El Origen del Pensamiento by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Dale! ¡Cálmese usted, Timoteo, cálmese!

—Yo venía con intención de hablar con usted, señora... pero ya no puedohablar...

¡no puedo hablar!—profirió con creciente agitación.

D.ª Carolina le contempló un instante con sonrisa maliciosa y dijo alcabo:

—Pues yo voy a decirle a usted lo que usted tenía que decirme a mí.

Timoteo la miró estupefacto.

—Señora—venía usted a decirme,—yo sigo tan enamorado de su hijaPresentación como el primer día. A pesar de su desgracia la quiero contodo mi corazón, porque mi cariño no se cifraba en la hermosura delcuerpo, que es perecedera, sino en la del alma, que jamás muere.

El violinista se puso horriblemente pálido. Alzose de la silla y comenzóa dar vueltas por la estancia agitando el sombrero con frenesí. Todo suamor, sus tristezas y anhelos, los pensamientos todos que ocupaban sumente desde hacía tanto tiempo salieron de golpe en frases cortadas,incoherentes, que resonaron lúgubremente en la sala como la confesiónde un reo en capilla. Pero venían envueltas en una nube tan espesa derocío que D.ª Carolina se vio precisada a apartarse más de una vez yrefugiarse por los rincones para no quedar completamente empapada.

Al fin se dejó caer otra vez en la silla, rendido, aniquilado. D.ªCarolina también se sentó y le contempló largo rato con miradachispeante de malicia.

—¡Pícaro, qué bien me conoce usted!—exclamó dándole un pellizco.

Timoteo clavó en ella una mirada de besugo atónito.

—A usted no se le ha escapado el cariño con que siempre le he mirado.Es una debilidad, una manía; nunca he podido remediarlo. Mis hijas metienen dicho un millón de veces: «¡Pero, mamá, no callas con Timoteo! ¿Yqué le voy a hacer, hijas mías? El cariño no puede razonarse, y yo se lohe tomado a ese muchacho. No digo a Presentación solamente: si diezhijas tuviera y Timoteo me las pidiese, las diez le daría sin vacilar unmomento.»

Aquella prueba poligámica de simpatía conmovió de tal manera alviolinista que se alzó de nuevo agitando el sombrero; pero D.ª Carolinalogró hacer que se sentase tirándole de la levita.

Finalmente, el artista pidió con más humildad que ceremonia la mano dePresentación, añadiendo que, si no lograba verse unido a ella, susmedidas estaban ya tomadas, su resolución era irrevocable. Y no seexplicó más; pero bastaba y sobraba, atento el tono fúnebre con queprofirió tales palabras. Timoteo pensaba en divorciarse de laexistencia.

D.ª Carolina adoptó inmediatamente un continente grave, protector, deuna importancia tal que el violinista comprendió que su vida estaba enmanos de aquella señora. Largo rato estuvo pensativa. Luego manifestóque por ella todo quedaría arreglado en seguida. ¡Ah, por ella no habíadificultad alguna! Desgraciadamente era necesario consultar otrasvoluntades: primero la de Presentación...

La esposa del fisiólogo se levantó del asiento, tomó de la manogravemente al artista y le llevó consigo fuera de la sala. Timoteo sedejó arrastrar presa de una emoción que le privaba por completo del usode sus facultades mentales y a medias del juego de las rodillas.Llegaron al pasillo, y allá a lo lejos columbraron la silueta dePresentación.

Mas apenas los divisó ésta, corrió a refugiarse en sucuarto, que cerró con un violento portazo.

D.ª Carolina dirigió una sonrisa dulce al violinista, en cuyos ojos sepintaba el espanto.

—Presentación, abre—dijo aquélla llamando con los nudillos a lapuerta.—Timoteo necesita hablar contigo dos palabras.

—Nada tiene que hablar Timoteo conmigo—respondieron de adentro.

D.ª

Carolina

volvió

de

nuevo

su

fisonomía

condescendiente

hacia

Timoteo,dibujándose en ella otra dulce sonrisa.

—Sí, hija mía, sí. Es una cosa seria lo que tiene que decirte. Abre.

—Ni seria ni risueña: no quiero oír nada—repuso Presentación.—Que sevaya.

D.ª Carolina sonrió nuevamente y apretó la mano del violinista. Éste sehallaba consternado.

—Vamos, no seas terca. Abre, hija.

—¡Que se vaya! ¡que se vaya!—repitió la joven con más fuerza.

—Háblele usted por el agujero de la llave. No hay otro medio—dijo laesposa del fisiólogo empujando a Timoteo.

Éste bajó la cabeza y aplicó su boca húmeda a la cerradura.

—¡Presentacioncita! Yo soy un indigno gusano...

—¡Váyase usted! No quiero oírle.

—Pero la adoro a usted con toda mi alma. Es usted desde hace muchotiempo la estrella confidente de mis amores, y adonde quiera que eldestino me arrastre bien puede estar segura que eternamente será mibandera, bajo la cual pelearé hasta derramar la última gota de misangre...

La voz del violinista, al pasar por el agujero de la llave, producía unzumbido oscuro, lamentable, en el cual apenas podían percibirse laspalabras. Presentación no respondía. Sin embargo, la imagen expresivade la bandera y de la gota de sangre debieron de enternecer un poco sucorazón. Al cabo de un rato repitió por máquina y con menos fuerza:

—Que se vaya... que se vaya.

—Presentacioncita—aulló de nuevo Timoteo,—¡quisiera morir por usted!Quisiera morir cuando el sol traspone los montes lejanos del horizonte,cuando muere la luz entre celajes de ópalo y grana. Quisiera morir, ysería feliz si supiese que en mi tumba solitaria vendría usted adepositar algunas margaritas silvestres...

Timoteo repetía los conceptos poéticos que más habían herido suimaginación en la letra de los nocturnos y canzonetas que tocaba.Presentación guardó silencio. Al cabo de un rato aquél volvió a zumbar,incurriendo en flagrante contradicción.

—¡Presentacioncita, por Dios, no me deje usted morir así!

Después de una larga pausa se oyó la voz de la niña que profería estasnotabilísimas palabras:

—Mamá, haz lo que quieras.

Inmediatamente Timoteo se sintió en los brazos de su futura suegra.Pálido, trémulo, aniquilado de emoción, se dejó arrastrar de nuevo poraquélla a la sala.

¿Qué pasó allí? Apenas es necesario manifestarlo. D.ª Carolina diorienda suelta a su corazón magnánimo. Se mostró ante los ojos húmedos deTimoteo, no con la apariencia desagradable que hasta entonces se habíavisto precisada a adoptar, sino como lo que era en realidad, un tesorode indulgencia y generosidad. Media hora de conversación íntima bastópara que Timoteo se viese tratado con la confianza y cariño de un hijomimado. No sólo aquella bondadosa señora dio su pleno consentimientopara la boda, sino que ofreció su apoyo para vencer la única gravedificultad que para ella se presentaba, la voluntad de su marido. D.Pantaleón, el terrible D. Pantaleón, seguía pesando como una losa sobrelos deseos y aspiraciones de la familia. Aún más: D.ª Carolina llegó aconsentir que la llamase mamá cuando estuviesen solos, y le prometiótutearle en el mismo caso. ¡Pero cuidado con que llegase a noticia de sumarido! No satisfecho su tierno corazón con esto, al despedirse, cercade la escalera, de su futuro hijo político le dio un beso maternal en lafrente. De tal modo que Timoteo bajó los peldaños tambaleándose de gozo,no sin besar antes las manos de aquella adorable señora, derramandosobre ellas un raudal de lágrimas y saliva.

Los dioses no se fatigan jamás cuando quieren hacer a un mortal feliz odesgraciado.

Aún le tenían reservado a nuestro artista un nuevo triunfoque saboreó al llegar a su casa. En ella le aguardaba el padreLaguardia, más huesudo y más inquieto que jamás lo había sido. Timoteono le conocía más que de vista. Después de saludarle rápidamente, elpresbítero le preguntó con agitación:

—Venía a que usted me dijese, si es que lo sabe, dónde vive actualmentesu amigo Llot.

—¿Mi amigo Llot?

—O su enemigo. Es igual. Dónde vive es lo que me importa averiguar.

—Pues no lo sé, ni lo he sabido nunca.

—¡Nadie! ¡nadie!—exclamó el clérigo terciando el manteo y comenzando adar vueltas por la habitación como un loco.—¡Nadie sabe dónde seesconde ese pillo!...

Porque es un pillo, ¿sabe usted?—añadióencarándose con Timoteo ferozmente como si no esperase más que éste lecontradijese para arrojarse sobre él.—¡Un granuja! ¡un miserable! ¡unestafador! ¡En cuanto le tropiece le piso la cara!

—¡No puede ser!—dijo Timoteo inundado de gozo.

—¿Que no puede ser?—chilló el cura abalanzándose a él y sujetándolepor la solapa de la levita.—¿Cree usted que yo no soy capaz de pisarlela cara?

—No es eso. Lo que yo quería decir es que me extrañaba que un muchachotan inocente, que parecía una palomita sin hiel...

—¡Una palomita!—exclamó D. Jeremías sonriendo sarcásticamente.—

¡Unapalomita!... ¡Un raposo!—profirió con grito horrísono.—Un raposo aquien hay que cortar las orejas, a quien hay que desollar vivo.

Y comenzó de nuevo a dar paseos agitados lanzando al mismo tiempotremendas imprecaciones.

Al fin se dejó caer en una silla y se puso a contar lo que le pasaba.

Godofredo le había ido sacando poco a poco y con diferentes pretextosalgunas cantidades, las cuáles sumaban a la hora presente seiscientas ypico de pesetas, desapareciendo de la noche a la mañana. No era eso lopeor. Lo verdaderamente infame es que se había valido de su nombre paraestafar una porción de dinero a algunos amigos: al cura de San Ginéssesenta duros, al capellán de las Adoratrices cuarenta y cinco, alexcusador de San Millán diez y seis, etc., etc. Iba pidiendo estascantidades como si fuesen para D. Jeremías. Cuando presumía que nobastaba la palabra, presentaba una carta falsificando la firma...Además, había encargado un sin fin de misas por el alma de su madre, yde toda su parentela, sin que jamás hubiese dado un cuarto a lossacerdotes que las dijeron. Resultaba, en fin, debiendo y estafando atodas las personas con quienes le había puesto en relación...

D. Jeremías no podía estarse quieto mientras relataba tales infamias. Sesentaba, se alzaba, paseaba, manoteaba, chillando al mismo tiempo comoun energúmeno.

Timoteo sentía correr por sus venas un estremecimiento dulcísimo. A laagitación y cólera que reflejaba el rostro del presbítero oponía susemblante una placidez verdaderamente paradisiaca.

Y más se acentuó esta expresión de beatitud celeste cuando vio salir aD. Jeremías como un huracán, sin decirle adiós siquiera, gritando altrasponer la puerta:

—En cuanto le tropiece, no hay más, ¡le piso la cara!

XVI

Don Laureano Romadonga no era hombre que se dejase aprisionar fácilmentepor los artificios femeninos; que comprometiese el sosiego de su vida,sus placeres, su independencia por una mujer, cualquiera que ella fuese.Conocedor profundo de la existencia, había formado hacía mucho tiempo suplan, y de él no se apartaba una línea. Sus días se deslizaban serenos,risueños, libando voluptuosamente la corta cantidad de miel que sóloproporciona este valle de lágrimas a los solterones ricos y sanos.

Desgraciadamente la impetuosidad absurda de su última querida habíavenido a turbar el curso sereno de estos días. Hacía ya algún tiempoque el viejo seductor comprendiera que le convenía cortar estasrelaciones enfadosas. Si no lo ponía en práctica, como en casossemejantes había hecho, no era por falta de voluntad, sino por eltemorcillo que la navaja de la chula había logrado inspirarle. Noobstante, después de la escena escandalosa del teatro, la separaciónquedó resuelta en principio. Aunque por un refinamiento de hombregastado le placiesen para queridas las mujeres de genio vivo y hasta unpoco agresivas, los arranques de la hija del sillero rebasaban ya loslímites de lo tolerable. No era posible continuar. Sus planes sabioscorrían peligro de hundirse para siempre con aquella chiquilla violentay caprichosa.

Era demasiado listo, sin embargo, para dejar traslucir sus propósitos.Continuó en apariencia tan enamorado. Mantuvo a la Conchita en lailusión de ser su última y definitiva querida. Hasta le dejó entreveralgunos tenues y lejanos rayos de luz matrimonial. Mientras tanto, alláen el fondo de su cerebro artificioso se elaboraba tranquilamente unplan maquiavélico que iba a marchitar en flor tanta dulce esperanza.Romper con la chula quedándose en Madrid era expuestísimo.

Aunqueavisase a la policía, tenía la seguridad de que Concha le daba unapuñalada por la espalda. ¡La conocía bien! A aquella muchacha fiera yescandalosa le importaba un bledo ir a presidio o a la horca con tal desatisfacer su venganza. Era necesario escapar de Madrid. ¿Adónde?Después de meditar varios días este punto, se decidió por París.

Aquellainmensa ciudad, emporio de todos los placeres, convenía admirablemente alos fines interesantes que Romadonga perseguía en esta vida. Pasar elinvierno en París; desde allí, cuando viniese el verano, trasladarse aBiarritz o San Sebastián; en el mes de Octubre, trascurrido ya cerca deun año, regresar a Madrid. En todo este tiempo la hija del sillero leolvidaría, hallaría otro acomodo, desaparecería de Madrid. ¿Quién sabelo que podía suceder?

Resuelto, pues, a llevar a cabo el proyecto, comenzó sigilosamente ahacer sus preparativos. Vendió los coches y los caballos, giró a lacapital de Francia dinero, envió a su criado por delante con los objetosnecesarios, hizo la maleta; y una tarde se metió cautelosamente en uncoche del Sud-exprés y huyó de Madrid sin dar cuenta a nadie de suviaje. Una hora antes había estado en casa de su querida. Con sarcasmomefistofélico

pasó

largo

rato

hablándole

de

planes

para

lo

porvenir,prometiendo llevarla pronto a vivir consigo y viajar con ella algunosmeses y comprarla una magnífica cama que juntos habían visto en unescaparate de la calle de Alcalá. Estuvo jocoso y seductor como nunca.Al despedirse le dijo que vendría de noche a buscarla para ir a unteatrito por horas, y que estuviese ya vestida y no se hiciese esperar.La sonrisa cruel que plegaba sus labios al bajar la escalera inspirabafrío y miedo.

¡Pobre niña! ¡Cuán ajena estaba del pensamiento que bullía en la mentede aquel hombre egoísta, sin entrañas!

Mientras corrió el tren por los campos de España, todavía la imagen dela chula venía de vez en cuando a turbar su espíritu. Pero en cuantoatravesó la frontera se le borró por completo. Al llegar a París buscóun cuartito amueblado en lo más céntrico; alquiló coche, compró caballo,se hizo socio de dos clubs aristocráticos y comenzó a hacer la vida aque sus convicciones filosóficas le arrastraban. De tal suerte, que alos quince días se encontraba infinitamente mejor que en Madrid, yprincipiaba a sospechar que no sólo aquel invierno, sino todos los que aDios pluguiere concederle, iba a pasar en aquella hermosa capital.

La existencia de Romadonga se deslizaba serena, feliz, egoísta como lade un dios, viviendo únicamente para sí y contemplando con augustaindiferencia los dolores y las alegrías de los otros. Excusado es decirque el sol que más iluminaba y amenizaba aquella existencia era lamujer. Pero no una mujer determinada; la mujer en general; hoy una,mañana otra. Después de paladear la fruta hermosa, pero un pocoinsípida, de las burguesas madrileñas y morder en la guindilla de laschulas, las cortesanas parisienses, tan elegantes, tan ingeniosas ycultas, le parecían un bocado exquisito. Y

hay que confesar que supoaprovecharse. En poco tiempo fue popularísimo entre ellas.

Le llamabanriendo el fidalgo español. Su carácter frío, su ingenio reconocido yel cinismo con que se expresaba logró dominarlas. Hasta el exageradoacento extranjero contribuía a dar más gracia a sus frases insolentes enel fondo y correctas en la forma.

Gozando de más libertad que en Madrid, con gozar aquí mucha, tan prontose le veía con una dama del brazo como con otra, creyendo a puño cerradoque la Naturaleza sólo es bella por su rica variedad. A ciertas horasdel día hallaríasele invariablemente paseando por los boulevares con elcigarro en la boca balanceando su esbelta figura entre la muchedumbre;dirigiendo su mirada atrevida, escrutadora, a las bellezas que cruzabancerca, inclinándose a un lado y a otro para ver mejor; a veces teniendoel paso y siguiéndolas con la vista largo rato.

—Es guapa esa barbiana, ¿verdá tú?

Romadonga sintió un escalofrío mortal correr por sus venas. Volvió elrostro espantado y se encontró con la mismísima Concha. Instintivamentepuso las manos por delante.

—¡No seas tan jindamón, hombre!—profirió la chula con voz ronca,apoyándose en cada sílaba y mirándole de arriba abajo con ojos torvos,despreciativos.—¿No ves que soy una mujer?

La vergüenza hizo que volvieran los colores a las pálidas mejillas del fidalgo español.

—Es que tú no eres una mujer como otras... ¡Ya lo creo, caramba!...¡Pues si me descuido, caramba!

—¡Ya lo creo! ¡Si te descuidas, caramba!—exclamó haciendo burla lachula.

En verdad que Romadonga estaba descompuesto y aturdido que daba lástima.

—Si te descuidas, ¡na!—prosiguió Concha.—El día que se me meta en elmoño te clavo el corazón, con cuidao o sin él... ¿Qué te has figurao,viejo silbante, que después de lo que has hecho conmigo me ibas a tirara la barredura, como un papel sucio?...

¡Ja, ja!... Que se te quite,infeliz.

El traje, la actitud y la voz de la chula habían hecho pararse a algunoscuriosos. D.

Laureano, avergonzado y alentado al mismo tiempo, exclamóirguiéndose:

—Vaya, vaya, déjame en paz y sigue tu camino. Nada tengo que partircontigo.

—¿Nada tienes que partir conmigo, malvao? Y la criatura que he dejao enMadrid

¿es la punta de un cigarro que tiras a la calle cuando empieza aquemarte, verdá tú? Y

mi honra es otra colilla ¡puf! que se escupe y nose vuelve a mirar... Aquí tienen ustedes un hombre, señores (volviéndosea los circunstantes, que no entienden una palabra y contemplanasombrados la escena). ¿Ven ustedes este viejo baboso, que tiene másaños que Matusalén, más pintao que un monumento y más perfumao que unacorista? Pues este tío ha conseguío chalarme no sé por qué... por lalabia, por la fachenda, por las mentiras... en fin, por lo que a ustedesno les importa. Y luego que me ha visto chalá, y me ha deshonrao, y meha tenío tres años sujeta como una mona, de la noche a la mañana y sindecir «agur Conchita,» se escapa a París, y ¡venga juerga con lassuripantas!... ¡Qué bonito! ¿verdá ustedes?... Pero como yo soy hija demi padre y de mi madre, y no hay más que una vida que perder, y de mí nose ha reído ningún roío dao por tal como éste, a este tío asquerosonadie le mata más que yo, ¿saben ustedes?

D. Laureano vio un agente de policía acercarse y, envalentonado, seatrevió a decir con tono despreciativo:

—Anda, anda, sigue tu camino, que todo lo que te he quitado te lo hepagado en buenos billetes de Banco.

Los ojos de Concha relampaguearon como los de una pantera.

—¿Dinero por mi honra, canalla?—gritó en el paroxismo de la cólera.

Y llevándose la mano al seno, sacó rápidamente una navaja de grandesdimensiones, la navaja de marras. Pero en aquel instante las manos delagente la sujetaron por detrás, D. Laureano retrocedió más pálido que lacera.

—Déjenme ustedes que saque las tripas a ese infame—gritaba la chulatratando de desasirse.

Pero al volver la cabeza para ver quién la sujetaba, quedoserepentinamente inmóvil.

—¡Un

guindilla!

Está

bien.

Tome

usted—dijo

entregándole

la

navajatranquilamente; luego, subiéndose el mantón y apretando el nudo delpañuelo, añadió:—Lléveme usted a la cárcel.

Y volviéndose a Romadonga en una actitud fría, desesperada, queinspiraba miedo y lástima al mismo tiempo, con terrible calma dijo:

—No tardaré en salir. Te juro por la salud de mi hijo que prontotendrás noticias mías. Cuando recibas el golpe, si tienes tiempo apensar, ya sabes quién te lo ha dado.

Estas palabras desgarraron el corazón magnánimo de D. Laureano. La vidaes dulce a todos los mortales, pero muy especialmente lo era para aquelhombre venerable.

Recibir una puñalada por la espalda sin aviso deninguna clase, le era profundamente desagradable. Así que, antes de queel policía llevase consigo a Concha, se dirigió a él y, en francéschapurrado, le manifestó que aquella señora era su esposa y que lehiciese el favor de soltarla.

Esto fue lo único que comprendió el círculo de curiosos que les rodeaba.La noticia causó sorpresa y no poca risa. El agente no se avino a ellosin llevarlos a ambos antes a las oficinas de la policía. EntoncesRomadonga, con la galantería propia de un fidalgo español, ofreció elbrazo a la chula y se fueron escoltados por el guardia. La muchedumbreaplaudía riendo.

XVII

Mario llegó a ser un escultor distinguido. Llovieron las demandas deobra en su estudio. Bustos, estatuas, jarrones, mausoleos, todo lotrabajó con gloria y provecho.

Comenzó a ganar sumas considerables.

Alquilaron un buen cuarto en la calle Mayor, cerca de la de Ramales,donde sus padres habitaban. Vivieron con desahogo, hasta con lujo; perosin despilfarro. El ingenioso Sánchez y D.ª Carolina andaban un pocoapurados de dinero por los gastos del primero en publicaciones,instrumentos científicos, excursiones, etc, etc. Carlota los protegía.Pero a Mario le parecía siempre poco lo que les daba. Era tan infelizaquel muchacho, que cuando doña Carolina venía a llorarle algunalástima, por su gusto le entregaría todo el dinero que había en la casa.

—¿Para qué necesitamos nosotros tanto?—decía a menudo a su esposa.

—Para nuestro hijo y para los que puedan venir—respondía Carlota.

Mario le apretaba la cara con entusiasmo.

—Lo que yo pido para mi hijo—exclamaba—es que le gusten las artes yencuentre una mujer como tú. ¡Entonces vale la pena el haber nacido!

El pequeño Mario tenía ya cerca de cuatro años. Era un niño fresco,sonrosado, con grandes ojos suaves y límpidos y una boca de cerezaplegada siempre por sonrisa angelical. El escultor le adoraba confrenesí por ser su hijo y además porque era un retrato en miniatura deCarlota. La misma dulzura en la mirada, la misma apacibilidad, la mismaigualdad de humor. Cuando aquélla quería que su marido descansase, notenía más que enviar al niño al estudio. Mientras estuviese allí teníala certeza de que Mario no tomaría los palillos o el cincel en la mano.

Todo sonreía, pues, a la familia del célebre antropólogo, el cual nocesaba un instante en sus indagaciones preparando a sus descendientesgloria inmortal.

El descubrimiento del origen del pensamiento, aunque no realizadotodavía, se hallaba en camino. Últimamente, D. Pantaleón había levantadola tapa de los sesos a un perro, y por espacio de algunos segundos pudoobservar el juego de su mecanismo cerebral. Por desgracia, el perrofalleció al instante. Sólo ligerísimos apuntes sacó para el famosodescubrimiento. Pero estos apuntes fueron agua preciosa para su molino.El insigne fisiólogo vio hasta cierto punto comprobadas sus felicesadivinaciones. En el corto tiempo de que dispuso observó que la sangrede la masa encefálica cambiaba de color en diferentes sitios, tornándoseunas veces más clara, otras más oscura. Era, pues, exacto que lafabricación del pensamiento debía de semejar bastante a una destilería, como él había presumido.

Una contrariedad de otro orden vino a perturbar momentáneamente el cursode estas indagaciones. El matrimonio de su hija Presentación iba allevarse pronto a efecto.

Timoteo entraba a todas horas del día en lacasa y era considerado ya como un hijo más. Se hacía el equipo, seamueblaba un cuarto en sitio próximo, se arreglaban los papeles. Mas heaquí que un día, al bajarse Timoteo para recoger un corcho que se habíacaído al suelo, vio don Pantaleón en su cuello una mancha encarnada queal punto le pareció de carácter herpético. Nada dijo por entonces.Procuró con maña cerciorarse. Pronto logró averiguar que Timoteo, enefecto, padecía de herpetismo. El fisiólogo comprendió que era de todopunto imposible la realización de aquel matrimonio.

Por la noche, hallándose a solas, se lo hizo entender así a su esposacon la debida suavidad: no habría exageración en decir timidez. Expusolas razones que tenía para hallar tal unión desacertada, todasrigorosamente científicas y basadas en los últimos progresos de laantropología. El herpetismo significaba una degradación física comotodos los vicios de la sangre. Nosotros estamos obligados no tan sólo ano contrariar la selección natural, sino a favorecerla por cuantosmedios podamos.

Debemos evitar a todo trance que procreen los seres queno estén perfectamente sanos si queremos que la raza vaya siempremejorando, etc.

D.ª Carolina no hizo caso alguno de estas observaciones. Antes tomó piede ellas para vejar al fisiólogo, maldiciendo de sus aficiones yrecordándole con pesadísimas palabras las quemaduras de su hija.Insistió a los pocos días con idéntica suavidad.

Nada. La esposarespondió aún con más acritud y desprecio. Entonces, viendo que susesfuerzos eran inútiles para impedir aquel matrimonio rechazado por losprogresos biológicos, se le declaró una tristeza negra que le privabadel apetito y del gusto por la experimentación. Esta gran melancolíahizo crisis a los pocos días con una extraña explosión que puso enespanto a toda la familia.

Pasando una mañana Timoteo desde la sala al comedor, D. Pantaleón, queal parecer estaba apostado en uno de los cuartos del pasillo, se arrojósobre él de improviso, le echó las manos al cuello y hubiera concluidoprobablemente por estrangularle si al ruido no hubiera acudido la gentede casa. A duras penas consiguieron arrancárselo de las manos. Todavía,sujeto por Mario, Carlota, D.ª Carolina y la criada, gritaba como unenergúmeno, los ojos inyectados, el semblante descompuesto:

—¡No se casará usted con mi hija, no! ¡Yo lo impediré aunque sea acosta de mi sangre!... En mi casa no atacará nadie impunemente la ley dela selección...

¡Vergüenza había de darle, con los caracteres orgánicosque usted presenta, intentar un matrimonio que ha de ser funesto para laraza!... Yo no quiero una descendencia degradada... ¿Lo oye ustedbien?... ¡No la quiero!

La excitación fue tanta que al fin cayó privado de conocimiento,echando espuma por la boca.

Recobró al poco rato el sentido; estuvo enfermo algunos días; al cabocuró por completo sin que el ataque hubiese dejado rastro alguno como setemía. La boda de Presentación se realizó sin ningún otro incidentedesagradable. Todo volvió a quedar en paz.

Mario y Carlota no dejaban de aprovechar los momentos que aquél teníalibres para solazarse, unas veces yendo a paseo, otras al teatro, otras,en fin, comiendo en los restaurants. Era tanto lo que se placía elescultor en estos festines matrimoniales que Carlota consentía en ellosde buen grado, aunque no