El Amor y la Mujer en la Historia de Colombia by Manuel Menendez - HTML preview

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CAPITULO XII

Pepita Piedrahita. Manuela Conde. Manuela Barahona.

Los matrimonios angulares de Custodio García Rovira, Hermógenes Maza y Francisco José de Caldas.

Una boda a lomo de muía.

La guerra, la venganza y el alcohol destruyen un hogar. Un enlace de laboratorio y una hija por poder.


No siempre el heroísmo y la política han guardado buenas relaciones con el séptimo sacramento, o sea con el matrimonio. La historia, desde los más remotos tiempos, está plagada de ejemplos. La guerra y las alternativas de la vida pública no son buena garantía para ese “hogar, dulce hogar”, que con tanta emoción y a veces poca información, cantan los poetas solteros.

En estas páginas se va a consignar una serie de tres enlaces que tuvieron extraños comienzos, o se frustraron en pleno verdor, o fueron truncados por una descarga de fusiles. Fueron ellos, los de Custodio García Rovira, Hermógenes Maza y Francisco José de Caldas.

Empezaremos con el “estudiante traidor”, Custodio García Rovira.

A partir de la toma de Cartagena, el 6 de diciembre de 1815, luego de ciento seis días de un sitio en el cual se sufrieron todos los rigores que eran de esperarse, un profundo desaliento se apodera de las pocas tropas que en el interior de la Nueva Granada se encontraron en condiciones más o menos aceptables para enfrentarse a los “pacificadores”, nombre que les dio la historia y que por lo menos resulta inexacto, si no perfectamente equivocado.

Porque no es acaso un error denominar a Pablo Morillo “el Pacificador”, cuando precisamente por temperamento y por formación, este militar de oscura estirpe, falso, cruel e impolítico, es nulo para restablecer amistades y carente de sentido diplomático, esto es, la antítesis de un pacificador. Se entiende que un apaciguador o un conciliador era precisamente lo que con mejor inteligencia ha debido escoger España para la misión que se encomendó a Morillo. Don Pablo pudo ser un buen director de operaciones bélicas, pero jamás un hombre en el cual pudiera remotamente hallarse la paz.

Si hemos de: ser objetivos, podemos perfectamente calificarlo como déspota o tirano, lo cual se tiene bien ganado por los procederes sanguinarios de que hizo víctima a la Nueva Granada, desde Santa Fe, luego del recibimiento temeroso, pacífico y cordial que la ciudad le había tributado, y al que correspondió con siete mil fusilamientos en el Virreinato, según lo afirma el propio Virrey don Francisco de Montalvo.

Que Morillo fuera inteligente o de apreciable talento, como pretenden algunos autores, es algo que ponemos muy en duda. Fundamenta nuestro concepto la conducta asumida por él con hombres, esos sí, de singular talento, como lo eran Francisco José de Caldas o Camilo Torres, o con entidades científicas de renombre universal, como lo fue la Expedición Botánica.

Hombre rencoroso, nos quiso hacer expiar el fracaso inicial experimentado en la Isla de Margarita, sin haber podido entender que entre venezolanos y granadinos existía esa gran diferencia que se condensó afirmando que “Venezuela era un cuartel y la Nueva Granada una Universidad”. La distancia que suponen estas dos apreciaciones y por ende señalan dos pueblos de cultura totalmente distinta, y que merecían, por consiguiente, una actitud consecuente, nos libera de cualquier comentario adicional. Fríamente cruel, usó lenguaje sarcástico qué lo pinta de cuerpo entero, cuando dijo en Santa Fe a una distinguida dama prisionera que le reprochó su conducta:

— “Señora; no me obligue a forrar un banquillo en terciopelo”

Decíamos que los soldados patriotas del interior fueron presa del desaliento, motivado por la actitud vacilante de la autoridad civil, las rivalidades y la falta de una firme y acertada dirección de las operaciones militares, que no concibió una estratégica concentración de tropas y una adecuada utilización de los elementos de que se disponía para enfrentarlos, acaso en forma ventajosa, a los expedicionarios. Pero lejos de hacerse esto, que era apenas una norma elemental del arte militar, se abandonó a Cartagena en los días del asedio, cuando lo lógico hubiera sido atacar a Morillo, cogiéndolo así a dos fuegos.

Perdida la oportunidad que se dejó escapar en la costa no se pensó tampoco en recuperarla en el interior. La falta de una buena táctica llegó a tal punto, que no se consideró seriamente siquiera la posibilidad de construir un campo atrincherado, con el cual se estrellaran por algún tiempo al menos, las tropas españolas, dando con ello lugar a operar un segundo ejército patriota, cuyo fin hubiera sido el de estructurar un movimiento envolvente, aprovechando la total inexperiencia de los peninsulares para luchar en un terreno completamente desconocido para ellos.

Sólo se produjeron hechos aislados, operaciones inconexas y, cómo no, derrotas tras derrotas. No era precisamente el cuartel, era la universidad, y por eso la última presidencia se confió a las manos de un General Presidente, al cual llamaban “el Estudiante”, como rezó incluso su infame sentencia.

Las acciones de Nóbita, Ceja Alta, Río Chitagá, Cachiri, Cuchilla del Tambo y La Plata, fueron todas desfavorables a los patriotas. La situación planteada trajo como inevitable consecuencia la renuncia del Presidente Fernández Madrid, al no sentirse la persona requerida para el mando.

En su remplazo nombró el Congreso, por segunda vez, al bumangués Custodio García Rovira, y como Vicepresidente a Liborio Mejía. Este, en una acción precipitada y sin esperar la llegada de su superior que marchaba con el batallón “Socorro”, integrado en su mayor parte por gentes de esa provincia aguerrida, y que era el más selecto cuerpo de que disponía la República, atacó con 700 soldados y más coraje que táctica las fortificaciones que en Cuchilla del Tambo había erigido Sámano, defendidas por 2.000 realistas, para sufrir la penúltima derrota el 29 de junio de 1816. La última sería en La Plata, once días después.

García Rovira, nacido en 1780, había sido alumno distinguido del Colegio de San Bartolomé, donde obtuvo el grado en Derecho, profesión que ejerció independientemente, combinada con la docencia, en el mismo plantel. Su cultura lo hacía destacarse como humanista, músico, pintor y políglota. Era, en una palabra, un intelectual polifacético, un hombre recto y un patriota insigne.

Si bien las acciones militares que dejamos mencionadas, significaron un gran fracaso para la causa libertadora, en buena parte por la precipitud de Liborio Mejía, condujeron por otra a la realización de un enlace que tuvo el más singular inicio de amor que registra nuestra historia, dada no sólo su fugacidad sino la posición de los personajes y las circunstancias novelescas en las cuales se produjo.

Al día siguiente del combate de Cuchilla del Tambo, se reunió con el Presidente y la oficialidad, al pie del páramo de Guanacas, un grupo de familias respetables que huían de la persecución española. El objeto del penoso encuentro era determinar el camino a seguir en esas inquietantes circunstancias.

En vista de la gravedad del momento y después de estudiar varias alternativas, se escogió como solución más adecuada, si bien en extremo penosa, la de internarse en la selva, buscando el Caquetá, pasando luego al rio Marañón, para salir al Brasil. Bien puede apreciarse que esta ruta, acaso practicable para soldados, no lo era en modo alguno para damas.

Entre las familias presentes se encontraba la Piedrahita, formada por los padres y sus cuatro hijas. Pepita, la más decidida, una vez conocida la determinación y sin temor alguno ni pensarlo dos veces, le pide insistentemente a García Rovira que la lleve con él, a lo cual se excusa el Presidente, pintándole no sólo las penalidades que esto implicaba, sino la situación personal de los dos. Como la insistencia se prolongara, sin que Pepita acepte las caballerosas razones, el Presidente opta por decirle que para eso es necesario que contraigan primero matrimonio, a lo cual accede sin vacilar la agraciada joven.

Tal vez dentro de la confusión de esos momentos, en medio de la amargura causada por los desastres militares, considerando que todo estaba perdido para la causa de sus luchas y sacrificios, coincidieron en la ilusión de encontrar en un hogar la paz y la libertad que las armas no habían logrado conquistar.

Lo que sigue es una de las escenas más singulares que pueda ofrecer una unión nacida por fuerza de circunstancias, que nada tuvieron que ver con lo que hoy como ayer se llama un romance.

García Rovira se apea de su muía y pide al Padre Florido, Capellán de las tropas, que haga lo mismo, para que proceda a casarlos. Se dirige luego a Liborio Mejía y le solicita que le sirva de padrino, en unión de su futura suegra. Los testigos, sin desmontarse de sus cabalgaduras, hacen un círculo en tomo a los contrayentes y al celebrante. Las pálidas luces del amanecer de aquel 30 de junio de 1816, iluminan tenuemente la escena. Un viento cortante y frío azota los circunstantes. La niebla desciende del páramo como velo nupcial sobre las cabezas, y, en la distancia, se divisa el tambo de Gabriel López.

Concluido el ceremonial se dispersaron los asistentes, tomando cada cual su camino. Los contrayentes se quedaron atrás         

Días después son aprehendidos García Rovira y su esposa. Ella es respetada. El, conducido a Santa Fe y fusilado el 8 de agosto de 1816. Del matrimonio a la detención, como podrá verse, había transcurrido menos de un mes.

Pepita, luego de su novelesco enlace, continúa viviendo con sus padres y recibe luego pensión decretada por Bolívar.

En 1824, contrae segundas nupcias en Bogotá, con don Manuel Julián de Páramo.

Como puede verse, la joven enmarcó su vida romántica en dos páramos: el de Guanacas, donde se unió con el héroe y el del apellido de su segundo esposo, posiblemente menos frío.

*******

 

Viene ahora una serie de episodios de la vida de otro héroe, el General José Hermógenes de la Maza y Lobo Guerrero, conocido sintéticamente con el nombre del General Maza. Un personaje que es la antípoda de Custodio García Rovira. El Estudiante Mártir fue un hombre equilibrado, culto, generoso y apacible. Maza era taciturno, cruel y cínico. El personaje entra en escena.

En la mañana del 27 de junio de 1820, un hombre de vigoroso contextura, piel blanca, caballo rubio y ojos azules de mirar acerado y que aún no ha cumplido los 30 años, se dispone a dar principio al más sangriento tribunal de la muerte que registren las crónicas de las campañas cumplidas en las riberas del Magdalena.

A un costado se halla la población de Tenerife, cuyos muros aún humeantes, dan cuenta de la acción librada en ese trágico amanecer, y del otro, el río en el cual se bambolea el navío “La Comandancia”. Junto a la borda que a partir de este momento será el sitio de ejecución, dos soldados con el torso desnudo y filosos machetes en sus fornidas manos.

Y entre el mísero poblado y las calcinadas arenas de la playa, una vieja silla abacial, en la que antaño se entonaron Salvesy Maitines, único mueble del tribunal llevado al efecto del vecino y deshabitado convento de las monjas Carmelita* En ella toma asiento, de espaldas al sol, el Coronel Hermógenes Maza.

Frente a este juez único, inexorable y breve, que tiene sobre sus piernas un sable desnudo, en el cual se advierten las rojas huellas del combate que acaba de librarse, se halla una larga fila de más de 200 prisioneros temerosos, que, celosamente custodiados, esperan la incierta sentencia. Las contingencias de una guerra a muerte llevan angustia y temor a aquellos desventurados.

Pero, podrá el Coronel juzgar y sentenciar tan crecido número, en esta mañana? Sí, mediante el más original sistema que pueda haberse ideado para definir una causa, como será el que va a poner en práctica, a partir del tercer ajusticiado.

El primero en suerte, o mejor, en desgracia, es un oficial español. El ibero trata de justificarse, invocando sus deberes. En mitad de la fiase, Maza exclama con voz enérgica y tajante:

    Al baño..

Al oírlo, dos soldados lo arrastraron hasta “La Comandancia” y, colocando su cuello sobre la borda, con un certero golpe de machete es decapitado. Las turbias aguas del Magdalena empiezan a convertirse en una fosa común.

Apenas si tienen tiempo los verdugos de cuadrarse en señal de haber cumplido la singular orden, cuando ya Maza ha repetido por segunda vez la original y macabra sentencia:

    Al baño ..

Otro oficial español deja de existir.

A partir del tercero, y temeroso quizás de ajusticiar en su precipitud a algún granadino, recurre al más angular expediente que pueda concebirse,’ para establecer el origen de los prisiones, cual es de obligarlos a pronunciarla palabra “Francisco”. Hombre que lo hiciera con la C a la española, era hombre muerto. Cuánto lamentarían en esos instantes los peninsulares, que con el sol que les hiere los ojos, aterrorizados y sedientos, esperan el tumo, no haber sabido cambiar el acento nativo que, si bien en días pasados había sido distintivo de supremacía, propio del orgullo español, hoy lo era de muerte.

Pero como toda regla tiene su excepción, también la prueba fonética la tuvo aquel día. Al Ilegal al número 60, un negro samario, reconocido realista, pronuncia la C a la criolla. Maza es por un instante magnánimo, cuando pregunta si alguien puede responder por él. Un silencio angustioso es la única respuesta. Así que, una vez más, la sentencia se deja oír:

    Al baño..

De esta manera continúa la fatal procesión, hasta llegar al prisionero 72. Se trata de un español de avanzada edad, que al tocarle el tumo, exclama aterrorizado:

    Señor, yo soy su padrino y fui su maestro. No me mate!

Maza lo reconoce. Es Juan Sordo, el buen maestro que en la niñez lejana le enseñó las primeras letras, en la escuela de Las Nieves en la distante Santa Fe.

Unos segundos de silencio que al anciano debieron parecerle una eternidad, y en los que tal vez bien puede rememorar las pilatunas del díscolo discípulo, preceden a la sentencia de Maza:

    Suéltenlo. Que se vaya inmediatamente.

Y    luego agrega:

    Que pase el siguiente.

Y    así fueron desfilando por la trágica borda de “La Comandancia” más de doscientas cabezas esa tórrida mañana. Las aguas del Magdalena se agitaban por la presencia de miles de peces y rugosos caimanes que fueron los convidados de un banquete tan inesperado como horripilante.

Enrojecidas quedaron las amuras de la vieja embarcación, conturbados los semblantes, horrorizadas las almas, jadeantes los ejecutores y estremecido el ambiente, con las estériles demandas de clemencia. Sólo una persona permanecía imperturbable: Hermógenes Maza.

Qué llevó a este hombre que procedía de las más respetables familias de Santa Fe, que había sido en su primera juventud un niño mimado de la aristocracia criolla, que se divertía a la sombra del régimen virreinal, para obrar así con los prisioneros de Tenerife?

En la vida de un ser humano pueden producirse cambios radicales, por el efecto traumatizante de hechos que golpean y transforman la estructura sicológica. Esto fue lo que le ocurrió al oficial patriota.

Cautivo en Venezuela durante más de dos años, luego de la evacuación de Caracas, fue sometido a las más penosas torturas, que van desde el cepo y los grillos hasta la humillante flagelación que destroza el torso y afecta los riñones.

Cuando logra huir, y luego de tres años de penoso viaje a pie, de Caracas a Santa Fe, se encuentra al llegar con una patria que padece la más sanguinaria tiranía, a lo cual se agrega la noticia de la persecución de su familia, el sacrificio de su hermano, la confiscación de los bienes familiares por el gobierno español, el fusilamiento de sus antiguos compañeros de colegio y la muerte de su madre.

Esta acumulación de dolor, tragedia y ruina, determinó el radical viraje de su personalidad. Había nacido un nuevo Maza. En vengador de Tenerife, el hombre sombrío que a partir de este momento, va a pasar el resto de su vida sacrificando españoles despiadadamente, haciendo chistes crueles, cometiendo impertinencias y bebiendo aguardiente.

Al referirse a la acción de Tenerife, le manifestó Bolívar a Santander:

“Me alegro mucho del suceso de Maza. El niñito es pesado: por cada herido mata cien españoles sin más novedad”.

Cuatro meses después, todavía coronel, hace su entrada triunfal a Santa Marta, en unión de José Prudencio Padilla. Y para tal fecha los procederes de Maza son el comentario nacional. Todos hablan de su bravura, de su arrojo, pero especialmente se lo señala como el jefe que no perdona chapetón.

Su presencia produce una natural mezcla de temor, admiración y curiosidad. Y es ésta precisamente la que divide a las muchachas samarias; mientras unas se sienten atraídas por el rubio, ya para esos días cargado de anécdotas que es Maza, las otras prefieren al moreno lobo de mar, el guajiro Padilla. Tan distintos el uno del otro, como distantes son Trafalgar de Tenerife, lo cierto es que ambos cautivan la atención femenina.

Los dos bandos celebran la victoria. Del primero hace parte una criolla de grácil silueta y cautivante simpatía, que al ofrecerle al vengador rosas y sonrisas, lo seduce en el acto, A la noche siguiente, en el baile de la victoria, los convidados no salen de su asombro, cuando ven al militar despiadado tornarse en un hombre galante, que, contra su costumbre, está parco en el tomar, culto en el hablar, pródigo durante toda la fiesta en atenciones a Manuelita Conde.

Ha vuelto a ser junto al mar, el más grande de los elementos naturales, el caballero que años atrás conocieron los salones santafereños.

En Maza todo es breve. Hasta el noviazgo. Dos semanas después, bajo el arco de acero formado por los machetes de Tenerife, esto es, el 11 de noviembre de I820, sale la pareja de la Catedral.

Todo hacía pensar que el nuevo estado significaría un cambio en el temperamento y la conducta del Coronel. Los hechos posteriores darán la respuesta.

Corta es también la luna de miel. Un mes más tarde viene la separación que impone la continuación de la guerra, y, quién lo creyera, la definitiva, no obstante que juntos van a vivir largos años una vida extraña, a partir de ese día.

Maza viaja rumbo a Cartagena, siguiendo luego a Quito y Guayaquil. A medida que la guerra prosigue, su fama acrecienta. Bolívar da orden a Sucre de que le encomiende el mayor número posible de operaciones, quizás por su eficiencia, o por tratar de evitarle su continua embriaguez, que lo lleva a cometer repetidas faltas contra la disciplina militar.

El tiempo pasa sin que este hombre extraño vuelva a sentir preocupación alguna por su hogar. No así su esposa.

A principios de 1822, encontrándose en Quito, recibe una carta de Manuela en la cual le informa que, no obstante el corto tiempo que permanecieron juntos, había tenido una niña a la cual desea darle el nombre de Cruz, si él está de acuerdo en ello. Así mismo le pide informes sobre su vida y sus campañas. La carta es, para esta mujer olvidada, el único y último recurso que le queda de reiniciar las relaciones con su esposo, así sea por la vía epistolar.

Sólo un año después, desde Cartagena, responde Maza la comunicación de su mujer. Curioso enlace este. Un mes permanecen juntos y una carta cada uno habría de cruzarse en la vida.

Concluida la campaña, no regresó al hogar como era de esperarse, sino que se trasladó a Bogotá, y he aquí otro cambio total en la existencia del militar:

El que había residido en el aristocrático barrio de la Candelaria, vive ahora en una modesta casucha del barrio Egipto; el que había tenido una juventud opulenta, merced a los cuantiosos bienes de su familia, depende sólo de una modesta pensión oficial, cuyo pago era entonces tan difícil como ahora; y el que hizo parte de los exclusivos salones, sólo frecuenta sórdidas cantinas.

Tal es el Maza de 1826 y el de los años siguientes hasta su muerte: un dipsómano, un ser taciturno que no se mezcló en las luchas partidistas, como si lo hizo la mayor parte de sus compañeros de armas, que no contó nunca con el aprecio de Bolívar, ni de Santander, que se aisló hasta de sus viejos camaradas, que vive sólo para el aguardiente, que intimidaba al Tesorero para que le pagara su soldada y guardaba en la vaina de su espada las exiguas monedas que recibía, lo cual frecuentemente le significó borracheras gratuitas, pues al ir a pagar y echar mano de su arma para sacar el importe, el dueño de la tienda o cantina se apresuraba a decirle que nada debía, convencido de que Maza lo iba a agredir.

Indudablemente Maza vagaba en las nebulosas de una sicopatía. Hay un detalle revelador. Un día tuvo la ocurrencia de matar a sablazos más de cien pollos en el mercado de la Plaza Mayor, alegando que los animales estaban tuberculosos y eran un peligro. Este es un brote de crueldad inútil, matizada de infantilismo, pero demostrativa de una indudable anomalía síquica.

En el mes de septiembre de 1832, abandonó por última vez a Bogotá, en compañía de unos arrieros que se dirigían a Honda, primera parte de su viaje. Cuál será la segunda? Ni el mismo lo sabe.

Está hastiado. Quiere cambiar, pero no sabe ni cómo ni dónde hacerlo.

Luego de un penoso viaje, y más por fuerza de las circunstancias que por otra causa, llegó a Mompós, donde habrá de permanecer los últimos quince años de su existencia atormentada.

El arribo al puerto es todo un acontecimiento. En la playa lo recibe su amigo don Vicente Gutiérrez de Piñeres, quien desde el primer saludo se dedicó a la difícil tarea de regenerarlo. Los dos primeros meses fueron en realidad una nueva vida. Abandona el licor; vuelve a ser sociable.

Pronto se esfuman los buenos propósitos. Se aísla de nuevo y pasa los últimos años sumergido en las nieblas alcohólicas, enmarcadas por esta rara ciclotimia.

Ningún interés manifiesta por su familia y nada hace por comunicarse con ella, acaso ignorante inicialmente del lugar donde ahora se halla el general.

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