y cinco años, célibe y riquísimo, deaficiones tan inglesas que se pasaba en Londres la mayor parte del año;alto, delgado y de muy mal color porque estaba muy delicado de salud.

«Que si tengo cascote. ¿Es para usted?».

—Usted conteste y no sea como los gallegos, que cuando se les hace unapregunta hacen otra.

Puesto que está usted de derribo, ¿tiene cascote,sí o no?

—Sí que lo tengo... y pedernal magnífico. A sesenta reales el carro,todo lo que usted quiera.

El cascote a ocho reales... ¡Ah, tonto de mí!Ya sé de qué se trata. La santurrona les está embaucando con lasfantasmagorías del asilo que va a edificar... Cuidado, mucho cuidado conlos timos. Antes de que ponga la primera piedra, nos llevará a todos aSan Bernardino.

—Cállate, que ya saben todos lo avariento que eres. Si no te pido nada,roñoso, cicatero.

Guárdate tus carros de pedernal, que ya te los pondrán en la balanza eldía del gran saldo final, ya sabes, cuando suenen las trompetasaquellas, sí, y entonces, cuando veas que la balanza se te cae del ladode la avaricia, dirás: «Señor, quítame estos carros de piedra y cascoteque me hunden en el Infierno», y todos diremos: «no, no, no... échenlecarga, que es muy malo».

—Con poner en el otro platillo los perros grandes y chicos que me hassacado, me salvo—

díjole Moreno riendo y manoseándole la cara.

—No me hagas carantoñas, sobrinillo. Si crees que eso te vale, granmiserable, usurero, recocho en dinero—repitió Guillermina con tono ysonrisa de chanza benévola—. ¡Qué hombres estos! Todavía quieres más, yestás derribando una manzana de casas viejas para hacer casasdomingueras y sacarles las entrañas a los pobres.

—No hagan ustedes caso de esta rata eclesiástica—indicó Moreno,sentándose entre Barbarita y Jacinta—. Me está arruinando. Voy a tenerque irme a un pueblo porque no me deja vivir. Es que no me puedodescuidar. Estoy en casa vistiéndome... siento un susurro, algo así comopaso de ladrones; miro, veo un bulto, doy un grito... Es ella, la rataque ha entrado y se va escurriendo por entre los muebles. Nada; porpronto que acudo, ya mi querida tía me ha registrado la ropa que está enel perchero y se ha llevado todo lo que había en el bolsillo delchaleco.

La fundadora, atacada de una hilaridad convulsiva, se reía con toda sualma.

—Pero ven acá, pillo—dijo secándose las lágrimas que la risa habíahecho brotar de sus ojos—

, si contigo no valen buenos medios. Anda,hijo, el que te roba a ti..., ya sabes el refrán... el que te roba a tise va al Cielo derecho.

—A donde vas tú a ir es al Modelo...

—Cállate la boca, bobón, y no me denuncies, que te traerá peorcuenta...

No siguió este diálogo, que prometía dar mucho juego, porque del salónllamaron a Moreno con enérgica insistencia. Oíase desde el gabineterumor de un hablar vivo, y la mezclada agitación de varias voces, entrelas cuales se distinguían claramente las de Juan, Villalonga y Zalamero,que acababan de entrar.

Moreno fue allá, y Guillermina, que aún no había acabado de reír, decíaa sus amigas.

«Es un angelón... No tenéis idea de la pasta celestial de que estáformado el corazón de este hombre».

Barbarita no tenía sosiego hasta no enterarse del por qué de aqueltumulto que en el salón había. Fue a ver y volvió con el cuento:

«Hijas, que el rey se marcha».

—¡Qué dices, mujer!

—Que D. Amadeo, cansado de bregar con esta gente, tira la corona por laventana y dice:

«Vayan ustedes a marcar al Demonio».

—¡Todo sea por Dios! —exclamó Guillermina dando un suspiro y volviendoimperturbable a su trabajo.

Jacinta pasó al salón, más que por enterarse de las noticias, por ver asu marido que aquel día no había comido en casa.

«Oye—le dijo en secreto Guillermina, deteniéndola, y ambas se mirabancon picardía;—con veinte duros que le sonsaques hay bastante».

-III-

«En Bolsa no se supo nada. Yo lo supe en el Bolsín a las diez—dijoVillalonga—. Fui al Casino a llevar la noticia. Cuando volví al Bolsín,se estaba haciendo el consolidado a 20.

—Lo hemos de ver a 10, señores —dijo el marqués de Casa-Muñoz en tonode Hamlet.

—¡El Banco a 175...! —exclamó D. Baldomero pasándose la mano por lacabeza, y arrojando hacia el suelo una mirada fúnebre.

—Perdone usted, amigo —rectificó Moreno Isla—. Está a 172, y si ustedquiere comprarme las mías a 170, ahora mismo las largo. No quiero máspapel de la querida patria. Mañana me vuelvo a Londres.

—Sí—dijo Aparisi poniendo semblante profético—; porque la que se va aarmar ahora aquí, será de órdago.

—Señores, no seamos impresionables—indicó el marqués de Casa-Muñoz,que gustaba de dominar las situaciones con mirada alta—. Ese buen señorse ha cansado; no era para menos; ha dicho: «ahí queda eso». Yo en sucaso habría hecho lo mismo. Tendremos algún trastorno; habrá su poco deRepública; pero ya saben ustedes que las naciones no mueren...

—El golpe viene de fuera —manifestó Aparisi—. Esto lo veía yo venir.Francia...

—No involucremos las cuestiones, señores —dijo Casa-Muñoz poniendouna cara muy parlamentaria—. Y si he de hablar ingenuamente, diré austedes que a mí no me asusta la República, lo que me asusta es elrepublicanismo.

Miró a todos para ver qué tal había caído esta frase. No podía dudarsede que el murmullo aquel con que fue acogida era laudatorio.

«Señor Marqués —declaró Aparisi picado de rivalidad—, el puebloespañol es un pueblo digno... que en los momentos de peligro, sabeponerse...».

—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?...—saltó el marqués incómodo,anonadando a su contrario con una mirada—. No involucre usted lascuestiones.

Aparisi, propietario y concejal de oficio, era un hombre que se preciabade poner los puntos sobre las íes; pero con el marqués de Casa-Muñozno le valía su suficiencia, porque este no toleraba imposiciones y eracapaz de poner puntos sobre las haches. Había entre los dos unarivalidad tácita, que se manifestaba en la emulación para lanzarobservaciones sintéticas sobre todas las cosas. Una mirada de profundaantipatía era lo único que a veces dejaba entrever el pugilatoespiritual de aquellos dos atletas del pensamiento. Villalonga, que eraobservador muy picaresco, aseguraba haber descubierto entre Aparisi yCasa-Muñoz un antagonismo o competencia en la emisión de palabrasescogidas. Se desafiaban a cuál hablaba más por lo fino, y si el marquésdaba muchas vueltas al involucrar, al ad hoc, al sui generis yotros términos latinos, en seguida se veía al otro poniendo en prensa elcerebro para obtener frases tan selectas como la concatenación de lasideas. A veces parecía triunfante Aparisi, diciendo que tal o cual cosaera el bello ideal de los pueblos; pero Casa-Muñoz tomaba arranque ydiciendo el desiderátum, hacía polvo a su contrario.

Cuenta Villalonga que hace años hablaba Casa-Muñoz disparatadamente, ysostiene y jura haberle oído decir, cuando aún no era marqués, que las puertas estaban herméticamente abiertas; pero esto no ha llegado acomprobarse. Dejando a un lado las bromas, conviene decir que era elmarqués persona apreciabilísima, muy corriente, muy afable en su trato,excelente para su familia y amigos. Tenía la misma edad que D.Baldomero; mas no llevaba tan bien los años. Su dentadura era artificialy sus patillas teñidas tenían un viso carminoso, contrastando con lacabeza sin pintar. Aparisi era mucho más joven, hombre que presumía depie pequeño y de manos bonitas, la cara arrebolada, el bigote castañocayendo a lo chino, los ojos grandes, y en la cabeza una de esas calvasque son para sus poseedores un diploma de talento. Lo más característicoen el concejal perpetuo era la expresión de su rostro, semejante a la deuna persona que está oliendo algo muy desagradable, lo que provenía decierta contracción de los músculos nasales y del labio superior. Por lodemás, buena persona, que no debía nada a nadie. Había tenido almacén demaderas, y se contaba que en cierta época les puso los puntos sobre lasíes a los pinares de Balsain. Era hombre sin instrucción, y... lo quepasa... por lo mismo que no la tenía gustaba de aparentarla. Cuenta eltunante de Villalonga que hace años usaba Aparisi el e pur si muove de Galileo; pero el pobrecito no le daba la interpretación verdadera, ycreía que aquel célebre dicho significaba por si acaso.

Así, se le oyó decir más de una vez: «Parece que no lloverá; pero sacaréel paraguas e pur si muove».

Jacinta trincó a su marido por el brazo y le llevó un poquito aparte:

«Y qué, nene, ¿hay barricadas?».

—No, hija, no hay nada. Tranquilízate.

—¿No volverás a salir esta noche?... Mira que me asustaré mucho sisales.

—Pues no saldré... ¿Qué... qué buscas?

Jacinta, riendo, deslizaba su mano por el forro de la levita, buscandoel bolsillo del pecho.

—¡Ay!, yo iba a ver si te sacaba la cartera sin que me sintieses...

—Vaya con la descuidera... —¡Quia!, si no sé... Esto quien lo hacebien es Guillermina, que le saca a Manolo Moreno las pesetas delbolsillo del chaleco sin que él lo sienta... A ver...

Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió.

—¿Te enfadarías si te quito este billete de veinte duros? ¿Te hacefalta?

—No por cierto. Toma lo que quieras.

—Es para Guillermina. Mamá le dio dos, y le falta un pico para poderpagar mañana el trimestre del alquiler del asilo.

Contestole el Delfín apretándole con mucha efusión las dos manos yarrugando el billete que estaba en ellas.

En cuanto Guillermina pescó lo que le faltaba para completar sucantidad, dejó la costura y se puso el manto. Despidiéndose brevementede las dos señoras, atravesó el salón a prisa.

«¡A esa, a esa! —gritó Moreno—, sin duda se lleva algo. Caballeros,vean ustedes si les falta el reloj. Bárbara, que debajo de la mantillade la rata eclesiástica veo un bulto... ¿No había aquí candeleros deplata?».

En medio de la jovial algazara que estas bromas producían, salióGuillermina, esparciendo sobre todos una sonrisa inefable que parecíauna bendición.

En seguida, cebáronse todos con furia en el tema suculento de la partidadel Rey, y cada cual exponía sus opiniones con ínfulas de profecía, comosi en su vida hubieran hecho otra cosa que vaticinar acertando.Villalonga estaba ya viendo a D. Carlos entrar en Madrid, y el marquésde Casa-Muñoz hablaba de

las exageraciones liberticidas de la demagogia roja y de la demagogiablanca como si las estuviera mirando pintadas en la pared de enfrente;el ex-subsecretario de Gobernación, Zalamero, leía clarito en elporvenir el nombre del Rey Alfonso, y el concejal decía que elalfonsismo estaba aún en la nebulosa de lo desconocido. El mismoAparisi y Federico Ruiz profetizaron luego en una sola cuerda... ¡Quédemonio! Ellos no se asustaban de la República.

Como si lo vieran... noiba a pasar nada. Es que aquí somos muy impresionables, y por cualquiercontratiempo nos parece que se nos cae el Cielo encima. «Yo les aseguroa ustedes —

decía Aparisi, puesta la mano sobre el pecho—, que nopasará nada, pero nada. Aquí no se tiene idea de lo que es el puebloespañol... Yo respondo de él, me atrevo a responder con la cabeza,vaya...». Moreno no vaticinaba; no hacía más que decir: «Por si vienenmal dadas, me voy mañana para Londres». Aquel ricacho soltero alardeabade carecer en absoluto del sentimiento de la patria, y estaba tanextranjerizado que nada español le parecía bueno. Los autores dramáticoslo mismo que las comidas, los ferrocarriles lo mismo que las industriasmenudas, todo le parecía de una inferioridad lamentable. Solía decir queaquí los tenderos no saben envolver en un papel una libra de cualquiercosa. «Compra usted algo, y después que le miden mal y le cobran caro,el envoltorio de papel que le dan a usted se le deshace por el camino.No hay que darle vueltas; somos una raza inhábil hasta no poder más».

Don Baldomero decía con acento de tristeza una cosa muy sensata: «¡Si D.Juan Prim viviera...!». Juan y Samaniego se apartaron del corrillo ycharlaban con Jacinta y doña Bárbara, tratando de quitarles el miedo. Nohabría tiros, ni jarana... no sería preciso hacer provisiones...

¡Ah!Barbarita soñaba ya con hacer provisiones. A la mañana siguiente, si nohabía barricadas, ella y Estupiñá se ocuparían de eso.

Poco a poco fueron desfilando. Eran las doce. Aparisi y Casa-Muñoz sefueron al Bolsín a saber noticias, no sin que antes de partir dieran unanueva muestra de su rivalidad. El concejal de oficio estaba tanexcitado, que la contracción de su hocico se acentuaba, como si el oloraquel imaginario fuera el de la aza fétida. Zalamero, que iba aGobernación, quiso llevarse al Delfín; pero este, a quien su mujer teníacogido del brazo, se negó a salir... «Mi mujer no me deja».

—Mi tocaya—dijo Villalonga—, se está volviendo muyanticonstitucional.

Por fin se quedaron solos los de casa. Don Baldomero y Barbarita besarona sus hijos y se fueron a acostar. Esto mismo hicieron Jacinta y sumarido.

-VIII-

Escenas de la vida íntima

-I-

A poco de acostarse notó Jacinta que su marido dormía profundamente.Observábale desvelada, tendiendo una mirada tenaz de cama a cama. Creyóque hablaba en sueños... pero no; era simplemente quejido sinarticulación que acostumbraba a lanzar cuando dormía, quizá por causa deuna mala postura. Los pensamientos políticos nacidos de lasconversaciones de aquella noche, huyeron pronto de la mente de Jacinta.¿Qué le importaba a ella que hubiese República o Monarquía, ni que D.Amadeo se fuera o se quedase? Más le importaba la conducta de aquelingrato que a su lado dormía tan tranquilo. Porque no tenía duda de queJuan andaba algo distraído, y esto no lo podían notar sus padres por lasencilla razón de que no le veían nunca tan cerca como su mujer. Elpérfido guardaba tan bien las apariencias, que nada hacía ni decía enfamilia que no revelara una conducta regular y correctísima. Trataba asu mujer con un cariño tal, que... vamos, se le tomaría por enamorado.Sólo allí, de aquella puerta para adentro, se descubrían las trastadas;sólo ella, fundándose en datos negativos, podía destruir la aureola queel público y la familia ponían al glorioso Delfín. Decía su mamá que erael marido modelo.

¡Valiente pillo! Y la esposa no podía contestar a susuegra cuando le venía con aquellas historias... Con qué cara le diría:«Pues no hay tal modelo, no señora, no hay tal modelo, y cuando yo lodigo, bien sabido me lo tendré».

Pensando en esto, pasó Jacinta parte de aquella noche, atando cabos,como ella decía, para ver si de los hechos aislados lograba sacar algunaafirmación. Estos hechos, valga la verdad, no arrojaban mucha luz quedigamos sobre lo que se quería demostrar. Tal día y a tal hora Juanhabía salido bruscamente, después de estar un rato muy pensativo, peromuy pensativo. Tal día y a tal hora Juan había recibido una carta, quele había puesto de mal humor. Por más que ella hizo, no la había podidoencontrar. Tal día y a tal hora, yendo ella y Barbarita por la calle dePreciados, se encontraron a Juan que venía deprisa y muy abstraído. Alverlas, quedose algo cortado; pero sabía dominarse pronto. Ninguno deestos datos probaba nada; pero no cabía duda: su marido se la estabapegando.

De vez en cuando estas cavilaciones cesaban, porque Juan sabíaarreglarse de modo que su mujer no llegase a cargarse de razón paraestar descontenta. Como la herida a que se pone bálsamo fresco, la penade Jacinta se calmaba. Pero los días y las noches, sin saber cómo,traíanla lentamente otra vez a la misma situación penosa. Y era muyparticular; estaba tan tranquila, sin pensar en semejante cosa, y porcualquier incidente, por una palabra sin interés o referencia trivial,le asaltaba la idea como un dardo arrojado de lejos por desconocida manoy que venía a clavársele en el cerebro. Era Jacinta observadora,prudente y sagaz. Los más insignificantes gestos de su esposo, lasinflexiones de su voz, todo lo observaba con disimulo, sonriendo cuandomás atenta estaba, escondiendo con mil zalamerías su vigilancia, comolos naturalistas esconden y disimulan el lente con que examinan eltrabajo de las abejas. Sabía hacer preguntas capciosas, verdaderastrampas cubiertas de follaje. ¡Pero bueno era el otro para dejarsecoger!

Y para todo tenía el ingenioso culpable palabras bonitas: «La luna demiel perpetua es un contrasentido, es... hasta ridícula. El entusiasmoes un estado infantil impropio de personas normales. El marido piensa ensus negocios, la mujer en las cosas de su casa, y uno y otro se tratanmás como amigos que como amantes. Hasta las palomas, hija mía, hasta laspalomas cuando pasan de cierta edad, se hacen cariños así... de unamanera sesuda». Jacinta se reía con esto; pero no admitía talescomponendas. Lo más gracioso era que él se las echaba de hombre ocupado.¡Valiente truhán! ¡Si no tenía absolutamente nada que hacer más quepasear y divertirse...! Su padre había trabajado toda la vida como unnegro para asegurar la holgazanería dichosa del príncipe de la casa...En fin, fuese lo que fuese, Jacinta se proponía no abandonar jamás suactitud de humildad y discreción. Creía firmemente que Juan no daríanunca escándalos, y no habiendo escándalo, las cosas irían pasando así.No hay existencia sin gusanillo, un parásito interior que la roe y a susexpensas vive, y ella tenía dos: los apartamientos de su marido y eldesconsuelo de no ser madre. Llevaría ambas penas con paciencia, con talque no saltara algo más fuerte.

Por respeto a sí misma, nunca había hablado de esto a nadie, ni al mismoDelfín. Pero una noche estaba este tan comunicativo, tan bromista, tanpillín, que a Jacinta se le llenó la boca de sinceridad, y palabra traspalabra, dio salida a todo lo que pensaba. «Tú me estás engañando, y noes de ahora, es de hace tiempo. Si creerás que soy tonta... El tontoeres tú».

La primera contestación de Santa Cruz fue romper a reír. Su mujer letapaba la boca para que no alborotase. Después el muy tunante empezó arazonar sus explicaciones, revistiéndolas de formas seductoras. ¡Peroqué huecas le parecieron a Jacinta, que en las dialécticas del corazónera más maestra que él por saber amar de veras! Y a ella le tocó reírdespués y desmenuzar tan livianos argumentos... El sueño, un sueño dulcey mutuo les cogió, y se durmieron felices... Y

ved lo que son las cosas,Juan se enmendó, o al menos pareció enmendarse.

Tenía Santa Cruz en altísimo grado las triquiñuelas del artista de lavida, que sabe disponer las cosas del mejor modo posible parasistematizar y refinar sus dichas. Sacaba partido de todo, distribuyendolos goces y ajustándolos a esas misteriosas mareas del humano apetitoque, cuando se acentúan, significan una organización viciosa. En elfondo de la naturaleza humana hay también, como en la superficie social,una sucesión de modas, periodos en que es de rigor cambiar de apetitos.Juan tenía temporadas. En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba desus correrías, y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionabacomo si fuera la mujer de otro.

Así lo muy antiguo y conocido seconvierte en nuevo. Un texto desdeñado de puro sabido vuelve a interesarcuando la memoria principia a perderle y la curiosidad se estimula.Ayudaba a esto el tiernísimo amor que Jacinta le tenía, pues allí sí queno había farsa, ni vil interés ni estudio. Era, pues, para el Delfínuna dicha verdadera y casi nueva volver a su puerto después de milborrascas.

Parecía que se restauraba con un cariño tan puro, tan leal ytan suyo, pues nadie en el mundo podía disputárselo.

En honor de la verdad, se ha de decir que Santa Cruz amaba a su mujer.Ni aun en los días que más viva estaba la marea de la infidelidad, dejóde haber para Jacinta un hueco de preferencia en aquel corazón que teníatantos rincones y callejuelas. Ni la variedad de aficiones y caprichosexcluía un sentimiento inamovible hacia su compañera por la ley y lareligión.

Conociendo perfectamente su valer moral, admiraba en ella lasvirtudes que él no tenía y que según su criterio, tampoco le hacíanmucha falta. Por esta última razón no incurría en la humildad deconfesarse indigno de tal joya, pues su amor propio iba siempre pordelante de todo, y teníase por merecedor de cuantos bienes disfrutaba opudiera disfrutar en este bajo mundo. Vicioso y discreto, sibarita yhombre de talento, aspirando a la erudición de todos los goces y conbastante buen gusto para espiritualizar las cosas materiales, no podíacontentarse con gustar la belleza comprada o conquistada, la gracia, eldonaire, la extravagancia; quería gustar también la virtud, noprecisamente vencida, que deja de serlo, sino la pura, que en su purezamisma tenía para él su picante.

-II-

Por lo dicho se habrá comprendido que el Delfín era un hombreenteramente desocupado.

Cuando se casó, hízole proposiciones donBaldomero para que tomase algunos miles y negociara con ellos, yajugando a la Bolsa, ya en otra especulación cualquiera. Aceptó el joven,mas no le satisfizo el ensayo, y renunció en absoluto a meterse ennegocios que traen muchas incertidumbres y desvelos. D. Baldomero nohabía podido sustraerse a esa preocupación tan española de que lospadres trabajen para que los hijos descansen y gocen. Recreábase aquelbuen señor en la ociosidad de su hijo como un artesano se recrea en suobra, y más la admira cuanto más doloridas y fatigadas se le quedan lasmanos con que la ha hecho.

Conviene decir también que el joven aquel no era derrochador. Gastaba,sí, pero con pulso y medida, y sus placeres dejaban de serlo cuandoempezaban a exigirle algo de disipación. En tales casos era cuando lavirtud le mostraba su rostro apacible y seductor. Tenía cierto respetoingénito al bolsillo, y si podía comprar una cosa con dos pesetas, noera él seguramente quien daba tres.

En todas las ocasiones, eldesprenderse de una cantidad fuerte le costaba siempre algún trabajo, alcontrario de los dadivosos que cuando dan parece que se les quita unpeso de encima. Y como conocía tan bien el valor de la moneda, sabíaemplearla en la adquisición de sus goces de una manera prudente y casimercantil. Ninguno sabía como él sacar el jugo a un billete de cincoduros o de veinte. De la cantidad con que cualquier manirroto seproporciona un placer, Juanito Santa Cruz sacaba siempre dos.

A fuer de hábil financiero, sabía pasar por generoso cuando el caso loexigía. Jamás hizo locuras, y si alguna vez sus apetitos le llevaron aciertas pendientes, supo agarrarse a tiempo para evitar un resbalón. Unade las más puras satisfacciones de los señores de Santa Cruz era saber aciencia cierta que su hijo no tenía trampas, como la mayoría de loshijos de familia en estos depravados tiempos.

Algo le habría gustado a D. Baldomero que el Delfín diera a conocer suseximios talentos en la política. ¡Oh!, si él se lanzara, seguramentedescollaría. Pero Barbarita le desanimaba. «¡La política, la política!¿Pues no estamos viendo lo que es? Una comedia. Todo se vuelvehabladurías y no hacer nada de provecho...». Lo que hacía cavilar algo aD. Baldomero II era que su hijo no tuviese la firmeza de ideas que éltenía, pues él pensaba el 73 lo mismo que había pensado el 45; es decir,que debe haber mucha libertad y mucho palo, que la libertad hace muybuenas migas con la religión, y que conviene perseguir y escarmentar atodos los que van a la política a hacer chanchullos.

Porque Juan era la inconsecuencia misma. En los tiempos de Prim,manifestose entusiasta por la candidatura del duque de Montpensier. «Esel hombre que conviene, desengañaos, un hombre que lleva al dedillo lascuentas de su casa, un modelo de padre de familia». Vino D. Amadeo, y elDelfín se hizo tan republicano que daba miedo oírle. «La Monarquía esimposible; hay que convencerse de ello. Dicen que el país no estápreparado para la República; pues que lo preparen.

Es como si sepretendiera que un hombre supiera nadar sin decidirse a entrar en elagua. No hay más remedio que pasar algún mal trago... La desgraciaenseña... y si no, vean esa Francia, esa prosperidad, esa inteligencia,ese patriotismo... esa manera de pagar los cinco mil millones...».

Puesseñor, vino el 11 de Febrero y al principio le pareció a Juan que todoiba a qué quieres boca.

«Es admirable. La Europa está atónita. Digan loque quieran, el pueblo español tiene un gran sentido». Pero a los dosmeses, las ideas pesimistas habían ganado ya por completo su ánimo.«Esto es una pillería, esto es una vergüenza. Cada país tiene elGobierno que merece, y aquí no puede gobernar más que un hombre que estésiempre con una estaca en la mano». Por gradaciones lentas, Juanitollegó a defender con calor la idea alfonsina. «Por Dios, hijo—decía D.Baldomero con inocencia—, si eso no puede ser» y sacaba a relucir los jamases de Prim.

Poníase Barbarita de parte del desterrado príncipe, ycomo el sentimiento tiene tanta parte en la suerte de los pueblos, todaslas mujeres apoyaban al príncipe y le defendían con argumentos sacadosdel corazón. Jacinta dejaba muy atrás a las más entusiastas por D.Alfonso. «¡Es un niño!»... Y no daba más razón.

Teníase a sí mismo el heredero de Santa Cruz por una gran persona.Estaba satisfecho, cual si se hubiera creado y visto que era bueno.«Porque yo—decía esforzándose en aliar la verdad con la modestia—, nosoy de lo peorcito de la humanidad. Reconozco que hay seres superiores amí, por ejemplo, mi mujer; pero ¡cuántos hay inferiores, cuántos!». Susatractivos físicos eran realmente grandes, y él mismo lo declaraba ensus soliloquios íntimos: «¡Qué guapo soy! Bien dice mi mujer que no hayotro más salado. La pobrecilla me quiere con delirio... y yo a ella lomismo, como es justo. Tengo la gran figura, visto bien, y en modales yen trato me parece...

que somos algo». En la casa no había más opiniónque la suya; era el oráculo de la familia y les cautivaba a todos nosólo por lo mucho que le querían y mimaban, sino por el sortilegio de suimaginación, por aquella bendita labia suya y su manera de insinuarse.La más subyugada era Jacinta, quien no se hubiera atrevido a sostenerdelante de la familia que lo blanco es blanco, si su querido espososostenía que es negro. Amábale con verdadera pasión, no teniendo pocaparte en este sentimiento la buena facha de él y sus relumbronesintelectuales. Respecto a las perfecciones morales que toda la familiadeclaraba en Juan, Jacinta tenía sus dudas. Vaya si las tenía.

Peroviéndose sola en aquel terreno de la incertidumbre, llenábase detristeza y decía: «¿Me estaré quejando de vicio? ¿Seré yo, comoaseguran, la más feliz de las mujeres, y no habré caído en ello?».

Con estas consideraciones azotaba y mortificaba su inquietud paraaplacarla como los penitentes vapulean la carne para reducirla a laobediencia del espíritu. Con lo que no se conformaba era con no tenerchiquillos, «porque todo se puede ir conllevando —decía—,