Fortunata y Jacinta: Dos Historias de Casadas by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Don Evaristo González Feijoo merece algo más que una mención eneste relato. Era hombre de edad, solterón, y vivía desahogadamente desus rentas y de su retiro de coronel del ejército. A poco de la guerrade África, abandonó el servicio activo. Era el único individuo de latertulia que no tenía trampas ni apuros de dinero. Su existencia pláciday ordenada, reflejábase en su persona pulcra, robusta y simpática. Sufacha denunciaba su profesión militar y su natural hidalgo; tenía bigoteblanco y marcial arrogancia, continente reposado, ojos vivos, sonrisaentre picaresca y bondadosa; vestía con mucho esmero y limpieza, y supalabra era sumamente instructiva, porque había viajado y servido enCuba y en Filipinas; había tenido muchas aventuras y visto muchas y muyextrañas cosas. No se alteraba cuando oía expresar las ideas másexageradas y disolventes.

Lo mismo al partidario de la inquisición queal petrolero más rabioso, les escuchaba Feijoo con frialdad benévola.Era indulgente con los entusiasmos, sin duda porque él también los había padecido. Cuando alguno se expresaba ante él con fe y calor, oíale conla paciencia compasiva con que se oye a los locos. También él habíasido loco; pero ya había recobrado la razón, y la razón en política era,según él, la ausencia completa de fe.

En las tertulias de los cafés hay siempre dos categorías de individuos,una es la de los que ponen la broza en la conversación, llevandonoticias absurdas o diciendo bromas groseras sobre personas y cosas;otra es la de los que dan la última palabra sobre lo que se debate,soltando un juicio doctoral y reduciendo a su verdadero valor las bromasy los dicharachos. Donde quiera que hay hombres, hay autoridad, y estasautoridades de café, definiendo a veces, a veces profetizando y siempreinfluyendo, por la sensatez aparente de sus juicios, sobre la vulgarmultitud, constituyen una especie de opinión, que suele traslucirse a laprensa, allí donde no existe otra de mejor ley.

Bueno. Los que ejercen autoridad en los círculos o tertulias de cafésuelen sentarse en el diván, esto es, de espaldas a la pared, como sipresidieran o constituyesen tribunal. Juan Pablo y Feijoo pertenecían aesta categoría; pero el segundo no se sentaba nunca en el diván, porquele daba calor la pana, sino en una de las sillas de fuera, tomando caféen un ángulo de la mesa y volviendo la espalda a los individuos de lamesa inmediata.

En cambio, D. Basilio Andrés de la Caña, que era vulgo, se sentabasiempre en el diván.

Gustaba de ocupar posiciones superiores a las quemerecía, y recostaba en el marco de los espejos su cabeza calva ylustrosa. Usaba gafas, y su nariz pequeña podría pasar por signo oemblema de agudeza. Entornaba los ojos cuando daba una respuestadifícil, como hombre que quiere reconcentrar bien las ideas. Su frenteera espaciosísima y su fisonomía de esas que parecen revelar unentendimiento profundo y sintético. Tenía algún parecido con Cavour, delo que provenían las bromas un tanto pesadas que le daban. Para juzgarsu talento, acudiremos a un dicho de Melchor de Relimpio: «El mejornegocio que se podría hacer en estos tiempos, ¿a que no saben ustedescuál es? Pues abrirle la cabeza a D. Basilio y sacarle toda la paja quehay dentro para venderla».

Y don Basilio, que tenía ciertas marrullerías de asno viejo, sacabapartido de su fisonomía engañosa y de aquel aire de hombre conspicuo que le daban su calva de calabaza, su frente abovedada, sus anteojos ysu nariz chiquita y prismática. Más de una vez, los ministros a quienesse presentó experimentaron los efectos de fascinación que aquellacarátula ejercía sobre el vulgo, y le tomaron por una eminencia nocomprendida. Cráneo y entrecejo eran un timo frenopático. Siempre quediscutía tomaba un tono tan solemne, que muchos incautos le miraban conrespeto. Consideraba la risa como un acto impropio de la dignidadhumana, y habíala desterrado casi en absoluto de su cara, tomando pormodelo una página del Nomenclátor o de la Memoria de la Deuda Pública.

Dos fases tenía la vida de este hombre: el periodismo y la empleomanía.En la prensa, siempre estuvo encargado de la parte extranjera y de lascuestiones de Hacienda. Ni para una ni para otra cosa se necesitaba enel periodismo antiguo saber escribir. Pero la Caña tomaba tan en serioestas dos ramas del conocimiento humano, que cuando trabajaba parecíaque estaba escribiendo la Crítica de la razón pura. Su sueldo en lasredacciones no pasó nunca de treinta duros, cuando le pagaban. De lasredacciones pasaba a las oficinas, y de las oficinas a las redacciones;de modo que cuando estaba cesante y la familia pereciendo, alegrábanselas Musas de la política extranjera y de la ciencia fiscal. Siempre fuemi hombre arrimado a la cola, como decían sus amigos; es decir, muymoderado, porque siempre le colocaban los doctrinarios. Su primerdestino se lo dio Mon, y estuvo en Hacienda con ciertas alternativashasta el periodo largo de la Unión Liberal.

Esta época fue su crujía funesta, y vivió míseramente de la pluma, preguntando todos los días ala conclusión del artículo: «¿qué hará la Rusia?» y respondiéndose conla más deliciosa buena fe:

«no lo sabemos». A Inglaterra la llamabasiempre el Gabinete de Saint-James, y a Francia el Gabinete de lasTullerías.

Durante el periodo revolucionario, pasó el pobre D. Basilio unatrinquetada horrible, porque no quiso venderse ni abdicar sus ideas.Únicamente consintió en trabajar en un periódico liberal templado;pero... bien claro se lo dijo al director... nada más que para tratar delas cuestiones financieras, con exclusión absoluta de toda ideapolítica. Dicho y hecho: la Caña se largaba todos los días un articulazoque no leía nadie, criticando la gestión de la Hacienda; pero no asícomo se quiera, sino con números. «Con los números no se juega» decíaél, y le metía mano al presupuesto y lo desmenuzaba como si fuera lacuenta de la lavandera. «Si esta gente no comprende—decía en el caféinflado de autoridad—, que sin presupuesto no hay política posible, nihay país, ni nada. Estoy harto de decírselo todos los días. Y nada; comosi se lo dijera a este mármol. Señores, yo les juro que he examinado unapor una todas las cifras, y créanmelo, parece mentira que ese buñuelohaya salido de las oficinas de Hacienda. Pero si es lo que yo digo: eseseñor (el Ministro del ramo) no sabe por dónde anda, ni en su vida lasha visto más gordas...

¡Cuidado que lo vengo demostrando como tres y dosson cinco! Pero nada... no lo quieren entender».

Después de expresar con un gran suspiro la lástima que tenía de estepobre país, seguía tomando su café con indolencia, pero con apetito,porque para D. Basilio era verdadero alimento, y lo tomaba colmado, envaso, y dejando rebosar todo lo posible en el plato para trasegarlodespués frío al vaso. En los últimos años de la Revolución, D. ManuelPez diole un destinillo en el Gobierno civil, y él lo aceptó como ayudahasta que vinieran tiempos mejores; pero estaba descontento, no sólo porlo mezquino del sueldo, sino por razones de dignidad. Los amigos que leoían quejarse, comparando la exigüidad de la paga con la muchedumbre debocas que constituían su familia, le consolaban cada cual a su manera;pero él decía invariablemente: «y sobre todo, me lo pueden creer, lo quemás me contrista es no estar en mi ramo». Su ramo era la Hacienda.

La conversación del círculo, que empezaba casi siempre con el tema de laguerra, pasaba insensiblemente al de los empleos. Leopoldo Montes,cesante eterno, Relimpio, y otros que tenían entre los dientes algunapiltrafa del presupuesto, se arrojaban con deleite famélico sobre aqueltema picante. «Usted, ¿cuánto tiene?».

—Yo catorce; pero me corresponden dieciséis; Fulano, que estaba pordebajo de mí en la Ordenación de pagos, tiene ya veinte, y yo llevodiez años con catorce.

—Pues yo—decía D. Basilio—, cuando estaba en mi ramo, llegué a veinticuatro por mis pasos contados. Con este desbarajuste que hayahora, no se sabe ya por dónde anda uno. El día que vuelva a mi ramo,no admito credencial que sea inferior a treinta.

—Pero como aquí se hacen mangas y capirotes de los derechosadquiridos... ¡qué país! Yo entré en Penales con ocho, después mepasaron a Instrucción Pública con diez, luego cesante, y al fin, parano morirme de hambre, tuve que aceptar seis en Loterías.

—Pues yo—murmuraba una voz que parecía salida de una botella, vozcorrespondiente a una cara escuálida y cadavérica, en la cual estabanimpresas todas las tristezas de la Administración española—, sólo pidodos meses, dos meses más de activo para poderme jubilar por Ultramar.

Hepasado el charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponderetirarme a descansar con doce. ¡Maldita sea mi suerte!

El cesante más digno de conmiseración es aquel que sólo pide unoscuantos días más de empleo para poder reclinar sobre la almohada de lasClases Pasivas una frente cargada de años, de sustos y de servicios.

-III-

De ocho a diez estaba el café completamente lleno, y losalientos, el vapor y el humo hacían un potaje atmosférico queindigestaba los pulmones. A las nueve, cuando aparecían LaCorrespondencia y los demás periódicos de la noche, aumentaba elbullicio. La jorobada y un su hermano, también algo cargado de espaldas,entraban con las manos de papel, y dando brazadas por entre las mesasdel centro, iban alargando periódicos a todo el que los pedía.

Pocodespués empezaba a clarear la concurrencia; algunos se iban al teatro, ylas peñas de estudiantes se disolvían, porque hay muchos que se van aestudiar temprano. En todos los cafés son bastantes los parroquianos quese retiran entre diez y once. A las doce vuelve a animarse el local conla gente que regresa del teatro y que tiene costumbre de tomar chocolateo de cenar antes de irse a la cama. Después de la una sólo quedan losenviciados con la conversación, los adheridos al diván o a las sillaspor una especie de solidificación calcárea, las verdaderas ostras delcafé.

Juan Pablo no se iba hasta que cerraban las puertas, y de todos susamigos el único que tan a deshora le acompañaba era Melchor de Relimpio.Iban juntos hacia su barrio y a veces el uno dejaba al otro en lapuerta de su casa, sin cesar de charlar hasta el momento en que venía elsereno a abrir. Si la noche estaba buena, solían darse una hora más depalique vagando por las calles.

¿De qué hablaban aquellos hombres durante tantas y tantas horas? Elespañol es el ser más charlatán que existe sobre la tierra, y cuando notiene asunto de conversación, habla de sí mismo; dicho se está que ha dehablar mal. En nuestros cafés se habla de cuanto cae bajo la ley de lapalabra humana desde el gran día de Babel, en que Dios hizo lasopiniones. Óyense en tales sitios vulgaridades groseras, y tambiénconceptos ingeniosos, discretos y oportunos. Porque no sólo van al cafélos perdidos y maldicientes; también van personas ilustradas y de buenaconducta.

Hay tertulias de militares, de ingenieros; las de empleados yestudiantes son las que más abundan, y los provincianos forasterosllenan los huecos que aquellos dejan. En un café se oyen las cosas másnecias y también las más sublimes. Hay quien ha aprendido todo lo quesabe de filosofía en la mesa de un café, de lo que se deduce que hayquien en la misma mesa pone cátedra amena de los sistemas filosóficos.Hay notabilidades de la tribuna o de la prensa, que han aprendido en loscafés todo lo que saben. Hombres de poderosa asimilación ostentan ciertocaudal de conocimientos, sin haber abierto un libro, y es que se hanapropiado ideas vertidas en esos círculos nocturnos por los estudiososque se permiten una hora de esparcimiento en tertulias tan amenas yfraternales. También van sabios a los cafés; también se oyen allíobservaciones elocuentes y llenas de sustancia, exposiciones sintéticasde profundas doctrinas. No es todo frivolidad, anécdotas callejeras ymentiras. El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitosproductos del pensamiento humano. Claro que dominan las baratijas; peroentre ellas corren, a veces sin que se las vea, joyas de inestimableprecio.

La mesa presidida por Juan Pablo Rubín era la segunda, entrando, a manoderecha. La inmediata pertenecía al mismo círculo de amigos; despuésseguía la de los curas de tropa, llamada así porque a ella searrimaban tres o cuatro sacerdotes, de estos que podríamos llamarsueltos, y que durante la noche y parte del día hacían vida laica. Aesta mesa solía ir Nicolás Rubín, vestido de seglar como los otros,sirviendo de transición entre aquel círculo y el próximo, donde suhermano estaba. Las dos tertulias vecinas vivían en excelentesrelaciones, y a veces se entremezclaban los apreciables sujetos que lascomponían. A la mesa de los presbíteros seguían dos de escritores,periodistas y autores dramáticos. Federico Ruiz iba por allí muy amenudo, y como era hombre tan comunicativo, metía baza con los curas, delo que resultó que estos se familiarizaran por una banda con la gente depluma, y por otra con los amigos de Rubín y Feijoo. A los escritoresseguían los chicos de caminos, que ocupaban las tres mesas del ángulo.Allí empezaba lo que llamaban el martillo, o sea el crucero delvastísimo local. Dicho crucero era como un segundo departamento delcafé, y estaba invadido por estudiantes, en su mayoría gallegos yleoneses, que metían una bulla infernal.

Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en elcafé se hablara principalmente de la guerra civil. En aquel añoocurrieron sucesos y lances muy notables, como el sitio de Bilbao, lamuerte de Concha, y por fin, el pronunciamiento de Sagunto. Raro era eldía que no echaban los periódicos un extraordinario anunciando batallas,desembarcos de armas, movimientos de tropas, cambios de generales yotras cosas que por lo común daban pie a inacabables comentarios.

«¿Se ha enterado usted, Rubín?—decía Feijoo al tomar asiento junto alángulo de la mesa, y quitando de la boca del vaso el platillo delazúcar—. Parece que Mendiry se ha corrido hacia Viana».

—Descuide usted—replicaba Juan Pablo con suficiencia. No saldrán delcirculito de las Provincias Vascongadas y Navarra. Les conozco bien...Todos los jefes no van más que a hacer su pella... El día en que haya ungobierno que les quiera comprar, se acabó la guerra.

—¡Pero, hombre...!—No hay más que hablar. Pillería aquí, pilleríaallá, y todo una gran pillería.

—Aquí no hay más que mucha hambre—decía uno de los curas de tropaalzando la voz en la mesa inmediata—. La guerra no se acaba porque losmilitares van muy a gusto en el machito. Los de acá y los de allá noestán por la paz. ¿Pero qué me dicen ustedes a mí que he visto aquello?Yo he servido en el cuarto montado, he visto de cerca la guerra... yesta seguirá jorobándonos mientras unos y otros mamen de ella.

—¡Qué fuerte está el señor capellán!—dijo Feijoo sonriendo, y no dijomás porque entró D.

Basilio y en tono de gran misterio se expresó deeste modo:

«Cuando digo que hay novedades...».

Después que le sirvieron el café, agachó la cabeza, y en el círculo queformaban las cuatro o cinco cabezas de sus amigos que se alargaron paraoírle, hizo la confidencia:

«Se lo digo a ustedes en gran reserva».

—¿Pero qué es?— ¡Misterios! ... Sagasta está disgustado. Me lo hadicho su secretario particular.

—¡Ah!, yo también lo oí—indicó Relimpio—. Es cierto... como que tienedolor de muelas.

—El motivo—añadió la Caña radiante—, no lo sé. Cada uno piense comoquiera. Yo lo único que me permito decir es que esto está muy malo...pero muy malo, y que hay mar de fondo.

—¿Pero no sabe usted más?—le preguntó Feijoo de una maneraapremiante—. Yo creí que nos iba usted a dar noticia de la conferenciadel Duque con Elduayen... Y ahora sale con que Sagasta estámalhumorado... Dios nos asista... Pero lo de la conferencia, ¿es ciertoo no?

Don Basilio solía llevar en la boca un palillo de dientes, y tomándoloentre los dedos lo mostraba, accionando con él, como si formara partedel argumento.

«Lo que yo sé—afirmó con acento patético, ofreciendo el palillo a laadmiración de sus amigos—, lo que yo sé es que esto está muy malo. Digocon Lorenzana: Meditemos».

El círculo de cabezas volvió a formarse, y en él echó D. Basilio sualiento, como los saludadores, antes de echar sus palabras. Era el talaliento poco grato a la nariz de Feijoo, por lo cual este se retiródiscretamente.

Don Basilio estuvo vacilando entre su conciencia, que le exigía callar,y el deseo de satisfacer la curiosidad de sus amigos. Por fin seviolentó un poco para decir:

«Esta tarde Romero Ortiz salió del ministerio a las cuatro, y al pasaren coche por la calle del Amor de Dios, vio a un amigo, paró el coche,el amigo entró, y fueron...».

—¿Pero quién era el amigo?

—Todo no se ha de decir... Pues bien; allá va: era el pollo Romero.Fueron... esta sí que es gorda... a casa de D. Antonio Cánovas... MaderaBaja, 1.

Dicho esto, la Caña se quedó muy serio, saboreando el efecto que debíancausar sus palabras.

Volvió a poner el palillo entre los dientes ymiraba a sus amigos con cierta lástima.

«¿Y qué?—dijo Rubín con desabrimiento—. No veo la tostada».

—Pues, amigo mío—replicó D. Basilio en el tono de un hombre superiorque no quiere incomodarse—, si usted no quiere ver la tostada, ¿yo quéle voy a hacer?

—¿Y qué más da que vayan o no a casa de Cánovas?

—Nada, nada... la cosa no tiene malicia. Flojilla cosa es... ¿De quépan hago las migas, compadre? Del tuyo que con el viento no se oye.

Después se permitió echarse a reír, cosa en él extrañísima y desusada.

«Este D. Basilio...».—Amigo—manifestó Feijoo con su franquezahabitual—. Confiese usted que la noticia que nos ha traído podría seruna sandez.

—Bueno, mi Sr. D. Evaristo, usted crea lo que quiera. Yo me lavo lasmanos.

Esto de lavarse las manos lo repetía mucho la Caña; pero los hechos nocorrespondían a las palabras como lo demostraba la simple observación.«Ustedes podrán creer lo que les acomode—

repetía el escritor deHacienda, intentando elevar su dignidad de noticiero sobre la chacota desus amigos—, pero lo que yo sostengo es que antes de un mes está elPríncipe Alfonso en el trono».

Risa general. D. Basilio se ponía colorado y después palidecía. Suslabios temblaban al aplicarse al borde del vaso.

—¿A que no?—dijo con rabia Juan Pablo—. Eso, nunca. Antes que eso,que vuelvan los cantonales. ¡Ni que fuéramos bobos en España! Señores,¿a ustedes les cabe en la cabeza que venga aquí el Príncipe Alfonso? Ydetrás doña Isabel. ¡Bonito porvenir!... Otra vez el moderantismo.Pero yo pregunto—añadió con exaltación, dejando caer la capa y echandoatrás el sombrero—, yo pregunto: ¿qué gente tiene a su lado elPríncipe? A ver; responderme.

Don Basilio, no se atrevía a responder. Contentábase con tomar aires dehombre profundo, que no se resuelve a soltar el enjambre de ideas que lezumban en el cerebro.

—Responderme.—Nadie... cuatro gatos—dijo Montes.

—Los que no supieron defender a su madre cuando la echamos, señores...Y ahora... Si quiere D. Basilio, pasaremos revista a todos lospersonajes del alfonsismo. Vamos, vengan ratas.

Don Basilio, por su gusto, se habría metido debajo de la mesa. No hacíamás que morder el palillo y gruñir como un mastín que no se decide aladrar ni quiere tampoco callarse.

«El alfonsismo es un crimen» afirmó con la mayor suficiencia LeopoldoMontes, que no se paraba en barras para expresar una opinión.

—Pero un crimen de lesa nación—agregó Rubín—. Es lo que yo le decíaanoche a Relimpio, que también se va cayendo de ese lado. ¡En estosmomentos, cuando no se sabe lo que saldrá de la guerra...! Pues qué, siD. Carlos no fuera un necio, ¿no estaría ya en Madrid?

—Pero, y eso ¿qué prueba?—arguyó al fin D. Basilio, viendo una salidafavorable de la confusión en que su contrincante le metía—; ¿qué tieneque ver...? Lógica, señores, lógica.

—Nada, hombre, que no viene acá el niño ese... que no viene... Yo pongomi cabeza.

—Pero...—No hay pero... Que no viene, y no le dé usted vueltas, Sr. dela Caña.

—Deme usted razones.—Que no viene... Usted se convencerá, usted loverá... Al tiempo...

—Pues al tiempo.

—Que no, hombre, que no. Si hasta que venga el Príncipe no le llevan austed a su ramo, menudo pelo va usted a echar...

—Si no se trata aquí de que yo eche pelo ni de que no echepelo—manifestó D. Basilio incomodándose un poco y mostrando el palillodeshilachado.

Pero Rubín se puso a hablar con Feijoo, que le preguntaba por aquelinexplicable casamiento de su hermano con una mujer maleada. Don Basiliopegó la hebra con los curas de tropa y con Nicolás Rubín. En aquelcírculo le hacían más caso que en el suyo, y se despachaba más a sugusto. Divididas las opiniones, el capellán del cuarto montado votabapor el Príncipe; pero el cura Rubín y otros dos que allí había bufabansólo de oír hablar del alfonsismo. D. Basilio, inclinándose de aquellado, apoyado en el codo, les revelaba secretos con muchísima reserva.Ya no faltaba más que dar algunos perfiles a la cosa. Todo dispuesto, yel primerito que estaba en el ajo era Serrano.

«Lo que ustedes oyen... Al tiempo... Ustedes lo han de ver... y pronto,muy pronto».

Después se incautaba con disimulo de todos los terrones de azúcar quepodía, y se marchaba a su casa, despidiéndose de cada unoparticularmente con apretón de manos a espaldarazo.

-IV-

Rubín, después de su fracaso en el campo y corte de D. Carlos,había tomado en aborrecimiento a los hombres del bando absolutista; peroconservaba las ideas autoritarias y la opinión de que no se puedegobernar bien sino dando muchos palos. Toda la parte religiosa delprograma carlista la descartaba, quedándose tan sólo con la política,porque ya había visto prácticamente que los curas lo echan todo aperder. Decía que su ideal era un gobierno de leña, que hiciera lasleyes y nos las aplicara sin contemplaciones, mirando siempre a lajusticia, con una tranca muy grande y siempre alzada en la mano. Estesistema autocrático comprendía las maneras de gobernar más que las ideasy soluciones teóricas, porque entre las que profesaba Rubín habíalasmarcadamente avanzadas, populares y aun socialistas. Uno de sus temasera este:

«Conviene que todo el mundo coma... porque el hambre y lapobretería son lo que más estorba la acción de los gobiernos, lo que dacalor a las revoluciones, manteniendo a la nación en la intranquilidad yel desbarajuste». Este socialismo sin libertad, combinado con elabsolutismo sin religión, formaba en la cabeza de aquel buen hombre unrevoltijo de mil demonios.

Otro de sus temas era: No más pillos y pena de muerte al ladrón. O másclaro: castigo inmediato y cruel a todos los que van al gobierno con elúnico fin de hacer chanchullos. La ráfaga de ambición que pasa por lamente de todo español con más o menos frecuencia haciéndole decir si yofuera poder, le soplaba a Rubín dos o tres veces cada día, más biencomo sueño que como esperanza; pero en sus horas de soledad se adormecíacon aquella idea y la trabajaba, batiéndola, como se bate la clara dehuevo para que crezca y se abulte y forme espumarajos. La conclusión deeste meneo mental era que «aquí lo que hace falta es un hombre deriñones, un tío de mucho talento con cada riñón como la cúpula delEscorial».

Su prisión por sospechas de conspiración acentuole la soberbia y lamurria soñadora, revolviendo más al propio tiempo el pisto manchego desu programa político-social. Salió de la cárcel con la cabeza másaturullada y los ánimos más encendidos. Entrole entonces cierto afán porlas lecturas, porque reconocía su ignorancia y la necesidad de entenderlas ideas de los grandes hombres y los sucesos notables que habíanpasado en el mundo. Durante un par de semanas leyó mucho, devorandoobras diferentes, y como tenía facilidad de asimilación y mucha labia,lo que leía por las mañanas lo desembuchaba por las noches en el caféconvertido en pajaritas. Pajaritas eran sus conceptos; pero no porserlo, dejaban de cautivar a D. Basilio, a Leopoldo Montes y al mismoFeijoo.

Un día se despertó pensando que debía empollar algo de sistemasfilosóficos y de historia de las religiones. El móvil de esto no erasimplemente el amor al saber, sino un maligno deseo de tener argumentoscon qué apabullar a los curas de la mesa próxima, que sólo por sercuras, aunque sueltos, le eran antipáticos, pues odiaba a la claseentera desde aquella trastada que los sotanas le hicieron en el Norte.

Poco a poco, a medida que iba acopiando argumentos, fue Rubíncorriéndose a lo largo del diván, hasta que llegó a presidir la mesa delos capellanes. Eran estos tres, cuatro cuando iba Nicolás Rubín, todosde buena sombra y muy echados para adelante. Ninguno de ellos se mordíala lengua fuera cual fuese el tema de que se tratara. El más calificadoera un viejo catarroso, andaluz, gran narrador de anécdotas, malhablado, y en el fondo buena persona.

Retirábase a las once y decía susmisitas por la mañana. El segundo era cura de tropa, echado del serviciopor no sé qué desafueros, y el tercero ex-capellán de un vapor correoexpulsado porque le cogieron contrabando de tabaco. Estos dos eranbuenos peines; habían corrido mucho mundo, y estaban sin licencias,ladrando de hambre, echados de todas las iglesias y sin encontraramparo en parte alguna. Tal situación les agriaba el carácter,haciéndoles parecer peores de lo que eran.

Jamás se vestían de hábitos;pero conservaban la cara afeitada, como para estar disponibles en elcaso de que los admitiesen otra vez en el oficio.

No sé cómo se llamaba el viejo catarroso, porque todos allí le nombraban Pater; hasta el mozo que le servía, dábale este apodo. El ex-castrensese llamaba Quevedo y era del propio Perchel, feo como un susto, picadode viruelas, de mirada aviesa y con una cara de secuestrador, que daríaespanto al infeliz que se la encontrase en mitad de un camino solitario.Bebía aguardiente aquel clérigo como si fuera agua, y su lenguaje era unceceo con gargarismos. Contaba hechos de armas y aventuras de cuartelcon una gracia burda y una sinceridad zafia que levantaban ampolla.

Elotro se llamaba Pedernero y era del propio Ceuta, hijo de una oficiala del Fijo, joven y simpático, de modales mucho más finos que sus colegas,listo como un chorro de pólvora, y con un pico de oro que daba gusto.Para él no tenían secretos la vida humana ni la juventud: Su compañeroQuevedo solía envolverse en formas hipócritas; Pedernero no. Sepresentaba sin máscara, tal como era, empezando por decir que elSuperior había hecho muy bien en quitarle las licencias.

El llamado Pater afectaba cierto magisterio episcopal con los otrosdos; les reprendía cuando decían alguna barbaridad y les daba buenosconsejos, profesando el principio de que todo era tolerable cuando setrataba en broma. Él, por ejemplo, hablaba y oía, sobre todo oía, muchascosas malas; pero su vida permanecía pura. Tenía la cara redonda, blancay risueña, y cuando estaba sin sombrero parecía una mujer cincuentona,ama de canónigo. No gustaba de que