Fígaro (Artículos Selectos) by Mariano José de Larra - HTML preview

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LA VIDA DE MADRID

Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debepertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a lasmuy superiores o a las muy estúpidas, les es dado no admirarse de nada.Para aquéllas no hay cosa que valga algo, para éstas no hay cosa quevalga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de lasotras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distantede ellas, cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar.

En un día de esos en que un insomnio prolongado, o un contratiempo de lavíspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar eldestino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantespor los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni a dónde;cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido;cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbedonde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino ajuicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a estecuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvoprincipio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose desu suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo decontradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y dearrepentimientos, me admiro de varias cosas.

Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundode un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes yencontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todosqueden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta lavida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otrastodavía, de ese apego que todos tienen sin embargo a esta vida tan mala.Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, nodiese ya claras muestras de no tener su cerebro organizado para elconvencimiento; porque sólo un Dios, y un Dios Todopoderoso, podía haceramar una cosa como la vida.

Esto, considerada la vida en general, donde quiera que la tomemos portipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en todaspartes, en fin. Porque en este punto, me inclino a creer que el hombrevariará de necesidades, y se colocará en una escala más alta o más baja;pero en cuanto a su felicidad nada habrá adelantado. Toda la diferenciaentre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los términos de suconversación. Lord Wéllington hablará de los whigs, el indio nómadahablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará a aquél elconcluir con los primeros, que a éste el dar caza a las segundas. Lacivilización le hará variar al hombre de ocupaciones y de palabras; desuerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le persigueenseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como debajo de larústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la vida deMadrid, es preciso cerrar el entendimiento a toda reflexión paradesearla.

El joven que voy a tomar por tipo general es un muchacho de regularentendimiento, pero que posee sin embargo más doblones que ideas, locual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabianaturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin serenteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente porquenos estreche una gran amistad, sino porque no hay más que dos modos depasear, o solo o acompañado. La conversación de los jóvenes más suelepecar de indiscreta que de reservada: así fue, que a pocas preguntas yrespuestas nos hallamos a la altura de lo que se llama en el mundofranqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia. Preguntome qué especiede vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte prontohube despachado: a lo primero le contesté:

—Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritorpúblico, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás loque no creo. ¡Cómo sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vidaestá reducida a querer decir lo que otros no quieren oír.

A lo segundo, de si estaba contento con esta vida, le contesté queestaba por lo menos tan resignado como lo está con irse a la gloria elque se muere.

—¿Y usted?—le dije.—¿Cuál es su vida en Madrid?

—Yo—me repuso—soy muchacho de muy regular fortuna; por consiguienteno escribo. Es decir... escribo... ayer escribí una esquela a Borrellpara que me enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tienehace meses por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaréa usted. Yo no soy amigo de levantarme tarde; a veces hasta madrugo;días hay que a las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vezchocolate; es preciso vivir con el país. Si a esas horas ha parecido yaalgún periódico, me lo entra mi criado, después de haberlo hojeado él:tiendo la vista por encima; leo los partes, que se me figura siemprehaberlos leído ya; todos me suenan a lo mismo, entra otro, lo cojo, y esla segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes deMadrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que medigan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices queseríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo. Tantovaldría decirle a un ciego que no hay cosa como ver. Como a aquellashoras no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos: me rodeoal cuello un echarpe, me introduzco en un surtú, y a la calle. Doy unavuelta a la Carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, delPríncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos misamigos que hacen otro tanto, me paro con todos ellos, compro cigarros enun café, saludo a alguna asomada, y me vuelvo a casa a vestir.

¿Está malo el día? el capote de barragán: a casa de la marquesa hastalas dos; a casa de la condesa hasta las tres; a tal otra casa hasta lascuatro: en todas partes voy dejando la misma conversación; en dondeentro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra a dondevoy: esta es toda la conversación de Madrid.

¿Está el día regular? A la calle de la Montera. A ver a la Gallarde o aTomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa,el sufrimiento y las esperanzas.

¿Está muy bueno el día? A caballo. De la puerta de Atocha a la deRecoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado estecamino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys, o alComercio: alguna vez en mi casa; las más fuera de ella.

¿Acabé de comer? A Solito. Allí horas, dos cigarros, y dos amigos. Sehace una segunda edición de la conversación de la calle de la Montera.¡Oh! y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco se haponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se hacenada, sea lícito al menos hablar.

—¿Qué se da en el teatro?—dice uno.

—Aquí: 1.º sinfonía; 2.º pieza del célebre Scribe; 3.º sinfonía; 4.ºpieza nueva del fecundo Scribe; 5.º sinfonía; 6.º baile nacional; 7.º lacomedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe; 8.ºsinfonía; 9.º...

—Basta, basta; ¡santo Dios!

—Pero, chico, ¿qué lees ahí? si ese es el diario de ayer.

—Hombre, parece el de todos los días.

—Sí, aquí es Guillermo hoy.

¿Guillermo? ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá?

—Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa.

—A mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno?

—Sí, sí—respondo a mi compañero de paseo;—a mí también me suele tocarel turno.

Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche desociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al sueño. Luegoa ninguna parte. Si es noche de sociedad, a vestirme; gran «tualeta». Acasa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de lasociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las visitasde la mañana, del Prado y del teatro, y... pero lo bueno, nunca se cansauno de verlo.

—¿Y qué hace usted en la sociedad?

—Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo a la sala; entro alecarté; vuelvo a entrar en la sala; vuelvo a salir al gabinete; vuelvoa entrar en el ecarté...

—¿Y luego?

—Luego a casa, y ¡buenas noches!

Esta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y dereleerla, figurándome que no he ofendido a nadie, y que a nadie retratoen ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningúndesafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola a laconsideración de los que tienen apego a la vida.

LA DILIGENCIA

Cuando nos quejamos de que esto no marcha, y de que la España noprogresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa: generalizada laproposición de esa suerte, es evidentemente falsa; reducida a suslímites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella.

Así como no notamos el movimiento de la tierra, porque todos vamosenvueltos en él, así no echamos de ver tampoco nuestros progresos. Sinembargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, recordaremos a nuestroslectores que no hace tantos años carecíamos de multitud de ventajas, quehan ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar;hijas de la época, secuelas indispensables del adelanto general delmundo. Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de lascomunicaciones entre los pueblos apartados: los tiranos, generalmentecortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un mediode transportar paquetes y personas de un pueblo a otro: seguros dealcanzar con su brazo de hierro a todas partes, se han sonreídoimbécilmente al ver mudar de sitio a sus esclavos: no han consideradoque las ideas se agarran como el polvo a los paquetes y viajan tambiénen diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la libertad estaría todavíaprobablemente encerrada en los Estados Unidos. La navegación la trajo aEuropa; las diligencias han coronado la obra: la rapidez decomunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todoslos países: verdad es que ese lazo de los liberales lo es también de suscontrarios; pero ¿qué importa? La lucha es así general y simultánea;sólo así puede ser decisiva.

Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer el viaje, empresa que seacometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrertodo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transportes.Estos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, encarromatos, tal cual tartana y acémilas.

En la celeridad no habíadiferencia ninguna: no se concebía cómo podía un hombre apartarse de unpunto en un solo día más de seis o siete leguas; aún así era precisocontar con el tiempo y con la colocación de las ventas: esto, más queviajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe elmundo al dar un paso más de lo absolutamente indispensable. En loscoches viajan sólo los poderosos: las galeras eran el carruaje de laclase acomodada; viajaban en ellas los empleados que iban a tomarposesión de su destino, los corregidores que mudaban de vara: loscarromatos y las acémilas estaban reservadas a las mujeres de militares,a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les proporcionabamula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes los hombres alos troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual sabía que habíaotros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe; pero viajar porinstrucción y curiosidad, ir a París sobre todo, eso ya suponía unhombre superior, extraordinario, osado, capaz de todo: la marcha era unahazaña, la vuelta una solemnidad: y el viajero, al divisar la venta delEspíritu Santo, exclamaba estupefacto:

—¡Qué grande es el mundo!

Al llegar a París después de dos meses de medir la tierra con los pies,hubiera podido exclamar con más razón:

—¡Qué corto es el año!

A su vuelta, ¡qué de gentes lo esperaban, y se apiñaban a su alrededorpara cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y sevenía, de si era, en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánimaque volvía sola! Se miraba con admiración el sombrero, los anteojos, elbaúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París. Se tocaba,se manoseaba, y todavía parecía imposible. ¡Ha ido a París, ha vuelto deParís! ¡Jesús!

Los tiempos han cambiado extraordinariamente: dos emigraciones numerosashan enseñado a todo el mundo el camino de París y Londres. Como quienhace lo más, hace lo menos, ya el viajar por el interior es unabagatela, y hemos dado en el extremo opuesto: en el día se mira conasombro al que no ha estado en París; es un punto menos que ridículo.¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado en ninguna parte?

Yefectivamente, por poco liberal que uno sea, o está uno en laemigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra: el liberales el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo yreflujo. Y no sé cómo se las componen los absolutistas; pero para ellosno se han establecido las diligencias; ellos esperan siempre a piefirme la vuelta de su Mesías; en una palabra, siempre son de casa; estepartido no tiene más movimiento que el del caracol; toda la diferenciaestá en tener la cabeza fuera o dentro de la concha. A propósito, ¿latiene ahora dentro o fuera?

Volviendo empero a nuestras diligencias, no entraré en la explicaciónminuciosa y poco importante para el público de las causas que mehicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas,donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas reales, sin dudapor lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las diligencias decomún con Su Majestad; una empresa particular las dirige, el público lasllena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto a los billares;pero como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas mis dudas,no haría gran diligencia en el artículo de hoy, prescindiré dedigresiones, y diré en último resultado, que, ora fuese a despedir a unamigo, ora fuese a recibirlo, ora en fin con cualquier otro objeto, yome hallaba en el patio de las diligencias.

No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el patio de lasdiligencias: yo por mi parte me he convencido que es uno de los teatrosmás vastos que puede presentar la sociedad moderna al escritor decostumbres.

Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados: no hay sino ver ycoger. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso queadvierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en elestablecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen susfardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibira los viajeros: es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Allado, numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios,los precios: aconsejaremos sin embargo a cualquiera que reproduzca, alver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba a entraren años pasados en el botánico con chaqueta y palo, y a quien undependiente decía:

—No se puede pasar en ese traje: ¿no ve el cartel puesto de ayer?

—Sí, señor—contestó el palurdo,—pero... ¿eso rige todavía?

Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego: verá como no haycarruajes para muchas de las líneas indicadas: pero no se desconsuele,le dirán la razón.

—¡Como los facciosos están por ahí, por allí, y por más allá!

Eso siempre satisface: verá además como los precios no son los mismosque cita el aviso; en una palabra, si el curioso quiere proceder pororden, pregunte y lea después, y si quiere atajar, pregunte y no lea. Lamejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que no haya quien dérazón; pero en ese caso puede volver a otra hora, o no volver si noquiere.

El patio comienza a llenarse de viajeros y de sus familias y amigos: losunos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entrandespacio: como muy enterados de la hora, están ya como en su casa: losque vienen a despedirlos, si no han venido con ellos, entran de prisa ypreguntando:

—¿Ha marchado ya la diligencia? Ah, no; está aquí todavía.

Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuelloy gorro griego o gorra si son hombres: si son mujeres gorro o papalina,y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, elpasaporte, el vaso de camino, las llaves,

¡qué más sé yo!

Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos deciudad, a la ligera.

A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allílos viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de suestancia en la población: media hora falta sólo: una niña, ¡qué joven,qué interesante! apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar la vidapor los ojos cuajados en lágrimas: a su lado el objeto de sus miradasprocura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo pie, sutrémula mano...

—Vamos, niña—dice la madre, robusta e impávida matrona, a quien nadieoprime nada, y cuya despedida no es la primera ni la última,—¿a quévienen esos llantos? No parece sino que nos vamos del mundo.

Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje; ensu aire determinado se conoce que ha viajado y que conoce a fondo todaslas ventajas de la presión de una diligencia. Sabe que en diligencia elamor, sobre todo, hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza en losviajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas vecesdel pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y triunfapor lo regular. ¿Cómo no adherirse a la persona a quien nunca se havisto, a quien nunca se volverá acaso a ver, que no lo conoce a uno, queno vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar, y con quiense va encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus noches? Luegoparece que la sociedad no está allí: una diligencia viene a ser para losdos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas no seríaprecisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de la belleza.Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que establecerseentre los viajeros, qué multitud de ocasiones de prestarse mutuosservicios, cuántas veces al día se pierde un guante, se cae un pañuelo,se deja olvidado algo en el coche o en la posada, cuántas veces hay quedar la mano para bajar o subir! Hasta el rápido movimiento de ladiligencia parece un aviso secreto de lo rápido que pasa la vida, de loprecioso que es el tiempo; todo debe ir de prisa en diligencia. Unasalida de un pueblo deja siempre cierta tristeza que no es natural alhombre: sabido es que nunca está el corazón más dispuesto a recibirimpresiones que cuando está triste: los amigos, los parientes que quedanatrás, dejan un vacío inmenso. ¡Ah, la naturaleza es enemiga del vacío!

Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe también que toda regla tieneexcepciones, y que la edad de quince años es la edad de las excepciones;pasa, pues, rápidamente al lado de la niña con una sonrisa, mitadburlesca, mitad compasiva.

—Pobre niña—dice entre dientes:—lo que es la poca edad: si pensaráque no se aprecian las caras bonitas más que en Madrid: el tiempo leenseñará que es moneda corriente en todos los países.

Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años: elmilitar fija el lente: ella es la que parte; hay lágrimas, sí, pero¿cuándo no lloran las mujeres? las lágrimas por sí solas no quierendecir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y las de la niña:una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del militar. Entrelas ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son reñirenteramente, pero poco menos, hay cierta frialdad, cierto dominio en elhombre. ¡Ah! es su marido.

—Se puede querer mucho a su marido—dice el militar para sí,—y hacerun viaje divertido.

—¡Voto va! ya ha marchado—entra gritando un original cuyos bolsillosvienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes ensogados, depetacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes de encender...¡Ah, ah! éste es un verdadero viajero: su mujer le acosa a preguntas:

—¿Se ha olvidado el pastel?

—No, aquí lo traigo.

—¿Tabaco?

—No, aquí está.

—¿El gorro?

—En este bolsillo.

—¿El pasaporte?

—En este otro.

Su exclamación al entrar no carece de fundamento; faltan sólo minutos, yno se divisa disposición alguna de viaje. La calma de los mayorales yzagales contrasta singularmente con la prisa y la impaciencia que senota en las menores acciones de los viajeros; pero es de advertir queéstos, al ponerse en camino, alteran el orden de su vida para hacer unacosa extraordinaria; y mayoral y el zagal por el contrario hacen lo detodos los días.

Por fin, se adelanta la diligencia, se aplica la escalera a suscostados, y la vaca recibe en su seno los paquetes: en menos de unminuto está dispuesta la carga, y salen los caballos lentamente acolocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor a lasrepetidas solicitudes de los viajeros.

—A ver, esa maleta; que vaya donde se pueda sacar.

—Que no se moje ese baúl.

—Encima ese saco de noche.

—Cuidado con la sombrerera.

—Ese paquete que es cosa delicada.

Todo lo oye, lo toma, lo encajona, a nadie responde; es un tirano en susdominios.

—La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pasaportes? ¿Están todos?Al coche, al coche.

El patio de las diligencias es a un cementerio lo que el sueño a lamuerte, no hay más diferencia que la ausencia y el sueño pueden no serpara siempre; no les comprende el terrible voi ch'intrate lasciate ognisperanza, de Dante.

Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones demanos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y lasmujeres lloran sin vergüenza.

—Vamos, señores—repite el conductor:—y todo el mundo se coloca.

La niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso queva a tomar las aguas: la bella casada entre una actriz que va a lasprovincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón consus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que llevaencima un perro faldero, que ladra y muerde por el pronto como si vieseel aguador, y que hará probablemente algunas otras gracias por elcamino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé, entre unfrancés que le pregunta:—¿Tendremos ladrones?—y un fraile corpulento,que con arreglo a su voto de humildad y de penitencia, va a viajar enestos carruajes tan incómodos. La rotonda va ocupada por el hombre delas provisiones: una robusta señora que lleva un niño de pecho y unbambino de cuatro años, que salta sobre sus piernas para asomarse decontinuo a la ventanilla; una vieja verde, llena de años y de lazos, quearregla entre las piernas del suculento viajero una caja de un loro, ehinca el codo para colocarse en el costado de un abogado, el cual haceun gesto, y vista la mala compañía en que va, trata de acomodarse paradormir, como si fuera ya juez. Empaquetado todo el mundo, se confundenen el aire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de lacriatura, las preguntas del francés, los chillidos del bambino, quearrea los caballos desde la ventanilla, los sollozos de la niña, losjuramentos del militar, las palabras enseñadas del loro, y multitud defrases de despedida.

—Adiós, hasta la vuelta, tantas cosas a Pepe: envíame el papel que seha olvidado, que escribas en llegando.

—Buen viaje.

Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa seconmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejanteen la calle a una casa que se desprendiese de las demás con todos sustrastos e inquilinos a buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.

VARIOS CARACTERES

No siempre está en mano del hombre el coordinar sus ideas y formar conellas una obra arreglada, con principio, medio y fin. ¿A quién no lehabrá sucedido repetidas veces abrir un libro, leer maquinalmente y nopoder establecer entre lo escrito y su cabeza ninguna especie decomunicación, cerrar el libro y no poderse dar cuenta de lo que haleído? En estos casos, que muy a menudo me suceden, suelo echar mano delsombrero y la capa, y no pudiendo fijar mi atención en una sola cosa,trato de fijarla en todas: sálgome a la calle, éntrome por los cafés,voime a la Puerta del Sol, a Correos, al Museo de pinturas, a todaspartes, en fin, y en ninguna puedo decir que estoy en realidad.Cualquiera me conocerá en estos días en que el fastidio se apodera de mialma, y en que no hay cosa que tenga a mis ojos color, y menos, coloragradable.

En estos días llevo cara de filósofo, es decir, de mal humor;una sonrisa amarga de indiferencia y despego a cuanto veo se dibuja enmis labios; llevo conmigo un lente, no porque me sirva, pues veo mejorsin él, sino para poder clavar fijamente el objeto que más me choca, queun corto de vista tiene licencia para ser desvergonzado; no saludo aningún amigo ni conocido que encuentro, porque esto sería hacer yotambién un papel en la comedia de que pretendo ser únicamenteespectador, y que sólo para divertirme a mí creo por entonces querepresenta el mundo entero. Mala crianza será, pero me acerco a escucharconversaciones de corrillos: es de advertir que cuando el tedio meabruma con su peso, no puedo tener más que tedio. Recibo insensible lasimpresiones de cuanto pasa a mi alrededor; a todas me dejo amoldar conindiferencia y abandono; en semejantes días no hay hermosas para mí, nohay feas, no hay amor, no hay odio.

Esta es la razón por qué me fuera imposible hacer hoy un artículo decostumbres medianamente coordinado: si ha menester plan, si necesitareflexión la cosa que hoy emprenda, inútil me es emprenderla; conozcoque no he de poder llevarla a cabo.

Acaso encontraría, investigandometafísicamente mi corazón, la causa que ha podido ponerme hoy en estaextraña disposición de ánimo; pero este trabajo me cansaría, y he dichoque no quiero hacer hoy impresiones sino recibirlas. En estos días es,sin embargo, cuando, colocado detrás de mi lente, que es entonces paramí el vidrio de la linterna mágica, veo pasar el mundo todo delante demis ojos; e imparcial, ajeno de consideración que a él me ligue, véoletal cual se presenta en cada fisonomía, en cada acción que observoindolentemente.

—¿Qué hace don Julián en ese café? Todos los días viene al dar lascuatro: el mozo no ha menester que le hable una palabra: apenas se hacolocado aquél en su silla, ya tiene la cafetera encima de la mesa.Toma, paga y se duerme. Esa es la principal ocupación de don Julián.Tomar café una vez cada día.

—¿Y qué hace en el café aquel viejo? Treinta años ha que viene: todaslas tardes juega su partida de ajedrez: todas las tardes se la ven jugaraquellos cuatro originales que tiene en derredor: ni él hace más en lavida, ni ellos ven otra cosa. Eso es lo que se llama aislarse en mediodel mundo.

—¿Quién es aquél que cruza por aquella esquina? ¡Bello muchacho! Perono; conforme se acerca cuento las arrugas del rostro. ¡Ah! es un jovende sesenta años. A las ocho de la mañana sale vestido ya y ceñido,prendido y ajustado: ni una mota, ni una arruga lleva el frac: la botaes un espejo: el guante blanco como la nieve: la corbata no hace unpliegue: el pelo rizado, mejor diremos pintado: en todos los conciertos,en todos los bailes, en el paseo, en la luneta, erguido siempre,bailando, coqueteando. ¿Nunca se descompone, nunca se ensucia? ¿Quésecreto posee? ¿No le crece nunca la barba? Jamás. Es sólo de extrañarque vaya solo; o acaba de dejar algunas señoras, o va a buscarlas. Leshablará de la ópera, del figurín, de lo mal que bailó el solo Gasparito;esta es la existencia del viejo verde: miradle contraerse y revolcarseen su vanidad al lado de una hermosa: ¿es una serpiente que se rozacontra un árbol? No; el viejo verde al lado de las bellas es una orugaque se desliza por entre las rosas.

—¿Han visto ustedes unas caras paradas, unos ojos mudos, unoscorbatines siempre iguales, un vestido regular y uniforme, unos cuerposni eleg