El Deseo by Hermann Sudermann - HTML preview

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—¡Olga!

Vi que la alegría iluminaba su rostro y yo tuve en ese momento como lasensación de una mano extraña que me oprimía el pecho; pero no medesconcerté, y recurriendo a todo mi orgullo, continué:

—Roberto, sé que me despreciarás cuando sepas lo que voy a decirte;pero es necesario que te lo diga, para que te convenzas de que no debespartir. No he sido franca contigo, Roberto; he burlado tu confianza.

Y con la respiración jadeante, arrancando penosamente las palabras de migarganta, le conté lo que había hecho con sus cartas.

Estaba lejos de haber concluido, cuando de pronto me tomó en sus brazosy me atrajo hacia él.

—Olga, ¿es verdad?—exclamó fuera de sí en su gozo.—

¿Puedes jurarmeque es la verdad?

Hice un signo afirmativo, pues el miedo, que hacía pasar por todo micuerpo un calofrío delicioso, me había quitado el uso de la palabra.

—¡Que Dios te lo pague, buena e inteligente niña!—

exclamóestrechándome contra su pecho.

Y mi respiración se cortó en una deliciosa angustia. Dejé caer mi cabezasobre su hombro y cerré los ojos. Entonces me estremecí al sentir quesu boca se posaba en mis labios. Me pareció que una llama me habíaquemado. Y me besó otra vez, otra y otra: el gozo y el agradecimiento lehabían hecho perder la razón.

Pero yo pensaba: «¡Ojalá nunca concluya este instante!» Y los calofríosme sacudían sin interrupción mientras mi cuerpo yacía inerte y sinfuerzas entre sus brazos. Una sola vez me pasó por la cabeza estepensamiento: «¿Puedo devolverle sus besos?» Pero no me atreví.

¿Cuánto tiempo me tuvo así? No lo sé: de repente sentí que mi cabezachocaba rudamente con el borde del sofá. El dolor me hizo salir como delas profundidades de un sueño.

Me quedé allí sin movimiento, tratando de recobrar aliento.

Roberto lo notó y exclamó muy asustado:

—Estás muy pálida, niña, ¿te has hecho daño?

Dije que sí por señas, y agregué que aquello no era nada, que prontopasaría. Pero bien sabía que no había de pasar, que esa impresión segrabaría en mis sentidos y en mi corazón con letras de fuego, que lallama de ese instante retemplaría mi corazón durante más de una larga yfría noche de invierno, esa llama que no era sin embargo sino el reflejode su amor por otra. Sabía todo eso y me parecía que me iba a ahogarbajo el peso de ese pensamiento. Pero pronto me repuse, pues habíaaprendido a dominar mis nervios.

—Roberto—dije,—voy a darte un consejo, y después dejarás que mevaya, porque estoy algo cansada.

—¡Habla, habla—exclamó,—haré ciegamente lo que quieras!

Y cuando lo miré, no pude impedir exhalar un profundo suspiro de dolor yde júbilo, pues pensaba: «¡Te ha tenido en sus brazos!»

Habría querido dejarme caer nuevamente con los ojos cerrados en laesquina del sofá y fingir todavía un poco el desvanecimiento, pero melevanté vivamente y dije:

—Creo que Marta no cerrará los ojos esta noche; esperará el momento enque salgas de la casa. Querrá verte partir; como su habitación da aljardín, vendrá a la tuya o a la que está al lado.

Cuando estés al pie dela escalera, espera un poco y luego haz como si hubieras olvidado algo,y entonces... entonces...

No pude decir más, pues oía resonar en mí con demasiada violencia, yacomo un sollozo, ya como un grito de alegría, estas palabras: «¡Te hatenido en sus brazos!»

Tuve miedo de no poder dominar mi emoción por más tiempo y quise huirprecipitadamente, sin una palabra de despedida.

Cuando abrí la puerta, vi delante de mí a Marta.

Allí estaba ella, descalza, a medio vestir, pálida como una muerta ytemblorosa. No pudo hacer un movimiento; sin duda le faltaron lasfuerzas.

Y en el mismo instante oí detrás de mí un grito de gozo; vi que Robertose lanzaba, pasaba a mi lado y recibía en sus brazos a la desdichadaque se tambaleaba.

—¡A Dios gracias, ahora eres mía!

Estas fueron las últimas palabras que oí; huí a mi cuarto como si lasfurias me hubieran perseguido, me encerré y derramé lágrimas, lágrimasamargas.

XI

Salvaré rápidamente los años que siguieron con sus desgraciasfulminantes y su largo cortejo de sufrimientos. Ellos me dieron lamadurez y me hicieron mujer.

Ocho meses después de aquella noche, trajeron a papá a la casa en unadral; se había caído del caballo y sufría de graves lesiones internas.

A los tres días murió. En medio de las calamidades que cayeron entoncessobre la casa, fui la única que conservó toda su sangre fría. Marta,aniquilada, se abismó en su dolor y mamá—

¡la pobre y queridamamá!—había permanecido durante tantos años sentada cómodamente y enpaz al lado de la estufa tejiendo medias y mascando frutas azucaradas,que no quería ni podía concebir que aquella existencia cambiara. No dijouna palabra, apenas derramó una lágrima, pero el mal que la roíainteriormente, hizo rápidos progresos y, aun cuando hubiera salvado dela fiebre tifoidea que la acometió cuatro semanas más tarde, el pesar sela habría llevado seguramente.

Ambos reposaban entonces en el cementerio, Marta y yo, huérfanas,abandonadas, nos quedamos en la granja desierta, esperando el momento enque se nos expulsaría. Por mi parte sabía el camino que tenía queseguir, sabía que el porvenir no me ofrecía otra perspectiva que la deganar duramente mi pan al servicio de otros. No vacilaba y no discutíacon mi destino: tenía suficiente energía, suficiente orgullo para vivirsola aun en el extranjero. Pero temblaba por Marta, que, menos quenunca, podía vivir sin consuelo ni afecto.

El día de su casamiento parecía todavía muy lejano. Roberto no podíahacerla esperar mucho más sin exponerse a verla extinguirse un díaagotada por la pena, como una lámpara que ya no tiene aceite.

No me equivocaba en mis cálculos. Él no había podido asistir a losentierros, sin embargo, cada vez había mandado una palabra de consuelo aMarta para ayudarla a pasar las horas más penosas. De vez en cuandocaían de sus cartas algunas migajas para mí, de las cuales me apoderabacon avidez, como quien se siente morir de hambre.

Un día, él mismo se presentó.

—¡Esta vez vengo a buscarte!—le gritó a Marta.

Ella se dejó caer sobre el pecho de Roberto y lloró. ¡Cuán feliz era!Pero yo me retiré al emparrado más sombreado del jardín y, abandonándomea mis reflexiones, me pregunté si mi corazón no tendría también algúndía un hogar en que pudiera refugiarse tanto en las horas felices comoen las horas de angustia. Bien sentía que esos eran vanos sueños, puesel único lugar en el mundo... en fin, sentí nacer en mí un orgullo y unaamargura tales, que todo mi ser se llenó de hiel, y me desprendí consombría aspereza de los brazos de los míos para encerrarme sola en midolor.

Querían llevarme con ellos, hacerme compartir lo poco de felicidad queles quedaba todavía: me crearía un interior en la casa de mi cuñado;pero rechacé su ofrecimiento con fiera obstinación.

Ambos trataron en vano de resolver el enigma de mi conducta, y Marta,que se desesperaba al pensar que no me tocaría la menor partícula de sudicha, venía a menudo por la noche junto a mi cama y lloraba sobre mihombro. Entonces me ruborizaba de mi obstinación, le dirigía milpalabras afectuosas como a una criatura, y no la dejaba irse sino cuandohabía visto brillar por entre sus lágrimas una sonrisa de esperanza.

Durante ocho días, Roberto trabajó sin descanso en poner orden ennuestros negocios y en buscar un comprador. No nos quedó sino muy pocacosa; pero tampoco necesitábamos nada.

En seguida, se realizó sin ruido la ceremonia del casamiento.

El viejomayordomo principal y yo fuimos los testigos, y a guisa de comida debodas hicimos una visita al cementerio, para despedirnos de las tumbasrecientemente cerradas, cuya arena amarilla comenzaba a desaparecerbajo débiles tallos de yedra.

Durante las últimas semanas, había buscado en secreto una situación queme conviniera. Se me habían hecho diversos ofrecimientos; no tenía másque elegir. Cuando Roberto vino a buscarme y, con una arruga deinquietud en la frente, me hizo esta pregunta: «¿Qué vas a hacer ahora,Olguita?» le expuse con una sonrisa tranquila mis proyectos para elporvenir.

Sobrecogido de admiración juntó las manos y exclamó:

—¡Verdaderamente, te envidio! ¡Harás camino, tú!

Y la misma Marta me envidiaba, bien lo veía en los ojos tristes quefijaba en él y en mí; habría deseado, para sacrificarlas a Roberto, todala fuerza, toda la energía que me daba la juventud.

La besé, traté dealentarla, y en la mirada suplicante que dirigió a su marido, leí estepensamiento: «Te doy todo lo que soy; perdona que sea tan poca cosa.»

Al día siguiente por la mañana nos separamos; la joven pareja se dirigióa su nuevo domicilio y yo partí para el extranjero.

XII

No hablaré de los tres años que pasé en tierras extrañas. Todas lasvejaciones, todas las humillaciones que sufrí durante ese tiempo, se hangrabado en mi alma con caracteres indelebles; han endurecidocompletamente mi corazón y me han inspirado la indiferencia y ladesconfianza para con todas las criaturas humanas. He aprendido adespreciar su odio y más aun su amor; he aprendido a sonreír, cuando eldolor me desgarraba el corazón con sus garras de acero; he aprendido allevar la frente alta, cuando habría querido, de vergüenza, ocultarla enel polvo.

Los largos días vacíos, lejos de todo afecto, que pesan como plomo sobrelos hombros, la carga aplastadora de las tinieblas durante las nochessin sueño, las adulaciones dictadas por la codicia, que suenan a falso ydan náuseas, los celos de rivales cuyo mutismo obstinado irrita: todoeso he conocido.

En verdad, era duro el pan que comí en el extranjero, ¡y cuántas veceslo mojé con mis lágrimas!

El único consuelo, la única alegría que me quedaban, eran las cartas deMarta. Me escribía con frecuencia, en ciertas épocas hasta todos losdías, y las más de las veces encontraba en ellas un post-scríptum de laletra desigual y atormentada de Roberto. ¡Oh, cómo me echaba sobreellos, cómo devoraba su menor palabra!

Gracias a esas cartas, vivía con ellos, por decirlo así.

Su vida no era alegre—Dios sabe que no—pero en fin ¡era la vida! Amenudo la desgracia caía sobre ellos; entonces ambos, Roberto con todasu fuerza, Marta en su debilidad, parecían dos niños sin apoyo,abandonados, y yo tenía que intervenir para ayudarlos con mis consejos ydarles valor.

Al fin estuve a tal punto familiarizada con su círculo, que habríapodido reconocer por su aspecto y por su voz a cada uno de sus criados,de sus amigos, de sus conocidos. Sentía por la tía Hellinger el odio másvehemente, por el viejo médico el afecto más profundo; en cuanto a lamultitud indiferente de los burgueses, de miradas indiscretas ypérfidas, que computaban tan exactamente y calculaban con sus dedos laruina de Roberto, les reservaba mi desprecio más glacial.

—¡Oh! ¡Si yo estuviera en su lugar—me decía con frecuencia rechinandolos dientes, cuando Marta se lamentaba y me pintaba todo lo que teníaque sufrir en sus relaciones,—cómo les mostraría la puerta a esos lonjistas fríos y altaneros; cómo los haría arrastrarse a mis pies, enel polvo, domados con el látigo de mis sarcasmos y de mi desdén!

Pero también tomaba parte en sus pequeños goces. La veía reinar como amaen la granja, veía en su derredor a la pequeña tropa de servidores aquienes animaba la mejor voluntad, y habría querido mostrarme másbondadosa, más caritativa aun que ella lo era, ella que ocultaba unaalma de ángel bajo una apariencia humana.

La veía sentada al sol en el balcón, inclinada sobre su costura; la veíagozar del descanso de mediodía bajo los frondosos tilos del jardín; laveía, mientras la voz de su marido retumbaba en el patio y junto a ellala cafetera cantaba su dulce canción; la veía, esperando que él entrase,seguir con mirada soñadora los copos de nieve que revoloteaban en elaire.

Vivía así con ellos, mientras mis días se sucedían vacíos y sin gozo,como los anillos de una cadena sin fin.

En el curso del tercer año, Marta me confió que el deseo más ardiente deRoberto iba a realizarse, que la plegaria que tan a menudo ella habíarezado en el silencio de la noche, había sido oída: se sentía madre.Pero al mismo tiempo crecía en ella el temor de que su frágil y débilcuerpo no pudiera soportar la grave prueba que la esperaba. Yo compartíasu esperanza y sus temores; quizá estaba aún más inquieta que ella, puesla soledad y la distancia abultaban y desfiguraban las escenas quecreaba mi imaginación.

Más de una vez por la noche me desperté con la cara bañada en lágrimas,pues la había visto ya muerta en sueños. Un recuerdo de los primerosaños de mi juventud me volvía a la memoria: la había encontrado un díatendida en el sofá, rígida, pálida, semejante a un cadáver, y no podíaapartar esa imagen de mi pensamiento. Mientras más se acercaba elmomento crítico, más me consumía la inquietud. Mi salud comenzaba aresentirse de las extravagancias de mi cerebro, y las personas extrañasentre las cuales vivía—no pronunciaré su nombre, no merece figurar enestas páginas—no existieron ya para mí sino como fantasmas.

Las últimas cartas de Marta revelaban orgullo, respiraban júbilo yesperanza. Sus temores parecían haberse disipado, nadaba ya en lasdelicias que le prometía la maternidad.

Después siguieron tres días en que estuve sin noticias, tres días detortura y de fiebre; al fin llegó el telegrama de mi cuñado:

«Marta dio luz varón con felicidad. Te reclama, ven pronto.»

Con el telegrama en la mano corrí en busca de mi patrona y le pedípermiso para ausentarme por el tiempo necesario. Ella me lo negó.Inmediatamente, encolerizada, le arrojé mi dimisión a la cabeza y exigíen el acto mi libertad. Buscaron excusas: mi presencia era indispensableen ese momento, debía por lo menos rendir cuentas y entregar, según lasreglas, la dirección de la casa a la persona que me reemplazaría; enresumen, me retuvieron dos días enteros bajo los pretextos más fútiles;se habría dicho que querían hacer sentir una vez más a la sirvienta quese había mostrado tan altiva, toda la ignominia de su humilde situación.

En seguida vino una noche en ferrocarril, una noche de pesadoembotamiento, en el ruido ensordecedor del vagón; una mañana pasadatiritando entre baúles y cajas de sombreros, en una sala de esperadesierta, cuyo olor a cerveza me daba náuseas.

Después seis horas más,oprimida entre un comerciante viajero y un judío polaco, en loscalientes cojines de una diligencia, y al fin surgieron ante mis ojos,en los fuegos de una tarde de otoño, las torres de la pequeña poblaciónen que los seres que me eran más caros, los únicos a quienes quería eneste mundo, habían edificado su nido.

XIII

Poco faltaba para la puesta de sol cuando bajé de la diligencia; entrelas ruedas, las hojas muertas revoloteaban en pequeñas trombas.

Mi corazón latía con violencia. Miré en torno mío. Creía ver adelantarsea mi encuentro la gigantesca silueta de Roberto, pero no había allí másque algunos papanatas que me miraron con los ojos muy abiertos,extrañados de esa aparición desconocida.

Pregunté el camino al conductory, contando para lo demás con las descripciones de Marta, me puse solaen marcha.

En las puertas bajas de las tiendas había grupos de personas queconversaban. Por delante de mí, algunos paseantes avanzabantranquilamente, a pasos lentos. Al acercarme se detuvieron, me miraronde pies a cabeza como a un animal curioso y, tan pronto como les di laespalda, oí detrás de mí cuchicheos y risas ahogadas. Me invadió uncalofrío al observar esa curiosidad malevolente de aldea.

Me sentí aliviada cuando vi alzarse frente a mí las torres de lapuerta. Conocía muy bien esa puerta: Marta en sus cartas la llamaba la puerta del infierno, porque tenía que pasar por ella cuando iba a laciudad, llamada por su suegra.

Al penetrar bajo la obscura bóveda, vi de improviso el

«castillo,» enmedio del arco de la puerta que le formaba como una especie de marconegro.

Estaba apenas a una distancia de mil pasos. Las blancas paredes de lacasa, que los rayos del sol poniente bañaban con un matiz purpúreo,surgían de entre un grupo de árboles de onduloso follaje. Los techoscubiertos de zinc relumbraban; se habría dicho que de ellos caía unacascada de agua hirviente. Las ventanas parecían lanzar llamaradas, ypor encima de la techumbre se amontonaba una espesa nube, semejante a unpalio formado por un torbellino de humo negro.

Me oprimí el corazón con las manos; creí que sus latidos iban a rompermeel pecho, tan violenta era la impresión que experimentaba ante eseespectáculo. Durante un segundo tuve el sentimiento extraño de que debíaretroceder, huir a toda prisa, sin tregua ni reposo hasta que mesintiera protegida por la distancia.

Toda mi inquietud acerca de Marta desaparecía ante esa angustiamisteriosa que me oprimía la garganta hasta ahogarme.

Me traté decobarde y de insensata, y, reuniendo todas mis fuerzas, entré en elcamino, donde el paso de los coches había dejado pequeños charcos, yamedio secos, que lucían como espejos. El viento que pasaba por las cimasde los álamos, hacía oír un sordo murmurio que me acompañó hasta lapuerta de la granja. En el mismo instante en que la pasaba, el últimorayo de sol desapareció detrás de las paredes de la casa y la sombra delos grandes tilos, que del parque se inclinaban sobre el camino, meenvolvió tan bruscamente, que creí que había llegado la noche.

Viejas paredes en ruinas, cubiertas de celedonia medio marchita, salíana derecha e izquierda de una confusión de escaramujos y de espinos: eranlos restos del antiguo castillo, sobre cuyos escombros se habíainstalado la granja. De todo aquello se exhalaba como un soplo de muertey de putrefacción.

Dirigí una mirada medrosa al vasto patio que el crepúsculo comenzaba aenvolver con un velo azulado. Al menor ruido me estremecía, me figurabaoír que la voz poderosa de Roberto me deseaba la bienvenida. El patioestaba desierto, era la hora del descanso y en él reinaba un silencioprofundo. Sólo oía, por el lado de las caballerizas, el crujidoparticular que se hace al aguzar una guadaña. Un olor de heno reciéncortado llenaba el aire con ese perfume a la vez dulce y acre que le especuliar.

Tímida y miedosa, como una intrusa, me deslicé lentamente a lo largo dela empalizada del jardín hasta la casa, que con sus montantes degranito, sus torrecillas y sus piñones que el tiempo había cubierto deun matiz gris, parecía lanzar sobre mí una mirada sombría yamenazadora. De trecho en trecho la capa de yeso había caído y dejabaaparecer las piedras negruzcas de las paredes. Se habría creído que eltiempo, como una larga enfermedad, había cubierto de llagas ese cuerporespetable.

La puerta de entrada estaba abierta.

Penetré en un gran vestíbulo obscuro, del que se desprendía un olor decal y de moho. Por unas lumbreras de vidrios multicolores y cubiertas detelarañas, que, abiertas muy junto al cielo raso, parecían nidosluminosos, entraba a la sala un débil resplandor, apenas suficiente parapermitir que se distinguieran en la obscuridad los grandes armarios quese alineaban a lo largo de las paredes. Una raya de luz más clara caíasobre una ancha escalera cuyas gradas gastadas descansaban en pilastrasde piedra. Altas puertas de roble, arqueadas, conducían a diferenteshabitaciones, pero no me atreví a acercarme a ninguna de ellas: se mefiguraban las puertas de una prisión. Allí estaba todavía, con elcorazón oprimido, buscando un camino, cuando la puerta de entrada seabrió bruscamente y dos grandes molosos, manchados de amarillo, seprecipitaron hacia mí.

Lancé un grito. Los monstruos me saltaron encima, olfatearon mis ropas yvolvieron a salir lanzando furiosos aullidos.

—¿Quién está ahí?—gritó una voz, cuyo timbre grave y poderoso habíacreído oír a menudo, en mis desvelos como en mis sueños.

Una sombra apareció en el umbral: era él.

Nubes rojas flotaron delante de mis ojos. Me pareció que mis pieshabían echado raíces en el suelo. Respiraba con dificultad y me apoyé enel pilar de la escalera.

—¿Quién está ahí? ¡Qué diablos!—gritó otra vez, tratando en vano dever en la obscuridad.

Toda mi arrogancia me volvió. Estaba tranquila y altiva cuando me habíadespedido de él algunos años antes, quería ser la misma parapresentármele entonces. ¿Acaso necesitaba saber todo lo que yo habíasufrido en el intervalo?

—Olga... en verdad... Olga, eres tú.

El júbilo ahogado que revelaba su voz hizo pasar en mis venas unasensación de calor y de bienestar. Creí por un instante que iba aecharme a su cuello y a llorar sobre su hombro para aliviar mi corazón,pero guardé mi reserva:

—¿No me esperabais?—pregunté, tendiéndole maquinalmente la mano.

—Pues sí, naturalmente, desde hace dos días te esperábamos pormomentos; es decir que comenzábamos a creer...

Había encerrado mi mano en las suyas y trataba de verme la cara. En suactitud había una mezcla particular de cordialidad y de embarazo:parecía que trataba en vano de encontrar en mí a su antigua amiga, suantigua confidente.

—¿Cómo está Marta?—pregunté.

—Ya lo verás—respondió él;—yo en esto nada entiendo. ¡Me parece tandébil, tan frágil! Me digo que será un milagro si se salva. Pero elmédico pretende que va bien, y lo que es él debe saberlo.

—¿Y el niño?—pregunté en seguida.

Rió con una ligera risa interior que llegó hasta mí en el crepúsculo.

—¡El niño, hum, el niño!...

Y en vez de concluir la frase, dio un puntapié a los molosos que de unbrinco abandonaron la casa.

—Ven—dijo en seguida,—voy a llevarte.

Subimos la escalera, en silencio, sin mirarnos.

«¡Ahora eres una extraña para él!»—me dije.

Y me sentí sobrecogida de angustia, como si acabara de perder unafelicidad acariciada desde mucho tiempo.

—Espera un momento—dijo él indicando con el dedo una de las puertasmás próximas,—voy a decirle una palabra para prepararla; de locontrario, podría hacerle daño la alegría.

Un instante después, me encontré sola en un largo corredor obscuro, debóveda elevada. Muy al fondo brillaban en llamaradas de un rojo sombríolos últimos resplandores del día moribundo que arrojaba sobre laspulidas baldosas un largo surco de luz. Sonidos vagos, que recordaban lavoz de un niño, herían mi oído cuando el viento se colaba bajo labóveda.

Un leve grito de gozo llegó hasta mí, a través de la puerta, y me hizoestremecer. Una oleada de sangre ardiente invadió mi corazón; creí queiba a ahogarme. En seguida la puerta se abrió y la mano de Roberto measió en la obscuridad: me dejé llevar sin tener conciencia de lo quehacía, y no salí de mi estupor sino en el momento en que caí derodillas, sollozando, junto a la cama, y oculté la cara en lasalmohadas, mientras una mano húmeda y caliente me acariciaba la cabeza.

Una sensación que ya no conocía desde hacía años, una dulce sensación decalor, como la que se experimenta en el hogar paterno, penetraba yembriagaba mis sentidos. No osaba alzar los ojos, de miedo de que sedisipara.

La mano reposaba siempre en mi cabeza como una bendición del Cielo. Unagradecimiento infinito inundó mi corazón: me apoderé de esa mano quetemblaba en la mía, y posé en ella larga y tiernamente mis labios.

¿Qué haces, hermanita, qué haces?—dijo Marta con su voz cansada,ligeramente velada.

Me levanté. La vi delante de mí, pálida, con las mejillas huecas, y losojos, donde brillaban lágrimas, profundamente hundidos en las órbitas.Estaba blanca y delicada como un copo de nieve; azules e hinchadas venassurcaban su enflaquecido cuello, y su frente, de una blancura tantransparente que parecía que una luz lo iluminara interiormente, estabacubierta de gotas de sudor.

Había envejecido y enflaquecido mucho desde que yo no la había visto, ylas crisis por las cuales acababa de pasar, no parecían ser las únicasen haber ejercido sobre ella su obra destructora; pero había conservadosu sonrisa consoladora y bienhechora que servía de alivio a todos, auncuando ella misma estuviera en el más completo abandono.

—Y ahora no te volverás a ir—dijo ella, alzando los ojos hacia mí,como si no pudiera saciarse de mirarme.—Te quedarás con nosotros,

parasiempre;

¡prométemelo,

prométemelo

inmediatamente!

Guardé silencio. La felicidad me rodeaba, abrasadora como el fuego delcielo: era para mí un sufrimiento, una tortura.

—¡Insiste tú también, Roberto!—repuso ella.

Me estremecí. Lo había olvidado totalmente y ahora su presencia hacía enmí el efecto de un reproche.

—Dame tiempo para reflexionar, espera hasta mañana—dije enderezándome.

Sentía en mí el vago presentimiento de que mi residencia en esa casa nosería de larga duración: habría sido demasiada dicha para mí, pobreinfeliz a quien un destino despiadado condenaba a vivir en casa ajena.

Leí en el rostro de Marta el deseo de no lastimar mi susceptibilidad.

—Entonces hasta mañana—dijo en voz baja apretándome los dedos,—ymañana verás la falta que nos haces, comprenderás que sería necesarioque fuéramos locos, para dejarte partir nuevamente. ¿No es verdad,Roberto?

—¡Seguro, con toda seguridad!—dijo él soltando una carcajada que mepareció singularmente forzada.

Era evidente que se sentía mortificado en presencia de nosotras dos.Así, pues, no tardó en tomar su gorra como para retirarse, sin decir unapalabra.

—Enséñale nuestro hijo—murmuró Marta, al mismo tiempo que una sonrisade indecible felicidad pasaba por su rostro enflaquecido.

—Ven—dijo Roberto;—el niño duerme en la habitación contigua.

Me precedió, y escurrió con gran trabajo su ancho y pesado cuerpo por lapuerta entreabierta.

La cuna se alzaba allí en la luz rosada de la tarde. Entre los cojinesaparecía una cabecita roja, apenas más grande que una manzana. Suspárpados arrugados estaban cerrados y tenía en la boca uno de suspuñitos, con los dedos crispados como por una convulsión.

Mis miradas se apartaron del niño y a hurtadillas se fijaron en elpadre. Este había juntado las manos y contemplaba con piadosa atención aesa pequeña criatura humana. Una sonrisa indecisa, que expresaba tantoel embarazo como el júbilo, vagaba por sus labios.

Sólo en ese momento pude observarlo a mis anchas. El fulgor purpurino dela tarde caía directamente sobre su rostro y hacía resaltar claramentelos pliegues y las arrugas que se habían grabado en él durante esos tresúltimos años. Penas sombrías parecían asediar su frente; sus ojos habíanperdido el brillo y sus labios estaban agitados por un movimientonervioso en que creí leer a la vez una melancólica sumisión y unaimpotente rebeldía.

Me sentí presa de una