El Cuarto Poder by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¡Fondo!

El piloto dijo a los marineros que tenía a su lado:

—¡Arría!

El ancla cayó al mar con un ruido estridente de cadenas. La barca sedispuso a virar sobre ella.

—¿Vas a amarrarte a tierra, Domingo?—preguntó don Melchor.

—Sí, señor—respondió el capitán.

—No hay necesidad; amárrate en dos. Dentro de una hora podrásenmendarte.

—Tanto me cuesta uno como otro—dijo en voz baja el capitán alzando loshombros, y luego en voz alta añadió:

—¡Echa la de uso!

Otra ancla cayó al mar con el mismo ruido.

—¿Cómo le va a usted, tío?—dijo una voz dulce y varonil desde a bordo.

—Hola, Gonzalito. ¿Llegas bueno, hijo mío?

—Perfectamente; voy allá ahora mismo.

Y se bajó con gran agilidad por un cable al bote.

—Vamos a esperarle—dijo don Rosendo poniéndose a andar.

Pero la mano del señor de las Cuevas le sujetó como unas tenazas por elbrazo.

—¿Dónde va usted, hombre de Dios?

—¿Qué es eso?—preguntó el armador asustado.—¡Ah, es cierto! ¡No meacordaba de que estábamos en el segundo paredón!... La obscuridad...Tanto tiempo aquí... El mareo de estar con la vista fija... en elbarco... ¡Dios mío! ¿Qué hubiera sido de mí si usted no me sujeta?

—Pues nada, se hubiera usted deshecho los sesos contra las losas deabajo.

—¡Virgen Santísima!—exclamó don Rosendo poniéndose horriblementepálido. La frente se le cubrió de un sudor frío, y las piernas leflaquearon.

—No tenga usted miedo por lo que ya pasó, amigo. Bajemos a recibir aGonzalito.

Bajaron en efecto al muelle, donde acababa de saltar un joven alto,rubio, de gallardo aspecto, vestido con un largo gabán que casi lellegaba a los pies.

—¡Tío!

—¡Gonzalo!

Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes.También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tanpreocupado con el peligro que había corrido su existencia, que alinstante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar alas preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones porencargo del capitán.

Pusiéronse en marcha luego hacia la casa de don Melchor, situada en lomás alto de la villa, señoreando una extensión inmensa de mar. Duranteel camino, Gonzalo dejó que su tío fuese delante, y un poco acortadohizo algunas preguntas a don Rosendo acerca de su familia.

—¿Cómo está doña Paula? ¿Le ha desaparecido la rija del ojo?

¿Y Pablo?¿Continúa con la misma afición a los caballos? ¿Y

Venturita? Estaráhecha una mujer ya, ¿verdad?... (Pausa.)

¿Cecilia está buena?—terminópreguntando rápidamente.

A todas sus preguntas respondió el señor de Belinchón con monosílabos.

—¿Sabes, Gonzalo—dijo parándose de pronto,—que por un poco me matoahora mismo?

—¡Cómo!

Le contó con prolijidad el percance del muelle. Terminado el relato,cayó en una profunda consternación.

—¿Supongo que la familia ya estará en la cama?—preguntó Gonzalodespués que hubo deplorado bastante (al menos en su concepto) elpeligro del comerciante.

—No; están en el teatro... No sabe uno dónde la tiene;

¿verdad,querido?

—¡Hola! ¿Hay compañía?

—Sí, desde hace unos días. ¿Crees que me hubiera matado, Gonzalo?

—Phs... tal vez se hubiera usted roto una pierna, o las dos... o unacostilla.

—¡Menos malo!—exclamó el señor de Belinchón dejando escapar unsuspiro.

En esto se habían internado ya bastante en la población, y al llegar acierta calle, don Rosendo se despidió del tío y del sobrino. Dióle éstela mano con visible tristeza.

—Voy al teatro a buscar a la familia. Hasta mañana; que descanses,Gonzalo.

—Hasta mañana... Recuerdos.

El señor de las Cuevas y su sobrino se emparejaron caminando lentamentela vuelta de la casa del primero. Cayó entonces sobre el viajero unchaparrón de preguntas, no relativas a su estancia en Inglaterra, sinotodas ellas referentes al viaje por mar. «¿Qué tal el viento? de bolinasiempre, ¿verdad?... ¿No se os cayó alguna vez? El barco no cabecearíamucho; viene bien cargado...

¿Y las corrientes? No marearíais siemprecon toda la tela, ¿eh?

¿A que habéis arrizado a la salida de Liverpool?¡Conozco, conozco el paño!

Respondía Gonzalo con distracción a las preguntas, que, por otra parte,entendía a duras penas. Iba cabizbajo y melancólico.

Observándolo al finsu tío, se paró en firme y dijo:

—¿Qué tienes, Gonzalito? Parece que estás triste.

—¿Yo? ¡Ca! No, señor.

—Juraría que sí.

Siguieron otro rato en silencio, y don Melchor, dándose una palmada enla frente, exclamó:

—¡Ya sé lo que tienes!

—¿Qué?

—Mal de la tierra. A mí me ha pasado siempre lo mismo.

Cuando saltabaen tierra después de algún viaje ¡me entraba una desazón, una tristeza,un deseo tan grande de volverme a bordo!

Duraba dos o tres días hastaque me iba acostumbrando. El caso es que tenía afán de llegar al puerto;pero, una vez en él, echaba de menos la vida de a bordo. No sé lo quetiene el mar que atrae,

¿verdad?... ¡Aquel aire tan puro!... ¡Aquelmovimiento!...

¡Aquella libertad!... A que sientes ganas de volverte albarco,

¿eh?—terminó diciendo con una sonrisa maliciosa que acreditabasu extremada perspicacia.

—Malditas... De lo que tengo gana, tío, voy a decírselo en confianza...es de ver a mi novia.

Don Melchor quedó asombrado.

—¿De veras?

—Lo que usted oye.

Reflexionó un momento el señor de las Cuevas, y al cabo dijo:

—Bien; si quieres puedes ir al teatro a saludarla... Mientras tanto, yovoy a ver cómo se enmienda Domingo.

—¿De qué se ha de enmendar? Es una persona excelente—

repuso el jovensonriendo.

El tío, sin comprender la ironía, le miró con desprecio.

—Vaya, veo que vienes tan ignorante como has ido... Te aguardo paracenar.

—No me aguarde usted, tío—contestó Gonzalo, que ya estabalejos.—Quizá no cene.

Y sin tomar carrera, pero con extraña velocidad, gracias a susdescomunales piernas, salvó las calles, alumbradas por algunos rarosfaroles de aceite, en dirección al teatro. Cualquiera que le tropezaseen aquella hora le diputaría por un inglesote de los muchos que llegan aSarrió mandando barcos unas veces, otras a reconocer cotos mineros o amontar alguna industria. Su estatura colosal, su corpulencia, no son lossignos característicos de la raza española, siquiera nos hallemos en unade las provincias del Norte. Luego, aquel gabán tan largo, las botas detres suelas, el sombrero de forma exótica, denunciaban claramente alextranjero. Pues mirándole al rostro acababa de completarse la ilusión,porque era blanco y terso y adornado con larga barba rubia, los ojosazules, o más propiamente garzos, al igual de los que se ven casi sinexcepción en las razas septentrionales. Aprovechemos los cortos momentosque nos quedan antes que llegue al teatro para proporcionar al lectoralgunos datos biográficos acerca de este mancebo.

La familia de las Cuevas a la cual pertenece, venía siendo de gigantes ymarinos, desde tiempo inmemorial. Marino había sido su padre, marino suabuelo, marinos sus tíos, y marinos también los hijos de éstos. Gonzaloquedó huérfano de padre y madre cuando no contaba ocho años de edad,dueño de una fortuna no despreciable, administrada por su tío y tutordon Melchor, en cuyo poder y guarda le dejó el padre al morir. Bienquisiera el viejo

marino

que

su

pupilo

continuase

la

no

interrumpidatradición del linaje de las Cuevas en cuanto a la carrera. Paradespertarle la afición o inclinarle a la marina, le compró una preciosabalandra donde ambos se paseaban por las tardes o salían de pesca.

Pero todos los propósitos del buen caballero se estrellaron contra lasaficiones terrestres de su sobrino. De la mar no le gustaban a éste másque los peces; pero aderezados ya y humeando en medio de la mesa.Todavía transigía, no obstante, con la caldereta merendada allá en algúnrecodo de la costa, sentado sobre una peña donde manase agua frescapotable. A los catorce años era Gonzalo un muchacho espigado y robusto,que estudiaba en el colegio privado de Sarrió la segunda enseñanza y seexaminaba todos los años en la capital, obteniendo ordinariamente lacalificación de bueno y una que otra vez, muy rara, la de notablemente aprovechado. Bien quisto de sus compañeros por sucondición noble y franca, y respetado también por virtud de sus puñosformidables. Los caballeros de la villa le agasajaban a causa de suposición y la familia a que pertenecía; los marineros y demás gente delpueblo le amaban por su carácter llano y comunicativo.

Después de graduado bachiller en Artes, permaneció en Sarrió tres añostodavía sin hacer nada. Levantábase tarde, se iba al casino y allípasaba la mayor parte del día jugando al billar, en el cual llegó a serextremado. A pesar de ser el niño mimado de la población, visitaba pocascasas. Prefería la vida estúpida y depravada del café, a la cual sehabía habituado. No obstante, como no era cerrado de inteligencia y suexuberante naturaleza rebosaba de actividad y de fuerza, las empleabauna que otra vez en el estudio de algunos ramos de la ciencia.Aficionóse a la mineralogía, y muchas tardes, abandonando el casino y elbillar, se iba por los contornos de la villa en busca de piedrasminerales y ejemplares de fósiles, llegando a reunir una rica colección.A ratos le dió también por ejercitarse en el microscopio: hizo traer unocostoso de Alemania y comenzó a examinar diatomeas y a prepararlasadmirablemente sobre unos cristalitos que él mismo cortaba. Por último,habiendo caído en sus manos un libro sobre la fabricación de la cerveza,entregóse con ahinco a su estudio, pidió a Inglaterra otros varios ycomenzó a imaginar que acaso en Sarrió se obtendría un resultado feliz ypingües beneficios con esta industria desconocida. Se le ocurrió montaruna fábrica.

Pero habiendo comunicado el proyecto con su tío, este varónesforzado creyó oportuno lanzar una serie de gritos inarticulados, fueratodos ellos del diapasón normal, terminados los cuales se le oyóexclamar:

—¡Cómo! ¡Un Cuevas metido a cervecero! ¡El hijo de un capitán de navío,el nieto de un contralmirante de la Armada! Tú estás desarbolado,Gonzalo. Bien dice el refrán que la ociosidad es madre de todos losvicios. Si hubieses ingresado en la Escuela de Marina como yo teaconsejaba, a estas horas serías ya guardia marina de primera, yestarías corriendo el mundo sin pensar en tales payasadas.

Gonzalo se calló, pero no dejó de seguir leyendo sus métodos defabricación. Comprendiendo que sin visitar por sí mismo las fábricasprincipales y sin estudiar con seriedad el asunto no alcanzaríaresultado alguno, se resolvió a seguir la carrera de ingenieroindustrial en Inglaterra. Cuando se arrojó a decírselo a su tío, no lesonó mal al marino el nombre de ingeniero; pero el calificativo deindustrial volvió a despertar en su espíritu la misma tempestad de odiosy rencores que le había producido la cerveza.

—¡Industrial, industrial! Hoy cualquier limpiabotas se llamaindustrial. Hazte buenamente ingeniero de caminos, canales y puertos, ode minas.

Por este tiempo conoció, o para hablar con más propiedad, trató, pues enSarrió todos se conocían, a su novia actual, la señorita de Belinchón.Un día su tío le envió a casa del rico comerciante con encargo depreguntarle si podría darle una letra sobre Manila. Don Rosendo no sehallaba en su escritorio, que estaba en la planta baja de la casa, ycomo el negocio era urgente, Gonzalo se decidió a subir. La doncella quele abrió estaba con prisa.

—Pase usted, don Gonzalo; la señorita Cecilia le dirá dónde está elseñor.

Penetró en un cuarto desarreglado, con montones de ropa por el suelo yuna mesa en el centro, donde la hija primera de los señores de Belinchónestaba aplanchando una camisa en traje no adecuado a su categoría. Unvestidillo raído y un pañuelo atado a la cintura como las artesanas; enlos pies unas zapatillas bastante usadas. No se ruborizó porque el jovenla encontrase en aquel arreo ni en tan baja ocupación, ni exclamó comootras muchas harían en su caso:

—¡Jesús, de qué forma me encuentra usted!—llevando las manos al pelo oa la garganta.

Nada de eso. Suspendió un momento su tarea, sonrió con dulzura y aguardóa que el joven hablase.

—Buenas tardes—dijo, poniéndose colorado.

—Buenas tardes, Gonzalo—respondió ella.

—¿Podría ver a su papá?

—No sé si está en casa. Voy a ver—repuso la joven, dejando la planchasobre la mesa y pasando por delante de él.

Cuando ya se había alejado un poco, se volvió para preguntarle:

—¿Su tío está bueno?

—Sí, señora, sí... Digo, no... hace algunos días que no se levanta dela cama... Tiene un catarro fuerte.

—¿No será cosa de cuidado?

—Creo que no, señora.

La joven continuó su camino sonriendo. Le hacía gracia que Gonzalo lallamase señora no habiendo cumplido los diez y seis años y contando élmás de veinte. Ambos, sin haberse hablado

«de grandes», se conocían comosi fuesen hermanos. Se encontraban todos los días en la calle, en elpaseo, en el teatro, en la iglesia. «De pequeños» recordaba Cecilia quecierta tarde en la romería de Elorrio bailando la giraldilla con otraschicas de su edad, se llegaron unos granujas a estorbarlas, tirándolasdel pelo desde fuera, empujándolas con fuerza y metiéndose en el corrogritando para hacerlas perder el compás. Gonzalo, que era un grandullónde trece años, viendo aquella fea tosquedad, acudió en su auxilio, ypuntapié va, trompada viene, soplamocos a uno y puñada a otro, en uninstante puso en dispersión a los tres o cuatro descorteses mozuelos.Los ojos de las diminutas bailarinas le contemplaron con admiración. Enaquellos corazones femeninos de cinco a diez años quedó grabado para noborrarse jamás un sentimiento de gratitud hacia el heroico mancebo. Otravez, años adelante, un día de San Juan, Gonzalo cedió a ella y sufamilia la balandra para pasearse por el mar, pues los botes y lanchasescaseaban en tal ocasión. Mas ninguna de estas circunstancias engendróel trato entre ellos. Si los encontraba muy de frente, Gonzalo solíallevarse la mano al sombrero; si no, pasaba de largo como si no losviese, a pesar del conocimiento, ya que no amistad íntima, que su tíomantenía con el señor Belinchón. La vida exclusiva de café, el ningúntrato con las mujeres, habían hecho de Gonzalo un joven apocado yvergonzoso.

—Pase usted, Gonzalo; papá le espera en la sala—dijo la joven cruzandode nuevo por delante de él.—Que se alivie su tío.

—Muchas gracias—respondió acortado. Y al alejarse caminando haciaatrás, como era tan alto, dió un testarazo con la lámpara de laantesala, que por poco la hace venir al suelo.

Miró con angustia hacia arriba, se apresuró a sujetarla y se puso muycolorado.

—¿Se ha lastimado usted?—preguntó Cecilia con interés.

—¡Ca! No, señora... al contrario... ¡Caramba, por un poco la rompo!

Y se retiró cada vez más confuso.

Hallábase nuestro mancebo en aquel punto y sazón en que los hombres seenamoran de una escoba. La edad del amor se había retrasado para él unpoco. Esto suele acontecer en todos aquellos en quienes los músculostiranizan a los nervios. Por eso la señorita

de

Belinchón,

aunque

nadalinda,

despertó

repentinamente en él cierta simpatía que es fáciltransmutar en pasión. Y como consecuencia de aquella brevísimaentrevista, Gonzalo pasó desde entonces alguna que otra vez sinnecesidad por delante de la casa de los señores de Belinchón mirando conel rabo del ojo a los balcones; cuidó más del aliño del traje y lapersona; iba a misa de diez los domingos a San Andrés, donde doña Paulay sus hijos la oían. En el teatro solía dirigirle con disimulo vivasmiradas y alguna que otra vez se aventuraba a soltarle un sombrerazo.Pero en cuanto lo hacía se ponía colorado y miraba con susto a todaspartes, temblando de que aquel naciente sentimiento de su alma fuesedescubierto.

¡Inocente Gonzalo! Mucho antes de que él se diese cuenta cabal de talinclinación, la villa entera la conocía. Nada se puede ocultar, sobretodo en lo que toca a las relaciones de sexo a sexo, a los ojoszahoríes de las comadres de un pueblo de escaso vecindario. Y no sólo seconoció, pero hasta se daba como cierto el matrimonio en plazo más omenos lejano. Pasaban los meses, no obstante, y aquello no avanzaba unpaso. Los testimonios que Gonzalo daba de su afición seguían siendo losmismos. La mayor parta de los días se reducían a pasar después de comerpor delante de la casa del rico comerciante, para ir al casino.

Ceciliasolía estar cosiendo detrás de los cristales. Mano al sombrero; sonrisa;adelante; luego el billar, y hasta otro día. Don Melchor le encargóotras dos veces recados para don Rosendo, pero tuvo la buena suerte dehallarle siempre en el despacho.

Decimos buena suerte, porque Gonzalotemblaba ante la idea de subir a la casa y tropezarse con Cecilia.

Había cumplido ya los veinte años. La idea de hacerse ingenieroindustrial y ocuparse en algo útil, volvía de vez en cuando a suespíritu en medio de aquella vida holgazana. El compañero que tornaba dealguna academia militar, la conversación con algún ingeniero inglés, lafrase de desprecio que escuchaba en el casino acerca de los que notenían carrera, despertábanle de pronto el deseo. Al fin, un día le dijoa su tío que si le daba permiso se iba a Inglaterra a estudiar algo yver mundo. Como don Melchor nada podía oponer a este justo y laudablepropósito, pocos días después Gonzalo recorría algunas casas deparientes y amigos, donde hacía años que no ponía los pies, paradespedirse, y una tarde apacible y bella de primavera se embarcaba en elbergantín redondo Vigía con rumbo a la Gran Bretaña.

¿Se acordaba de Cecilia? No lo sabemos. En temperamentos como el denuestro mancebo, el fuego de las pasiones tarda mucho tiempo en prender,aunque a la postre causa grandes estragos.

Pasaron tres años. Terminó la carrera de ingeniero que es breve ypráctica en Inglaterra, y se determinó a visitar las principalesfábricas de este país y de Francia y Alemania. En el tiempo que duraronsus estudios el recuerdo de Cecilia asaltábale de vez en cuando, sincausarle, por supuesto, emoción muy viva.

Allá en la primavera cuando lasangre circula con más fuerza por las venas y la madre Naturaleza con elverdor de los campos, los vívidos colores de las flores, los juegos dela luz, el aire tibio embalsamado, y sobre todo, por medio de susintérpretes más fieles,

los

pájaros,

nos

incita

para

que

en

modo

algunoconsintamos que la especie humana se extinga, Gonzalo pensaba en elmatrimonio. Y siempre que tal idea surgía en su mente, presentábasele deimproviso hecha carne en la niña primera de los señores deBelinchón:—«Pase usted, Gonzalo; papá le espera.» «¿Se ha lastimadousted?»—Volvían a sonar en sus oídos aquellas palabras y el acentocariñoso con que fueron pronunciadas encendía en su corazón virgen unachispa de simpatía. La joven no era hermosa, pero sus ojos sí, y sobretodo revelábase en ella el atractivo del sexo por el aire modesto ysencillo, el timbre de la voz, la delicadeza exquisita, enteramentefemenina de sus modales. «No me disgustaría casarme con ella» pensabadejando escapar un suspiro; porque juzgaba imposible que se atreviese adecir a ésta ni a ninguna señorita palabra alguna de amor. Hastaentonces no conocía de tal pasión más que el aspecto material y grosero,las relaciones fugaces y tristes de las mujeres que le abocaban por lanoche en las calles de Londres y París.

Un día escribiendo a cierto amigo íntimo de Sarrió se le ocurriópreguntarle si Cecilia Belinchón se había casado.

Contestóle que aúnpermanecía soltera y que si era muy cierto que algunos galanes larondaban seducidos quizá por el dinero de Belinchón más que por lasgracias de su hija, hasta ahora no se sabía que hubiese dado oídos anadie. Al leer esto, se le subió la sangre al rostro al ingenieroindustrial. Tuvo la fatuidad de pensar (que se le dispense por Dios) queCecilia rechazaba a los pretendientes a su mano... porque a ningunoencontraba tan guapo como él. Entonces imaginó declararle su amor pormedio de una carta. Estando tan lejos no tendría vergüenza. Sin embargo,la tuvo, y cuando trató de coger la pluma para hacerlo, antes de trazarel primer renglón, volvió a dejarla al representarse la sorpresa que lajoven recibiría. Pasaron algunos días. La idea no le abandonaba. Pormedio de mil sutiles razonamientos procuraba persuadirse a escribir laepístola amorosa. Si se reía de él, ¿qué? no había de verlo. Con novolver más a Sarrió estaba concluído; y si volvía ya procuraría noencontrársela de frente.

Al fin la escribió. Túvola guardada en el cajónde su mesa varios días. La idea de echarla al correo le aterraba. Paradecidirse a ello, necesitó beberse unas copitas de ron. Cuando estuvo unpoco mareado sacó la carta del cajón, lanzóse a la calle con brío, y enel primer buzón con que tropezaron sus ojos, ¡zas! la encajó.

¡Dios mío, qué he hecho! Disipóse la borrachera. Se puso colorado hastalas orejas, como si por el agujero de aquel buzón le estuviesen mirandolos ojos burlones de todos los vecinos de Sarrió; y se apresuró a meterlos dedos en él por ver si aún podía atrapar el malhadado sobre. Nada.Se lo había engullido con la voracidad de un tiburón, y lo estaba yadigiriendo. Ocurriósele entonces presentarse en las oficinas de Correosy reclamarlo; pero allí le exigieron tales formalidades, que antes depasar por ellas prefirió dejar correr la suerte.

Pasó ocho días en gran zozobra. A la hora de repartir las cartas en lafonda, experimentaba una ansiedad que le sofocaba, esperando ver llegarencerradas en un sobrecito las feas y colosales calabazas, castigo justoa su demasía y sandez.

Transcurrieron, no obstante, los ocho días y aunlos quince, y la contestación no parecía. Se fué calmando con laesperanza vaga de que la carta no hubiese llegado a su destino. Si habíallegado, forjábase la ilusión de que Cecilia la habría roto sin darcuenta a nadie. Mas he aquí que, cuando ya no la esperaba, se encuentraa la hora de almorzar sobre el plato una carta de España, letradesconocida de mujer. Es irrepresentable la congoja que le acometió. Sepuso tan blanco como el mantel. El corazón quería saltársele del pecho.Abrióla con mano trémula... ¡Ahaaa!

suspiró descansado, después dehaberla devorado en dos segundos. Llevóse la mano al pecho, limpióse elsudor con el pañuelo, y volvió a tomar la carta y a releerla con calma.

Era, en efecto, de Cecilia, y estaba escrita en un tono suavementeirónico, que nada tenía, sin embargo, de ofensivo.

Manifestábasesorprendida de su repentina e inopinada declaración. ¿Qué mosca le habíapicado al cabo de cuatro años de ausencia? Sus padres, que antes queella habían abierto la carta, estaban igualmente sorprendidos: opinabanque era un paso irreflexivo, propio de los pocos años, un capricho delmomento, del cual ya estaría probablemente arrepentido. Ella compartíaenteramente esta opinión. Sin embargo, la habían permitido, y aunaconsejado que contestase, por tratarse de un joven del pueblo, con cuyafamilia mantenían relaciones de amistad.

Esta epístola le puso contentísimo de pronto. No eran las desdeñosascalabazas que esperaba. Después se puso triste, y al minuto otra vezalegre, leyéndola y releyéndola por ver si daba en la clave. ¿Eran o noeran calabazas? Apresuróse a contestar, pidiendo perdón de suatrevimiento, y confirmando su declaración anterior con nuevas yvehementes frases. Replicó al cabo de algunos días la niña en términosmás blandos y afectuosos.

Tornó

a

escribir

Gonzalo;

cruzáronse

retratos;intervino doña Paula. En suma, al cabo de poco tiempo, se encontrabanambos jóvenes en relación formal. Comenzó a hablarse de matrimonio;mediaron cartas entre don Melchor y su sobrino; después visitas entreaquél y don Rosendo. Finalmente todo quedó arreglado, conviniéndose quea la primavera regresaría Gonzalo, y se efectuaría el casamiento.

III

en el que la pareja enamorada comienza a pensar en el nido Salían ya del teatro los que habían quedado. Gonzalo tropezó con la olade gente que vomitaba la puerta, y así como fué reconocido, seapresuraron a rodearle y saludarle sus antiguos amigos. El primero quele echó los brazos al cuello fué don Mateo, después vino don PedroMiranda y su hijo Periquito, en seguida el alcalde don Roque, despuésdon Victoriano y su esposa doña Rosario y sus tres hijas. En un instantese formó círculo en torno del joven, quien se apresuraba a contestar conefusión a los plácemes, abrazos y apretones de manos que de todos sitiosle venían. Los marineros, las mujeres del pueblo tomaban parte enaquellas manifestaciones de cariño lo mismo que los señores. No seoían más que exclamaciones de admiración y alegría.

—Cuánto has engordado, Gonzalito.—¡Vaya un real mozo!—

¿Por qué nocreces como él, Periquito?—Don Gonzalo, les come usted las sopas en lacabeza a todos los mozos de Sarrió.—

Crecer no ha crecido, lo que hahecho es doblar de cuerpo.—Ven acá, granadero, dame un abrazo apretado.

Un patrón de barco afirmó que se parecía como una gota de agua a otra alPríncipe de Gales. Acaso Gonzalo fuese un poco más alto.

El robusto corpachón de éste, alzábase sobre el grupo. Daba la mano porencima de las cabezas a los amigos que no podían llegarse a él, y sunoble y bondadosa fisonomía sonreía a todos.

Don Mateo, alzándose sobre la punta de los pies y tirándole del brazopara que se doblase, pudo decirle al oído:

—¡Qué función te has perdido, Gonzalo! Lástima que no hayas llegado porla tarde. La tiple cantó como un ángel... ¡Y el baile!... El baile tedigo, chico, que ni en Bilbao ni en la Coruña lo sacan mejor... Pero note disgustes, que yo haré que se repita antes que se vaya la compañía...o poco he de poder.

Pero Gonzalo no atendía. Con los ojos clavados en la puerta, esperabainquieto y afanoso la salida de la familia de Belinchón, que comoprincipal y de las más encopetadas, se retrasaba siempre para noconfundirse con la plebe. Por fin a la luz d