Entre Naranjos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Cuando su madre no le obligaba por las noches a visitar la casa de algún pudiente, al que convenía tener contento, leía; no ya como en Valencialos libros que le prestaba el canónigo, sino obras que comprabasiguiendo las indicaciones de los periódicos; volúmenes que respetaba sumadre con la santa veneración que la inspiraba el papel cosido yencuadernado, sólo comparable al desprecio que sentía por losperiódicos, dedicados casi todos ellos a insultar las cosas santas yfavorecer los instintos de la pillería.

Aquellos años de lectura al azar y sin los escrúpulos y temores deestudiante, abatían sordamente muchas de sus firmes creencias; rompíanla horma que los amigos de la madre habían metido en su pensamiento; lehacían soñar con una vida grande, de la que no tenían ni noticias losque le rodeaban.

Las novelas francesas le trasladaban a aquel París que obscurecía elMadrid apenas conocido en su época del doctorado; los relatos de amoresdespertaban en su cuerpo de joven y virtuoso, sin otros deslices que losvulgares desahogos de la crápula estudiantil, un ardor de aventuras y decomplicadas pasiones en el que latía algo del intenso fuego que habíaconsumido a su padre.

Vivía en el mundo ideal de sus lecturas, rozándose con mujereselegantes, perfumadas, espirituales, de cierto arte en el refinamientode sus vicios.

Las hortelanas tostadas por el sol que enloquecían a su padre comobrutal afrodisíaco, causábanle la misma repugnancia que si fuesenmujeres de otra raza; seres de una casta inferior. Las señoritas de laciudad, parecíanle campesinas disfrazadas, con los mismos instintos deegoísmo y economía de sus padres, conociendo el precio a que se vendíala naranja, sabiendo el número de hanegadas con que contaba cadaaspirante a su cariño, ajustando el amor a la riqueza y creyendo que lahonradez consistía en ser implacable con todo el que no se amoldaba a suvida tradicional y mezquina.

Por esto le causaba hondo tedio su existencia monótona y gris, separadapor ancho foso de aquella otra vida puramente imaginativa que leenvolvía como un perfume exótico y excitante, surgiendo de entre laspáginas de los libros.

Algún día se vería libre, levantaría las alas; y esta liberación habíade realizarse cuando le eligiesen diputado. Deseaba su mayoría de edad,como el príncipe heredero ansía el momento de ser coronado rey.

Desde niño le habían acostumbrado a esperar este suceso que dividiría suvida en dos, presentándole nuevos caminos para marchar rectamente a lagloria y la riqueza.

—Cuando mi niño sea diputado—le decía la madre en sus raros arrebatosde expansión cariñosa—como es tan guapo, se lo disputarán las chicas yse casará con una millonaria.

Y esperando con impaciencia esta edad, iba transcurriendo la vida deRafael, sin alteración alguna; una existencia de aspirante, seguro de sudestino, que aguarda el paso del tiempo para entrar en la vida. Era comolos niños nobles de otros siglos, que, agraciados en la cuna por elmonarca con un título de coronel, aguardaban jugando al trompo la horade ir a ponerse al frente de su regimiento. Había nacido diputado y losería; ahora esperaba entre bastidores.

Su viaje a Italia, en la peregrinación papal, fue lo único que alteró lamonotonía de su existencia. Guiado por el canónigo, visitó más iglesiasque museos: teatros sólo vio dos, aprovechándose de la flojedad que lasperipecias del viaje causaban en el carácter austero de su guía. Pasabanindiferentes ante las famosas obras artísticas de los templos y sedetenían a venerar cualquier reliquia acreditada por absurdos milagros.Pero aún así pudo ver Rafael confusamente y como de pasada, un mundodistinto al de su país, donde fatalmente debía arrastrarse suexistencia. Sintió el roce de la misma vida de placer y pasión queabsorbía en los libros como vino embriagador; y aunque de lejos, admiróen Milán la dorada y aventurera bohemia de los cantantes; en Roma, elesplendor de una aristocracia señorial y artista en perpetua rivalidadcon la de París y Londres, y en Florencia, la elegancia inglesa emigradaen busca del sol, paseando sus canotiers de paja, las cabelleras deoro de las misses y sus parloteos de pájaro por los jardines dondemeditaba el sombrío poeta y relataba Bocaccio sus alegres cuentos paraalejar el miedo a la peste.

Aquel viaje, rápido como una visión cinematográfica, dejando en Rafaeluna confusa maraña de nombres, edificios, cuadros y ciudades, sirviópara dar a sus pensamientos más amplitud y ligereza, para hacer mayoraún el foso que le aislaba dentro de su vida vulgar.

Sentía la nostalgia de lo extraordinario, de lo original; le agitaba elansia de aventuras de la juventud, y dueño de un distrito heredero de unseñorío casi feudal, leía con el respeto supersticioso de un patán, elnombre de un escritor, de un pintor cualquiera; «gente perdida que notiene sobre qué caerse muerta», según declaraba su madre, pero que élenvidiaba en secreto, imaginándose una existencia llena de placeres yaventuras.

¡Cuánto hubiera dado por ser un bohemio como los que encontraba en loslibros de Mürger, formando regocijada banda; paseando la alegría devivir y el fiero amor al arte por ese mundo burgués, agitado por lacalentura del dinero y las manías de clases!

¡Talento para escribircosas hermosas, versos con alas como los pájaros, un cuartito bajo lastejas, allá en el barrio Latino; una Mimi pobre pero sentimental, que leamase hablando entre dos besos de cosas elevadas y no del precio de lanaranja como aquellas señoritas que le seguían con ojos tiernos; y acambio de esto daría la futura diputación y todos los huertos de suherencia, que aunque gravados por el padre con hipotecas y trampas,todavía le proporcionaban una renta deshonrosa para sus ensueños debohemio!

El continuo contacto con estas fantasías le hacía intolerable su vida dejefe obligado a intervenir en los asuntos de sus partidarios, y a riesgode enfadar a su madre, huía del casino, buscando la soledad del campo.Allí se desarrollaba con más soltura su imaginación, poblando de seresfantásticos el camino y las arboledas, conversando muchas veces en vozalta con las heroínas de unos amores ideales, arreglados conforme alpatrón de la última novela leída.

Una tarde, al finalizar el verano, subía Rafael la pequeña montaña deSan Salvador, inmediata a la ciudad. Le gustaba contemplar desde aquellaaltura el inmenso señorío de la familia. Toda la gente que habitaba larica llanura—según decía don Andrés describiendo la grandeza delpartido—llevaba el apellido de Brull como un hierro de ganadería.

Rafael, siguiendo el camino pedregoso de rápidos zigzags, recordaba lasmontañas de Asís que había visitado con su amigo el canónigo, granadmirador del santo de la Umbría. Era un paisaje ascético. Los peñascosazulados o rojos asomando sus cabezas a los lados del camino; pinos ycipreses saliendo de sus hendiduras, extendiendo sobre la yerma tierrasus raíces tortuosas y negras como enormes serpientes; a trechos,blancas pilastras con tejadillo, y en el centro, ocupando un hueco,azulejos con los sufrimientos de Jesús en la calle de Amargura. Loscipreses agitaban su puntiagudo gorro verde como queriendo espantar lasblancas mariposas que zumbaban sobre los romeros y las ortigas; lospinos extendían arriba su quitasol, proyectando manchas de sombra sobreel camino ardiente, en el cual, la tierra endurecida por el sol, crujíabajo los pies.

Al llegar Rafael a la plazoleta de la ermita, descansó de la ascensión,tendiéndose en el banco de mampostería que formaba una gran media lunaante el santuario.

Reinaba allí el silencio de las alturas. Los ruidos de abajo, todos losrumores de vida y labor incesante de la inmensa llanura, llegabanarrollados y aplastados por el viento, cual el susurro de un lejanooleaje. Entre la apretada fila de chumberas que se extendía detrás delbanco, revoloteaban los insectos, brillando al sol como botones de oro,llenando el profundo silencio con su zumbido. Unas gallinas—las delermitaño—

picoteaban en un extremo de la plazoleta, cloqueando ymoviendo rudamente sus plumas.

Rafael se abismaba en la contemplación del hermoso panorama. Con razónle llamaban paraíso sus antiguos dueños, aquellos moros cuyos abuelos,salidos de los mágicos jardines de Bagdad y acostumbrados a losesplendores de Las mil y una noches, se extasiaron sin embargo al verpor primera vez la tierra valenciana.

En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado; lascercas y vallados de vegetación menos obscura, cortando la tierracarmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sussurtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar el cielocayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa,entre macizos de jardinería; blancas alquerías casi ocultas tras elverde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas deriego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con suscasas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, todaella de un color mate de hueso, acribillada de ventanitas, como roídapor una viruela de negros agujeros. Más allá, Carcagente, la ciudadrival envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte delmar, las montañas angulosas, esquinadas, con aristas que de lejossemejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremoopuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos deesmeralda de sus huertos, las lejanas montañas de un tono violeta, y elsol que comenzaba a descender como un erizo de oro, resbalando entre lasgasas formadas por la evaporación del incesante riego.

Rafael, incorporándose, veía por detrás de la ermita toda la Riberabaja; la extensión de arrozales bajo la inundación artificial; ricasciudades, Sueca y Cullera, asomando su blanco caserío sobre aquellasfecundas lagunas que recordaban los paisajes de la India; más allá laAlbufera, el inmenso lago como una faja de estaño hirviendo bajo el sol;Valencia cual un lejano soplo de polvo, marcándose a ras del suelo sobrela sierra azul y esfumada; y en el fondo, sirviendo de límite a estaapoteosis de luz y color, el Mediterráneo; el golfo azul y temblón,guardado por el cabo de San Antonio y las montañas de Sagunto y Almenaraque cortaban el horizonte con sus negras gibas como enormes cetáceos.

Mirando Rafael en una hondonada las torres del ruinoso convento de laMurta, casi ocultas entre los pinares, evocaba la tragedia de lareconquista; lamentaba la suerte de aquellos guerreros agricultorescuyos blancos alquiceles aún parecían flotar entre los naranjos, losmágicos árboles de los paraísos de Asia.

Era un cariño atávico. La herencia mora que llevaba en su caráctermelancólico y soñador, le hacía lamentar—contrariando sus creenciasreligiosas—la triste suerte de los creadores de aquel edén.

Se imaginaba los pequeños reinos de los walís feudatarios; señoríossemejantes al de su familia, sólo que en vez de estar cimentados en lainfluencia y el proceso, se sostenían con la lanza de aquellos jinetesque así labraban la tierra como caracoleaban en juntas y encuentros conuna elegancia jamás igualada por caballero alguno. Veía la corte deValencia con sus poéticos jardines de Ruzafa, donde los poetas cantabanversos melancólicos a la decadencia del moro valenciano, escuchados porlas hermosas, ocultas tras los altos rosales. Y después sobrevenía lacatástrofe. Llegaban como torrente de hierro los hombres rudos de lasáridas montañas de Aragón, empujados al llano por el hambre; losalmogávares desnudos, horribles y fieros, como salvajes; gente inculta,belicosa e implacable, que se diferenciaba del sarraceno no lavándosenunca. Varones cristianos arrastrados a la guerra por sus trampas; losmíseros terrenos de su señorío empeñados en manos del israelita; y conellos un tropel de jinetes con cascos alados y cimeras espantables dedragón; aventureros que hablaban diversas lenguas, soldados errantes enbusca de la rapiña y el saqueo bajo la cruz; «lo peor de cada casa», queapoderándose del inmenso jardín, se instalaban en los palacios, y seconvertían en condes y marqueses para guardar con sus espadas al reyaragonés aquella tierra privilegiada que los vencidos seguiríanfecundando con su sudor.

«¡Valencia, Valencia, Valencia! Tus muros son ruinas; tus jardinescementerios, tus hijos esclavos del cristiano»... gemía el poetacubriéndose los ojos con el alquicel. Y

como banda de fantasmas,encorvados sobre sus caballos pequeños, nerviosos, finos, que parecíanvolar con las patas rectas, arrojando humo por las narices, Rafael veíapasar al pueblo valenciano, a los moros, vencidos y debilitados por laabundancia del suelo, huyendo al través de los jardines, empujados porlos invasores brutales e incultos para ir a sumirse en la eterna nochede la barbarie africana.

Y siguiendo con la imaginación la fuga sin término de los primerosvalencianos que dejaban olvidada y perdida una civilización cuyosúltimos vestigios resucitan hoy en las universidades de Fez, Rafaelsentía el mismo disgusto que si se tratara de una desgracia de sufamilia o su partido.

Mientras en aquella soledad evocaba las cosas muertas, la vida lerodeaba con su agitación. En el tejado de la ermita revoloteaba una nubede gorriones; en la falda de la montaña pastaba un rebaño de ovejas derojizos vellones, las cuales, al encontrar entre los peñascos algunabrizna de hierba, se llamaban con melancólico balido.

Rafael oyó voces de mujeres que subían por el camino, y tendido comoestaba vio aparecer sobre el borde del banco e ir remontándose poco apoco dos sombrillas; una de seda roja, brillante, con primorososbordados como la cúpula de afiligranada mezquita, la otra de percalrameado, modesta y respetuosamente rezagada.

Dos mujeres entraron en la plazoleta, y al incorporarse Rafael,quitándose el sombrero, la más alta, que parecía la señora, contestó conuna leve inclinación de cabeza, y se dirigió al otro extremo,volviéndole la espalda para contemplar el paisaje.

La otra se sentó a alguna distancia de Rafael, respirando penosamentecon la fatiga de la ascensión.

¿Quiénes eran aquellas mujeres?... Rafael conocía toda la ciudad y jamáslas había visto.

La que estaba cerca de él, era indudablemente una servidora de la otra;la doncella, la acompañante. Vestía de negro, con cierta graciasencilla, como una de esas soubrettes francesas que él había visto enlas novelas ilustradas.

Pero el origen campesino, la rudeza nativa, se revelaba en las manoscortas, con las uñas anchas y aplastadas, y el dorso afeado con ligerasmanchas amarillas; en los pies gruesos y pesados, a pesar de mostrarsecubiertos por unas elegantes botinas que delataban con su finura haberpertenecido antes a la señora. Era bonita, con la frescura de lajuventud. Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencilloy retozón: el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadasmechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas. Manejaba contorpeza la cerrada sombrilla, y de vez en cuando miraba con ansiedad ladoble cadena de oro que descendía del cuello a la cintura, como sitemiese la desaparición de un regalo largamente solicitado.

Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora. Su vista recorríaaquella nuca rematada por la apretada cabellera rubia, como una cimerade oro; el cuello blanco, redondo, carnoso; la espalda amplia y esbelta,oculta, bajo una blusa de seda azul, adelgazando sus líneas rápidamenteen el talle y ensanchándose después, para marcar el contorno de lascaderas bajo la falda gris ajustada en armónicos pliegues como los pañosde una estatua, y por cuyo borde asomaban los sólidos tacones de unoszapatos ingleses, encerrando el pie pequeño, ágil y fuerte.

La señora llamó a su doncella. Su voz sonora, pastosa, vibrante, lanzóunas palabras de las que apenas pudo Rafael alcanzar las principalessílabas. El rumoroso silencio de la altura pareció plegarlas yconfundirlas; pero el joven estaba seguro de que no había hablado enespañol. Era sin duda una extranjera...

Mostraba admiración y entusiasmo ante el panorama; hablaba rápidamentea su doméstica, señalándole las principales poblaciones que desde allíveía, citándolas por sus nombres, que era lo único que llegabaclaramente a los oídos de Rafael. ¿Quién era aquella mujer nunca vistaque hablaba en idioma extranjero y conocía el país? Tal vez la esposa dealgún exportador francés o inglés de los que se establecían en la ciudadpara la compra de la naranja. Y obligado por el aislamiento y lavulgaridad de su vida a una dolorosa continencia, devoraba con sus ojoslos contornos de aquella mujer, el dorso soberbio, opulento y eleganteque parecía desafiarla con su indiferencia.

Vio Rafael cómo cautelosamente salía de su casa el ermitaño, un rústicoque vivía de las personas que visitaban aquellas alturas. Atraído por elaspecto de la desconocida señora se presentaba a saludarla ofreciéndolaagua de la cisterna y descubrir en su honor la milagrosa virgen.

Volviose la señora para contestar al ermitaño, y entonces pudocontemplarla Rafael con toda tranquilidad. Era alta, muy alta, tal veztenía su misma estatura, pero amortiguada por curvas que delataban larobustez unida a la elegancia. El pecho opulento y firme y sobre él unacabeza que causó honda impresión en Rafael. Le parecía ver a través deuna nube—del cálido vapor de la emoción—los ojos verdes, grandes,luminosos, la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquelcabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencias de nácar,surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna,graciosa y picante. Rafael creía encontrar en aquellos rasgos la huellade innumerables artistas. La había visto antes. ¿Dónde?... no lo sabía.Tal vez en los periódicos ilustrados, en los álbums de bellezasartísticas; era posible que en las cajas de fósforos que reproducen lasbeldades de moda. Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primeravez, sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una caraamiga tras larga ausencia.

El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas haciala ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija,deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejasde la desconocida.

—Entre usted, señoreta—decía el rústico.—Le enseñaré la Virgen¿sabe usted? la Virgen del Lluch, la legítima, la que vino ella soladesde Mallorca hasta aquí. Allá en Palma creen tener la verdadera, ¿peroqué han de decir ellos? Les hace rabiar la idea de que Nuestra Señoraprefiere a Alcira, y aquí la tenemos, probando que es la verdadera conlos portentosos milagros que realiza.

Abría la puerta de la pequeña iglesia fresca y sombría como una bodega,mostrando en el fondo, metida en un altar barroco de oro apagado, lapequeña imagen con el manto hueco y la cara negra.

El buen hombre, recitaba a toda prisa, como quien la sabe de memoria, lahistoria de la imagen. Era la Virgen del Lluch, la patrona de Mallorca.Un ermitaño vino huyendo de allá, no se sabía por qué: tal vez poralguna sarracina de las de aquella época de guerras y atropellos, y parasalvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificandoaquel santuario. Llegaron después los de Mallorca para restituirla a suisla, pero como la celestial señora les había tomado ley a Alcira y asus habitantes, volvió volando sobre el mar sin mojarse los pies, y losbaleares, para ocultar este suceso, labraron una imagen igual. Todo eracierto, y como prueba allí estaba el primer ermitaño enterrado al piedel altar, y allí la Virgen con su carita negra a consecuencia del sol yla humedad del mar que la ennegrecieron en su milagroso viaje.

La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncellaaguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idiomacomprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de laimagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro.Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a ladesconocida que afectaba no verle.

—Esta es una tradición—se atrevió a decir cuando el rústico acabó surelato.—Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta talescosas.

—Así lo creo—contestó gravemente la hermosa desconocida.

Traición o no, Don Rafael—gruñó el ermitaño con descontento—así locontaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente.Cuando tanto se ha dicho, por algo será.

En la mancha de sol que proyectaba el hueco de la puerta sobre lasbaldosas, se marcó la sombra de una mujer.

Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara páliday flácida como de papel marcando los salientes y cavidades de su cráneo,los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapabanpor bajo el anudado pañuelo, dábanla aspecto de enfermedad y miseria.Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándosepenosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmensodolor al poner las plantas en el suelo.

El ermitaño la conocía mucho, y mientras la infeliz, jadeante por laascensión, y el dolor de sus pies desnudos, se dejaba caer en unbanquillo, contaba él su historia en pocas palabras a la señora y aRafael.

Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ellarápidamente.

No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban conpalabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamenteeducada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos.Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Ytodas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosacuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla ynecesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.

El ermitaño se aproximó a la enferma, tomando una pieza de cobre quellevaba en la mano. Quería unos gozos como siempre, ¿eh?

—¡ Visanteta, uns gochos! —gritó el rústico asomando a la puerta.

Y entró en la iglesia su hija, una mocetona morenota y sucia, con ojosafricanos: una beldad rústica que parecía escapada de un aduar.

Se acomodó en un banco, volviendo la espalda a la virgen con el gesto demal humor del que se ve obligado a hacer todos los días la misma cosa, ycon una voz bronca, desgarrada, furiosa, que hacía temblar las paredesdel santuario, comenzó una melopea lenta, cantando la historia de laimagen y sus portentosos milagros.

La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrandopor entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientaspor los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cadaestrofa, implorando la protección de la Virgen.

Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía losmacilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa desúplica, y se cubrían de lágrimas mientras la voz sonaba cada vez mástrémula y lejana.

La hermosa desconocida mostraba cierta emoción ante el espectáculo. Ladoncella arrodillándose y siguiendo con movimientos de cabeza elsonsonete del canto, rezaba en un idioma que al fin conoció Rafael; eraitaliano. La señora miraba a la enferma con ojos de conmiseración.

—¡Qué gran cosa es la fe!—murmuró con suspirante voz.

—Sí, señora; una cosa hermosa.

Y Rafael hubiera añadido alguna frase retórica y brillante de lasmuchas que había leído en los autores sanos, sobre las grandezas de lafe; pero en vano rebuscó en su memoria; no había nada: aquella mujerturbaba profundamente su timidez de solitario.

Terminaron los gozos. Con la última estrofa desapareció la cerrilcantante, y la enferma se incorporó trabajosamente, poniéndose en pietras varias tentativas dolorosas.

El ermitaño se acercó a ella con la obsequiosidad de un tendero queensalza los géneros del establecimiento.—¿Iba aquello mejor? ¿Probabala visita a la Virgen?...

La pobre enferma, cada vez más pálida,revelando con una mueca de dolor las terribles punzadas que sufría ensus entrañas, no se atrevía a contestar por miedo a ofender a lamilagrosa señora. «¡No sabía!... Sí... realmente debía estar mejor...¡Pero aquella subida!... Esta promesa no había dado tan buen resultadocomo las anteriores, pero tenía fe: la Virgen sería buena para ella y lacuraría».

A la salida de la iglesia, mientras revelaba su esperanza con palabrasentrecortadas, fue tanto el dolor, que casi se tendió en el suelo. Elermitaño la colocó en su silla y corrió después a la cisterna paratraerla un vaso de agua.

La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por elsusto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas quele arrancaba la lástima

«¡Povera! ¡poverina!... ¡coraggio!» Y lahortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar ala extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando suternura.

La señora salió a la plazoleta. Parecía hondamente impresionada poraquel dolor.

Rafael la seguía fingiéndose distraído, algo avergonzadode su insistencia, y deseando al mismo tiempo una oportunidad parareanudar la conversación.

Respiró con amplitud la señora al verse en aquel espacio abierto,inmenso, donde la vista se perdía en el azul del horizonte.

—¡Dios mío!—dijo como si hablase con ella misma.—¡Qué tristeza y quéalegría al mismo tiempo! Esto es muy hermoso. ¡Pero esa mujer!... ¡esapobre mujer!

—Hace ya años que la veo así,—dijo Rafael, fingiendo conocerla mucho,a pesar de que hasta entonces rara vez se había fijado en la pobrehortelana.—Todos los de su clase son gente muy especial. Desprecían alos médicos, no les atienden, y se matan con estas bárbaras devociones,de las que esperan la salud.

—¡Quién sabe si lo suyo es lo mejor! El mal es invencible, y la cienciapuede contra él tanto como la fe. A veces, menos aún... ¡Y pensar quereímos y gozamos mientras el mal pasa por nuestro lado rozándonos sinser visto!...

A esto no supo Rafael qué contestar. ¿Pero qué mujer era aquella? ¡Quémodo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a lasvulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión deaquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar enpresencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, dealguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de labelleza.

La desconocida quedó en silencio, con los ojos fijos en el horizonte. Ensu boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cualesasomaba la dentadura espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisaacariciando el paisaje.

—¡Qué hermoso es esto!—dijo sin volverse hacia su acompañante.—

¡Cómodeseaba volver a verlo!

Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma sela ofrecía.

—¿Es usted de aquí?—preguntó con voz trémula, temiendo que sucuriosidad fuese repelida por el desprecio.

—Sí, señor—se limitó a contestar la señora.

—Pues es particular. Nunca la he visto a usted...

—Nada tiene de extraño. Llegué ayer.

—¡Ya decía yo!... Conozco a todas las personas de la ciudad. Me llamoRafael Brull, y soy hijo de don Ramón, que fue muchas veces alcalde deAlcira.

Ya lo había soltado. El pobre muchacho sentía la comezón de revelar sunombre, de decir quién era, de hacer sonar aquel apellido famoso en eldistrito, para que su personalidad adquiriera realce ante ladesconocida. Influida ella por el ejemplo, tal vez dijese quién era.Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un ¡ah!

defría extrañeza, que no revelaba siquiera si su nombre le era conocido.Pero al mismo tiempo, le envolvió en una rápida mirada investigadora yburlona que parecía decir:

—Este muchacho tiene buena presencia, pero debe ser tonto.

Rafael enrojeció, adivina