El Origen del Pensamiento by Armando Palacio Valdés - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—¿Tiene usted algún proyecto?

El ingenioso Sánchez no contestó. Quedó largo rato pensativo, y por susgrandes ojos tristes, meditabundos, pasó algo grandioso.

—Sí, tengo un proyecto—dijo al cabo con voz solemne, llevándose unamano a la frente.—Es un proyecto grande, asombroso. Nadie tiene de élconocimiento, ni el mismo Moreno. No saldrá una palabra de mis labiosmientras no lo haya realizado.

Mario no quiso preguntarle más, respetando su silencio, y cambió deconversación.

D. Pantaleón le manifestó que le molestaba mucho no tener fogón en ellaboratorio.

Todos los ingredientes que necesitaba poner al fuego losllevaba abajo. Pero esto turbaba la cocina y además era expuesto. Suesposa se enfadaba y amenazaba con tirar las retortas al patio. La únicaque le ayudaba algo era Presentación.

—Pero esto es por interés—dijo tristemente,—porque me necesita parallevarla a paseo. En cuanto se case me abandonará.

En efecto, el amor había hecho presa al fin en el corazón de la hijamenor del naturalista. Los ojos místicos, el cutis nacarado y lainocencia de querubín de Godofredo Llot lograron lo que no pudieron elingenio ático y los modales desenvueltos de los chicos del comercio quela festejaban a porfía en el café del Siglo.

Estos jóvenes, por logeneral, eran hombres de mundo. El trato frecuente con las damas de laaristocracia que entraban por la mañana a escoger enaguas o medias leshabía hecho adquirir formas elegantes y distinguidas. Todos sabíandecir: «¡Ah! no señora, a nosotros nos cuesta más» de modo tan correctoy con sonrisa tan persuasiva que no era posible resistirles. Al mismotiempo, las aventuras galantes que los domingos solían correr lesinfundían la audacia y habilidad indispensables para apoderarse de loscorazones femeninos. En este punto llevaban inmensa ventaja al piadosoGodofredo, que era todo candor, y que al acercarse a cualquier mujer searrebolaba como una nube herida por el sol.

Pero las dotes de Godofredo eran interiores y por lo mismo más sólidas.No sólo poseía alma pura y virginal y un cuerpo inmaculado, sino que suinteligencia, acalorada por el entusiasmo místico, producía hermosasobras, frescas y brillantes como las rosas de Mayo. Sus artículos,leyendas y poesías en El Pensamiento Católico y en otras publicacionesreligiosas eran cada día más gustadas por el público sano de la Españatradicional. Lo que caracterizaba estos trabajos literarios y lesprestaba aroma penetrante y embriagador eran la devoción de la Virgen yel entusiasmo por la Edad Media; los dos amores de Godofredo Llot. A laVirgen la requebraba en sus odas con un ardoroso flujo de epítetos queno se agotaba jamás. La Edad Media era el tema constante de susditirambos. Las catedrales góticas. ¡Ah, las catedrales góticas!Godofredo no se hartaba jamás de describir la luz «filtrándose por loscristales de colores, la voz del órgano resonando en sus altas bóvedas,las oraciones de los fieles elevándose entre nubes de incienso, laflecha calada de la torre señalando como un dedo al cielo.»

Por esta razón todas las damas caían en éxtasis cuando se hablaba de él.Presentación, cansada de hacer víctimas en el comercio, sintió elencanto de aquel estilo florido, y le amó. D.ª Carolina se inflamó casial mismo tiempo de amor maternal hacia él. Las relaciones de Godofredosiguieron las mismas etapas que las de Mario. Fue presentado en elcafé. ¡Qué rubor tiñó sus mejillas nacaradas! Después, en actitudhumilde, rogó a D.ª Carolina que le permitiese, no acompañarlas en elpaseo, sino tan sólo seguirlas de cerca respetuosamente. Y por muchosdías se vio a aquel rubicundo joven por los paseos a tres o cuatro pasosde distancia de dos señoras, sin osar acercarse a ellas. Por último,entró en la casa y comenzó a hablarse de matrimonio.

En este tiempo Godofredo se hallaba terminando una historia de SantaIsabel de Hungría, que se preparaba a dar a la imprenta. Y como quisieseponer al frente del libro el retrato de la Santa, pidió a Presentaciónel suyo para hacerlo grabar. Este rasgo ingenioso y delicado causóimpresión profunda, tanto en su novia como en D.ª

Carolina. La buenaseñora empezó a ser para él lo que había sido para Mario, una verdaderamadre. Convinieron en que Godofredo la llamase mamá, pero no enpresencia de D. Pantaleón, ¡cuidado! y le tuteó y le permitió besarla, yle reprendía, y le gobernaba. En fin, se repitió punto por punto lo quehabía pasado con Mario. Y si tuviera veinte hijas, veinte veces serepetirían aquellas escenas conmovedoras; porque D.ª Carolina tenía uncorazón muy grande y muy maternal.

Cualquiera podría imaginar que Timoteo el violinista del Siglo, en vistadel curso torcido de los sucesos, había desistido de su desgraciadapasión por la hija menor de los señores de Sánchez. ¡Ah! Los que talimaginasen no saben lo que es el amor cuando prende en el corazón de unartista. Timoteo se complace siempre en alimentar este amor conincesantes y secretas meditaciones y gusta de exhalar sus quejaslánguidamente por medio del violín. Presentación lo sabe. Sabe que todoslos nocturnos melancólicos, lo mismo que las arias trágicasdesgarradoras, a ella van dirigidos. Percibe el dejo amargo del andante, la fuga impetuosa del allegro y hasta la ficticia, nerviosaalegría del scherzo. Y no se enternece. Al contrario, en cuantoobserva

que

el

violín

arrastra

las

notas

de

cierto

modo

particularextraordinariamente lánguido, se pone inquieta, nerviosa, no sabe lo quedice, se muerde los labios y sacude la cabeza con desesperación. Esposible que la niña menor de D. Pantaleón suponga que un violín no tienederecho a expresarse de modo tan ardoroso, o bien considere como uninsulto personal aquel juego inusitado de las corcheas.

Todavía si se circunscribiese al lenguaje musical la pasión de Timoteo,podría hallar tolerancia, si no en Presentación, cuyo entendimientoestaba lleno de prejuicios desfavorables para el artista, al menos paralas personas sensatas a imparciales. El lenguaje de la música es vago;las ofensas que puede inferir débiles; se expresan generalmente por un trémolo donde hay más resignación que soberbia. Pero en cuantoterminaba con el violín nuestro joven se venía hacia la mesa donde lafamilia Sánchez tomaba café y les rociaba de saliva a poco que sedescuidasen. Esto, en verdad, no lo sufriría ninguna persona, porsensata que fuese.

—Buenas noches, D.ª Carolina. Buenas noches, D. Pantaleón. Buenasnoches, Presentacioncita.

Era horrible. Presentación le deseaba de todas veras la muerte.

La actitud de Timoteo respecto a Godofredo, su aborrecido rival, estaballena de calma y desdén. La mayor parte de las veces cuando se acercabaa la mesa no le daba las buenas noches ni le dirigía siquiera unamirada. Pero en ocasiones, atacado de cierto espíritu sarcástico yjocoso, pretendía burlarse repitiendo del modo más desdichado las bromasde Moreno.

—Hola, Sr. Llot, ¿cuántas misas ha oído usted hoy? ¿Ha estado usted enlas Góngoras esta tarde?

Godofredo no se daba por ofendido; sonreía dulcemente, acostumbrado aaquellos martirios que a causa de su piedad le infligían los amigos.Pero su novia se crispaba, se ponía pálida de ira y solía responder porél:

—¡Caramba, que tiene usted gracia, Timoteo! Es usted espontáneo comopocos.

D.ª Carolina no se ofendía menos con la insistencia irracional que elviolinista mostraba en enamorar a su hija. Podía perdonarle que su bocafuese una regadera cuando hablaba, y la medida anormal de esta boca, yotros defectos corporales; pero, francamente, que pretendiese estorbarel matrimonio de su niña, que un rasca-tripas como él tratase decompetir con aquel claro fanal de todas las virtudes, con aquel liriofragante que la Providencia iba a darle por yerno, para esto no habíaperdón ni en la tierra ni en el cielo. Se enfurecía cuando le veíaacercarse a la mesa, le daba toda clase de desaires, le demostraba demil maneras que estaba ejecutando una acción infame. Nada, Timoteo nocejaba. «Buenas noches, D.ª Carolina.—Buenas noches, D.Pantaleón.—Buenas noches, Presentacioncita.» La irritada señora llegó apretender que Mario le hablase para hacerle desistir de su locura, y sifuera necesario le amenazase. Pero aquél se negó a este paso ridículo.

Afortunadamente el matrimonio de su niña avanzaba rápidamente hacia suconsumación, y muy pronto quedarían libres de tan enfadosa mosca.Godofredo había insinuado ya varias veces su casto deseo. D.ª Carolinale presentó al instante las consabidas dificultades. Era necesarioarrancar el consentimiento de Sánchez, un hombre severo, intratable;ella intercedería; haría cuanto estuviese en su mano, etc., etc. Conesto el deseo de Godofredo se encendió más y más, y no paró hasta que lopuso en vía de ejecución. Pero, como joven virtuoso y timorato, quisodar a este asunto la solemnidad debida, haciendo intervenir en él unrepresentante de la religión.

Godofredo tenía numerosos amigos en el clero de Madrid, alto y bajo. Erael niño mimado de las sacristías. Pero con quien mantenía amistad másestrecha era con cierto presbítero pálido, delgado, huesudo y miopellamado don Jeremías Laguardia. Este D.

Jeremías desempeñaba un cargo enel Tribunal de la Rota, tenía el título de predicador de S. M. y el deprelado doméstico de S. S. Era activo, intrigante, de genio vivo y tratocampechano. Godofredo y él se hicieron en poco tiempo íntimos amigos.Laguardia tenía tendencias a la dominación; le gustaba servir a losamigos, pero dominándolos. Godofredo, por su temperamento suave y dócil,se acomodaba admirablemente a estas tendencias. Todas las tardes, sindejar una, venía D. Jeremías a buscar a Godofredo para salir de paseo, ytodas las mañanas, sin dejar una tampoco, iba Godofredo a oír la misaque D. Jeremías decía en San Ginés. Recientemente el prelado domésticohabía hecho un viaje a Roma, y trajo para su amigo nada menos que untítulo de hijo predilecto de la Iglesia. Godofredo estaba loco dealegría. Decía que no cambiaría aquella distinción por la cartera deministro. D.ª Carolina lloró de gozo y le abrazó con efusión al saber lanoticia. Presentación se ruborizó de placer.

Pues este presbítero, tan servicial como voluntarioso, fue el encargadode conducir las negociaciones para el matrimonio. Godofredo le confiósus poderes o se los tomó él; no es fácil averiguarlo. De todos modos,cierta mañana llegó a casa del ingenioso Sánchez y tuvo una larga ysecreta conferencia con los señores. Lo que pasó en esta entrevista nose supo, pero sí pudo observar quien le siguiera los pasos que Laguardiase quitó las gafas para limpiarlas tres o cuatro veces antes de llegar acasa; signo evidente de preocupación: las habituales contraccionesnerviosas de su rostro se multiplicaron hasta llamar la atención de lostranseúntes.

No se alteró el curso de los sucesos en apariencia. Godofredo siguióacudiendo a casa de su novia. El matrimonio parecía definitivamenteconcertado. No obstante, cuando menos podía esperarse, Presentaciónrecibió una larga epístola de su futuro en que a vueltas de mil frasesdulces, untuosas, impregnadas de resignación cristiana, le manifestabaque por el momento le era imposible pensar en casarse. ¡Rudo golpe paraél, que se juzgaba próximo a realizar el sueño de su vida! El deber, undeber penosísimo, le obligaba a desatar el lazo que con tal anheloaspiraba a hacer indisoluble. Sólo la Religión (con r grande), la fe yla tranquilidad de la conciencia podrían esparcir un bálsamo sobreaquella herida incurable. Godofredo guardaba silencio sobre lanaturaleza del deber que le obligaba a faltar a su palabra.

La carta cayó como una bomba sobre la familia Sánchez. D. Pantaleón,aunque sintió el disgusto de su hija, sólo vio en la determinación deLlot un fenómeno fisiológico, pero se guardó bien de explicarlo. En elestado de exaltación en que se hallaban los ánimos pudiera levantar unconflicto. D.ª Carolina era la única que sabía a qué atenerse. Elpresbítero, en su conferencia, había insinuado la palabra dote. La buenaseñora manifestó que no eran ricos y que sus hijas no podían llevarla almatrimonio. Con esto el presbítero protestó de su intención alpronunciar aquella palabra, declarando que nada había más indiferente ainsignificante en el matrimonio que el dinero. «Una niña virtuosa,inocente, piadosa, como su hija, era un tesoro inapreciable. Losintereses cosa deleznable que un joven virtuoso también y de talento,como su amigo, despreciaba absolutamente.» Sin embargo, D.ª Carolinatenía la certeza que ésta era la clave de la incomprensible epístola.

Presentación lloró, pateó, escribió una carta llena de insultos altraidor, y durante varios días fue el tormento y la compasión de suspadres. Mario tomó parte también muy viva en su pesar. Con él desahogósu pecho la dolorida niña, comunicándole las sospechas que agitaban sualma.

—Créeme, Mario, Godofredo está muy engreído. Tanto le adulan por lobien que escribe, tantos piropos le echan las condesas y las duquesascon quienes trata, que ha llegado a despreciarnos. Sobre todo, desde quele han hecho hijo predilecto de la Iglesia, te aseguro que se habíapuesto irresistible. Me hablaba con un tono de superioridad y hasta decompasión que me hería; estaba distraído, me contradecía en todo lo quehablaba y se manifestaba tan frío que me dejaba casi todos los díasllorando. Ya ves... Mario—añadió limpiándose las lágrimas que lebrotaban a los ojos,—el que sea hijo predilecto de la Iglesia no meparece motivo para que desprecie a una mujer que tanto le quería.

—¡Claro que no!

Tan mal le pareció la conducta de su amigo que resolvió pedirleexplicaciones acerca de ella. Presentación se oponía.

—No es por ti solamente—le respondió Mario.—Es que lo que contigo hahecho resulta en ofensa mía, y quiero saber si puedo seguir siendo suamigo.

Trató de verle en el café; pero Godofredo no asistía allí desde elrompimiento de sus relaciones, por no tropezar con la familia Sánchez.Entonces se decidió a ir a su casa.

Llot vivía en una de huéspedes,modesta y patriarcal, de la calle de Jesús del Valle. El parajetranquilo, los tiestos de flores que observó en los balcones, laescalera limpia y blanqueada y la sencilla amabilidad de la porteraprodujeron excelente impresión en nuestro escultor. La casa teníamarcado sabor conventual; había allí algo puro, inmaculado, quecorrespondía admirablemente con la inocencia y las costumbres devotas desu amigo. Es imposible, pensó al tirar del cordón de la campanilla, queese muchacho haya ejecutado una acción tan fea si no es por algún motivoinvencible.

Salió a abrirle una vieja, y luego acudió otra, y luegootra, todas muy limpias, muy charlatanas, muy risueñas. La primera seinformó de lo que traía por allí. Al saberlo, cayó en un espasmo dealegría tal que nuestro joven no pudo menos de sonreír.

—Viene a ver a D. Godofredo—dijo comunicándole la feliz noticia a lasegunda.

Ésta la recibió con el mismo gozo y se apresuró a ponerla enconocimiento de la tercera, que se sintió no menos satisfecha. Las tresse le quedaron mirando en silencio, dulces y placenteras, como siestuviesen contemplando una persona querida que no hubiesen visto enmucho tiempo.

—Pero en fin, ¿está en casa?—preguntó al cabo, un poco molesto deaquella risa inmotivada.

—¡Pues no ha de estar, señor! ¡A estas horas no ha de estar!—exclamóla primera en el colmo de la sorpresa.

—D. Godofredo no sale nunca después de almorzar—dijo otra.

—Espera a D. Jeremías para tomar café. No hace más que un momento queha llegado—manifestó la última.

—¡Ah! ¿Tiene visita? Entonces me vuelvo—replicó Mario retrocediendo.

Pero ya una de las viejas había cerrado la puerta.

—¡Cómo! ¡No faltaba más! Pase usted, caballero, pase usted. D. Jeremíasno es visita. Siga, siga, señor; siga adelante.

Y las tres le empujaban por el pasillo hablando a un tiempo, asustadassin duda de que por motivo tan baladí quisiera destruir su felicidad.

El pasillo resplandecía de blancura. Aquí y allá había colgadas algunasestampas piadosas. Mario creía percibir el olor del incienso. Al llegara cierta puertecita adornada con una cortina de cuero, como sólo se veen las iglesias, una de las viejas llamó con los nudillos.

—¿Se puede?

—Adelante—respondió de adentro una voz que no era la de Godofredo.

La vieja levantó el pestillo y empujó la puerta. La estancia queapareció a los ojos de Mario semejaba talmente una capilla. Había allítanta estampa con marco dorado, tanto fanalito, tantas palmas y florescontrahechas, que sorprendía no oír el sonido del órgano y el rezo delos fieles. Las cortinas de damasco con una franja de galón dorado.

Losmuebles viejos y lustrosos por el uso. Había una cómoda con un SanAntonio de madera encima y dos candeleros de plata a los lados, queparecía exactamente un altar.

Para que la semejanza fuese más completa,había también su pila de agua bendita.

En aquel tabernáculo no podía alojar un hombre como los demás, sino unalma pura y virginal, una blanca paloma, un cordero místico, un San LuisGonzaga o una Santa Catalina de Sena. Mario notó, al poner el piedentro, el perfume de placidez y candor que exhalaba y sintiose poseídode respeto. Sin embargo, en el fondo de la estancia no había ningúnángel en oración o virgen en éxtasis, sino dos hombres tomando café alpie de un velador y saboreando copitas de ron. D. Jeremías Laguardia,muellemente recostado en una mecedora, chupaba un tabaco habano detamaño disforme. Se había quitado los manteos, quedándose en sotana,libre y desembarazado como si estuviera en su casa. Godofredo selevantó apresuradamente al ver a Mario y sus cándidas mejillas setiñeron de vivo carmín.

—¿Tú por aquí? ¡Cuánto me alegro!

Y le abrazó cariñosamente y le obligó a sentarse, poniéndole una copadelante.

D. Jeremías no se levantó. Su cortesía se satisfizo con incorporarselevemente y enviar al advenedizo, a guisa de saludo, una mueca quequería parecer sonrisa. Mario se sintió cohibido. Aquel cura no le erasimpático.

Godofredo, repuesto de la sorpresa, se mostró amabilísimo con su amigo,le colmó de atenciones, hablando sin cesar. De tal modo, que parecíaevitar cuidadosamente por medio de una conversación varia a interesanteque Mario tuviese ocasión para decirle a qué había venido. Pero éste semostraba a cada instante más taciturno. Bruscamente le dijo:

—Godofredo, necesitaba hablarte algunos instantes a solas. Tú me dirása qué hora puede ser.

—¿A solas?—preguntó el terso joven, ruborizándose de nuevo.—¿Por quéa solas?

—Pueden ustedes hacerlo ahora mismo, porque yo me voy—dijo elpresbítero levantándose.

Pero Godofredo le tiró de la sotana y le obligó a sentarse de nuevo.

—De ninguna manera, padre. ¡No faltaba más! Todo lo que Mario ha dedecirme puede usted escucharlo muy bien. ¿Verdad, querido?—añadiódirigiéndose a su amigo con amable sonrisa.

Mario quedó confuso.

—Sin embargo, podemos dejarlo para otro día... Yo quisiera que nuestraconversación fuese sin testigos.

—¡Si el padre Laguardia es mi director espiritual!—exclamó el piadosojoven volviendo hacia éste su rostro iluminado por una sonrisa deafección filial y sumisión.—Cuanto puedas decirme no importa que seaescuchado por él. Si no tiene importancia, porque es indiferente que losepa. Si atañe a mi conciencia, porque estoy obligado a comunicárselo enel tribunal de la penitencia.

La fisonomía nerviosa del presbítero ejecutó algunas fuertescontracciones. Para mostrarse enteramente neutral dio un largo chupetónal cigarro, envió la bocanada de humo al aire y se quedó mirando altecho.

La sorda irritación que Mario abrigaba contra su amiguito creció. Pensóque no quería quedarse a solas con él por miedo a las recriminaciones. Yresolviéndose de pronto dijo con cierta aspereza:

—Pues bien, el objeto de mi visita ya debes suponerlo.

Godofredo le miró con ojos de asombro, tan dulces y candorosos que suirritación se calmó un poco.

—No quiero que supongas—añadió evitando su mirada—que nadie me envíaa ti.

Lo mismo mi cuñada que sus padres tienen bastante dignidad para noacordarse más del santo de tu nombre. Pero has sido mi amigo hastaahora, me has dado parte de tu matrimonio con mi hermana política, y alromperlo tan bruscamente creo tener derecho a pedirte una explicación.Deseo saber si desde que este señor ha ido a casa de mis suegros apedirles la mano de Presentación tienes algún agravio de ellos o deella.

Godofredo se puso rojo de nuevo y luego pálido. Al cabo balbució contrabajo:

—Yo creo que mi carta...

—Tu carta es un verdadero cien pies. Después de haberla leído concuidado dos veces, nada he sacado en limpio. Hay en ella una vaguedadque parece premeditada y hasta ofensiva. Reconozco tu derecho a romperun lazo que la ley no había consagrado todavía, pero debes de comprenderque sobre la ley está la decencia, y que entre personas decentes lapalabra algo vale. El que la rompe sin motivo podrá no tener pena, perodesde luego queda castigado en la conciencia de las personas honradas.

—¡Mario, por Dios! Me estás tratando con mucha dureza—respondióatribulado el joven, haciendo pucheros para llorar.

—Va usted a dispensarme que intervenga en este asunto—manifestóentonces el presbítero con voz que parecía el chirrido de una bisagraenmohecida, incorporándose un poco y llevándose nerviosamente la mano alas gafas para sujetarlas.—Las relaciones que mi amigo Llot sosteníacon su señora cuñada han terminado no porque mediase agravio alguno,sino por un deber de conciencia.

—¡Ah, no sabía que Godofredo tuviese un compromiso de honor! De todosmodos, debiera declararlo antes del paso que ha dado, o usted en sunombre.

—No es eso, querido, no es eso—repuso el cura con sonrisa de lástima,recostándose de nuevo y chupando el cigarro.—No se trata de uncompromiso como el que usted supone maliciosamente. Mi amigo Llot es unjoven de costumbres intachables. ¡Ojalá hubiese muchos como él! Lo quehay es que por las cualidades que Dios le ha concedido se le ofrece unporvenir brillante, y que este porvenir brillante puede ser cortado porun matrimonio hecho a tontas y a locas, esto es, sin ciertas condicionesque yo juzgo de absoluta necesidad en este caso.

Mario se sintió molestado por estas palabras y replicó con viveza:

—¿Pero qué tiene que ver con esto el deber de conciencia de que ustedhablaba?

—¡Ahí verá usted!—replicó el presbítero con la misma sonrisa delástima. Y añadió después de una pausa que se prolongó hasta rayar en lainsolencia:—Los hombres a quienes la Providencia tiene reservadosciertos destinos, Sr. Costa, no se pertenecen.

Mario quedó sorprendido.

—¡Ah! ¿De modo que porque Godofredo tiene un porvenir brillante estáexento de cumplir sus palabras?

—¡Eso es!—replicó el padre Laguardia, sonriendo de igual modoinsolente.

Levantó un poco los pies para mecerse y chupó el cigarro convoluptuosidad.

Aunque nuestro joven no tuviese un temperamento irritable, antes alcontrario había dado siempre pruebas de paciencia, los modales groseros,despreciativos, del presbítero estaban a punto de hacérsela perder.

—El porvenir de Llot—se dignó al cabo decir—es de un géneroparticular. En la actualidad, como usted debe de saber, no es fácilhallar hombres que desde el comienzo de la vida manifiestensentimientos piadosos, se unan con el corazón y la inteligencia a ladoctrina de nuestra madre la Iglesia. La juventud está corrompida hastalos huesos. No hay muñeco que no haga gala en el día de pisotear lospreceptos religiosos. Así, cuando aparece un joven como Llot, que a uncorazón puro y a una piedad ardiente une el talento, la ilustración, laelocuencia...

—¡Padre, por Dios!—exclamó Godofredo angustiosamente.

—Cuando al talento, la ilustración y la elocuencia—siguió Laguardiasin mirar hacia él y dirigiéndose siempre a Mario—une además lamodestia, entonces cualquiera puede decir: «Ese muchacho está llamadopor Dios para algo grande, para ser un baluarte de la fe y combatir losperniciosos errores que andan esparcidos por el mundo.» Los que tenemosla dicha de mantenernos firmes en medio de la tempestad, los queflotamos por la gracia de Dios en este mar de la incredulidad, tenemosel deber de ayudarle. Ahora bien, un matrimonio realizado con ciertosrequisitos que no necesito explicarle puede matar en flor las esperanzasque sobre él tenemos fundadas.

—Usted me permitirá. Yo pienso que un hombre debe portarse bien entodos los momentos de su vida, cualesquiera que sean las esperanzas quesobre él funden sus amigos.

—Hay que distinguir, amigo; hay que distinguir—dijo el presbíterovolviendo a su actitud grosera.—Los hombres no somos iguales. Haydeberes generales a todos y los hay particulares a cada uno según suscircunstancias. Si Llot fuese un cualquiera, un empleadillo de malamuerte, eso que usted dice estaría perfectamente. Siendo un hombreexcepcional no puede sacrificar deberes altísimos a otros más pequeños,teniendo en cuenta que en sus relaciones amorosas nada hubo que puedaperjudicar en lo más mínimo la honra de su señora cuñada.

Mario se sintió herido y confuso. Pensó, y acaso no le faltaba razón,que lo del empleadillo de mala muerte iba con él. La sonrisadespreciativa del presbítero le enrojecía la cara como una bofetada.

—Dígale usted ahora, padre—profirió Godofredo,—que yo, en esteasunto, no he hecho más que acatar los consejos de mi confesor.

—Los consejos no; los mandatos—chilló Laguardia.—Yo, como su directorespiritual, le he ordenado renunciar a ese matrimonio. Sé que se hahecho violencia para ello. ¡Tanto más meritorio!

Al pobre Mario, poco diestro y menos aficionado a las polémicas, no sele ocurrió nada para combatir las teorías del presbítero. Las dio porbuenas guardando silencio.

Sintió malestar indecible y pesar de habervenido.

Godofredo se apresuró a cambiar de conversación. Se habló de los amigosdel café; le hizo mil preguntas acerca de él mismo, enterándose con vivointerés de su niño.

Estuvo obsequioso y amable como él solo sabíaestarlo. Era la dulzura personificada.

En cambio Laguardia, que por lovisto había medido el alcance de Mario en los negocios de la vida, nohizo ya de él caso alguno. Habló, chilló, rió, manoteó, dirigiéndose asu amigo como si estuvieran solos. Imposible mostrar una indiferenciamás despreciativa.

Cada vez más triste y confuso, Mario se levantó al fin y se despidiófríamente.

Godofredo le acompañó hasta la puerta de la escalera.

—Puedes creerme, Mario; me ha costado muchas lágrimas el obedecerle. Sino fuese por el cumplimiento de mi deber, jamás hubiera renunciado a ladicha de contraer matrimonio con tu cuñada. Te ruego se lo hagaspresente, y que nunca la olvidaré en mis oraciones—le dijo al darle lamano, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

¡Pero qué facilidad tenía aquella criatura para liquidar sus penas!

Mario marchó, con la cabeza baja y el alma llena de repugnancia, haciacasa de sus suegros. Y en el camino fue cuando se le ocurrieron milargumentos para desbaratar el sofisma del cura Laguardia. Siempre lepasaba lo mismo. No era pronto más que para ver

y

sentir:

suinteligencia

perezosa

necesitaba

tomarse

tiempo

para