Fiebre de Amor (Dominique) by Eugène Fromentin - HTML preview

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abandono,—llevas doslazos de color de rosa que te hacen un poco morena.

Julia no se movió. Primero fingió no haber oído. Después fijó lentamenteen Oliverio el esmalte azul oscuro de sus pupilas sin llama, y luego quele hubo mirado por algunos segundos de una manera capaz de desarraigarhasta la firme constancia de su primo, me dijo poniéndose de pie:

—¿Quiere usted acompañarme junto a mi hermana?

Hice lo que ella quería y me apresuré a reunirme con Oliverio.

—¡La has ofendido!—le dije.

—Es posible. Julia me angustia.

Y así diciendo me volvió la espalda resuelto a cortar por lo sano todainsistencia.

Tuve el valor, ¿fue valor?, de quedarme hasta que terminó el baile.Tenía necesidad de volver a ver a Magdalena a solas, de poseerla másestrechamente luego que se marcharan tantas personas que se la habíanrepartido, por decir así. Había rogado a Oliverio que me aguardasehaciéndole ver que debía reparar la falta de haber llegado tan tarde.Buena o mala, esta razón, acerca de la cual no podía abrigar sospecha deengaño, pareció decidirle. Estábamos frente a frente, en una de esasrachas de secreteo que hacía de nuestra amistad siempre clarividente, lacosa más desigual y más rara. Después de nuestro viaje a Trembles, ysobre todo desde nuestro regreso a París, había adoptado el temperamentode dejarme proceder sin tutela fuera la que quisiera su opinión respectode mi conducta. Eran ya las tres o las cuatro de la madrugada. Estábamoscomo olvidados en un saloncito en donde algunos jugadores obstinados seretardaban todavía. Cuando por fin salimos advirtiendo que no sepercibía ya ruido alguno, ya no había ni músicos ni bailarines, nadie.Magdalena, sentada en el fondo del gran salón vacío hablaba animadamentecon Julia, acurrucada como una gatita en una butaca. Lanzó unaexclamación de sorpresa al vernos aparecer en aquel desierto a semejantehora, después de aquella interminable noche tan mal empleada. Estabafatigada. Las huellas del cansancio rodeaban sus ojos prestándoles esebrillo extraordinario que causa el insomnio después de las fiestasnocturnas. El señor De Nièvres y el señor D'Orsel seguían jugando. Ellaestaba sola con Julia y yo delante de ella apoyado en el brazo deOliverio. La media luz rojiza que de arriba se proyectaba, formaba unaespecie de neblina compuesta de finísimo polvo oloroso y por los vaporesde la fiesta. Encima de los muebles, sobre la alfombra, despojos deflores, ramilletes pisoteados, abanicos olvidados, carnets conanotaciones de baile.

Los últimos carruajes rodaban sobre las losas delpatio del hotel y a mis oídos llegaba el ruido de los estribos al serplegados y el golpeteo de las portezuelas al cerrarse.

No sé yo qué rápido retroceso hacia otra época en la cual nos habíamosencontrado los cuatro en semejante reunión—pero en situación diferente,cada uno bajo el influjo de una sencillez del corazón, para siempredesvanecida,—me hizo mirar en torno mío y resumir en una únicasensación todo lo que ya he dicho. Me desprendía de mí mismo lo bastantepara considerar, como espectador en un teatro, aquel cuadro singularcompuesto por cuatro personas íntimamente agrupadas después de un baile,examinándose unas a otras, silenciosas, deseando acercarse en la mismaforma que en otro tiempo y hallando un obstáculo; tratando de entendersecomo otrora y no pudiendo conseguirlo.

Me daba perfecta cuenta delsombrío drama que entre nosotros se desarrollaba. Cada uno teníamosnuestro papel; pero, ¿en qué medida? No alcanzaba a concretarlo; pero,en adelante, tendría bastante serenidad para arrostrar los peligros delmío, triste, el más peligroso de todos, a mi entender, por lo menos, yaudazmente me disponía a revivir los recuerdos de lo pasado proponiendoque acabáramos la noche con un juego que nos divertía mucho en casa demi tía, cuando, después de haberse marchado los últimos jugadores,llegaron al salón el esposo de Magdalena y el señor D'Orsel.

El señor D'Orsel nos trataba a todos como a niños, incluyendo a su hijamayor, a la cual rejuvenecía por un cálculo de ternura complaciéndose enaplicarle nombres que recordaban el convento. La entrada del señor DeNièvres fue más fría y la vista de aquel cuatuor íntimo pareciócausarle un efecto muy opuesto.

No sé si fue realidad o aprensión, perome pareció hallarle fatuo, seco, hiriente. Su conversación me desagradó.Con la corbata un poco alta, su vestido irreprochable, con un aireespecial de hombre en traje de etiqueta que acaba de ofrecer una fiestay se siente dueño de su casa, se parecía poco al cazador amable ysencillo que había sido mi huésped en Trembles; pareciome también queMagdalena, con el deslumbrante broche que llevaba sobre el pecho, con lacabellera salpicada de diamantes, no se asemejaba a la modesta eintrépida andarina, que un mes antes nos seguía recibiendo la lluvia ycaminando con los pies metidos en el mar. ¿Se trataba de una simplediferencia de indumento o era aquello más bien un verdadero cambio delas almas? Él había recobrado el aspecto demasiado circunspecto, sobretodo el tono de superioridad que tan hondamente me había impresionado lanoche que por vez primera le sorprendí en el salón de casa de D'Orsel,haciéndole la corte solemnemente a Magdalena. Creí notar en él unafrialdad que antes no había notado y cierta firmeza orgullosa en suposición de marido que una vez más me ponía de manifiesto que Magdalenaera su mujer y yo no era nadie allí. Fuera o no suspicacia, error de unespíritu enfermo, hubo un instante en que aquella última visión mepareció tan clara que no me dejó lugar a la más pequeña duda. Ladespedida fue breve. Salimos y nos acomodamos en un carruaje.

Fingídormir y Oliverio hizo como yo. Con los ojos cerrados recapitulé lo quehabía pasado durante aquella noche y sin saber por qué antojábaseme quehabía en todo aquello gérmenes de muchas tempestades; luego pensé en elseñor De Nièvres—a quien creía, sinceramente haber perdonado parasiempre—y hube de reconocer que le detestaba.

Varios días, una semana lo menos, pasé sin darle a Magdalena señales devida. Aprovechaba el momento en que era seguro no hallarla en casa parair a dejar una tarjeta. Cumplida esta fórmula de urbanidad, consideréque estábamos en paz el señor De Nièvres y yo. En cuanto a su mujerestaba enojado con ella; ¿por qué? no hallaba motivo; pero el crueldespecho que me embargaba me dio fuerzas por el momento para evitar supresencia.

A partir desde aquel día, el movimiento de París nos envolvió y fuimosarrastrados por aquel torbellino en el cual corren riesgo de aturdirselas cabezas más fuertes y tienen muchas probabilidades de naufragio loscorazones más firmes. No sabía yo casi nada del mundo y después de haberhuido de él durante un año me encontraba de pronto en el salón de laseñora De Nièvres; es decir, con todas las razones posibles para tenerque frecuentarlo. Inútil consideraba repetirle que no estaba yo hechopara aquel género de vida; sólo hubiera podido contestarme: «Váyaseusted»; pero acaso aquel consejo le hubiese costado trabajo y además yono lo habría seguido. Tenía el propósito de presentarme en casi todoslos salones que ella frecuentaba. Pretendía que fuera tan exacto en elcumplimiento de los deberes totalmente artificiales de la sociedad, comocumplía a un hombre bien nacido y amparado bajo su patrocinio. Muchasveces expresaba ella un simple deseo sin más fundamento que el de sermegrata y mi imaginación, dispuesta a transformarlo todo, le asignabaalcances de mandato. Herido por doquier, desventurado sin reposo, laseguía constantemente y cuando eso no me era posible la echaba de menosdesolado, maldecía a los que me disputaban su presencia y medesesperaba.

Algunas veces me rebelaba sinceramente contra costumbres en las cualesme disipaba sin fruto, que no contribuían gran cosa a mi felicidad y mequitaban un resto de razón. Odiaba cordialmente a las personas de lascuales me servía, sin embargo, para llegar hasta cuando la prudencia uotros motivos me alejaban de su casa. Pensaba, no sin fundamento, queeran tan enemigos suyos como míos. Aquel eterno secreto sería traído yllevado en semejantes medios, porque al igual que una hoguera al airelibre tenía, sin duda, que despedir imprudentes chispas que lodelatasen; si no era ya conocido, a lo menos era fácil que llegara asaberse. Había, una porción de personas que al verlas, me decía confuror: «todos esos deben ser mis confidentes.» Y

¿qué podía yo esperarde ellas? ¿Consejos? Ya los había recibido de la única cuya amistad melos hizo soportables: de Oliverio.

¿Complicidad o complacencia? No ycien veces no. Más me asustaba aún que el pensamiento de que existierauna conspiración dirigida contra mi dicha, la idea de que aquellamenguada y famélica dicha hubiera podido ser objeto de envidia paraquienquiera que fuese.

A Magdalena nada más le decía una parte de la verdad. No le ocultabanada de mi aversión a la sociedad, disparando tan sólo el motivopersonalísimo de ciertos agravios. Cuando se trataba de juzgar al mundode manera más general, aparte la perenne idea de que debía considerarlocomo un ladrón de mi ventura, prodigaba las invectivas con ferozalegría. Lo pintaba hostil a todo lo que me era amado, indiferente atodo lo que es bueno y lleno de desprecio por todo lo más respetable,tanto en cuanto a opiniones como respecto a los sentimientos. Aducíarepetidos hechos reales, por los que todo hombre de buen criterio debíasentirse herido; censuraba la ligereza de los preceptos sociales y mástodavía la de las pasiones; condenaba la facilidad de las concienciascualesquiera que fueran las causas, ambición, gloria o vanidad. Hacíalenotar la manera libre como suele entenderse, no ya el concepto deldeber, sino todos los deberes, el abuso de las palabras, la confusión detodas las medidas, que da margen a la perversión de las ideas mássencillas, a que nadie llegue a entenderse en cuanto a lo bueno, loverdadero, lo malo, lo peor, resultando que no existe diferenciaapreciable entre la gloria y el prestigio—en el sentido propio de lapalabra,—ni delimitación exacta de las acciones malvadas y de loshechos simplemente irreflexivos. Me empeñaba en demostrarle que laadoración tan decantada por la mujer, mezclada con patente burla,ocultaba en el fondo el más completo desprecio de ella y que las mujeresobraban bien tontamente, por cierto, reservándoles a los hombresapariencias siquiera de virtud, desde el punto en que no les guardaban aellas ni tan sólo aparente estima.

—Todo eso es horroroso—le dije un día,—tanto, que si hubiera desalvar yo alguna casa de esta ciudad de réprobos, sólo una señalaría enblanco.

—¿La de usted?—preguntó Magdalena.

—La mía precisamente para salvarme con usted.

Al oír tales y tan rudos anatemas, Magdalena solía sonreír tristemente.Estaba seguro de que opinaba como yo, ella que era prototipo deprudencia, de rectitud, de sinceridad, y no obstante vacilaba en darmela razón porque se preguntaba, sin duda, si cuando yo decía muchas cosasverdaderas no ocultaba alguna.

Desde tiempo ya procuraba no hablarmesin cierta reserva de aquella porción de mi vida de adolescente que nohabía tenido vinculaciones con la suya pero que no por eso estaba menoslimpia de misterios.

Apenas sabía mi domicilio o cuando menos ponía empeño en ignorarlo o enolvidarlo. Nunca me preguntaba cuál era el empleo de las veladas que nole pertenecían y sobre las cuales, le convenía, por decir así, dejarvagar algunas dudas. En medio de mis costumbres estrambóticas quereducían a muy poco mi sueño y me mantenían en un estado de fiebre,conservaba ciertas energías, insaciable hambre del espíritu que habíaacrecentado el afán por el trabajo, haciendo más sabroso el placer queél me procuraba. En pocos meses había recobrado el tiempo perdido ysobre mi escritorio había como un montón de haces en una era, nuevacosecha ya recogida de la cual sólo era dudoso el producto. Era el soloasunto del cual me hablaba Magdalena sin reserva; pero en aquel puntoera yo el que oponía vallas. Tocante a mis ocupaciones, lecturas,trabajo intelectual—aunque sólo Dios sabe con qué orgullosa solicitudella seguía el curso de mis tareas,—sólo le daba yo noticia de undetalle, siempre el mismo: que no estaba satisfecho. Este absolutodescontento de los otros y de mí mismo expresaba mucho más de lonecesario para que ella viese claro. Si alguna circunstancia quedaba aúnoscurecida, fuera

del

alcance

de

una

amistad

que—aparte

un

secretoinmenso, no tenía ninguno,—era porque Magdalena consideraba laexplicación inútil o imprudente. Había entre nosotros un punto delicado,unas veces en la duda y otras en plena certeza, que, al igual que todaslas verdades peligrosas, exigía no ser aclarado.

Magdalena estaba advertida: era imposible que no lo estuviera.

Pero,¿desde cuándo? Acaso desde el día que, respirando ella también un airemás agitado, había sentido ráfagas calurosas que no estaban a latemperatura de nuestra antigua y serena amistad.

El día que me pareciótener la certeza de este hecho, no me bastó la mera creencia. Deseé unaprueba y quise obligar a dármela a Magdalena. Ni un instante me detuve areflexionar sobre aquel plan que era detestable, malvado, odioso. Laasediaba con mil capciosidades. Tratándose de personas que nosconocíamos muy a fondos nos bastaba para entendernos sólo media palabra;pero yo aun añadía una más precisa. Caminábamos sobre un terrenosembrado de artimañas y yo tendía una más a cada paso.

No sé quéperverso afán de sitiarla, de oprimirla, de acorralarla en la últimareserva. Quería vengarme de aquel prolongado silencio

impuesto

primeropor

la

timidez,

luego

por

consideración, más adelante por respeto yúltimamente por piedad. Aquella máscara que llevaba puesta hacía ya tresaños se me había hecho insoportable y la arranqué sin reparo. Ya no meimportaba que se hiciera la luz entre los dos. Deseaba casi unaexplosión aunque ella hubiera de aterrarla; cuanto a su tranquilidad,que una ciega y mortífera indiscreción podía destruir, la tenía olvidadapor completo.

Fue aquélla una crisis humillante, que me costaría mucho trabajoreferirle a usted. Apenas sufría, de tal modo estaba imbuido de una ideafija. Procedía en sentido directo, con la inteligencia clara, laconciencia cerrada, como si se tratara de un asalto de esgrima en elcual no hubiera arriesgado más que el amor propio.

A mi estrategia insensata Magdalena opuso de repente medios de defensainesperados. Contestó a ella con calma perfecta, con total ausencia dedisimulos, con ingenuidades que en nada podían perjudicar su reputación.Levantó poco a poco entre los dos a la manera de un muro de acero, deuna resistencia, de una frialdad impenetrables. Yo me irritaba anteaquel nuevo obstáculo y no podía vencerlo. Trataba nuevamente de hacermeentender: toda inteligencia había cesado. Aguzaba las frases y nollegaban a ella. Las tomaba, las levantaba, las desarmaba con unarespuesta sin réplica: como hubiera hecho con una flecha hábilmenteesquivada a la cual le quitaba el hierro acerado que podía herir. Elresumen de su continente, de su acogida, de sus afectuosos apretones demano, de sus miradas excelentes, pero corteses y sin alcance, delconjunto de su proceder admirable y desesperante, por su firmeza, por susencillez, por su prudencia, era éste: «Nada sé, y si ha creído que headivinado algo se equivoca usted.»

Entonces desaparecía yo por cierto tiempo, avergonzado de mí mismo,furioso de impotencia y cuando volvía a ella con mejores ideas eintenciones de arrepentimiento, parecía no comprenderlas al igual que nohabía advertido las otras.

Todo esto sucedía en medio del torbellino del gran mundo que aquel añose prolongó hasta muy entrada ya la primavera.

Algunas veces contaba conlos accidentes de aquel género de vida debilitante para sorprender enfalta a Magdalena y apoderarme de un espíritu tan seguro de sí mismo,pero eso no sucedió: Estaba yo casi enfermo de impaciencia. Ya no estabaseguro, casi, de amar a Magdalena, a tal extremo la idea de nuestroantagonismo—que me obligaba a ver en ella un adversario,—substituía atoda otra emoción y me llenaba el corazón de malas pasiones. Hay días,en pleno verano, polvorientos, nebulosos, en que la luz del sol esblanquecina y velada de nubes por el lado del Norte, que se parecenmucho a aquel violento período tan pronto abrasador como helado, en elcual llegué a creer que mi pasión por Magdalena iba a extinguirse de lamanera más triste, por el despecho.

Varias semanas hacía ya que no la veía. Había gastado mis rencoresengolfándome en el trabajo. Esperaba de ella que me diera la señal dereaparecer. Una vez había encontrado al señor De Nièvres y me habíadicho: «¿Qué es de usted?» o «Ya no se le ve a usted.» Cualquiera deesas dos fórmulas—no recuerdo cuál fue la que empleó—envolvía unainvitación apremiante a volver. Aun me sostuve algunos días más; perosemejante alejamiento constituía un orden de cosas negativo que podíadurar indefinidamente sin resolver nada decisivo. Por fin me decidí aforzar la situación. Corrí a casa de Magdalena: estaba sola. Entrérápidamente sin haber formado una idea definida de lo que iba a decir ohacer, pero formalmente decidido a romper aquella armadura de hielo yver si debajo de ella vivía aún el corazón de mi antigua amiga.

La encontré en su gabinete particular—en el cual no había más lujo quede flores,—vestida muy sencillamente, bordando sentada cerca de unveladorcito. Estaba seria, tenía los ojos enrojecidos como si no hubieradormido la noche anterior o hubiera llorado algunos minutos antes dellegar yo. Tenía el aspecto de tranquilidad y recogimiento que le erapropio muchas veces, en momentos de distracción que revivían en ella lacolegiala de otros tiempos. Con su vestido modesto, rodeada de flores,abiertas las ventanas sobre los árboles, hubiérase dicho que estaba ensu jardín de Ormessón.

Aquella completa transfiguración, aquella actitud de tristeza, sumisa,medio vencida, por decir así, me quitó todo afán de triunfar y dio entierra súbitamente con toda mi audacia.

—He caído en culpa, respecto de usted—le dije,—y vengo a excusarme.

—¿Culpable? ¿A excusarse?—exclamó, procurando reponerse de lasorpresa.

—Sí, soy un loco, un amigo cruel y desolado que viene a ponerse a suspies y pedirle perdón...

—Pero, ¿qué tengo que perdonarle?—añadió, un poco asustada por aquellacalurosa invasión en la tranquilidad de su retiro.

—Mi conducta pasada, todo lo que he hecho, todo lo que he dicho, con laestúpida intención de herirla a usted.

Ella había recobrado la calma.

—Se imagina usted cosas que no existen o por lo menos se trata de leveserrores de los cuales no me acordaré más el día que reconozca que ustedtambién los olvida. ¿Sabe usted cuál ha sido su único error? El deabandonarme desde hace un mes. Porque hoy hace un mes—dijo, noocultándome que se fijaba en las fechas,—que nos separamos una nochediciendo usted hasta mañana al despedirse.

—Y no he vuelto, es verdad; pero no es de eso de lo que me acuso conpena, no, de lo que me acuso mortalmente...

—¡De

nada!—interrumpió

ella

imperiosamente.—Y

desdeentonces—continuó en seguida,—¿qué ha sido de usted?

¿Qué ha hecho?

—Muchas cosas y muy poco; depende del resultado.

—¿Y después?

—Eso es todo—dije queriendo hacer lo mismo que ella y cortar laconversación por donde me convenía.

Pasaron algunos momentos de embarazoso silencio y luego Magdalena empezóa hablar en un tono del todo natural y muy dulce.

—Tiene usted un carácter desagradecido y difícil—me dijo.—

Cuestatrabajo entenderle a usted y más aún socorrerle. Cuando se deseaanimarle, sostenerle, a veces compadecerle, se le pregunta y usted seencierra en la más absoluta reserva.

—¿Qué quiere que diga, como no sea que aquel en quien usted confía, noes capaz de causar asombro a nadie y mucho me temo que defraude lasesperanzas de sus buenos amigos?

—¿Y por qué defraudaría las esperanzas de los buenos amigos que sólodesean para usted una posición que merece?—continuó Magdalena tranquilaya, al ver que nos colocábamos en un terreno que le parecía mucho másseguro.

—Pues, por una razón muy sencilla: porque nada ambiciono.

—¿Y esa fogosidad por el trabajo que se apodera a lo mejor de usted?...

—Dura muy poco: es fuego que llamea con extraordinaria rapidez y enseguida se extingue. Subsistirá, creo, algunos años todavía, hasta quese desvanezca la ilusión cuando pase la juventud y vea yo claro que escosa de acabar de una vez con tales engaños. Entonces llevaré la vidaúnica que me cuadra, vida agradable de dilletantismo, en algún rincónde la provincia al cual no me lleguen ni los estimulantes ni losremordimientos de París, consagrándome a admirar el talento ajeno, quedebe bastar, después de todo, para, ocupar los ocios de un hombremodesto que no es tonto.

—Lo que acaba usted de decir es insostenible—exclamó con granvivacidad.—Tiene usted gusto en atormentar a los que le estiman... ymiente usted...

—Nada es más cierto, se lo juro. Ya le he dicho en otra ocasión, y nohace mucho tiempo, que me sentía atraído, no por la idea de ser alguien, que me parecía sin sentido práctico, pero sí por el deseo deproducir algo, única excusa, a mi juicio, de nuestra míseraexistencia. Lo dije y traté de realizarlo. Pero nunca con el fin de quesaque de ello provecho ni mi dignidad de hombre, ni mi gusto, ni mivanidad, ni los otros ni yo mismo.

Será sin más propósito que el deexpulsar de mi cerebro algo que me molesta.

Sonrió al oír la curiosa y vulgar explicación que daba yo a un fenómenobastante noble.

—¡Qué hombre tan singular resulta usted con sus paradojas!

Lo sutilizausted todo hasta el extremo de cambiar el sentido de las palabras y elvalor de las ideas. Halagábame la creencia de que era usted un almamejor organizada que muchas otras y más buena, por diversos conceptos.Le creía también, débil de voluntad, pero dotado de cierta tendencia ala inspiración. Y

ahora resulta que deberá usted carecer de voluntad yconvierte la inspiración en simple exorcismo.

—Llame usted las cosas por el nombre que quiera—dije, y le supliquéque cambiásemos de conversación.

Cambiar de conversación no era posible; había que volver al punto departida o continuar. Le pareció más seguro razonar y yo la dejé decirsin replicar más que con una frase: «¿Para qué?»

—Habla en esta ocasión, como Oliverio, y, sin embargo, no hay nadie quese parezca a él menos que usted.

—¿Le parece a usted?—dije mirándola apasionadamente para dominarla denuevo,—¿en verdad cree usted que somos tan diferentes? Pues yo creo,por lo contrario, que nos parecemos mucho. Obedecemos el uno y el otro,exclusivamente, ciegamente, a lo que nos encanta; lo que nos encanta es,tanto para él como para mí, imposible o poco menos, lograrlo; es unaquimera o representa lo prohibido. Eso hace que siguiendo caminos muyopuestos, nos encontremos un día en el mismo punto, acobardados y «sinfamilia»—añadí, usando la frase «sin familia» en vez de otra mucho másclara que se me vino a los labios.

Magdalena tenía los ojos fijos en el bordado, pero clavaba la aguja alazar, sin poner atención. La expresión de su rostro había cambiado, sucontinente, una vez más, sumiso y desarmado, me enterneció hasta elextremo de hacerme olvidar el objeto de mi visita.

—Comprendería usted bien—dijo con cierta turbación.—Hay para todo elmundo, creo yo... (vacilaba un poco al elegir las palabras) un momentodifícil en el cual se duda de uno mismo y hasta de los demás. Lo queimporta entonces es aclarar la duda y tomar una resolución. Algunasveces, el corazón tiene necesidad de decir: «Quiero». A lo menos me lofiguro por haberme sucedido ya una vez—continuó, titubeando más todavíaen torno de un recuerdo que a los dos nos traía a la mente la historiade su casamiento.—Dicen que una marquesa de principios de siglopretendía que por fuerza de la voluntad podía evitarse la muerte. Acasosi murió fue porque se distrajo. Hay así muchos accidentes que sepresume que son involuntarios; ¡quién sabe si la dicha no depende engran parte de la voluntad de ser dichoso!...

—Dios la oiga, mi querida Magdalena—dije, usando una expresión que nohabía vuelto a emplear hacía ya tres años.

Pronunciando estas últimas palabras me levanté embargado de unenternecimiento que no era dueño de ocultar. El movimiento que hice fuetan rápido, tan imprevisto, añadió tanto ardor a mi acento, de por símuy decisivo ya, que Magdalena sintió que él llegaba a su corazón y loconmovía y palideció. Oí yo en lo más hondo de su pecho como unadolorosa exclamación angustiosa que expiró en sus labios.

Muchas veces me había yo preguntado qué sucedería si, paradesembarazarme de la carga demasiado pesada que me aplastaba,sencillamente y como si mi amiga Magdalena pudiera oír con indulgenciala declaración de un sentimiento que se refería a la condesa De Nièvres,le dijera que la amaba. Me representaba la escena de esta tan graveexplicación. La suponía sola, en estado de escucharme y en una situaciónque excluía todo peligro. Tomaba la palabra y sin preámbulo, sin rebozo,sin subterfugios, sin palabrería, y, con la misma franqueza que si setratara de un confidente muy íntimo desde mi juventud, le refiriese lahistoria de mi pasión, nacida de una amistad de niño de súbito trocadaen amor. La explicaba cómo una serie de transiciones invencibles mehabía conducido poco a poco desde la indiferencia a la atracción, deltemor al vasallaje, de la añoranza en la ausencia a la necesidad de nosepararme nunca de ella, de la visión de que iba a perderla a lacertidumbre de que la adoraba, del afán por su tranquilidad a lamentira, en fin, de la voluntad de callar siempre al afán irresistiblede confesárselo todo y de pedirle perdón después. Le decía que habíaresistido, luchado, que había sufrido mucho: mi proceder era el mejortestimonio. No exageraba nada, muy al contrario, no hacía más quemostrarle a medias el cuadro de mis dolores para mejor convencerla deque ponía medida en mis palabras y era sincero.

Le decía, en unapalabra, que la amaba con desesperación, en otros términos que noesperaba de ella más que la absolución de mis debilidades que en ellasmismas llevaban la penitencia y su piedad para aquellos malesirremediables.

Tan grande era mi confianza en la bondad de Magdalena, que la idea desemejante confesión me parecía aún más natural en medio de las ideaslocas o culpables que me asediaban.

Veíala entonces—o por lo menos así me gustaba verla,—triste y muysinceramente afligida, pero no colérica, escuchándome con la compasiónde una amiga impotente para consolarme y por elevación

de

espíritu

y

porindulgencia,

dispuesta

a

compadecerse

de

aquellos

grandes

malesefectivamente

irremediables. Y, ¡cosa singular! aquel pensamiento de sercomprendido, que siempre me había impuesto verdadero terror antes, no mecausaba ni siquiera el más leve embarazo en lo presente. Trabajo mecostaría explicarle a usted hasta qué punto era posible que semejantepropósito, absurdo por atrevido, cupiera en mi espíritu cuyapusilanimidad natural le he puesto a usted en evidencia; pero tantaspruebas ha