En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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La anciana hizo un gesto de resignación.

—Ya estamos acostumbradas…

Marenval se levantó

—Querida prima, dijo en el tono más afectuoso; dejo á usted, perovolveré á verla muy pronto. Nuestras conferencias serán frecuentes, loque espero que no les será desagradable. Estoy impaciente por aclarar áustedes la situación, pero antes es preciso que me la aclare á mi mismo.Al bajar, si ustedes lo permiten, voy á hablar con el buen Giraud.

Marenval estrechó la mano de la anciana y María acompañó á su aliado porvarias piezas desamuebladas y tristes hasta llegar al vestíbulo. Una vezallí, dijo á Marenval dirigiéndole una límpida mirada:

—Suceda lo que quiera, gracias por el consuelo que nos ha traído usted.No olvidaré nunca que ha sido usted el primero que ha participado denuestra convicción en cuanto á la inocencia de mi pobre hermano.

Marenval movió la cabeza.

—No es usted justa, mi hermosa prima, porque el primero que haparticipado de esa convicción no se llama Marenval, sino Tragomer.

María frunció las cejas, hizo un nuevo ademán afectuoso y, sin añadir niuna palabra, volvió á entrar en las habitaciones.

Giraud presentó á Marenval su gabán de pieles.

—Un instante, amigo mío, dijo el antiguo fabricante de pastas; tengoque decir á usted dos palabras antes de marcharme. ¿Dónde hablaremos sinque se nos moleste?

—Si el señor quiere entrar en el recibimiento, no habrá riesgo de quenadie entre… ¡No! Jamás viene nadie… Marieta está en la cocina yla doncella arriba, en el cuarto de costura. Estoy á las órdenes delseñor… ¡Ah! aquí el servicio de la puerta es una ganga… ¡Esto esuna tumba! ¡Una verdadera tumba!

Marenval se apoyó en la chimenea para no sentarse dejando en pie alviejo criado de cabello blanco. El comerciante enriquecido tenía esosrasgos de delicadeza y se mostraba siempre dulce con los humildes.

—Giraud, dijo; tengo que hablar á usted de su señorito y de los amigosde éste… Hay cosas que los padres no saben nunca y que son siempreconocidas de los servidores… He preguntado á las señoras y quieroahora interrogar á usted. Respóndame, pues, con toda franqueza y sinomitir nada.

—El señor puede estar tranquilo; contaré cuanto sepa. No tengo nada quetemer ni que perder. Cualquier daño que pudiera hacérseme no sería mayorque el que sufrí el día en que prendieron á mi pobre señorito.

Unmuchacho que se encaramaba en mis rodillas cuando era pequeño y al queiba á buscar al colegio todos los domingos cuando estaba estudiando.¡Ah! señor, cuántas infamias hay en el mundo… No son las personashonradas las mejor tratadas.

—¡Entonces, está usted también convencido de la inocencia de Jacobo?

—¿Convencido, señor? Eso es poco. Pondría mi cabeza en un tajo á queno tuvo nada que ver en todo aquel asunto. No había más que verle en elprimer momento cuando vino á buscarle aquel salvaje de comisario, parasaber que no había hecho nada y que no sabía siquiera de qué se trataba.Si yo no hubiera reprimido mi primer movimiento, entre Miguel, elcochero, y yo, hubiéramos metido en la cueva, como un paquete, al talcomisario y le hubiéramos guardado allí hasta que el señorito se hubierapuesto en salvo. Una vez libre, él hubiera sabido demostrar que no habíamatado á aquella mujer… ¡Él, señor, él, matar una mujer! ¡Un jovenque se hubiera arrojado al agua para salvar un perro de la muerte! ¡Hasevisto estupidez semejante!

Matar á aquella mujer… ¿Para qué, si laamaba? ¿Para robarla? ¡Buena idea! El pobre muchacho le había dadocuanto tenía. ¡Oh! Ella estaba muy celosa de él. Una tarde, en que vinoá hablarle, estaba como loca de pena. Se estuvo en el vestíbulo, sentadaal lado de la ventana y llorando como una Magdalena. Me ofreció todo loque yo quisiera, su portamonedas, una sortija con un brillante, para quela dejase subir al cuarto del señorito Jacobo. Por más que le decía:"Pero, señora, si el señorito no está en casa… ¿Qué adelantará ustedcon ver su cuarto? Podría usted encontrar á su madre ó á su hermana y,ya ve usted, ¡qué escándalo!

¡No piense usted en tal cosa!", ella merespondía sollozando? "¡Oh! ¡Preferiría matarme!" Yo estoy convencido deque se suicidó… Cuando se lo conté al juez de instrucción, éste seencogió de hombros. Esos señores de la justicia no son muy amables.Parece que su idea era otra, pues cuando yo volvía á la carga y queríaexplicar las razones en que me fundaba, me interrumpió secamenteindicándome que, según él, estaba divagando. Yo no divagaba, sinembargo, señor, y así como llevo de vida sesenta y cinco años sin haberhecho mal á nadie, el señorito Jacobo no ha matado á esa mujer. ¡No! Nola ha matado.

Marenval escuchó atentamente al criado. Había conservado la paciencianecesaria en su antigua profesión para no violentar al cliente. Sabíamuy bien que después dé los intentos y de las vacilaciones, los negociosse deciden, y esperaba un detalle imprevisto, una circunstancia nueva enel relato apasionado de Giraud. Nada de lo que acababa de oir teníanovedad y se decidió á abordar el asunto que más le interesabadilucidar.

—¿Qué influencia cree usted que han podido tener en la conducta de Jacobo los amigos que le rodeaban?

—¡Oh! señor, eso es muy difícil juzgarlo. El señorito estaba encondiciones muy especiales. Vivía en casa de su madre, viuda, y tenía encasa una señorita joven. No podía, por tanto, recibir aquí mucha gentey, exceptuando el señor Tragomer y el señor de Sorege, no conocíamos ásus amigos. Á los demás los veía en el círculo, en el teatro, en lascarreras, en sociedad. Bien sabe usted que él iba á todas partes, quetodo el mundo le invitaba y que él no se hacía rogar cuando se tratabade reír y de divertirse. Era muy vehemente,

¡Oh! Demasiado… y todaesa locura que le ha perdido, era heredada de su padre. ¡El difuntoseñor de Freneuse era terrible! Usted le ha conocido en sus últimosaños. ¡Ah! señor, se puede decir que la pobre señora no ha tenidograndes atractivos en la vida. Si la señorita María, que es una santa,no la hubiera compensado con su dulzura y su amabilidad, la señorahubiera sido una verdadera mártir.

Marenval volvió suavemente al asunto que le preocupaba.

—No le pregunto á usted nada sobre el señor Tragomer; éste no tienenada oculto para mi y me parece enteramente recomendable. Pero quisierasaber la opinión de usted acerca del señor de Sorege.

Giraud vaciló un instante; pero había prometido decir lo que pensaba ycumplió su palabra:

—Con el respeto debido, señor, diré á usted que ese es un canalla.

—¿En qué se funda usted para tratarle tan duramente? preguntó Marenval,algo extrañado por aquella vehemencia.

—En nada, señor. Nunca le he visto cometer una acción reprensible nidecir cosa mala; pero eso no impide que le tenga por un canalla.

—Pero, en fin, Giraud, ¿por qué es usted tan severo con ese joven que,según usted mismo confiesa, no ha hecho nada que justifique ese juicio?

—Es un instinto, señor, y eso no se discute. Hay en la calle de al ladoun estanco al que yo iba todos los días, desde hace diez años, á comprarmi paquete de rapé. Nunca pude acostumbrarme á la cara de aquelestanquero, y siempre que intentaba darme la mano, retiraba yo la mía.Sin embargo, todo el mundo le estimaba y estaba muy bien visto en elbarrio. Pues bien, señor, hace tres meses, el tal se ha fugado con losfondos del gobierno y los del propietario del estanco y se handescubierto horrores. En el barrio fué general el asombro al ver que unhombre, al parecer, tan honrado era un despreciable tunante. El señor mecreerá, si quiere; pero es la verdad que con el señor de Sorege mesucede lo mismo que con el estanquero. Se ha mostrado siempre bieneducado, hasta afable conmigo, pero había en su cara un no sé qué que merepelía y que me hace decir sin vacilar: ese hombre es un canalla y severá el día menos pensado.

—¿Venía aquí á menudo?

—Sí, señor, venía mucho al principio; y hasta llegué yo á sospecharque pensaba en casarse con la señorita María. Pero su asiduidad no tardóen cambiar de forma y cesó ante el señor de Tragomer. La verdad es queel tal Sorege veía desaparecer rápidamente la fortuna de la casa, puesestaba demasiado al corriente de las locuras de su amigo y acaso lasfomentaba lo suficiente para saber á qué atenerse respecto al dote de laseñorita. Estaba seguro de que el hijo de la casa dejaría en la calle ásu familia. Creo en la inocencia del señorito Jacobo, pero no estoyciego y sé todas sus acciones reprensibles. Todas esas dilapidaciones,todos esos extravíos le han sido bien echados en cara el día de ladesgracia. Sus hechos anteriores han pesado duramente sobre él cuando hatenido que justificarse. El tal Sorege sabía bien que las señoras daríanhasta el último céntimo por no comprometer su nombre en asuntossospechosos, y como el señorito Jacobo era presa de una banda degranujas, su suerte era fácil de adivinar. ¡Ay! señor, el pobre no tuvotiempo de arruinar á la familia; el destino se encargó de poner coto ásu conducta. Estoy seguro, sin embargo, de que las señoras preferiríanestar reducidas á pedir limosna á ver al señorito donde está.

—Eso no admite duda, Giraud. Pero, volviendo á Sorege, ¿sus relacionescon Jacobo eran menos asiduas en los últimos tiempos?

—En casa, sí, pero fuera, ¿quién lo sabe? Para mí, señor, el conde deSorege, con su aparente buena conducta, ha sido el genio malo delseñorito. Él le ha creado las dificultades y los apuros; él le ha dadolos peores consejos; gozaba viéndole hundirse. ¿Por qué? No lo sé; perotenía una razón para desear la pérdida y la ruina de su amigo. Unatarde, cuando los negocios del señorito Jacobo iban peor, el señor deSorege estaba con él en su cuarto y yo bajé para prepararles el té.Cuando volví á entrar, estaban tan acalorados que no se fijaron en mí, yademás el señorito no ocultaba nunca lo que hacía, pues no era unsolapado como el otro. Entonces oí á mi señor que decía con animación:"Sí, esta existencia es ya imposible… Me iré ó me saltaré la tapa delos sesos…" ¡Si hubiera usted visto entonces la cara del Sorege! Suslabios se plegaron para desaprobar, pero sus ojos brillaban de júbilo.¡Y su amigo le decía que estaba en el último extremo!

¡Oh! Ese día ví elodio que se albergaba en aquel corazón. ¿Por qué odiaba á mi señorito?¿Qué le había hecho su amigo Jacobo? Era tan ligero, tan imprudente, tanloco, que podía muy bien ofender á un amigo sin querer y sin saberlo.Mucho hubiera deseado oir el resto de la conversación pero esperaron queme marchara para seguir hablando. El señorito Jacobo se paseaba agitadocomo un tigre mientras yo colocaba el té sobre la mesa; estaba pálido ycon los puños crispados. Algo muy serio debía sucederle aquel día,porque el señorito Jacobo tomaba habitualmente las cosas á juego y erapreciso mucho para hacerle salir de su descuido. Al cerrar yo la puerta,el señor Sorege reanudó la conversación y dijo: "Estas loco, pobremuchacho. ¡Tienes ya á Lea y te vas á meter…" Tuve que cerrar yrenunciar á oir el resto. Aquella vez, señor, la única en mi vida, tuvedeseo de escuchar á la puerta, aunque no sea este un procedimientoconveniente para un criado que se estima; pero mis costumbres dediscreción pudieron más y me fuí sin saber lo que acaso hubiera sido taninteresante que supiese. Porque se trataba de esa Lea, que ha perdido alseñorito Jacobo, que estaba loca por él. Si no entendí mal, en aquelmomento lo que el señor Sorege quería decir era que su amigo se habíametido en una nueva intriga con otra mujer. Pero, ¡Dios mío!

¿No teníabastante con la italiana, esa perdida, que derretía el dinero comomanteca y había convertido al señorito Jacobo en jugador paraaprovecharse de las ganancias y dejarle á él los apuros de las pérdidas?¡Ah!

señor, ¡qué mala mujer! ¡Si se supiera lo que una mujer así puededañar á un pobre muchacho débil y vanidoso! Bien lo hemos aprendido, pornuestra desgracia…

—¿Cuál fué la actitud del señor de Sorege en el momento de lacatástrofe?

—Muy buena, señor, muy buena.

—¿Cómo así?

—Ese señor, que no parecía muy alterado, vino en el primer momento áponerse á las órdenes de la señora.

Estaba tranquilo y frío y su actitudindicaba la preparación. Nada era en él natural; parecía un actor… Nosé si me hago comprender bien…

—Perfectamente.

—El señor Tragomer, en cambio, estaba como loco y no acertaba ápronunciar palabra. El Señor Maugirón lloraba á lágrima viva. Todoshabían perdido la cabeza menos el señor de Sorege que conservaba toda lasuya. Me pidió las llaves y estuvo largo rato registrando los cajonesdel señorito. Pero el comisario de policía había registrado ya y nohabía nada que encontrar. Todo su empeño era hallar una fotografía.

Mepidió noticias: una gran tarjeta, que estaba en el cajón de los cigarrosy que yo había debido ver. Le dije que sabía dónde estaba; el señoritola había puesto el día anterior en su saco de viaje. No bien lo hubooído, se arrojó sobre ella, así, literalmente, y ris… ras… la hizoveinte pedazos en un segundo sin que yo pudiese impedirlo… Tampocopensé en ello… ¡Una fotografía de mujer! La cosa no eraextraordinaria ni preciosa, sobre todo en el momento de la catástrofe.Después he pensado en aquella prisa del señor de Sorege para destruir elretrato y esto me ha preocupado, pero no he podido comprender qué motivotuvo para obrar así.

Después de todo, acaso lo hiciese en interés delseñorito Jacobo; acaso también fuese en su propio interés.

Después delas pruebas de simpatía que Sorege dió en el primer momento á la señora,se fué separando poco á poco de la casa. No le acuso por ello; ha hecholo que los demás. En la causa, declaró con mucho calor en favor delseñorito Jacobo y según he sabido, pues no siempre pude estar presente,trató de probar su inocencia y de atenuar su responsabilidad. En fin,todo el mundo aprobó su conducta y la señora le dió las gracias. ¡Buenprovecho le haga! Desde entonces no le he vuelto á ver. Mi pobre cabezase ha debilitado mucho con la soledad y con la pena, lo que,seguramente, me habrá hecho olvidar muchos detalles. Pero loabsolutamente cierto es que el señor de Sorege no era un amigo sincerodel señorito Jacobo, al que envidiaba y que el día en que le vió perdidoaparentó querer salvarle porque estaba seguro de no lograrlo.

El viejo se calló. Sus manos temblaban de emoción y sus mejillas estabansurcadas por gruesas lágrimas.

Marenval, en tanto, reflexionabaprofundamente. Por fin el criado, viendo que su interlocutor no le hacíamás preguntas, se atrevió á formular una á su vez.

—Si el señor me permitiera preguntarle por qué razón vuelve sobre esetriste pasado. Seguramente no es por curiosidad ni por el placer deremover esos malos recuerdos. ¿Acaso espera el señor un cambio en lasituación?

Marenval salió de su meditación, miró al criado con un interés que nuncale había manifestado y dijo, poniéndole una mano en el hombro:

—No se sabe lo que puede ocurrir, amigo Giraud. En este mundo no haynada definitivo más que la muerte, y Jacobo está vivo y aun creo que enbuena salud.

—¡Era tan joven y tan vigoroso! Pero la pena… el arrepentimiento…

¡Eso destruye! Además, el clima…

—No es malo, Giraud; no tiene nada de malo. En cuanto á los informesque he venido á tomar; eran indispensables. Se trata del matrimonio delseñor de Sorege.

—¡Casarse! Oiga usted, señor; no soy más que un pobre hombre y el señorde Sorege es un conde, tiene fortuna, relaciones, todo. Pues bien, si yotuviera una hija, preferiría que se quedase para vestir imágenes ácasarla con él.

Marenval se echó á reír.

—Tranquilícese usted. Creo que el negocio ha fracasado. Gracias por susconfidencias, Giraud; creo que me serán útiles.

Se puso el gabán de pieles, hizo un signo amistoso al criado yacompañado por él salió al patio, se dirigió á su coche y dió orden deconducirle á casa del señor Tragomer. Eran las cuatro. El coche rodabaal trote cadencioso del caballo, y Marenval, arrebujado en un rincón,reflexionaba sobre los datos contradictorios que acababa de oir acercadel personaje que le interesaba.

Por una parte la señora de Freneuse tenía á Sorege por un perfectocaballero que había ejercido saludable influencia sobre su hijo. Porotra, María declaraba que el amigo de su hermano le había desagradadosiempre y que le creía más hábil que leal. En fin, lo que era más gravey verdaderamente interesante, la opinión del criado de confianza. Éstehabía estado en condiciones de ver y de juzgar. Si es cierto que no haygrande hombre para su ayuda de cámara, con más razón no hay fingimientoposible para el criado que todo lo ve y lo oye.

Forzosamente Giraud había observado á su señor y á los amigos de suseñor. Todos habían pasado por el tamiz de sus observaciones diarias ysu convicción era por fuerza la más justificada. Por otra parte, en loque contaba acerca de las relaciones de Sorege y de Jacobo había muchosdetalles verosímiles. ¡Qué rayos de luz esclarecían la conducta de aquelhombre, dado lo que sospechaba Marenval! No era posible comprender aún,pero las grandes líneas del asunto empezaban ya á dibujarse.

Á no dudar, Sorege había intervenido en el negocio. ¿Cómo? ¿Á quétítulo? Este era el punto oscuro ó, mejor dicho, este era el asuntomismo. En lo ocurrido dos años antes había habido circunstanciasdifíciles de explicar, aun cuando nadie ponía en duda la personalidad deLea. Ahora todo era incomprensible. Marenval recordaba algunas protestasde Jacobo, que nadie había tenido en cuenta.

Cuando Jacobo fué preso, estaba en el Havre y nunca pudo explicarclaramente qué había ido á hacer allí.

Nadie había comprendido tampocopor qué se detuvo veinticuatro horas en vez de tomar el vapor y salirpara América. ¿Qué esperaba? La acusación decía: un cómplice. Pero¿cuál? Había sido imposible encontrar ninguno. ¿Sería Sorege? Marenvalse lo preguntaba y no encontraba una respuesta aceptable. Si Soregehabía sido cómplice ¿quién era la mujer muerta en la calle de Marbeuf?Porque no había que perder de vista que, en realidad, se había cometidoun crimen y que si Lea Peralli vivía, otra había sido asesinada en sulugar.

Entonces, ¿quién era esa otra y quién el matador? Aquí el problema sepresentaba sin solución. Si, en rigor, se veía el interés que Jacobopudo tener en matar á Lea, no era posible comprender por qué habíaasesinado á otra mujer. El buen Cipriano no había nunca brillado por suinventiva y por muy lealmente que se rompía la cabeza buscando la clavedel enigma, no podía encontrarla. Adivinaba que había un misterio entodo esto, pero no se sentía con fuerzas para descubrirle.

En este instante un capricho del pensamiento le hizo ver lasdificultades con que iba á tropezar voluntariamente y las molestias quele iban á resultar. ¡Qué! Á su edad, cuando tenía todo lo necesario paraser dichoso, una inmensa fortuna, buena salud, una sociedad agradable,amigos afectuosos y cuantas mujeres pudiera desear, pensaba meterse enel laberinto de una rehabilitación muy problemática, porque un audaz lehabía hecho ver que podría representar en este asunto un buen papel…¿No era el mejor de todos vivir lo más agradablemente posible, apartandode sí toda complicación? Su existencia era dichosa,

¿convenía hacerlainsoportable por continuas alarmas y sacudidas? ¿No era mejor dejarsellevar blandamente por la corriente del río, en vez de remar con furiapara abordar á orillas sembradas de peligros?

¡Ah! Durante aquellos momentos en que dejó hablar á su razón de hombrede mundo, Marenval se vió muy perplejo y pudo echar sobre su destino deperfecta claridad. Vió todo lo que arriesgaba y, para gloria suya, sedecidió por el peligro, cuando no tenía más que pronunciar una palabrapara asegurar su tranquilidad. Un hermoso movimiento de su ánimo pudomás que todo. La madre y la hermana de Jacobo, irremediablementedesoladas, y aquel desgraciado joven sufriendo á miles de leguas unultraje y una vergüenza inmerecidos, se evocaron en su ánimo con fuerzairresistible.

Después de todo y pensándolo bien, sus amigos del círculo, sus camaradasde la vida de fiesta, las bellas jóvenes de la aristocracia, que notenían para él sino miradas indiferentes, las muchachas que le tuteabany le trataban como á un abuelo generoso, pero sin deferencia alguna, leinteresaban muy poco. Todos los que componían su público, por cuyaadmiración trabajaba con tanto ardor desde que se retiró de losnegocios, se agruparon en su mente como en un cuadro, y le pareció quetodos aquellos árbitros del éxito y del renombre dirigían hacia él susmiradas como para preguntar:

"¿Á que se decidirá? ¿Adoptará la causa de los oprimidos ó sacrificarála inocencia á su ociosidad?

¿Podremos incluírle entre laspersonalidades que llaman la atención en cuanto se presentan encualquier parte, ó seguiremos mirándole por encima del hombro, como á unadvenedizo? ¿Será, en fin, un héroe ó un hombre vulgar?"

Á esta conclusión, Marenval dió un salto en los almohadones do suberlina. Su cara se puso roja, apretó los puños y dijo en voz alta, comorespondiendo á todos aquellos personajes que, burlones ó benévolos, leacechaban para juzgarle en última instancia:

"¡Se han burlado de mí, me han desdeñado; pues bien, ya verán de lo quees capaz Marenval! ¡Aunque supiera que en el fondo de este asunto estabael mismo diablo, iré á ese fondo y le pondré en claro, como si fuera unacuenta de mercancías."

El coche se detuvo en este momento y Marenval pensó: "Ya no es tiempo deretroceder; me he empeñado á mí mismo mi palabra. Vamos á ver qué piensaTragomer de las noticias que le traigo." Descendió de la berlina y entróen la casa.

III

El aliado de Marenval, por su parte, no había permanecido ocioso. Encuanto volvió de su viaje al rededor del mundo se ocupó en los cuidadosde su nueva instalación. Un hombre rico, bien emparentado y miembro delos principales círculos, no puede instalarse como un extranjero queviene á pasar seis meses en París.

Tuvo, pues, que buscar una casa,disponerla á su gusto, amueblarla, comprar caballos y ajustarservidumbre.

Durante unas semanas Tragomer vivió como en campaña,ocupándose de esos menesteres, comiendo en el círculo y viendo tan sóloá sus parientes y á algunos amigos íntimos. La comida en que habíaencontrado á Marenval era la primera de ese género á que asistía. Lehabía llevado Maugirón y Tragomer no sospechaba las consecuencias queiba á tener aquella fiesta á la que concurría sin propósito alguno.

Pero el noble bretón, reflexivo, tranquilo y tenaz, desde el momento enque cerró su convenio con Marenval no tuvo más que un pensamiento:conseguir lo que se habían propuesto. Desde el día siguiente se puso encampaña. Hacía dos años que tenía casi olvidado á Sorege, pues suintimidad con él cesó naturalmente en cuanto la condena de Freneuse hizodesaparecer el lazo que les unía. Había visto al conde muy afectado, enapariencia, por la desgracia del amigo común y le había oído deplorarlas locuras que le habían conducido á tal catástrofe y defenderle congeneroso ardor contra las censuras de los indiferentes. Poco tiempodespués emprendió su viaje y no sabía qué había sido de Sorege.

Cuando se encontraban en el círculo, se saludaban y cada uno se iba porsu lado. Entre aquellos dos hombres que durante años habían vividojuntos y que se tuteaban, existía una frialdad glacial y parecía quehasta les costaba trabajo saludarse, como si se odiaran. Tragomer, sinembargo, no experimentaba sentimientos hostiles hacia Sorege. Aun en eltiempo en que eran camaradas, no le había querido. La naturaleza francay viva del uno no concordaba bien con el temperamento frío y calculadordel otro. Sorege había sido siempre reservado con Tragomer y cuando éstese lo hacía observar á su amigo común, Jacobo respondía:

"Déjale. Hay que tomar á Juan como es; no conseguiremos cambiarle. Es undiplomático; jamás dice lo que piensa."

Precisamente la certidumbre de que Sorege no hablaba nunca con franquezaera lo que alejaba de él á Tragomer, el cual decía con frecuencia áFreneuse cuando éste le acusaba de su alejamiento:

—¡Qué quieres! ¡No lo puedo remediar! No me gusta nada ese joven.

Cuando estoy al lado suyo me parece que tiene puesta una careta.

—Entonces, es un gran compañero para ir al baile de la Ópera, replicabaalegremente Jacobo que, con su carácter turbulento, no tenía tiempo deestudiar á sus compañeros de locuras.

Fuera de esto, no se podía menos de hacer justicia á Sorege, y Tragomerno podía negar que el amigo de Jacobo era un hombre perfectamenteeducado, instruído, elegante y de cara agradable, muy valiente, segúnhabía probado en diversas ocasiones, y de excelente consejo cuando se leconsultaba un asunto difícil.

Frisaba en los treinta años, era deestatura mediana, cabello castaño, barba cortada en punta y algo clara,bigote retorcido y ojos muy cubiertos con los párpados, lo que daba á sufisonomía un aspecto de firmeza. Cuando estaba callado y su miradavelada se deslizaba imperceptible á través de las pestañas, eraimposible adivinar lo que pensaba.

Tragomer le encontró tal como le había dejado, con el mismo aspecto fríoy seguro y el mismo modo de hablar preciso y reservado, y trató debuscar quién le diese noticias acerca de su hombre, sin despertar lacuriosidad ni provocar una indiscreción. Para ello le pareció que elindicado era Maugirón, una de esas gacetillas parisienses que se metenen todas partes, que todo lo conocen y que adivinan lo que no saben.

Era Maugirón un amigo de la infancia, con el que no había para quégastar cumplimientos, y Tragomer, seguro de una acogida entusiasta, sepuso en camino á eso de las once y media y desde su casa, calle deRembrandt, bajó á pie hasta el

boulevard

Malesherbes, donde, casiesquina á la plaza de la Magdalena, vivía Maugirón. Este joven vividortenía como principio invariable el almorzar siempre en casa.

"Si queréis, decía, conservar el estómago, aun haciendo los máscontinuos excesos en el comer, almorzad en casa todas la mañanas:almorzaréis medianamente, pero eso os salvará."

Aunque resuelto á no infringir nunca esta regla, Maugirón no llevaba sucordura hasta imponerse la obligación de almorzar solo, y como todos susamigos estaban seguros de encontrarle en casa á las doce, rara vezcallaba su campanilla y casi todos los días alguna voz de hombre ó demujer decía alegremente:

"Maugirón, un cubierto; vengo á almorzar medianamente contigo."

Entonces el sabio higienista hacía subir de la cueva los mejores vinosy, así como por casualidad, tenía siempre delicados y suculentos platosque ofrecer á su convidado ó convidada. Esto era lo que él llamabaconservarse el estómago.

Aquella mañana había gran fiesta, como dijo Marieta de Fontenoy cuandoal entrar con Lorenza Margillier vió á Tragomer que estaba fumando uncigarrillo en el cuarto de Maugirón.

—¿Dónde está el dueño de la casa? dijo Lorenza echando descuidadamenteel sombrero en un sofá y besando amablemente á Tragomer.

—Está poniéndose guapo. Y bien, Marieta, ¿no me dice usted nada?

Observo que su amiga de usted ha estado conmigo mucho más expansiva…

—Mi amiga es de la casa y debe hacer los honores. Por lo demás, miquerido Cristián, si no hace falta más que un beso para contentar áusted, no ha de quedar por tan poco. Y echó los brazos al cuello delbretón. En seguida dijo, volviéndose con ligereza:

—¡Qué hambre da esta carne de hombre!

—Entonces, queridas amigas, á la mesa, exclamó Maugirón levantando unacortina. Los huevos revueltos con trufas acaban de aparecer; no leshagamos esperar. Ya nos diremos cumplimientos mientras comemos.

Pasaron al comedor, en el que se revelaba el lujo bien entendido delhombre que sabe vivir, por los brillantes accesorios de fino cristal,hermosa porcelana y rica argentería.

—Buenos días, cielito mío, dijo Lorenza. ¿Has dormido bien después dela agitación de anoche? ¡Cuidado que te pusistes chispo, maridito,después de comer!

—¿Yo? dijo Maugirón, yo estaba fresco como una lechuga. El que estabaun poco… tocado era Tragomer.

¡Qué cosas nos contó, ese monstruo!

—Si, hablemos de lo que nos contó… Hizo sus confidencias á Marenval.Á nosotros nos puso en la puerta.

—Peor para él. Nosotras acabamos de pasar la noche en la

Olimpia

.Aquello es delicioso. La Rustigieri canta con los pies y baila con lagarganta. ¡Y viva Italia! ¡Lo que nos reímos!…

—Me gustó más la Loïe Fuller.

—¡Oh! no; hace daño á la vista.

Se produjo un momento de silencio mientras los convidados probaban un château Iquem

que Maugirón les había recomendado y que parecía obtenerlos sufragios de todos. Tragomer, que ordinariamente no bebía más queagua, dijo