El Pecado y la Noche by Antonio de Hoyos y Vinent - HTML preview

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Ya de niña, su mayor placer era martirizar a los pájaros, a los perros,a todas las bestezuelas familiares; luego, adolescente, asistía,estremecida de voluptuosidad, a los castigos que su padre, borracho,despótico, violento, acometido de feroces ataques de ira blanca, hacíainfringir a los siervos por la menor falta; mujer al fin, sintiose presade una lascivia taciturna y cruel, que la poseyó como un maleficiodiabólico. Obligada, por no sé qué sombrías historias, a abandonarRusia, aquel maravilloso yacht fue el misterioso alcázar de Is, en quela hija del Rey vivía aprisionada por el demonio de la lujuria. Comofantasmagórico barco de maldición, el flotante palacio, en una pesadillade sangre, de lascivia y de muerte, vagaba por los mares polares, omecíase sobre las azules ondas de las aguas del trópico, entre atrocesaullidos de dolor que se perdían en la inmensidad de la noche,sangrientas voluptuosidades y horas de tedio anonadante.

Unos cuantos mujiks bestiales, serviles por naturaleza y por hábito,rodeaban a la dama, siendo sus defensores y sus sayones, y el resto dela tripulación componíanlo marineros rusos, españoles, italianos uholandeses, unos pobres muchachos ignorantes y aventureros, queasistían, mudos de estupor, a los dramas de que eran protagonistas,incapaces de otra protesta que la de su resistencia física, vencida porel número, y la de la huida en la primera ocasión que se ofrecía. Cuandouno de ellos, más avisado, sabedor de que en el mundo había jueces ytribunales de justicia y de que, desaparecido para siempre el viejodespotismo feudal, la sociedad defendía a los débiles contra loscaprichos de los poderosos, llenábanle las manos de oro, con oro sanabansus heridas, y luego, como a un testigo peligroso, abandonábanle en laprimera ocasión que se ofrecía.

La tarde tenía una yerta serenidad de maravilla. El mar era azul, muyclaro; en el cielo, casi blanco, el sol, un sol pálido y amarillento, seapagaba lentamente. Al horizonte, grandes montañas de hielo seperfilaban extrañas en las postreras reverberaciones solares, con laapariencia de quimérico alcázar de diamante.

El Afrodita, sereno, majestuoso, navegaba sobre las quietas aguas delmar del Norte. En la proa, Venus victoriosa surgía de las espumas, y sugracia frágil, alada, pedía el mar de peridotos, y la lluvia de floresde una evocación boticellesca. El yacht era todo blanco, un soberbionavío creado por la moderna industria para recreo de soberanos yplutócratas. En la proa, una a modo de tienda de campaña, formada portapices de Smirna, chinescos bordados y estofas indias, defendía delaire helado el diván donde Vanda reposaba, menuda, vibrante, perversa ycruel como una bestezuela sanguinaria y lasciva.

Proseguía el suplicio. El látigo sutil, insaciable, pintaba un enrejadoazul sobre las espaldas del desdichado; los músculos, crispados dedolor, se anudaban, formando gruesos bultos bajo la piel macerada. Losgritos resonaban, unas veces violentos, estridentes, desesperados;otras, tenues, apagados, temblorosos como gemidos de agonía. Al fin,saltó la sangre; por las espaldas rodaron gruesas gotas rojas. Lavíctima, no pudiendo resistir más, desplomose al suelo, y allí quedóretorcido, los brazos en alto sujetos al palo, la cabeza caída haciaatrás, los ojos cerrados y entreabiertos los labios.

Vanda sonreía.

II

Despertó sobresaltada. Su primer pensamiento fue el de un motín, unasúbita rebeldía conque la tripulación sacudía su yugo, y su primer gestofue echar mano del minúsculo revólver que dejaba siempre a la cabeceradel lecho. Pero la presencia de Georgette y de sus mujiks hízolecomprender su error, y aturdida aún por el sueño interrogó:

—¿Qué pasa?

—¡Que nos hundimos!

Saltó del lecho y, rápidamente, sin hacer caso de sus siervos—

¿no hasido Cleopatra la que dijo que un esclavo no es un hombre?—, comenzó avestirse.

No había concluido aún, cuando bajó un marinero, mandado por el capitán.Había que darse prisa; el barco hundíase rápidamente, y antes de mediahora se iría a pique. De vez en cuando escuchábanse sordos ruidos, y enel silencio sonaba siniestro el gluglu del agua al invadir las bodegas.

Envuelta en amplia bata, por los hombros una gran capa de pieles, Vandasubió a cubierta. La noche era serena, glacial. En la frialdad azul delcielo rutilaban las constelaciones árticas y la luna brillaba blanca yyerta. Al horizonte, las montañas de hielo, heridas por la claridadlunar, subrayaban fantástica apariencia de aladinesco alcázar. Arriba,sobre cubierta, todo en confusión; el capitán daba sin cesar órdenes, ylos marineros, aturdidos, corrían de un lado a otro. Misteriosassacudidas agitaban el barco con estremecimientos rápidos, secos,violentos, y crugidos agoreros sonaban con extrañas y escalofriantesintermitencias de silencio. Las hélices enmudecieron, y el barco,inmóvil, cabeceaba de tarde en tarde.

La rusa encarose con el capitán, que salía a su encuentro. Con voz dura,metálica, en que vibraba concentrada ira, interrogó:

—¿Qué sucede?

—Que hemos chocado contra un banco de hielo y nos hundimos.

Ella aseguró, con ese impulso dominador de los que no están hechos aencontrar obstáculos:

—¡No puede ser! Tiene que salvarnos.

Con serenidad afirmó el marino:

—Es imposible. He hecho cuanto había que hacer, y todo ha sido inútil.

—¡Tiene usted que salvarnos, tiene usted que salvarnos!—

repitió Vandatercamente.

El se encogió de hombros, y sonrió entre compasivo e irónico.

Irritada, enloquecida por aquella fuerza mayor que su voluntad,apostrofole:

—¡Usted tiene la culpa! ¡Todo esto es un complot, una traición paraperderme!

Tornó él a sonreír. Más enfurecida amenazó:

—¡Cuando lleguemos a tierra, sabré castigar las traiciones...

—Dudo que llegue nadie—interrumpió su interlocutor—. Yo por lo menosno llegaré.

Como para subrayar la trágica verdad de sus palabras, las luces delbarco apagáronse súbitamente.

—El agua ha entrado en las máquinas—afirmó sin perder su serenidad—.Dentro de diez minutos, nos iremos a fondo. Si quiere salvarse, espreciso que se embarque enseguida en un bote.

Vanda bajó la cabeza, vencida, y encaminose a la escalerilla.

Cuatromarineros, empuñados los remos, esperaban ya en una barca. La Orloffdescendió seguida de Georgette. Azor saltó tras ella.

Los remos hendieron el agua, y el barco comenzó a alejarse. El aguaestaba quieta, tranquila; veíanse flotar en la argentada superficiegrandes pedazos de hielo, semejantes a cristalinos sillares queespantable tormenta hubiese arrancado a los palacios de la sumergidaciudad de Is. Una calma impasible pesaba sobre el mundo; una calma demuerte, impregnada de trágica desolación; y así, bajo la luz blanca dela luna, había en la noche un horror de planeta muerto, una sensaciónabrumadora de cesación, de acabamiento. De improviso, viose a lo lejosla fantasmagórica silueta del yacht que se alzaba un instante, yluego, rápido, hundíase en el mar. Formose un remolino horrendo, lasaguas rugieron con hervor de catarata, la barca corrió hacia el sombríoabismo abierto para tragar al buque.

Vanda, caída en el suelo, sintióuna sacudida espantosa; luego, violentos cabeceos; oyó un grito deangustia suprema, y al fin, nada. El Afrodita había desaparecido, y elbote flotaba quieto sobre el mar de hielo. En la catástrofe habíanseperdido los remos, los víveres y el timón. En sus sitios, los cuatromarineros yacían

aturdidos

por

el

golpe.

Georgette

Lebrun

habíadesaparecido tragada por las aguas. Azor nadaba junto al barco.

III

Amanecía. Por tercera vez, en el cielo blanquecino elevábase el sol, unsol anaranjado, frío, sin rayos ni reverberaciones, que parecía próximoa apagarse de un momento a otro. El barco, perdidos remos y timón,permanecía quieto, con la rara apariencia de una nave de juguete sobrela luna de un espejo. Las aguas yacían inmóviles, grisosas; grandesmasas de hielo flotaban a flor de agua; entre ellas veíanse sobrenadartrozos de maderamen del sumergido buque, y al horizonte alzábase, rotoen prodigiosas estalactitas, como gótica catedral de embrujamiento, elmurallón de hielos. Tirados en el suelo, envueltos en trozos de manta yen sus recios capotones, dormían tres marineros; en la proa uno solo,sentado, los codos en las rodillas y el rostro en la palma de las manos,contemplaba desesperadamente la solitaria lejanía. Era el mismo mocetónque Vanda hiciera azotar días antes; pero ahora en su rostro juvenil,demacrado por el hambre, la boca se crispaba en una mueca de ansiedad yde deseo, mientras los ojos de niño grande, redondos, dilatados dehorror, tenían una mirada cruel de carnívoro, de hiena desenterradora decadáveres. Aquellas pupilas, antes tan claras y luminosas, parecíanarder en un fuego malsano de vesania, mientras la boca se estirabavoraz, insaciable.

La rusa, que, sentada en la proa, dormitaba extenuada por el largoayuno, tiritando bajo sus pieles, abrió lentamente los ojos, y susmiradas mortecinas tropezaron con las pupilas fosforescentes

del

hombre.Sintió

miedo,

el

oscuro

presentimiento de no sé qué nuevo y horrendopeligro, y rápidamente abatió los párpados fingiendo dormir. Su rostroestaba muy pálido, como traslúcido, con tonos amarillentos de marfilantiguo; sus labios de coral, descoloridos, se fruncían amargos, y doscírculos cárdenos cercaban sus ojos, que se apagaban en la atrozmaceración de sus mejillas.

Mientras, un fuego maldito ardía en las entrañas del marinero; el hambrede pan y la sed atroz, rabiosa, exasperada por algunos sorbos de aguasalada que en su ansiedad había bebido, transformábanse en un hambre deamor furiosa, vesánica, en una lujuria ardiente, monstruosa, unalujuria macabra de bestia agonizante en un largo suplicio de ardores.

Cautelosamente deslizose hacia la hembra, con gestos perezosos, sordos ylánguidamente elásticos de fiera próxima a caer sobre su presa.

Vanda sintió una respiración quemante, que le abrasaba el rostro en unaliento seco, febril, con emanaciones violentas de animal feroz. Dio ungrito e intentó incorporarse; pero era ya tarde. El marinero, caídosobre ella, forcejeaba por poseerla. La víctima defendíase furiosamenteen un esfuerzo supremo de ira, con los dientes y con las uñas, mientrasél, enloquecido, indiferente para el dolor, luchaba por adueñarse de supresa. En la yerta paz de la mañana, el grupo bárbaro y trágico,debatíase con violentas sacudidas, que hacían oscilar la barca como sifuese a volcar. Azor, a los pies de su ama, gruñía amenazador y enseñabalos dientes. Al fin, Vanda, sintiéndose desfallecer, pidió auxilio:

—¡Aquí, Azor!

El perro, de un salto, cayó sobre el forzador. Entonces sucedió algohorrible, inhumano; hombre y bestia formaron confusa masa; agitábanse entremendas palpitaciones de dolor; los dientes fuertes y blancos delanimal, hicieron presa en una mano de su enemigo, que lanzó un alaridode dolor, pero no renunció a la batalla, sino que, por el contrario,enardecido, batallaba por estrangular al perro.

Los otros tres marineros se habían despertado, y estúpidos,embrutecidos, contemplaban, con los ojos agrandados de estupor, lasalvaje refriega. La heroína, perdidas las fuerzas, medio desnuda,permanecía rota, tronchada, incapaz de moverse.

Y hombre y perroforcejeaban caídos en el suelo, mientras el barquichuelo, en losfuriosos vaivenes, se inclinaba hasta tocar con sus bordes el agua quese deslizaba en él helada y cortante.

Al fin consiguió el hombre sacarun cuchillo y de un tajo abrir el vientre al perro, que cayó pesadamenteal mar. Entonces, echose sobre la mujer, y ensangrentado, jadeante,chorreando agua, la poseyó.

IV

Borrachos de aguardiente, presas de un ataque de delirio, chillaban,aullaban, cantaban y trataban de danzar unos danzones absurdos quehacían tambalearse la barca como si fuera a hundirse. Eran comofantasmas trágicos, como esos monstruosos fantasmas que contemplamos enlas láminas de los libros que anuncian el fin del mundo por la locurauniversal. En las caras lívidas, consumidas, llenas de oquedades, lasbocas se deformaban en muecas de agonía, en muecas de una ansiedad plenade angustia, mientras las pupilas, dilatadas de espanto, tenían unafijeza de obsesión. Al través de los trajes desgarrados, aparecían loscuerpos esqueléticos, las carnes amoratadas por el frío...

Ni un soplo de aire, ni un barco en lejanía, ni una ola, nada.

Una pazsuprema, una paz de mundo muerto, una paz de cataclismo que dormía enlas aguas quietas, en el cielo blanco, en el sol que se extinguía y enel muro infranqueable de hielos.

¡Cinco días más! ¡Cinco días de frío, de hambre, de soledad y de calma,sobre todo de calma, de aquella calma yerta, abrumadora, lapidaria,calma de panteón, de cementerio, de nada, peor que todas lasborrascas!

Vanda, acurrucada en un rincón, sentíase morir. La habían robado suspieles, sus mantas, sus abrigos, y, aterida, agonizaba de frío, dehambre y sed. Desde la mañana de su derrota, había perdido todoprestigio, aquella superioridad que le daba fuerzas para imponerse yvencer, y convirtiose en una bestezuela humilde y castigada, en quesaciaban todos sus apetitos, sus crueldades, su brutalidad, la ferocidadinconsciente que dormía en sus almas primitivas, todas aquellas cosasexacerbadas hasta el paroxismo por el hambre.

Como una cohorte de endemoniados chillaban y brincaban con gestosviolentos, inacordes, rotos, bruscos; sus voces roncas se apagaban o seagudizaban extrañamente. John, el más joven, cayó al suelo y siguióretorciéndose. Sus gestos siguieron siendo los mismos, pero haciéndosemás violentos; sus risas trocáronse en aullidos, y palpitante de dolorcomenzó a llorar, apretándose el estómago con las manos. Nino, elitaliano, el más viejo de los cuatro, un esqueleto apergaminado, con dosfuegos fatuos por pupilas, propuso:

—¡La ley del mar!

Todos asintieron, resignados de antemano con su suerte:

—¡La ley del mar!

De improviso, una voz opaca propuso:

—¡Ella primero!

—¡Es la más blanca!

—¡Será la más tierna!

—¡La más sabrosa!

—¡Ella tiene la culpa de todo!

El coro de voces alzábase amenazador en el silencio de la naturaleza,como la fatídica condenación de la asamblea de una tribu primitiva.

Avanzaron hacia ella. Loca de terror, Vanda les vio llegar. Un gritosupremo se escapó de su pecho, y desmayose, mientras el cuchillo sealzaba sobre su cuello y unos dientes impacientes se clavaban en subrazo.

EL DEMONIO

O toi, le plus savant et le plus beau des Anges,

Dieu trahi par le sort et privé des louanges,

Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

Ô Prince de l'exil, a qui l'on a fait tort, Et qui, vaincu, toujours te redresses plus fort,

Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

Toi qui sais tout, grand roi des chosses souterraines,

Guériseur

familier

des

angoisses

humaines,

Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

Toi qui, même aux lépreux, aux parias maudits,

Enseignes par l'amour le goût du Paradis,

Ô Satan, prends pitié de ma longue misère!

Les

Letanies

de

Satan,

Charles Baudelaire

EMBRUJAMIENTO

El Laberinto estaba ingeniosamente distribuido en numerosas salas ypasadizos tortuosos, con el fin de ocultar a todas las miradas elvergonzoso ser nacido de un deseo inmundo y que había de habitarallí.

Ovidio

I

EL PARAISO TERRENAL

Llegaron a la caída de la tarde, un día en los comienzos del mes deseptiembre. El crepúsculo espléndido tenía en su magnificencia y en sulentitud la tristeza punzadora de ciertas agonías, esas inacabablesagonías de muchachas pálidas y soñadoras a que la tisis presta la alegreneblina de las ilusiones color de rosa. En el ambiente tibio, perfumadode aromas campesinos, había una gran quietud. Envuelto en la claridadvioleta del atardecer, el parque dormía callado y misterioso. Era unviejo jardín galante cortado a la moda del siglo XVIII. Tenía susmacizos de arrayanes, sus calles de rosales, su laberinto de bojespoblado de rotas estatuas de mármol, su fontana, su cascada y suspuntiagudos cipreses que destacaban las negras siluetas sobre la palidezdorada del cielo.

Pero el tazón de mármol, presidido por alado Cúpido,estaba vacío ahora; las aguas del estanque hallábanse cubiertas denenúfares, y sólo algunos tardíos capullos blancos florecían en unrosal. Al través de los árboles, divisábase la casa con su presuntuosaarquitectura Luis XV, sus conchas, hojarascas, lazos y delfines, llenade desconchaduras, de manchas de humedad y de goteras que trazaronnegros surcos sobre el gris sucio de la fachada. Las persianas cerradasestaban rotas, despintadas, carecían de listones, y la puerta, adornadade clavos, permanecía hermética, con goznes y cerrojos oxidados por lasinjurias del tiempo, de la lluvia y del sol, en complicidad con elabandono.

Mientras José Ignacio forcejeaba por abrir la verja, Fuencisla, sentadasobre la pila de muebles y enseres que constituían su ajuar,contemplaba, por encima de los barrotes, un poco pasmada, entresorprendida y satisfecha, la hermosura del parque, que se destacaba,como un oasis, en la hosca aridez de la llanura.

Vulgar, insignificante, resultaba Fuencisla el tipo perfecto de lamuchacha pueblerina que pasa de niña a mujer, de mujer a madre, de madrea abuela, pare, cría, muere en perenne negación espiritual, sin pensarjamás, sin afrontar la vida, acostumbrada a obedecer al padre, almarido, al hijo, sin haber tenido sino una confusa noción de las cosas.Corta de estatura, apaisada, los senos flojos y el vientre hinchado bajolas frondosas sayas de percal y los refajos multicolores, tenía el pelorubio, lacio, áspero; el cutis tosco, malsano el color, los labiosresecos, resquebrajados, y los ojos grisosos, opacos, un poco embobados,siempre bajos en humildad temerosa. El ademán muy tímido, muy apocado,las manos perennemente cruzadas sobre la tripa, las pupilas abatidas alsuelo y el andar de palmípedo, acababan de subrayar la vulgaridad casianimal del conjunto. Su habitual estupor redoblárase ahora ante la gratasorpresa. Las ocho leguas que había tenido que recorrer, la idea,abrumadora para su apocamiento, de alejarse del terruño nativo, la vozpopular que marcaba con un estigma de brujería la posesión y, sobretodo, las palabras de la señora, había llevado la turbación a suharto cuitado ánimo. Incapaz de ninguna rebeldía, no había chistado,limitándose a obedecer, a ojos cerrados, la voluntad de José Ignacio.Pero en el largo viaje, en los interminables paréntesis de silencio quesu seca concisión castellana dejaba entre sobrios y espaciados períodosde conversación, el temor, un temor supersticioso, asaltábale y veía lasfuturas noches del caserón como algo pavoroso en que brujas y trasgoscelebrarían ritos, danzas y conciliábulos, y el mismísimo diablovendría, con su rabo y sus cuernos, a infestar la casa de olor a azufre.

Pero José Ignacio llegaba ahora a interrumpir sus divagaciones. Con tipoclásico de labriego castellano, enjuto, anguloso, la color cetrina, losojos negros y negro y ondulado el pelo; el servicio militar y lapermanencia en las ciudades (capitales provincianas de segundo orden),habíanle hecho perder algo del empaque rural, aunque dejándole intactala alegría inocentona, una alegría meramente física que le llevaba apueriles expansiones de contento, traducida en gritos, brincos ycabriolas, que contrastaban extrañamente con su mutismo de otras veces.

—¿Ves qué hermoso?

María Ignacia sonrió:

—¡Sí que es hermoso!

—¿Llevaba razón?—interrogó con sobriedad muy de la tierra de Castilla.

Limitose ella a volver a sonreír con su sonrisa franca de humildecontento.

No es que ella se hubiese metido a discutir con su marido laconveniencia del viaje; su respeto de mujer y esposa cristiana vedábaletal género de polémicas; pero en la vaguedad de un gesto, en laindecisión de sus escasas palabras y, sobre todo, en el silencio turbadocon que respondía a las razones que él hallaba para aquel éxodo, leíaJosé Ignacio la inquietud de su compañera.

Hacía ya días que la marquesa—la noble dama recluida desde la muerte desu hija, de aquella divina María de la Luz, apenas entrevista rara vezenvuelta en un aura de elegancia y de perfumes, en su caserón conhonores de palacio y de convento, en Segovia—, habíales llamado a supresencia. Era Fuencisla hija de antiguos servidores campesinos; madrinade su boda fue la

señora,

y

contenta

de

su

modestia

y

recato

siguiolaprotegiendo después de su matrimonio. Pese a la proverbial bondad de ladama, no las tenían todas consigo cuando se encaminaron al palacio.Aquella aristócrata severa, perpetuamente enlutada, que no salía jamáscomo no fuese para hacer una breve visita a El Laberinto, la fincatrágica en que María de la Luz se agostó en plena juventud, les imponía.Endomingados, Fuencisla con su atavío de paleta, sus huecas sayas y supañuelo de colorines; José Ignacio, más currutaco, a la moda de laciudad; iba ella francamente cohibida con susto de pájaro bobo; élfingiendo, con chabacanería aprendida en la vida cuartelera, un aplomoque estaba muy lejos de sentir. La señoril magnificencia del palacio,sus enormes galerías, sus salas adornadas de tapices, cuadros sagrados yretratos de familia, acabaron de hacerles perder todo aplomo.

Perocuando su turbación llegó a los límites del atontamiento, fue cuando sevieron en presencia de la señora. Aquella dama, pálida y triste, consu sola presencia imponía respeto. Más que vieja, envejecida por unasecreta pena que había derrumbado de un hachazo el robusto tronco de suvida, permanecía hundida en su butaca, la nevada cabeza caída sobre elpecho, y las manos, largas y blancas, de una aristocrática eleganciainsuperable, abandonadas sobre el regazo como dos prodigiosos juguetesde marfil. Tenía la palabra afectuosa, impregnada de un vago matiz dedesencanto y amargura, el gesto reposado y la mirada dulce, pero con unabondad indiferente, impuesta, como si su espíritu estuviese muy lejos yno le importase nada de nada.

Habíales hablado llena de benevolencia afectuosa. Ella necesitaba unguardián para su finca El Laberinto, y había pensado en ellos. Elcargo era cómodo, bien retribuido; la casa del guarda, buena, alegre;quizás necesitase alguna obra, pero ella haría lo que fuera menester;trabajo ninguno, puesto que no quería que se tocase ni a una flor, ni aun árbol, ni a una piedra, (y esto significaba condición especialísima)ni muchísimo menos a la casa. Aquello era terreno vedado; jamás bajoningún pretexto pondrían los pies allí. Ellos tendrían las llaves, perosólo para un caso de fuerza mayor, un incendio, un robo... Por lo demás,podían aprovechar los frutos del huerto, amén de, en el pequeño corralasignado al guarda, tener gallinas, cerdos, etc., etc.

José Ignacio, gorra en mano, escuchaba. Había ido recobrando el aplomoy, ante la perspectiva del paraíso de ociosidad y bienestar que se leabría, contenía a duras penas su júbilo.

Fuencisla, azorada, escuchaba asu protectora con un sentimiento de honda gratitud, que su timidez leimpedía exteriorizar.

La marquesa quedóseles mirando un instante, y luego interrogó:

—¿Qué les parece a ustedes?

La

paleta

balbuceó

palabras

incomprensibles

de

agradecimiento. El, másresuelto, aseguró:

—¿Qué quiere la señora que le digamos? ¡Que bendeciremos su nombre todala vida!

La dama interrumpió sus efusiones. Antes de decidirse era precisodecirles toda la verdad, los inconvenientes lo mismo que las ventajas,su conciencia se lo exigía así. No es que creyese en semejanteshistorias; sin embargo, ya sabían ellos la fama de hechicería que pesabasobre El Laberinto. Cosas de la leyenda popular, así todo... Para ellafue cruel aquella finca, pero...

—La muerte de mi pobre hija, de mi pobre María de la Luz, ha sido ladesgracia más grande de mi vida, y allí tuvo lugar.

Verdad que allí o enotro lado hubiese muerto lo mismo, si esa era la voluntad de Dios.¡Nunca, nunca sufrirá nadie lo que yo sufrí con la agonía de mi María dela Luz; pero, como Job, he repetido muchas veces: «Dios me lo dio, él melo ha quitado; bendito sea su Santo Nombre». ¡Quién sabe si fue mejorpara la salud de su alma que El se la llevase que no siguiera vegetandoen este mundo de miseria y pobredumbre.—Hizo una pausa, durante la cualesforzose en dominar su emoción, y luego con voz serena prosiguió:—Enfin, esto son penas mías, que sólo a mí atañen; lo demás, todas esashistorias de fantasmas y apariciones me parecen paparruchas indignas deun buen cristiano...

Al verles silenciosos, al parecer perplejos, encarose con ella:

—Conque, Fuencisla, usted dirá?

La lugareña balbuceó:

—Yo, lo que la señora mande.

—¡No, no!—protestó con gran viveza la marquesa—. Yo no mando nada.Eso ustedes sabrán lo que les conviene.

Con su incapacidad volutiva, tuvo Fuencisla un ademán de renunciamiento:

—Yo, lo que quiera José Ignacio.

Apresurose él a aceptar. ¿No había de querer? ¡Ya lo creo que quería!Todo aquello de duendes y embrujamientos era como los fantasmas de lasábana que paseaban de noche por las calles del pueblo; pampli