El Préstamo de la Difunta by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Pero Ovejero necesitaba ir al encuentro del diablo, para hacerse amigode él y que no lo atormentase más.

Siguió adelante, hasta llegar á la terrible Puna. Entró en el inmensodesierto sin agua y sin vegetación. Se infundía valor comparando suviaje actual con el que había hecho dos años antes.

Ahora no iba solo.Una mula llevaba los víveres necesarios para un mes de viaje. Además,podía montar en ella al sentirse cansado, por ser actualmente susjornadas más largas que cuando pasó á pie por estos mismos sitios....Pero ¡ay! entonces, aunque no tenía víveres, contaba con el vigor de lacoca, ó mejor dicho, con la fuerza de una juventud sana que había idodisolviéndose allá abajo, en la orilla del mar.

Le envolvieron los huracanes fríos de la altiplanicie, que parecíanlevantados por las alas de aquel demonio glacial, señor del desierto,de que hablaba el indio boliviano. La mula se negaba algunas veces ámarchar, temiendo que el huracán la echase al suelo; pero el gaucho seagarraba á su lomo para no verse derribado igualmente por el viento ypinchaba al animal con la punta del cuchillo, obligándola así á reanudarsu trote.

«¡Adelante! ¡adelante!» Marchaba como un sonámbulo, concentrando toda suvoluntad en el deseo de llegar pronto á la tumba.

Pasó días enteros sin tocar las alforjas de víveres. No sentía hambre, ydetenerse á comer representaba una pérdida de tiempo. Hacía alto alcerrar la noche para no perderse en la obscuridad; pero apenas seextendían las primeras luces del amanecer sobre este mundo desierto,reanudaba la marcha. Su pan se lo pasaba á la mula, dándole ademásgenerosamente los piensos guardados en un saco sobre las ancas delanimal. Podía comerlos todos: lo importante era que continuasemarchando.... Pero una mañana, en mitad de la jornada, cuando Ovejero secreía cerca de la tumba, el animal dobló sus patas y acabó por tenderseen el suelo. Fué inútil que lo golpease; y al fin, comprendiendo que nopodría contar más con su auxilio, el hombre siguió adelante. Volvería aldía siguiente para recoger lo que aún quedaba en las alforjas. Por elmomento, lo urgente era llegar hasta la difunta Correa.

Al marchar solo, sin el resguardo proporcionado por el cuerpo de lamula, se vió envuelto en las trombas que giraban sobre la desoladainmensidad, levantando columnas de una arena cortante, polvo de rocas.Repetidas veces tuvo que tenderse, no pudiendo resistir el empuje de lostorbellinos. En una de ellas, sintió que el viento tiraba de sus piernasponiéndolas verticales, mientras él se mantenía agarrado á un pedrusco.

Era tal su voluntad de avanzar, que marchó á gatas, aprovechando losintervalos entre las ráfagas. Hubo una larga calma, y entonces caminóverticalmente, reconociendo algunos detalles del paisaje que indicabanla proximidad del lugar buscado por él.

Consideraba como una salvación poder marchar incesantemente. El frío dela altiplanicie había penetrado hasta sus huesos, dejándole yertos losbrazos. En torno de su boca el aliento se convertía en escarcha. Lospelos de su bigote y de su barba se habían engruesado con una costra dehielo. Todo el calor de su vida parecía concentrarse en su cabeza y suspiernas.

Ya distinguía la fila de pedruscos semejante á las ruinas de una pared.Después vió el montón que formaba la tumba y los dos maderos en cruz.

Empezaba á soplar de nuevo el huracán cuando llegó ante el rústicomausoleo del desierto.

Pero el gaucho parecía insensible á lasferocidades de la atmósfera y de la tierra. Toda su atención laconcentraba en sus ojos, y vió al pie de la cruz el mismo bote queservía para recoger las limosnas, la misma piedra que ocupaba su fondopara sostenerlo, todo igual que dos años antes. Únicamente la vasijatenía su metal más oxidado y tal vez la piedra que la sujetaba no era lamisma.

«¡Al fin!...» ¡Cómo había deseado este momento!... Intentó quitarse elsombrero antes de hablar con la difunta, pero no pudo. No tenía manos,ni tampoco brazos. Pendían de sus hombros, pero ya no eran de él.

Consideró como un detalle insignificante permanecer con el sombrerocalado, y quiso hablar.

Pero aunque hizo un esfuerzo extraordinario, nosalió de su boca el más leve sonido. Tampoco dió importancia á esteaccidente. Su pensamiento no estaba mudo, y bastaría para que él y ladifunta se entendiesen.

—Aquí estoy, difunta Correa—dijo mentalmente—. He tardado un poco,pero no fué por mi culpa: bien lo sabe usted y su hijito. Traigo elpréstamo, con los intereses que le prometí. Son cuarenta pesos.... No hepodido traer más.... Me ha sido imposible juntar más....

Fué á sacarlos de su cinto para que los viese la difunta, depositándolosdespués bajo la piedra, en el mismo lugar donde dejó su recibo, pero susmanos le habían abandonado. Hizo un esfuerzo desgarrador, sin conseguirtampoco que sus brazos se moviesen. ¡Muertos para siempre!... La mismaparálisis había empezado á extenderse por sus piernas al quedarinmóviles, sin el cálido aceleramiento de la marcha.

De pronto se doblaron y cayó de rodillas. Luego, sin saber por qué, ycontra el mandato de su voluntad, que le gritaba: «¡No te tiendas! ¡note entregues!», se fué acostando lentamente, como si la tierra tirase deél proporcionándole una voluptuosidad dolorosa.

Quería dormir, pero al mismo tiempo el deseo de dejar bien claras lascuentas le hizo continuar sus explicaciones mentales. Él había traído eldinero: ¿por qué no quería aceptarlo la difunta? «Le digo,señora—continuó—, que no fué culpa mía. Me engañaron todos los que yoenvié cuando era tiempo.... Pero ¿es que no quiere usted escucharme?...»

Notó repentinamente que alguien le oía. Un ser viviente había surgidoentre las piedras de la tumba, y avanzaba hacia él arrastrándose. Estamanera de moverse no le pareció extraordinaria.

También él vivía en estemomento á ras de tierra.

Como le era imposible levantar su cabeza del suelo, oyó cómo seaproximaba aquel ser viviente, pero sin poder verlo. Debía ser ladifunta Correa, que, apiadada de su inmovilidad, había abandonado latumba para tomarle el dinero del cinto. Tal vez venía con ella la«Viuda del farolito».

Escuchó también cierto ruido de dilatación, semejante al bostezo de unhambre larga y fiera.

Pensó, con un estremecimiento mortal, si estas doslarvas implacables se arrastrarían hacia él para chupar su sangre,adquiriendo de este modo un nuevo vigor que les permitiera seguirapareciéndose á los hombres.

Algo enorme y obscuro se interpuso entre su cara y la luz del desiertoinvernal. El gaucho vió unos ojos redondos junto á sus propios ojos, queparecían mirarse en el fondo de sus pupilas. Se acordó de las miradasfijas y ardientes de la difunta. Éstas tenían el mismo fulgoramenazante, pero no eran negras, sino verdes y con reflejos dorados.

Inmediatamente sonó á un lado de su cráneo un rugido, que retumbó paraél como un trueno capaz de conmover todo el desierto.

Se abrió ante sus pupilas un abismo invertido de color de púrpura, conespumas babeantes y erizado de conos de marfil, unos agudos, otrosretorcidos. Al mismo tiempo, sobre su pecho cayeron dos columnas durascomo el hueso, apretándole contra la tierra, manteniéndolo en lainmovilidad de la presa vencida....

Era el puma.

EL MONSTRUO

I

Durante una semana, de cinco á siete de la tarde, el «todo París» de losté tango y los tés donde simplemente se murmura habló con insistenciadel casamiento de Mauricio Delfour—heredero de la casa Delfour yCompañía, 250 millones de capital—con la bella Odette Marsac, nieta deun parlamentario célebre y casi olvidado que había sido candidato dosveces á la presidencia de la República.

El matrimonio de un rey de la industria con una princesa republicana noes un suceso extraordinario en la vida de París, y sólo da motivo paramedia hora de conversación. ¡Pero estos dos eran tan interesantes!...

Él había cruzado muchos ensueños femeninos como la personificación detodas las gracias y sabidurías humanas: copa de honor en carreras dejinetes chic, copa de honor en innumerables concursos de esgrima ytiro de pichón, copa de honor en la gran lucha de automóvilesParís-Nápoles. Su despacho iba tomando aspecto de comedor por el númerode vasijas gloriosas que se alineaban sobre los muebles.

Ahora añadía á sus triunfos corporales cierto prestigio de hombre deciencia, dedicándose á la aviación, volando casi todas las semanas, yfrunciendo el ceño con aire misterioso cuando alguien hablaba en supresencia de problemas de mecánica.

Ella era Odette para sus amigas, la incomparable Odette, y para el restodel mundo mademoiselle Marsac, un nombre famoso, pues figuraba en todaslas crónicas elegantes, en todos los estrenos, en todas las revistas demodas.

Los meditabundos y sublimes modistos de la rue de la Paix contaban conella para lanzar en las grandes solemnidades de la vida parisién susinnovaciones de artista calenturiento. Su cuerpo incomparable hacíapalidecer y suspirar á las mujeres: cincuenta y dos kilos de peso; unescote

«ideal»; las clavículas marcando sus elegantes aristas como sifuesen un zócalo de la frágil columna del cuello; los omoplatosdespegándose de la espalda lo mismo que alas nacientes; las piernaslargas y casi rectas asomando tranquilas, sin miedo á la tentación, porel borde de la falda; una capa de substancia carnal repartida conparsimonia para recubrir solamente las rudezas del interno andamiaje; uncuerpo casi «aéreo», un pretexto para que los vestidos contuviesen algoen su interior y no se movieran solos. Y sobre este organismosupremamente distinguido un rostro alargado por el mentón en punta, conun pequeño redondel rojo, la boca; dos almendras enormes y negras, losojos; dos tirabuzones sobre las orejas iguales á las patillas de un«toreador», y una torre de pelo mixto, con rizos propios y ajenos. LaVenus moderna, tal como la adora en sus geniales ensueños un iluminadorde figurines.

A principios de 1914, un nuevo sport había enloquecido á todas lasgentes distinguidas de París y de las capitales de Europa y América queforman sus arrabales. El mundo decente movía las caderas bailando eltango. Y á la cabeza de esta humanidad «tangueante» figuraron Mauricio yOdette.

El se había encerrado con un profesor argentino, jurando á los dioses novolver á la luz hasta poseer esta nueva ciencia, como poseía las otras.Y una tarde empezó á recibir la admiración del mundo, moviendo susacharolados pies con altos tacones, su talle encorsetado por el ceñido chaquet, su cabeza de brillante laca con el pelo rígido y echadoatrás, bajo las lámparas eléctricas de un hotel de los Campos Elíseos.

Ella compartía la misma admiración en otro extremo de la escena, y losdos se buscaron con la atracción de dos astros que se presienten, con elirresistible impulso de dos afinidades electivas, para no separarse más.

Bailaron en adelante el uno para el otro. Imposible encontrar el ritmosublime en brazos distintos. Y sin romper el misterioso silencio de ladanza sagrada, mientras se contoneaban, graves y meditabundos, con todaslas potencias intelectuales fijas en el movimiento de los pies,reconocieron los dos la necesidad de no perder la pareja para seguirbailando eternamente.

Así se amaron, así se casaron, y el «todo París» se levantó una mañanados horas antes que de costumbre para asistir á una ceremonia nupcialadornada con la presencia de todos los poderosos de la industria y unsinnúmero de personajes políticos, amigos del abuelo de la desposada.

El amor idílico de los recién casados no ofrecía dudas. Mauricio habíaprocedido como un verdadero enamorado, diciendo ¡adiós!, sin esperanzade retorno, á sus varias amantes, sacerdotisas de las más nobles artes:la comedia, la ópera y el baile. ¡Se acabaron las locuras! Su mujercitay los estudios serios nada más. Ella seguía coqueteando como antes, peropor costumbre, sin dar pretexto á osados avances, queriendo añadir á lafelicidad del esposo el incentivo del peligro.

Habían instalado su dicha en el hotel de los Delfour, suntuoso edificioelevado por el primer millonario de la familia junto al parque Monceau,entre las viviendas de sus compañeros de riqueza y con la fachadaposterior sobre el mismo jardín. La viuda Delfour se refugió en elúltimo piso con los muebles de su antiguo esplendor, dejando libre elresto de la casa á su hijo y su nuera, para que ésta pudiese satisfacersin obstáculo sus gustos decorativos.

Todas las fantasías é incoherencias del estilo bizantino-persa, incubadoen Munich, hicieron irrupción en esta casa de salones rojos y dorados éimponentes sillerías del tiempo de Napoleón III.

Mamá Delfour, siempre vestida de negro, con el aire grave y reflexivo deuna mujer que conoce el precio de la vida, presenció impasible lasinvenciones de la recién llegada: fiestas orientales que alborotaban eltranquilo hotel; tés danzantes; túnicas de lino transparente, estrechascomo fundas y con enormes flores de realce, en las que encerraba sumagra desnudez.

Como su hijo adoraba á Odette, ella se esforzó en justificar todos loscaprichos y saltos de humor de la nuera. ¡Pobre niña! Se había criadosin madre, viviendo como un muchacho.

II

Y vino la guerra. Uno de sus primeros efectos fué dilatar los ojos de lanueva señora Delfour con una expresión de asombro. ¡Pero era posibleesta calamidad!... ¡Ahora que la gente se divertía más que nunca!...

La suegra pareció crecerse, saliendo de su tímido encogimiento. Sumirada se posó sobre personas y cosas con grave lentitud, como si lasreconociese de nuevo. Había visto mucho. Sus primeras palabras de amorcon el fabricante Delfour se cruzaron en 1870, durante el sitio deParís.

Luego, de recién casada, había presenciado la tragedia de la Commune.

El hijo se fué cuando su mujer empezaba á admirarle como un hombrenuevo, viendo realzadas sus gracias varoniles por las ventajas deluniforme. Quiso entrar en la aviación, pero la aviación marchaba mal alprincipio de la guerra, y para ser de una utilidad inmediata, permanecióen la artillería.

También Odette quiso ser útil á su patria. Todas sus amigas frecuentabanlos hospitales. Y se lanzó á ser enfermera, admirando el uniforme blancocon su capa azul y su alba toca: algo sencillo y nuevo que sentabaperfectamente á su belleza. Su afán por lucir esta última moda le hacíaabandonar muchas veces á los enfermos, paseando en automóvil por elBosque de Bolonia la blanca túnica con cruces rojas en las mangas y enel pecho. Mientras tanto, la viuda Delfour, sin abandonar su eternotraje negro de burguesa, pasaba días y noches en un hospital.

La guerra ofrece sus satisfacciones y deleites. ¡Los tés entre mujeres,sin la presencia de hombres molestos que agobian con sus galanteos;vestidas todas ellas de blanco, como criadas de balneario, recibiendolas ojeadas envidiosas de las que no llevan uniforme, y fabricandogéneros de punto para los soldados con la torpe suficiencia de una laborenseñada recientemente por la doncella!...

—Mi marido combate en Alsacia.... ¿Y el señor Delfour, dónde está?...

El señor Delfour andaba del lado de Bélgica; y su esposa, lanzando entorno una mirada de orgullo, hacía el relato de sus glorias. Doscitaciones en la orden del día: cruz, segundo galón.

Pero llovíanhéroes, y Odette experimentaba cierto despecho al oir que todas lasotras casi decían lo mismo de sus hombres.

¡No poder distinguirse!...

Un día el hotel del parque Monceau se conmovió con una terrible crisisde nervios y de lágrimas, acompañada de choque de puertas, llegada deautomóviles, desfile de médicos. El teniente Delfour estaba herido degravedad por la explosión de una granada. Odette quiso marchar al ladode su esposa inmediatamente.... ¡Imposible!

Luego quiso morir, mientras la madre permanecía erguida, silenciosa,pálida, con los ojos parpadeantes y secos, mordiéndose los labios.

Al volver Odette á las reuniones íntimas, experimentó ciertasatisfacción. Ninguna amiga osaba ya compararse con ella.

—Mauricio está herido...gravemente herido.

Y todas se apiadaban del esposo seductor maltratado por la guerra.

La general admiración hizo que acabase por familiarizarse con lasmisteriosas heridas. ¿Cómo serían éstas?... Se imaginó á su maridocojeando, con una mana en un bastón y la otra apoyada en su brazo.Formarían una pareja interesante. El porvenir les reservaba aún largashoras de felicidad.

Ella le protegería y le alegraría con ternuras demadre y caricias de amante.

Una tarde, en la rue Royale, vió á un subteniente de pocos años, casiun niño, que marchaba al lado de su novia con una manga vacía. Mauriciotambién había perdido un brazo; estaba segura de ello. Por eso suscartas breves, de una alegría penosa, eran siempre dictadas.... ¡Noimporta!

Ella sería el apoyo de su esposo; su brazo sustituiría al brazoausente. Lo interesante era volver á contemplar su rostro, mirarse ensus ojos claros, acariciadores y graciosamente irónicos. ¡Ay, cómo leamaba!...

Las amigas la acogían siempre con la misma pregunta: «¿Cómo signe elherido?...» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrá áParís.»

Y pasaron meses; y llegaron cartas y más cartas de letra extraña,dictadas por él. La madre, inquieta, interrogaba á, los antiguos amigosde la familia, graves varones que indudablemente ocultaban algo.

—Las heridas son muchas; pero ya está fuera de peligro. ¡Valor! Loimportante es que viva.

Una mañana Odette saltó de su lecho, súbitamente despertada por algoextraordinario que conmovía el hotel. Al levantar la cortina de unaventana, vió al otro lado de la verja un automóvil cerrado, con crucesrojas. La marquesina de cristales de la escalinata apenas le dejódistinguir á un grupo de hombres que subían cuidadosamente algoenvuelto, como un mueble frágil. Su corazón dió un salto. ¡Mauricio!...

Cuando, mal vestida, se deslizó por la escalera, corriendo á un salóndel piso bajo, los domésticos, azorados y trémulos, pretendierondetenerla.

Entró, reconociendo inmediatamente la dolorosa cabeza que descansabasobre las almohadas de un diván. Era él, atrozmente desfigurado, con lasmejillas surcadas por el lívido arabesco de las cicatrices...pero eraél.

De sus ojos sólo quedaba uno. La falta del otro estaba oculta por unavenda negra que moldeaba la cuenca vacía. Luego vió su pecho cubiertopor el paño azul de una blusa vieja de oficial.

Pero al llegar aquí, la mujer vaciló sobre sus pies, como si la sorpresale asestase un puñetazo demoledor. Lanzó un grito.... El herido nocontinuaba. Le faltaban los brazos, le faltaban las piernas, era untronco nada más, conservado por los prodigios de la cirugía; un haraporematado por una cabeza viviente.

—¡Odette!... ¡Odette!—murmuró la boca negruzca humildemente, como sipidiese perdón por su desgracia.

Pero Odette había huído, atropellando á los criados que se agolpaban enla puerta. Corrió por los pisos superiores sin saber lo que hacía, dandoalaridos como una mujer de la tragedia griega, chocando con muebles yparedes, mesándose los sueltos cabellos, loca de sorpresa, de miedo, derepugnancia.... ¡Y aquel monstruo era su marido!... ¡Y habría depermanecer junto á él toda su existencia!...

—¡Odette!... ¡Odette!—seguía gimiendo abajo la voz humilde y dolorosa.

El ojo único se fué cubriendo de lágrimas. Todos huían. Hasta loscriados le contemplaban á distancia, buscando ocultarse cada uno detrásdel compañero, queriendo escapar y avanzando la cabeza al mismo tiempo,con una expresión doble de curiosidad y repugnancia.

Evitaban el tocarle, como si fuese algo gelatinoso y repelente: un pulpocon las extremidades rotas; una mucosidad informe de la guerra. Él, quetenía millones y tanto amaba la vida, quedaba al margen de la vida parasiempre.

Su miseria había creado el vacío. Hasta su perro favorito gemía á cortadistancia, avanzando y retrocediendo en violentas alternativas delealtad y de espanto.

Y así sería siempre.... ¡Ay, morir! ¡Morir cuanto antes!

De pronto, el grupo de domésticos se deshizo. Alguien había entrado conviolencia. El monstruo vió un peinado blanco que venía hacia él; sintióen sus cortadas mejillas el contacto de una boca que acababa poracariciar frenética el vendaje de su órbita hueca. Un rocío tibio mojósu cuello; unos brazos nerviosos de pasión abarcaron su tronco informe,como si fuesen á mecerle....

—¡Mamá!... ¡Oh, mamá!

—¡Hijo mío! ¡hijo mío!

EL REY DE LAS PRADERAS

I

Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía susestudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificioque ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir delcolegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en unsilencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; eraasunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimoniode estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para quetodas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cadauna de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposoque aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.

—Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

—Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú,Mina?

La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:

—Yo me casaré con un hombre célebre.

Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en elOeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura enforma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á sunombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón demina, en California.

La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasosde este hombre que apenas sabía leer ni escribir.

Un espíritu diabólicosalido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando susmanos.

Allá donde él cavaba surgía oro, plata, ó, cuando menos, cobre.Perforaba un pozo para que los mineros de su campamento no muriesen desed, y, en vez de encontrar agua, saltaba petróleo de su fondo. Detrásde su avance victorioso iban constituyéndose sociedades anónimas ysindicatos de capitalistas. En el Wall Street, los grandes capitanes deldinero recibían al viejo Craven como á un igual cuando se le ocurríaperder una semana en el ferrocarril yendo de San Francisco á Nueva York.

Podía haber dejado á su hija una fortuna inmensa; pero el minero erahombre de acción más que de administración, y se gozaba en emprendercada año un nuevo negocio, abandonando los mejores provechos de losanteriores á los consocios fríos y marrulleros que quedaban á susespaldas. Él necesitaba ir siempre adelante, olvidando la buena suertede ayer para soñar con la nueva fortuna de mañana.

El señor Foster (padre), su compañero de miseria cuando ambos eransimples jornaleros, poseía una fortuna mayor que la suya, porhaberse limitado á seguirle en las explotaciones segaras, dejándoleavanzar solo en las que consideraba aventuradas. Pero, aun así, el díaen que Graven murió, aplastado por la caída del andamiaje de un pozo depetróleo, su desconsolado camarada Foster, que era su albaceatestamentario, se encontró, al hacer el balance, con que la única hijade su amigo representaba para el que se casase con ella unos sesentamillones de dólares.

Por esto Mina, al oír hablar á sus amigas de un marido rico, sonreía concierto desprecio. Ella no necesitaba dinero, y podía casarse con quienle placiese. Con no menos indiferencia acogía la imagen del atleta,hábil en todos los deportes, que evocaban otras. A la señorita Craven lebastaba con su propio atletismo. Su padre la había enviado á la famosaUniversidad cuando era una pequeña salvaje de trece años, acostumbrada ágalopar días enteros en las llanuras de Arizona sobre caballos domadospor ella misma. Su madre, una mujer sencilla, había muerto como abrumadapor la avalancha de millones que iba derrumbándose sobre su hogar; yCraven, preocupado por esta hija algo indómita que no le dejabadedicarse con tranquilidad á sus negocios, la había metido en un colegiocélebre para que fuese una gran señora como las que él había visto delejos en las ciudades. La fama de este centro de enseñanza, establecidoen un bosque de varias leguas, con lagos, montañas y palacios, habíallegado confusamente hasta sus oídos. Le bastaba con saber que vivían enél varias hijas y sobrinas de antiguos presidentes. Y

allá, envió áMina, poco antes de su muerte.

Ésta, aburrida y furiosa al verse encerrada en el enorme parque, que áella le parecía pequeño, ideó varios planes terribles, que,afortunadamente, no puso nunca en práctica. Pensó incendiar el palacioen que estaba el gabinete de Física con sus instrumentos, creadosúnicamente para aburrir á las pobres muchachas; pensó igualmente,durante los primeros meses, en matar á tiros de revólver á cierto vejeteque explicaba matemáticas y se había reído sarcásticamente de suignorancia. Luego abandonó tales proyectos, y, con la ambición dedemostrar que no era una salvaje, se entregó al cultivo de todas lasartes que estaban de acuerdo con sus facultades.

Llegó á ser la primera en el gimnasio. Saltó horas y horas el caballo demadera, con un volteo incansable, riendo de este ejercicio pueril con lasuperioridad de una amazona acostumbrada á ponerse de pie sobre caballosen pelo, apeándose y volviendo á subir en el animal sin que éstedetuviese su carrera. Fué capitana de polo-water, atravesando como unanáyade el profundo cristal de la piscina del gimnasio. En la clase deesgrima cansaba al profesor con su florete impetuoso y sus piernas deacero. La directora de la Universidad empezó á inspirarle ciertaantipatía por haberle prohibido que tirase al revólver en un rincón delparque, lo mismo que tiraba de pequeña en algunos de los campamentos deCraven, ante los viejos mineros.

La gloria estaba para ella en los ejercicios físicos, dejando á suscompañeras los laureles de las ciencias y de las letras. De todo elprofesorado, amaba á la maestra de francés, porque podía hablar con ellade París y las artistas célebres como de un mundo lejano entrevisto enlos periódicos de modas. También amaba á la maestra de español, que ledescribía cómo eran las corridas de toros y le enseñaba á ponerse lamantilla lo mismo que una andaluza.

No necesitó de estudios penosos y áridos para sobrepasar á todas. Laadmiraban por su hermosura física de bello animal sano, vigoroso y delíneas correctas. Cada vez que en el polo-water se arrojaba en lapiscina de cabeza, sin más vestido que un ligero mallón de muchacho, elpúblico lanzaba un murmullo aprobador, á pesar de la identidad de sexo.Los viejos profesores del establecimiento y los visitantes, que eransiempre personas graves, se sentían inquietos ante su cabellera de unrubio subido, igual á la llama de una antorcha, y la fijeza algoinsolente y dominadora de sus ojos claros. Los hombres se ruborizabansin saber por qué, apartando la mirada, como si no pudieran resistir elencuentro de sus pupilas.

Ni millonarios, ni hombres de sports. Ella tomaría á quien quisieraescoger. Los hombres iban á ofrecerse ?