El Cocinero de Su Majestad-Memorias del Tiempo de Felipe III by Manuel Fernández y González - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—¿Creéis que vos estaréis perdido, cuando yo esté salvado?

—Hace algún tiempo que, con mucho sentimiento mío—dijocon gran humildad don Rodrigo—vemos las cosas dedistinto modo. Yo veo...

—Vos veis menos de lo que creéis ver.

—Yo veo todo lo que pasa en la corte y fuera de ella,señor. Sé que vuecencia no puede anunciarme una cosagrave que yo no sepa.

—Voy á deciros una gravísima: ¿sabéis dónde está lareina?

Miró con asombro Calderón á Lerma.

—No comprendo á vuecencia—dijo.

—Me explicaré: ¿sabéis por qué la reina no parece?

—¿Qué no parece su majestad?

—Sí, por cierto; la reina se ha perdido esta noche, ó haestado perdida. En una palabra: su majestad la reina, á ciertahora de la noche, no estaba en su cuarto.

—¿Cómo, á qué hora?

—A principios de la noche.

—Pues puedo deciros—exclamó Calderón poniéndosepálido—que si la reina ha desaparecido de su aposento, hasalido del alcázar.

—¿Que ha salido?

—Sí, señor, sola y en litera.

—Eso no puede ser; ¡imposible!—exclamó el duque poniéndosede pie—.

¡Margarita de Austria, sola como una damade comedias!...

—Es más, señor, acompañada de un hombre.

—¿Pero no habéis dicho que salió sola del alcázar?

—Sí, sí por cierto; yo la había dado una cita.

—¿Y esperábais?...

—No esperaba; pero á todo trance, y por no esperar yomismo á las puertas del alcázar, para no dar que pensar,puse un hombre de mi confianza, y esperé más lejos.

Impaciente,fuí á informarme de mi centinela, y éste me dijo quehabía salido del alcázar, bajando por la escalera de lasMeninas, una dama que tenía todo el aspecto que yo le habíaindicado, que había entrado en una litera y acababa dealejarse.

Seguimos la dirección que la litera había tomado.La hallamos al fin, la seguimos. De repente para la literay sale...

¡La reina!

—Una dama tapada que tenía el mismo aspecto, el mismoandar reposado, grave, gallardo de su majestad. Másaún; de repente, aquella dama se detiene junto á un hombreque estaba parado en una encrucijada y se ase á su brazo ysigue.

—¡Oh! no podía ser la reina, no; ¿á qué había de asirse áotro hombre?

—¡Ah! aquel hombre, cuando le dejó la dama tapada enuna callejuela solitaria, me detuvo hierro en mano.

—¡Oh!—exclamó el duque de Lerma—¿se trataba de mataros?

—Y la reina se había puesto por cebo; no tengo duda deello. Además, aquel hombre había sido buscado á propósito;yo me jacto de ser buena espada; pues bien, aquel hombreme desarmó y me hizo gracia de la vida.

—No querían, pues, mataros: no era la reina.

—Al contrario, la generosidad de ese hombre me confirmamás en mis sospechas; la reina se horroriza de la sangre...como vuecencia; la reina, sin duda, ha querido decirme:aunque soy mujer, y me tenéis obligada al silencio, puedoen silencio mataros; tengo una valiente espada que mesirve.

—¿Pero no se os ocurre que vuestro vencedor pudo quitaroslas cartas?

—La reina no sabe que por guardarlas mejor llevo siemprelas cartas conmigo.

—¿Y no se sabe quién es ese hombre que ha defendido ála reina?

—No lo sé aún, pero lo sabré; le he hecho seguir por unhombre que no le perderá de vista.

—Pues bien; lo que más urge ahora es desenredar este misteriode la reina, ver claro: saber cómo, por dónde puedanentrar personas extrañas en la cámara de la reina, y cómo lamisma reina puede salir sin ser vista de nadie. Hay ciertospasadizos en el alcázar que han estado á punto de causarnosgraves disgustos. Haced que las gentes que están al ladodel rey, cuenten sus pasos, oigan sus palabras...

—Tal las oyen, que aconsejo á vuecencia haga dar unamitra al confesor del rey.

—¡Cómo!

—Fray Luis de Aliaga ha pasado toda la tarde al lado desu majestad, mientras vuecencia reconciliaba á sus enemigosy se creía por su reconciliación libre de cuidados.

El duque quedó profundamente pensativo.

—¡El confesor del rey! ¡La reina apela al hierro! ¡Oh! ¡oh!la lucha es encarnizada...

y bien, será preciso obrar de unamanera decidida...

—No digáis es necesario obrar... decidme obrad, y obro.Estas cartas son ya insuficientes... vuecencia no puede pedirmeque me pierda al perder á la reina... la reina lo arrostratodo... imitémosla.

—Procurad saber quién es ese hombre de que la reina seha valido; averiguado que sea, hacedle prender, y esto almomento. Después, id á avisarme al alcázar.

Don Rodrigo conoció que la orden era perentoria, y fué ásalir.

—No, por ahí no; tomad mi linterna; vais á salir por elpostigo; de paso mirad si hay algún muerto en la calle, ó almenos señales de sangre.

—¡Ah!

—Sí, antes que viniérais sonaron cuchilladas en la callejuela.

—¡Ah! ¡ah!—dijo para sí Calderón bajando las escalerasdetrás del duque—.

¡Cuchilladas junto al postigo de su excelencia,y su excelencia interesado en saber el fin de estascuchilladas! ¡ah! ¿qué será esto? ¡Creo que este hombre,cuando me guarda secretos, desconfía de mí! Pues bien,obraré como me conviene, señor duque; y ya es tiempo; noquiero sumergirme con vos.

Cuando llegaba á este punto de su pensamiento, Lermaabría el postigo y se cubría con él para no ser visto por unacaso desde la calle.

Calderón salió.

Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaronen la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas,y poco después, unas segundas cuchilladas másabajo, unieron su estridor al de las primeras.

El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posiblelas escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saberqué había sido aquello.

CAPÍTULO X

DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO ENCONTRÓ EN UNA NUEVA AVENTURA EL HILO DE

UN ENREDO ENDIABLADO

Cuando Quevedo salió de la casa del duque de Lermapor el postigo, apenas había puesto los pies en la calle, sele vino encima Juan Montiño, que, como sabemos, estabaesperando en un soportal á que saliese por aquel postigodon Rodrigo Calderón.

Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada enmano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño,exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba unpunto:

—Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone porDios, hermano.

Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, conotras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vióprieto para pararlas.

Y no sabemos lo que hubiera sucedido, si Juan Montiñono hubiera conocido en la voz á su amigo.

—¡Por mi ánima—dijo haciéndose un paso atrás y bajandola espada—, que aunque muchas veces hemos jugadolos hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!

—¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que nonos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciadonuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y revesesá la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bienpara la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé decirosque de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua.¿Pero qué hacéis aquí?

—Espero.

—Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?

—A un hombre.

—Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesardel demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yono fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quieroser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si nohay secreto ó dama de por medio, que no siendo así...

—Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozcovuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pidoque me ayudéis.

—Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí laempresa y el encargo.

¿Pero de qué se trata?

—¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?

—Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco.Es mucho hombre.

—Pues á ese hombre espero.

—Para...

Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada áfondo.

—Cabalmente.

—Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.

—¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo paraponeros en defensa?

—Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéissatisfecho con haber desarmado hace dos horas á don RodrigoCalderón, sino que pretendéis matarle?

—¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre conquien reñí cuando?...

—Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muyhermosa y muy noble que había salido del alcázar.

—¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?

—Puede ser.

—¿Y es hermosa?

—Puede que lo sea.

—¿Y sabéis su nombre?

—Puede llamarse... se puede llamar con el nombre quemejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombrede una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.

—¿Pero no decís que la conocéis?

—Lo que prueba, pues tanto me preguntáis, que no la conocéisvos.

—¡Ay! ¡no!

—¿Os habéis ya enamorado?

—Lo confieso.

—Sin conocerla...

—Ahí veréis.

—¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esastres cosas engañan.

—Estoy seguro de que es una divinidad.

—Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento.Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entradohabéis caído, á poco más sois hombre enterrado.

Creedme,Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, queno contentas con haberos matado os piden hombres muertos.

—Idos si queréis—dijo Juan Montiño—, que yo estoy resueltoá quedarme y á cumplir lo que he prometido.

—No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoycon vos y venga lo que viniere.

—He reparado en un bulto que me sigue desde después demi primera riña con don Rodrigo.

—¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.

—Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.

—¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza?bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonosen este zaguán.

—Entrémonos.

—¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahídentro, y si está de que saldrá por ahí?

—No lo estoy, pero espero.

—Vais haciéndoos á las costumbres de los enamoradostontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.

—Por más que hagáis...

—No os curo.

—No.

—¿Pero tanto vale esta dama?

—¡Oh!

—¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama espara mí un acertijo.

—¿Creéis que estoy enamorado?

—¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéisque tarda don Rodrigo?

—¿Qué tenéis que hacer?

—Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinerode su majestad.

—Pues no podéis verlo esta noche.

—¿Cómo?

—Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarlelos ojos.

—¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa pocoque tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.

—¡A dormir!

—Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado.Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á estadama... no puedo aconsejaros á ciencia cierta...

me callo,pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.

Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una líneade luz por un resquicio de su linterna.

—¡Oh! ¡traéis linterna!—dijo el joven.

—Nunca voy sin ella.

—¿Me prometéis decirme el nombre de la dama, si os doyalgo por lo que podáis venir en conocimiento?

—Os lo prometo—dijo Quevedo.

—Pues bien, abrid la linterna y mirad.

Quevedo abrió la linterna, y Juan Montiño, doblando lacarta que su tío había recibido de palacio, y dejando sólover el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino queacaba de llegar de Madrid...» mostró aquel renglón á Quevedo.

—¡Y es letra de mujer!—dijo éste.

—¿Pero no la conocéis?

—No—repuso Quevedo guardando la linterna.

—Voy á ayudaros—añadió el joven—: esta carta ha venidode palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.

—Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestrasdudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo!—dijo Quevedobostezando.

—Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosuradeslumbre como el sol?

—Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buenaconversación, morena?...

—No, no; es blanca.

—¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?

—Una mano...

—¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos nolas tapan. Pues no es la condesa de Lemos—dijo para síQuevedo.

—Era alta, gallarda, muy dama, muy discreta, joven, andarmajestuoso...

—No conozco dama que tenga más majestad en palacioque la reina.

—¡La reina!... ¿pero creéis que la reina podría salir solade noche y ampararse de un desconocido?

—¡Eh, señor Juan Montiño! habláis con demasiado calor,para que yo no sospeche que os ha pasado por el pensamientoque podía ser la reina la dama de vuestra aventura.Creedme, Juan; eso, que si fuera posible, sería para vos unadesgracia, es imposible de todo punto. Su majestad la reina...vamos, no pensemos en ello. Es la única mujer que conozcobuena y mártir, y la ilustre sangre que corre por vuestrasvenas os debe decir...

—Mi sangre no es ilustre, don Francisco, sino honrada, ypor lo mismo, porque dudo, porque me parece imposible, ospregunto, quiero aclarar una duda que me vuelve loco...tenéis razón; si fuese la reina la dama á quien amo...

—¿Pero qué amor es ese?... un amor de dos horas.

—¡Ay, don Francisco! en dos horas... menos aún, en elpunto en que la vi...

—¿Luego la habéis visto?

—Sí.

—¿Dónde?

—Perdonad, no me pertenece el secreto.

—Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéisvisto á esa dama? Dadme sus señas.

—No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efectoque me causó su hermosura, que cegué.

—¡Vehemente y apasionado como su padre!—murmuróQuevedo.

—¡Qué! ¿habéis conocido á mi padre, don Francisco?Cuando fuísteis á Navalcarnero ya había muerto.

—He oído hablar de él—dijo Quevedo.

—Pues os han engañado.

—Bien puede ser.

—Mi padre era lo más pacífico del mundo.

—¡Pobre amigo mío!—dijo Quevedo.

—¿Por quién habláis, por mi padre ó por mí?

—Hablo por vos. En cuanto á vuestro padre, bien se estáallí donde se está; y en verdad y en mi ánima, que si nofuera por vos, ya estaría yo con él.

—¿En la eternidad?

—Decís bien; pero yo me entiendo y Dios me entiende.

—¿Estaréis también enamorado y desesperado?

—¡Enamorado! no lo sé, pudiera ser. ¡Desesperado! no,porque á mí no me desesperan las mujeres.

—Soy muy afortunado.

—O muy pobre. Pero volviendo á la dama...

—Os repito que puedo hablaros de su hermosura, pero nodaros señas de ella; os digo que la amo tanto, que si por desdichafuese esta mujer la reina...

—¿Pero estáis loco, Juan? ¿Acabáis de llegar á Madrid,y ya pretendéis haber tenido una aventura con... su majestad?

—¿Y no pudiera ser?

—¡Poder! Todo puede ser si Dios quiere, puesto que estodopoderoso; pero lo que creo que ha sucedido ya es quehabéis perdido el juicio.

—Si esa mujer es la reina, lo pierdo de seguro.

—Y... ¿por qué?

—¿Por qué? La reina es casada.

—¡Ah! ¿y amáis tanto á vuestra dama, que pretendéis encontraren ella lo que creo que no se encuentra en ningunamujer? ¿pretendéis que no haya amado una dama que sesale de palacio de noche y sola, que se agarra al primeroque encuentra y le embauca hasta hacerle perder el seso?

—Yo no os he dicho que esa dama ha salido de palacio.

—Pero yo lo sé.

—¿Y quién os lo ha dicho?

—¡Bah! quien os ha visto.

—Me estáis desesperando: vos conocéis á esa dama.

—Vos me estáis guardando un secreto.

—No es mío.

—De la reina.

—¡Ah! ¡no! ¡no!

—Escuchad, Juan: yo tengo una obligación mayor de laque creéis de mirar por vos, de guardaros...

—¡Vos!

—Sí, yo; es más: por vos he venido á Madrid; por vosnecesito ver á vuestro tío.

—No os entiendo.

—Pues bien podéis entenderme. ¿No somos amigos?

—Sí, ciertamente.

—¿No soy yo más experimentado que vos?

—Experimentado y sabio.

—Pues respetadme por mayor en edad y en saber. Contestadme,joven, y creed, suponed que os habla y os preguntavuestro padre. Sois nuevo en la corte, y la corte esmuy peligrosa. Habéis dado de bruces con palacio y paravos se ha centuplicado el peligro. ¿Para qué esperáis á donRodrigo Calderón?

—Para matarle.

—¿Y por qué?

—Porque ha ofendido á esa dama que me enamora.

—Me engañáis.

—No os engaño.

—¿La ofensa de ese hombre á la dama?...

—Suponerla amante suya.

—¿Y á vos qué os da?

—Es inútil que pretendáis disuadirme: estoy resuelto.

—Pues sea; me embarco con vos; agito con vos el cascabelde la locura: cometo la primera tontería de que tengomemoria: Cervantes, á quien Dios perdone sus pecados,creyó haber muerto con su Ingenioso Hidalgo don Quijoteá los caballeros andantes; pero se engañó, porque aquí estamosdos. Vos porque tenéis ojos, y yo porque tengo corazóny agradecimiento.

—¡Agradecimiento!

—Dios me entiende y yo me entiendo.

—Pero no os entiendo yo.

—Cuando fuí huído á Navalcarnero... y fué por unamujer... siempre ellas... encontré en vos...

—Un joven que se volvió á vos asombrado, deslumbradopor vuestro ingenio.

—Muchas mercedes. Pues encontré en vos un hermano,y tan agradecido quedé de ello, que en la primera carta queescribí al duque de Osuna, le hablé de vos.

—¡Ah! ¡don Francisco! ¿habéis hecho que llegue mi pobrenombre al gran duque de Osuna?

—Y tanto bien vuestro le he dicho, que el duque, que noha dejado de escribirme á San Marcos, me escribió por últimoen términos breves pero precisos: «Mi buen secretario:el duque de Lerma os suelta, no sé si porque me teme, óporque os teme á vos, aunque preso y encerrado. Veníos alpunto, pero traeros con vos á ese vuestro amigo Juan Montiño,de cuyos adelantos me encargo.»

—¿Eso os ha escrito el duque y os llamáis agradecidode mí?

—Sea como quiera, vengo, os encuentro cuando menos loesperaba y metido en una aventura, y por fin y postre, memetísteis también en ella. Pues adelante: no siento otra cosasino lo que tarda el difunto.

No había acabado Quevedo de pronunciar estas palabras,cuando rechinó una llave en la cerradura del postigo delduque, se abrió éste, se vió luz y salió un bulto.

El postigo volvió á cerrarse.

—Ahí le tenéis—dijo don Francisco en voz baja á Juan—.Dejadle que adelante algunos pasos más, y á él.

Juan Montiño salió del zaguán y se fué tras aquel bulto.Quevedo se puso en medio de la calleja, y desnudó la dagay la espada.

Hemos dicho que la noche era muy obscura.

—Defendéos ú os mato—dijo Juan Montiño á dos pasosdel que había salido por el postigo.

Volvióse éste y desnudó los hierros.

—¿Y por qué queréis matarme?—dijo.

Juan le contestó con una estocada.

—¡Ah! vos sois el mismo de antes—dijo don Rodrigo, queél era.

—Entonces os desarmé, pero ahora que sé que sois donRodrigo Calderón, os mato.

Al decir el joven estas palabras, don Rodrigo Calderóndió un grito.

La daga de Juan Montiño se le había entrado por el costadoderecho.

Y entre tanto Quevedo daba una soberana vuelta de cintarazos,sin chistar, á un bulto que había venido en defensade don Rodrigo.

Don Rodrigo quiso sostenerse sobre sus pies, pero nopudo; le brotaba la sangre á borbotones de la herida, sedesvaneció, vaciló un momento y cayó.

Juan Montiño se arrojó sobre él, le desabrochó la ropillay buscó con ansia en ella: en un bolsillo interior encontróuna cartera que guardó cuidadosamente.

Don Rodrigo no le opuso la menor resistencia. Estabadesmayado.

Entretanto el hombre á quien zurraba Quevedo, no pudoresistir más y huyó dando voces.

—Habéis acabado ya por lo que veo, ó más bien por loque no escucho—dijo Quevedo á Juan Montiño.

—Sí, por cierto—contestó Juan.

—Ya sabía yo que teníamos difunto; pero ese rufián deJuara va dando voces, y por sus voces pueden dar con nosotros,y con nosotros en la cárcel. Dadme vuestro brazo áfin de que yo pueda andar de prisa, y tiremos adelante.

—Adelante, don Francisco, pero tiremos hacia palacio.

—¡Hacia palacio, eh! pues que palacio sea con nosotros.

Y marchando con cuanta rapidez les fué posible, que noera mucha á causa de la deformidad de las piernas de Quevedo,salieron de la calleja.

Poco después entraban en ella muchos hombres con luces.

Aquellos hombres eran los criados que el duque de Lermahabía enviado á informarse del suceso.

CAPÍTULO XI

EN QUE SE SABE QUIÉN ERA LA DAMA MISTERIOSA

Quevedo y Juan Montiño tardaron un largo espacio enllegar á palacio, no porque palacio estuviese lejos de la casadel duque de Lerma, sino porque para Quevedo eran largastodas las distancias.

Entrambos iban embebecidos en hondos pensamientos yno hablaron una sola palabra durante el camino.

Cuando vieron delante de sí la negra masa del alcázar,Quevedo dijo á Montiño:

—He aquí que hemos llegado, y que estamos en salvo.Procurad vos no poneros en peligro; ved que palacio es unlaberinto en que se pierde el más listo.

—Aunque fuese el infierno entraría en él. Me lo manda mihonra.

—Pues si tan principal señora os manda, no insisto, amigoJuan, y os dejo, porque supongo que necesitaréis ir solo.

—De todo punto.

—Pues vóime á dormir; espéroos mañana en el Mentidero.

—¿Cómo en el Mentidero?

—Olvidábame de que sois nuevo en la corte. Llaman aquíel Mentidero á las gradas de San Felipe el Real.

—¿Y por qué no esperarme en vuestra casa?

—Porque no sé aún si será pública ó privada, mesón detranseuntes ó tránsito de infierno. Quedad con Dios, y sobretodo, prudencia, Juan, prudencia, y no os envanezcáis conlos favores de la fortuna.

—No sé lo que será de mí—dijo el joven, que estaba aturdidoé impaciente.

—Pues procurad saber lo que hacéis, y adiós, que noquiero deteneros.

—Adiós, don Francisco, hasta mañana.

Quevedo se alejó un tanto, y luego al doblar una esquinase detuvo.

—¿Será sino de la sangre de los Girones—dijo—el encontrarsesiempre metida en grandes empresas? ¿quién sabe?¡pero aquí hay algo grave! ¿que no haya leído Lerma delantede mí la carta de la duquesa? ¿que no haya yo podido ver loque ha hecho ese noble joven, en el breve espacio que haestado inclinado sobre don Rodrigo Calderón, entretenidoen detener á ese bergante de Juara? pero puedo ver algo... yalgo tal, que sea una chispa que me alumbre. Pues procuremosver.

Y se encaminó recatada y silenciosamente á la puerta delas Meninas, y con el mismo recato miró al interior.

Bajo un farol turbio estaba parado Juan Montiño.

—¿Conque le esperan? ¿conque le han citado? ¿quiénserá ella?—dijo Quevedo.

Pasó algún tiempo; Juan Montiño esperando, y don Franciscoobservándole.

Oyéronse al fin leves pasos que parecían provenir deunas estrechas escaleras, situadas cerca del joven; luego lospasos cesaron y se oyó un siseo de mujer.

—¡Ah! ¡ya pareció ella!—dijo Quevedo—; ¿pero quién será?

Entre tanto Juan Montiño se había dirigido sin vacilar álas escaleras, y desaparecido por su entrada.

Sigámosle.

A los pocos peldaños una dulce voz de mujer, aunqueanhelante y conmovida, le dijo:

—¡Ah! ¡gracias á Dios que habéis venido!

Era la misma voz de la dama tapada á quien Montiñohabía acompañado aquella noche.

La escalera estaba á obscuras.

—¡Señora!—dijo Montiño.

—¡Silencio!—replicó la dama—; no habléis, seguidme yandad paso.

—¡Pero si no veo!

—¡Ah! es verdad.

—Si no me guiáis...

—Dadme, pues, la mano—dijo la dama con un acento singularen que se notaba la violencia con que apelaba á aquelrecurso.

—¿Dónde estáis?

—Acercad más.

—Ya que me dais la mano, señora...

—Os la presto...

—Pues bien, prestadme la derecha.

—Seguid y callad—dijo la dama, poniendo en la mano deJuan Montiño una mano que hablaba por sí sola en pro delo magnífico de las formas de la dama.

—¡La que tiene una mano tal...!—dijo para sí Montiño.

Y acarició con deleite en su imaginación el resto de unpensamiento.

Asido por la dama, seguía subiendo.

Terminada la escalera, atr