Fígaro (Artículos Selectos) by Mariano José de Larra - HTML preview

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—¡Vaya! Ya tenemos el telón bajando y subiendo.

—¡Bravo! se han dejado una silla.

—Mire usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve?

—¡Hombre, en esa sala han nacido árboles! ¿Lo mató? ¡Ah, ah, ah! Simorirá el apuntador.

—Pues, señor, hasta ahora no es gran cosa.

—Lo que tiene es buenos versos.

Entretanto la condesita de *** entra al segundo acto dando portazos paraque la vean; una vez sentada no se luce el vestido; los fashionables suben y bajan a los palcos: no se oye: el teatro es un infierno: luegoparece que el público se ha constipado adrede aquel día. ¡Qué toser,señor, qué toser!

Llega el quinto acto, y la mareta sorda empieza a manifestarse cada vezmás pronunciada: a la última puñalada el público no puede más, yprorrumpe por todas partes en ruidosas carcajadas: los amigos defiendenel terreno; pero una llave decide la cuestión: sin duda no es la llavecon que encerraba Lope de Vega los preceptos; y cae el telón entre lamajestuosa algazara y con toda la pompa de la ignominia.

No sé qué propensión tiene la humanidad a alegrarse del mal ajeno; perohe observado que el público sale más alegre y decidor, más risueño ylocuaz de una representación silbada: el autor, entretanto, sale confusoy renegando de un público tan atrasado: no están todavía losespañoles—dice—para esta clase de comedias: se agarra otro poco a lasintrigas, otro poco a la mala representación, y de esta suerte ya puedepresentarse al día siguiente en cualquier parte con la conciencialimpia.

Sus amigos convienen con él, y en su ausencia se les oye decir:

—Yo lo dije; esa comedia no podía gustar; pero, ¿quién se lo dice alautor? ¿Quién pone cascabel al gato?

—Yo le dije que cortara lo del padre en el segundo acto: aquello esdemasiado largo; pero se empeñó en dejarlo.

He observado, sin embargo, que los amigos literatos suelen portarse congran generosidad; si la comedia gusta, ellos son los que comointeligentes hacen notar los defectillos de la composición, y entoncespasan por imparciales y rectos; si la comedia es silbada, ellos son losque la disculpan y la elogian; saben que sus elogios no la han delevantar, y entonces pasan por buenos amigos. En el primer caso, dicen:

—Es cosa buena, ¿cómo se había de negar? No tiene más sino aquello, ylo otro, y lo de más allá... ya se ve; las cosas no pueden serperfectas.

En el segundo, dicen:

—Señor, no es mala; pero no es para todo el mundo: hay cosas demasiadoprofundas: tiene bellezas: sobre todo hay versos muy lindos.

Pero la parte indudablemente más divertida es la de oír, acercándose alos corrillos, los votos particulares de cada cual: éste la juzga malaporque dura tres horas; aquél porque mueren muchos; el otro porque haygente de iglesia en ella; el de más allá porque se muda dedecoraciones: esotro porque infringe las reglas: los contrarios dicenque sólo por estas circunstancias es buena. ¡Qué Babilonia, santo Dios!¡Qué confusión!

Al día siguiente los periódicos... Pero, ¿quién es el autor? ¿Es unprincipiante, un desconocido? ¡Qué nube! ¿Es algo más? ¡Qué reticencias!¡Qué medias palabras! ¡Qué exacto justo medio!

¡Después de todo eso haga usted comedias!

YO QUIERO SER CÓMICO

Anch'io son pittore.

No fuera yo Fígaro, ni tuviera esa travesura y maliciosa índole quemalas lenguas me atribuyen, si no sacara a luz pública cierta visita queno ha muchos días tuve en mi propia casa.

Columpiábame en mi mullido sillón, de estos que dan vuelta sobre su eje,los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto modo amuchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad sinsaber cuál de mis numerosas apuntaciones elegiría para un artículo queme correspondía ingerir aquel día en la Revista. Quería yo que fueseinteresante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de mi empeño, ysobre todo que fuese serio, porque no está siempre un hombre de buenhumor, o de buen talante para comunicar el suyo a los demás. No dejabade atormentarme la idea de que fuese histórico, y por consiguienteverídico, porque mientras yo no haga más que cumplir con lasobligaciones de fiel cronista de los usos y costumbres de mi siglo, nose me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar pendenciaspor una sátira más o menos.

Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por másinocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me deparófelizmente la casualidad, materia sobrada para un artículo, alanunciarme mi criado a un joven que me quería hablar indispensablemente.

Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como dehombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de favorecersus gustos e inclinaciones, o su humor del momento para conformarseprudentemente con él; y dando tormento a los tirantes y rudos músculosde su fisonomía para adoptar una especie de careta que desplegase a mivista sentimientos mezclados de efecto y de deferencia, me dijo con vozforzadamente sumisa y cariñosa:

—¿Es usted el redactor llamado Fígaro?...

—¿Qué tiene usted que mandarme?

—Vengo a pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!

—Es claro... Si usted me necesita...

—Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigode usted!

—Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...

—Yo soy un joven...

—Lo presumo.

—Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro...

—¿Al teatro?

—Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...

—Es la mejor ocasión.

—Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próximatemporada cómica, desearía que usted me recomendase...

—¡Bravo empeño! ¿A quién?

—Al Ayuntamiento.

—¡Hola! ¿Ajusta el Ayuntamiento?

—Es decir, a la empresa.

—¡Ah! ¿Ajusta la Empresa?

—Le diré a usted... según algunos, esto no se sabe... pero... paracuando se sepa.

—En ese caso no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...

—Sin embargo, como yo quiero ser cómico...

—Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?

—¿Cómo? ¿se necesita saber algo?

—No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...

—Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con pieen una corporación.

—Ya le entiendo a usted: usted quisiera ser cómico aquí, y así serápreciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted el castellano?

—Lo que usted ve... para hablar, las gentes me entienden...

—Pero la gramática, y la propiedad, y...

—No, señor, no.

—Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín, yhabrá estudiado humanidades, bellas letras...

—Perdone usted.

—Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podráverter sus ideas en las tablas.

—Perdone usted, señor. Nada, nada. ¡Tan poco favor me hace usted! Queme caiga muerto aquí si he leído una sola línea de eso, ni he oídohablar tampoco... mire usted...

—No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letrasde una palabra; y decir unas voces por otras, actitud por aptitud, yaptitud por actitud, diferiencia por diferencia, háyamos por hayamos,dracmático por dramático, y otras semejantes?

—Sí, señor, sí; todo eso digo yo.

—Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso. ¿Aprendió ustedhistoria?

—No, señor; no sé lo que es.

—Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, nicaracteres históricos...

—Nada, nada; no señor.

—Perfectamente.

—Le diré a usted... en cuanto a trajes, ya sé que en siendo muy antiguosiempre a la romana.

—Esto es: aunque sea griego el asunto.

—Sí, señor: si no es tan antiguo, a la antigua francesa o la antiguaespañola; según...

ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si esmás moderna o del día, levita a la Utrilla en los calaveras, y polvos,casacón, y media en los padres.

—¡Ah, ah! Muy bien.

—Además, eso en el ensayo general se le pregunta al galán o a la dama,según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme a lo que ellostienen en sus arcas, así...

—¡Bravo!

—Porque ellos suelen saberlo.

—¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?

—Mire usted: el papel lo dirá, y luego como el muerto no se ha de tomarel trabajo de resucitar sólo para desmentirle a uno... además, que granparte del público suele estar tan enterado como nosotros...

—¡Ah! ya... usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...

—No es gran cosa; pero eso no es esencial.

—¿Y de educación, de modales y usos de sociedad? ¿a qué altura se hallausted?

—Mal; porque si se va a decir verdad, yo soy pobrecillo: yo eraescribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y mequiero meter cómico, porque se me figura a mi que es oficio en que nohay nada que hacer...

—Y tiene usted razón.

—Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente, no conozco esos señoresusos de sociedad que usted dice, ni nunca traté ninguno de ellos.

—Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.

—Escasamente.

—¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?

—Le diré a usted: si hago de rey, de príncipe o de magnate, ahuecaré lavoz, miraré por encima del hombro a mis compañeros, mandaré con muchoimperio...

—Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables ycorteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, a ser obedecidosa la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...

—Sí, pero ¡ya ve usted! en el teatro es otra cosa.

—Ya me hago cargo.

—Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoraso en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro lajusticia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en eltablado con mi bastón de borlas, pondré cara de caballo, como si losjueces no tuviesen entrañas...

—No se puede hacer más.

—Si hago de delincuente, me haré el perseguido, porque en el teatrotodos los reos son inocentes.

—Muy bien.

—Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas,cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartesmelodramáticos... Si hago un calavera, muchos brincos y zapatetas,carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hagoun barba, andaré a compás, como un juego de escarpias, me temblaránsiempre las manos como perlático o descoyuntado; y aunque el papel noapunte más de cincuenta años, haré del tarato y decrépito, y apoyarémucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice a losespectadores: «allá va esto para ustedes».

—¿Tiene usted grandes calvas para los barbas?

—¡Oh! disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta elcolodrillo; bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades. Peroaun para diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con ellas.

—¿Y los graciosos?

—Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces, harécon la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendascontorsiones que alcance, y saldré vestido de arlequín.

—Usted hará furor.

—¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa aaplausos. Y

especialmente, en toda clase de papeles, diré directamenteal público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos deintención o lucimiento que en mi parte se presenten.

—¿Y memoria?

—No es cosa la que tengo; y aun esa no la aprovecho, porque no me gustael estudio. Además que eso es cuenta del apuntador. Si se descuida sele lanza de vez en cuando un par de miradas terribles, como diciendo alpúblico: ¡Ven ustedes qué hombre!

—Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de unacarreta, y sacándole a usted la relación del cuerpo como una cinta. Deesa manera, y hablando él altito, tiene el público, el placer de oír aun mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.

—Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación se dice cualquiertontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público! ¡si ustedviera!

—Ya sé ¡ya!

—Vez hay que en una comedia en verso se añade un párrafo en prosa: puesni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común queañadir...

—¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno.¿Usted ha representado anteriormente?

—¡Vaya! En comedias caseras. He alborotado con el García y el Delincuente honrado.

—No más, no más; le digo a usted que usted será cómico. Dígame usted,¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no losentienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que es,o por el verso mas que no entienda siquiera lo que es prosa?

—¿Pues no tengo de saber, señor? eso lo hace cualquiera.

—¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminalcontra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted nolo hace todas las noches sobresalientemente? ¿sabrá usted decir de losperiodistas que quién son ellos para?...

—Vaya si sabré; precisamente ese es el tema nuestro de todos los días.Mande usted otra cosa.

Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándomeen los brazos de mi recomendado:

—Venga usted acá, mancebo generoso—exclamé todo alborozado;—vengausted acá, flor y nata de la andante comiquería: usted ha nacido en estesiglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo deoro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad porlos bosques, sin la distinción del tuyo y del mío. Usted será cómico enfin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio.

Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato, prometiéndolelas más eficaces recomendaciones.

EL CASTELLANO VIEJO

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera devivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que nohe abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sinque haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento demis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonialque en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar aveces ciertos convites, a que parecería el negarse grosería, o por lomenos ridícula afectación de delicadeza.

Andábame días pasados por esas calles, a buscar materiales para misartículos.

Embebido en mis pensamientos me sorprendí varias veces a mímismo riendo como un pobre de mis propias ideas y moviendo maquinalmentelos labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que paraandar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de serpoeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto deadmiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que lossoliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que, alvolver las esquinas, di con quien tan distraída y rápidamente como yolas doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en elnúmero de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos eimpasibles. En semejante situación de espíritu, ¿qué sensación nodebería de producirme una horrible palmada que una grande mano, pegada(a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargarsobre uno de mis hombros que, por desgracia, no tienen punto alguno desemejanza con los de Atlante?

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo deanunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había queridohacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, tratésólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme tanmal; pero mi castellano viejo es hombre que, cuando está de gracia, nose ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguiódándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos, ysujetándome por detrás:

—¿Quién soy?—gritaba alborozado con el buen éxito de su delicadatravesura.—

¿Quién soy?

—Un animal—iba a responderle; pero me acordé de repente de quienpodría ser, y sustituyendo cantidades iguales:

—¡Braulio eres!—le dije.

Al oírme suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota lacalle, y pónenos a entrambos en escena.

—¡Bien, mi amigo! Pues ¿en qué me has conocido?

—¿Quién pudiera ser sino tú?...

—¿Has venido ya de tu Vizcaya?

—No, Braulio, no he venido.

—¡Siempre el mismo genio! ¿Qué quieres? es la pregunta del español.¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?

—Te los deseo muy felices.

—Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco ycastellano viejo: el pan, pan, el vino, vino; por consiguiente, exijo deti que no vayas a dármelos, pero estás convidado.

—¿A qué?

—A comer conmigo.

—No es posible.

—No hay remedio.

—No puedo—insisto temblando.

—¿No puedes?

—¡Gracias!

—¿Gracias? ¡Vete a paseo! Amigo, como no soy el duque de F... ni elconde de P...

—¿Quién se resiste a una sorpresa de esa especie? ¿Quién quiere parecervano?

—No es eso, sino que...

—Pues si no es eso—me interrumpe,—te espero a las dos; en casa secome a la española, temprano. Irá mucha gente; tendremos al famoso X.,que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremesa una rondeñacon su gracia habitual; y por la noche, J. cantará y tocará algunacosilla.

Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder; un día malo—dije parami—

cualquiera lo pasa; en este mundo, para conservar amigos, es precisotener el valor de aguantar sus obsequios.

—No faltarás si no quieres que riñamos.

—No faltaré—dije con voz exánime y ánimo decaído, como el zorro que serevuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado tomar.

—¡Pues hasta mañana!—y me dio un torniscón por despedida.

Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, yquedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostilesy tan funestas.

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino,que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama granmundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre de la claseinferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúneentre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tieneuna cintita atada al ojal, y una crucecita a la sombra de la solapa; quees persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manerase oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suavese insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendidocasi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a todanuestra clase baja.

Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por undedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas lasresponsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende queno hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón,defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudierano tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo,defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas lasmujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien sucedepoco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por lasjorobas, sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecenciabastante visible sobre entrambos omoplatos.

No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetosmutuos, de estas reticencias urbanas, de esta delicadeza de trato queestablece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo quedebe agradar, y callande siempre lo que puede ofender. El se muere por«plantarle una fresca al lucero del alba», como suele decir, y cuandotiene un resentimiento, se «lo espeta a uno cara a cara». Como tienetrocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo quequiere decir «cumplo y miento»; llama a la urbanidad hipocresía, y a ladecencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguajede la finura es para él poco más que griego; cree que toda la crianzaestá reducida a decir «Dios guarde a ustedes» al entrar en una sala, yañadir «con permiso de usted» cada vez que se mueve; a preguntar a cadauno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todasque así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con losfranceses. En conclusión, hombres de éstos que no saben levantarse paradespedirse, sino en corporación con alguno o algunos otros; que han dedejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman

«sucabeza», y que, cuando se hallan en sociedad, por desgracia sin unsocorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos,porque, en realidad, no saben donde ponerlos ni qué cosa se puede hacercon los brazos en una sociedad.

Llegaron las dos, y como ya conocía yo a mi Braulio, no me parecióconveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que sehubiera picado; no quise, sin embargo, excusar un frac de color y unpañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días en semejantescasas: vestíme, sobre todo, lo más despacio que me fue posible, como sereconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cienpecados más cometidos que contar para ganar tiempo; estaba citado paralas dos, y entré en la sala a las dos y media.

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de lahora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales noeran de despreciar todos los empleados de su oficina con sus señoras ysus niños y sus capas y sus paraguas y sus chanclos y sus perritos;déjome en blanco los necios cumplimientos que dijeron al señor de losdías; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concursode tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba amudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamosal caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados.Desgraciadamente para mí, el señor de X., que debía divertirnos tanto,gran conocedor de convites, había tenido la habilidad de ponerse maloaquella mañana; el famoso T. se hallaba oportunamente comprometido paraotro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar, estabaronca, en tal disposición, que se asombraba ella misma de que se leentendiera una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántasesperanzas desvanecidas!

—Supuesto que estamos los que hemos de comer—exclamó donBraulio,—vamos a la mesa, querida mía.

—Espera un momento—le contestó su esposa casi al oído;—con tantavisita yo he faltado unos momentos de allá dentro, y...

—Bien, pero mira que son las cuatro...

—Al instante comeremos.

Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.

—Señores—dijo el anfitrión, al vernos vacilar acerca de nuestrasrespectivas colocaciones;—exijo la mayor franqueza: en mi casa no seusan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro! quiero que estés con toda comodidad;eres poeta, y además, estos señores, que saben nuestras íntimasrelaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea quele manches.

—¿Qué tengo de manchar?—le respondí, mordiéndome los labios.

—No importa; te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.

—No hay necesidad.

—¡Oh, sí, sí! ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.

—Pero, Braulio,..

—¡No hay remedio, no te andes con etiquetas!

Y en esto me quita él mismo el frac, velis, nolis, y quedo sepultadoen una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y lacabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile lasgracias: al fin el hombre creía hacerme un obsequio.

Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesabaja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, comodice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube elagua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteandodespués de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han detener una mesa regular y estar cómodos todos los días del año es pensaren lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesade convite era un acontecimiento en aquella casa; así que se habíacreído capaz de contener catorce personas que éramos, una mesa dondeapenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de mediolado, como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron loscodos de los convidados íntimas relaciones entre sí, con la másfraternal inteligencia del mundo.

Colocáronme, por mucha distinción, entre un niño de cinco añosencaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento,porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven ad látere, y unode esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuyacorpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en quese hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja.

Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad,porque tampoco eran muebles en uso para todos los días, y fueron izadaspor todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques, comocuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.

—Ustedes harán penitencia, señores—exclamó el anfitrión, una vezsentado;—pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys—fraseque creyó preciso decir.

—Necia afectación es ésta, si es mentira—dije yo para mi;—y si esverdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.

Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquellaexpresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba.

Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar yrecibir cada plato nos aburrimos unos a otros.

—Sírvase usted.

—Hágame usted el favor.

—De ninguna manera.

—No lo recibiré.

—Páselo usted a la señora.

—Está bien ahí.

—Perdone usted.

—Gracias.

—¡Sin etiqueta, señores!—exclamó Braulio, y