El Abate Constantín by Ludovic Halévy - HTML preview

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—Buen día, mi buena Paulina, ¿cómo te va?

—Muy bien, ocupándome de tu comida. ¿Quieres saber lo que hay? Sopa depapas, una pata de carnero y crema.

—¡Admirable! Adoro todo eso y me muero de hambre.

—Y ensalada, se me olvidaba ensalada que tú me ayudarás a preparar.Comerán a las seis y media en punto, porque esta noche, a las siete ymedia, comienza el mes de María.

—¿Dónde está mi padrino?

—En el jardín. Está muy triste el señor cura, a causa de la venta de...

—Sí, ya sé, ya sé...

—Al verte se alegrará un poco. ¡Se pone tan contento cuando tú vienes!Cuidado... mira que Loulou se va a comer los rosales... ¡Qué calor tieneLoulou!

—Di toda la vuelta al bosque tan aprisa...

Juan tomó a Loulou que se dirigía a los rosales, la desensilló, la ató yle alcanzó un gran montón de pasto seco. Después entró a la casa,quitose el sable y cambió el quepis por un viejo sombrero de paja decinco sueldos, y se fue a buscar al cura al jardín.

En efecto, el pobre abate estaba muy triste. No había pegado los ojos entoda la noche, él, que generalmente dormía con tanta facilidad como unniño. Su alma estaba desgarrada. ¡Longueval en manos de una extranjera,de una hereje, de una aventurera! Juan repetía lo que Pablo había dichola víspera:

—Tendréis dinero, mucho dinero para vuestros pobres.

—¡Dinero, dinero!... Sí, mis pobres no perderán nada, quizá ganarán...Pero ese dinero tendré que ir a pedirlo, y en el salón, en vez de mivieja amiga encontraré a esa americana de cabellos rojos, ¡parece quetiene los cabellos rojos! Iré seguramente por mis pobres, iré... y ellame dará dinero, pero no me dará nada más que dinero. La Marquesa dabaalgo más, daba parte de su vida, parte de su corazón, juntos íbamostodas las semanas a visitar a los pobres y enfermos. Ella conocía todoslos sufrimientos y todas las miserias de la aldea. Y

cuando yo estabaclavado por la gota en mi sillón, ella hacía las visitas sola, tan bieno mejor que yo.

Paulina vino a interrumpir esta conversación apareciendo con una inmensaensaladera de loza, sobre la cual campeaban, violentas y chillonas,grandes flores rojas.

—Aquí vengo a buscar la ensalada. Juan, ¿quieres lechuga o achicoria?

—Achicoria—respondió Juan alegremente.—Hace mucho tiempo que no comoachicoria.

—Pues bien, esta noche comerás... Toma, tenme la ensaladera...

Paulina comenzó a cortar la achicoria, y Juan se inclinaba para recibirlas hojas en la gran ensaladera. El cura los miraba hacer.

En ese momento se oyó un ruido de cascabeles. Se acercaba un carruajeque sonaba demasiado.

El jardincito del abate Constantín, sólo estaba separado del camino poruna verja muy baja, en medio de la cual había una pequeña puerta.

Los tres miraron y vieron venir un carruaje de alquiler de formaprimitiva, tirado por dos grandes caballos blancos, manejados por uncochero de blusa.

Junto al cochero iba un criado con librea de la mássevera y perfecta corrección.

En el carruaje iban dos jóvenes quellevaban trajes iguales de viaje, muy elegantes, pero muy sencillos.

Cuando el carruaje se encontró ante la verja del jardín, el cocherodetuvo los caballos y dirigiéndose al cura, dijo:

—Señor cura, estas señoras os buscan.—Luego, volviéndose a susclientas:—

Ahí tenéis al señor cura de Longueval.

El abate Constantín se aproximó y abrió la pequeña puerta. Las viajerasdescendieron, deteniendo sus miradas, no sin cierto asombro, en el jovenoficial que se encontraba allí algo confuso con su sombrero de paja enla mano derecha y en la izquierda la gran ensaladera rebosando deachicoria.

Las dos mujeres entraron al jardín, y la mayor (representaba veinticincoaños), dirigiéndose al abate, le dijo con acento extranjero, algoextraño y muy original:

—Me veo obligada, señor cura, a presentarme a mí misma... Madama Scott,la que compró ayer el castillo, y la granja, y todo lo demás. ¿No osmolesto,

señor,

y

podréis

acordarme

durante

cinco

minutos

vuestraatención?—Luego, designando a su compañera de viaje:—Miss BettinaPercival, mi hermana: lo habríais adivinado, creo. Nos parecemos mucho,¿no es verdad? ¡Ah! Bettina, hemos olvidado en el carruaje nuestrascarteras, y las necesitaremos.

—Voy a buscarlas.

Y como miss Percival se preparara a ir por ellas, Juan le dijo:

—Permitidme, señorita, que os las traiga.

—Siento, señor, molestaros... El sirviente os las entregará. Están enel asiento de adelante.

Miss Percival tenía el mismo acento de su hermana, los mismos grandesojos negros, risueños y alegres, y los mismos cabellos, no rojos, sinorubios, con reflejos dorados en los que jugaba con delicadeza la luz delsol. Saludó a Juan con una graciosa sonrisa, y éste, después de entregara Paulina la ensaladera de achicoria, se fue a buscar las dos carteras.

Entretanto, muy conmovido, muy turbado, el abate Constantín introducíaen el presbiterio a la nueva castellana de Longueval.

III

En verdad, no era un palacio el presbiterio de Longueval. La misma piezadel piso bajo, servía de salón y comedor con puerta de comunicación parala cocina; esta pieza estaba adornada con los muebles más precisos: dosviejos sillones, seis sillas de paja, un aparador y una mesa redonda,sobre la cual Paulina había puesto ya los asientos del abate y de Juan.

Madama Scott y miss Percival iban y venían, examinando con infantilcuriosidad la instalación del cura.

—El jardín, la casa, todo es precioso aquí—decía madama Scott.

Las dos entraron resueltamente a la cocina. El abate Constantín lasseguía sofocado, azorado, estupefacto ante tan brusca y repentinainvasión americana.

La vieja Paulina miraba a las dos extranjeras conaire inquieto y sombrío.

—¡Estas son—pensaba,—las herejes, las excomulgadas!

Y con sus manos agitadas, temblorosas, continuaba preparando laensalada.

—¡Os felicito, señorita—le dijo Bettina,—por el perfecto orden quereina en vuestra cocina! Mirad, Zuzie; ¿no era así el presbiterio quedeseabais?

—Y el cura también—respondió madama Scott.—¡Ah! sí, señor cura,¿queréis dejarme decíroslo? ¡Si supierais cuán feliz me considero porhaberos encontrado tal cual sois! Esta mañana en el tren, ¿qué os decía,Bettina? ¿y hace un momento en el carruaje?

—Mi hermana me decía, señor cura, que deseaba, sobre todo, encontrarun cura que no fuera ya joven, ni triste, ni severo, un cura de cabellosblancos, y aire bondadoso y tranquilo.

—Y vos reunís todas esas condiciones, señor cura. No podíamos haberencontrado nada mejor. Escuchad, os ruego, mi modo de hablar.

Lasparisienses saben dar un buen giro a sus frases, presentándolas de unamanera conveniente y complicada, pero yo no sé... y hablando francés mecostaría mucho salir del paso si no dijera las cosas lisa y llanamentecomo se me ocurren. En fin, estoy contenta, en extremo contenta, señorcura, y espero que vos también quedaréis satisfecho de vuestras nuevasparroquianas.

—¡Mis parroquianas!—exclamó el cura, recobrando al fin la palabra, elmovimiento, la vida, todas estas cosas que desde hacía algunos minutoslo habían

abandonado

completamente.—Mis

parroquianas!

Perdón,

señora,señorita... ¡Estoy tan conmovido! ¿Seríais... sois, acaso, católicas?

—¡Sí, señor, somos católicas!

—¡Católicas, católicas!—repitió el cura.

—¡Católicas, católicas!—exclamó la vieja Paulina, apareciendoradiante, con los brazos levantados hacia el cielo, en el umbral de lacocina.

Madama Scott miraba al cura, miraba a Paulina, muy asombrada de haberproducido tal efecto con una sola palabra, y para completar el cuadro,apareció Juan trayendo las dos bolsas de viaje. El cura y Paulina lorecibieron con la misma palabra.

—¡Católicas, católicas!

—¡Ah! comprendo al fin—dijo madama Scott riendo;—¡nuestro nombre ynuestra patria os hicieron creer que éramos protestantes! No lo somos,nuestra madre era del Canadá, de origen francés y católica; por eso mihermana y yo hablamos francés, con acento extranjero y ciertos modismosamericanos, pero en fin, decimos, más o menos lo que deseamos decir. Mimarido es protestante, pero me deja entera libertad, y mis dos hijos soncatólicos. Por esto hemos querido desde el primer día venir a saludaros,señor abate.

—Por eso y por otra cosa—continuó Bettina,—mas para la otra cosanecesitamos nuestras carteras.

—Aquí las tenéis, señorita—respondió Juan.

—Esta es la mía.

—Y esta otra la mía.

Mientras las carteras pasaban de las manos del oficial a las de madamaScott y Bettina, el cura presentaba a Juan a las dos americanas, peroestaba aún tan conmovido, que la presentación no fue hecha en todaregla. El cura no olvidó más que una cosa; pero algo muy esencial en unapresentación: el apellido de Juan.

—Es Juan—dijo,—mi ahijado, subteniente del regimiento de artilleríade guarnición en Souvigny; es de la casa.

Juan hizo dos grandes cortesías, las americanas dos pequeñas, ycomenzaron a buscar en sus bolsas, sacando cada una un rollo de milfrancos, bonitamente encerrados en dos bolsitas verdes de piel deserpiente con anillos de oro.

—Os traía esto para vuestros pobres, señor cura—dijo madama Scott.

—Y yo esto otro—agregó Bettina.

Con toda delicadeza deslizaron su ofrenda en la mano derecha e izquierdadel anciano cura, y éste mirando alternativamente sus dos manos,pensaba:

—¿Qué serán estas dos cosas? son muy pesadas; debe haber oro aquídentro...

Sí, pero ¿cuánto, cuánto?

Sesenta y dos años contaba el abate Constantín, y mucho dinero habíapasado por sus manos para no permanecer en ellas largo tiempo, esverdad; pero este dinero lo recibía por pequeñas cantidades y lasospecha de una ofrenda semejante no le cabía en la cabeza. ¡Dos milfrancos! Jamás tuvo dos mil francos en su poder, ni mil siquiera.

No sabiendo, pues, cuánto le daban, el cura no sabía cómo agradecer;balbuceaba:

—Os doy muchísimas gracias, señora; sois demasiado buena, señorita.

En fin, como no agradeciera lo bastante, Juan creyó deber intervenir.

—Mi padrino, estas señoras acaban de daros dos mil francos.

Entonces, presa de una gran emoción y agradecimiento, el cura exclamó:

—¡Dos mil francos, dos mil francos para mis pobres!

Paulina hizo bruscamente una nueva aparición.

—¡Dos mil francos, dos mil francos!

—Así parece... así parece... tomad, Paulina, guardad este dinero, ytened mucho cuidado con él...

Muchas cosas era en la casa la vieja Paulina: sirvienta, cocinera,boticaria, tesorera. Sus manos recibieron, con respetuoso temor los dospaquetitos de oro que representaban tantas miserias aliviadas, tantosdolores disminuidos.

—No es eso todo, señor cura—dijo madama Scott,—os daré quinientosfrancos todos los meses.

—Y yo haré como mi hermana.

—¡Mil francos por mes! pero entonces ya no habrá pobres en la comarca.

—Es lo que deseamos. Soy rica, muy rica, y mi hermana también. Ella esmás rica que yo, porque a una joven le cuesta más gastar mucho...¡mientras que yo!

¡ah, yo! ¡todo lo que puedo, gasto todo lo que puedo!Cuando se tiene mucho dinero, demasiado dinero, más de lo que es justo,decid, señor cura, ¿para hacérselo perdonar, hay otro medio que tener lamano siempre abierta y dar, dar, dar lo más y mejor posible? Además, vostambién vais a darme algo.

Y dirigiéndose a Paulina agregó:

—¿Queréis tener la bondad de darme un vaso de agua fresca, señorita?No, nada más... un vaso de agua fresca, porque me muero de sed.

—Y yo—dijo riendo Bettina, mientras Paulina corría en busca del vasode agua,—yo me muero de otra cosa, me muero de hambre. Señor cura, voya decir algo horriblemente indiscreto... Pero veo la mesa puesta y...¿No podríais invitarnos a comer?

—¡Bettina!—dijo madama Scott.

—Dejadme, Zuzie, dejadme en paz... ¿No es verdad que queréis, señorcura?

Pero el anciano cura no encontraba nada que responder. No sabía lo quele pasaba. ¡Ellas tomaban por asalto el presbiterio, eran católicas! ¡Letraían dos mil francos; le ofrecían mil francos mensuales! y queríancomer con él; ¡ah!

¡esto era el colmo! el terror lo paralizaba al pensarque tendría que hacer los honores de la pata de carnero y la crema aesas dos americanas locamente ricas que debían alimentarse de cosasextraordinarias, fantásticas, inusitadas, y sólo murmuraba:

—¡A comer... a comer! ¿queríais quedaros a comer aquí?

Juan intervino una vez más.

—Mi padrino se consideraría demasiado feliz, si quisierais quedaros;pero comprendo lo que le inquieta... Debíamos comer los dos solos; noesperéis, pues, un festín, señoras. En fin, seréis indulgentes.

—Sí, sí—respondió Bettina,—muy indulgentes.

Luego, dirigiéndose a su hermana:

—Vamos, Zuzie, no me pongáis mala cara porque he sido un poco...

sabéisque

acostumbro

a

ser

un

poco...

Quedémonos,

¿queréis?

Descansaremospasando aquí una hora tranquilamente. Hemos hecho una jornada horrible,en el tren, en el carruaje, en medio del polvo, ¡y con un calor!

¡Nossirvieron un almuerzo tan espantoso esta mañana en el hotel! y debíamosvolver a comer allá a las siete, en el mismo hotel, para tomar enseguida el tren de París... Pero comer aquí será mucho mejor. Ya nodecís que no. ¡Ah! ¡cuán buena sois, mi Zuzie!

Besó a su hermana con mucha zalamería, y volviéndose al cura, dijo:

—Si supierais, señor cura, cuán buena es.

—¡Bettina, Bettina!

—Vamos, Paulina—dijo Juan,—pronto, dos asientos más; yo te ayudaré.

—Y yo también—exclamó Bettina,—yo también quiero ayudaros. ¡Oh!

¡estome divertirá tanto! Pero, señor cura, permitidme hacer de cuenta queestoy en casa.

Con prontitud se quitó su abrigo, y Juan pudo admirar, en su exquisitaperfección, un cuerpo maravillosamente flexible y gracioso.

Miss Percival, quitose en seguida el sombrero, pero con demasiadarapidez; pues fue la señal de un precioso desorden. Toda una avalanchade cabellos se escapó y esparció en torrentes, en largas cascadas sobrelos hombros de Bettina, que se encontraba ante una ventana por dondepenetraban los rayos del sol... y aquella luz radiante que daba de llenosobre su cabellera de oro, ponía en un cuadro delicioso la espléndidabelleza de la joven. Confusa y ruborizada, Bettina llamó en su ayuda asu hermana, que tuvo gran trabajo para volver a poner las cosas enorden.

Cuando quedó así reparada la catástrofe nadie pudo impedir a Bettina quese precipitara sobre los platos, cuchillos y tenedores.

—Pero, señor—le decía a Juan,—yo sé muy bien poner la mesa.Preguntadle a mi hermana... ¿Decid, Zuzie, cuando yo era chica enNew-York, no ponía bien la mesa?

—Sí, muy bien—respondió madama Scott.

Y ella también, rogando al cura excusara la indiscreción de Bettina,quitose el sombrero y el abrigo; y Juan gozó una vez más del muyagradable espectáculo de un cuerpo precioso y admirables cabellos. Peroel desorden, y Juan lo sintió, no tuvo segunda edición.

Algunos minutos después, madama Scott, miss Percival, el cura y eloficial, tomaban asiento alrededor de la mesa del presbiterio; luego,con mucha rapidez, gracias a la sorpresa y originalidad del encuentro,gracias, sobre todo, al buen humor y alegría algo audaz de Bettina, laconversación tomaba el giro de la más franca y cordial familiaridad.

—Vais a ver, señor cura—dijo Bettina,—vais a ver cómo no he mentido,si no me moría realmente de hambre. Os prevengo que voy a devorar. Nuncame he sentado a la mesa con tanto gusto. ¡Esta comida terminará tambiénla jornada! Estamos tan contentas mi hermana y yo, de ser dueñas delcastillo, la granja, los bosques...

—Y yo de poseer todo eso de una manera tan extraordinaria comoimprevista.

¡No nos lo imaginábamos!

—Ni lo soñábamos, Zuzie... Sabéis, señor cura, que ayer fue elcumpleaños de mi hermana... Pero primero, perdonad, señor... señor Juan,¿no es así?

—Sí, señorita, así es.

—¡Pues bien, señor Juan, servidme un poco más de esta excelente sopa,os lo ruego!

El abate Constantín comenzaba a volver en sí, a tranquilizarse; pero,sin embargo, estaba aún demasiado conmovido para cumplir correctamentecon sus deberes de dueño de casa; por eso Juan tomaba la dirección de lamodesta comida de su padrino. Llenó hasta los bordes el plato de lapreciosa americana, que fijaba resueltamente en él la mirada de dosgrandes ojos en los que brillaba la franqueza, la osadía y el contento.

Los ojos de Juan pagaban a miss Percival en la misma moneda. No hacíatres cuartos de hora que en el jardín del cura la joven americana y eljoven oficial, se habían dirigido la palabra por primera vez, y los dosse sentían alegres, tenían plena confianza mutua, casi como camaradas.

—Os decía, señor cura—continuó Bettina,—que ayer fue el santo de mihermana, su cumpleaños. Mi cuñado partió forzosamente para América haráunos ocho días, y al partir dijo a mi hermana: «No estaré aquí paravuestro día, mas recibiréis noticias mías.»

Ayer, pues, recibimos regalos y ramos de todas partes; pero de micuñado, hasta las cinco, nada... nada. Salimos a dar una vuelta acaballo por el bosque...

y a propósito de caballo...

Bettina se inclinó a un lado y miró con curiosidad las grandes botas deJuan, cubiertas de polvo.

—Pero, señor, ¿usáis espuelas?

—Sí, señorita.

—¿Estáis en la caballería?

—Estoy en la artillería, señorita, y la artillería es la caballería.

—¿Y vuestro regimiento está de guarnición?...

—Muy cerca de aquí.

—¿Entonces saldréis a caballo con nosotras?

—Convenido. ¿Veamos ahora en qué estaba?

—No sabéis lo que decís, Bettina, y contáis a estos señores cosas queno pueden interesarles.

—¡Oh! dispensad, señora—dijo el cura.—En toda la comarca no se tratapor el momento más que de la venta de este castillo, y la narración dela señorita nos interesa mucho.

—Ves, Zuzie, mi historia interesa mucho al señor cura. Continúo, pues.Salimos a caballo, volvimos a las siete, nada. Comimos, y en el momentoque nos levantábamos de la mesa, llega un telegrama de América, doslíneas solamente: «He hecho comprar para vos, hoy el castillo deLongueval y sus dependencias, cerca de Souvigny, sobre la línea delNorte.» Entonces las dos fuimos presas de una risa loca al pensar...

—No, no, Bettina, eso no es exacto. Nos calumniáis a las dos.

Primerosentimos un movimiento de emoción y agradecimiento muy sincero.

Nosgusta mucho el campo a mi hermana y a mí, y mi marido, que es excelente,sabía que deseábamos con ardor poseer algunas tierras en Francia, ydesde hacía seis meses buscaba, sin encontrar, hasta que por último, sindecírnoslo, descubrió este castillo que se vendía precisamente el día demi santo. Era una delicada atención de su parte.

—Sí, Zuzie, tenéis razón; pero después del acceso de emoción, hubo unogrande de alegría.

—Eso sí, lo reconozco. Cuando pensamos que bruscamente las dos éramosdueñas, pues lo que es de la una es de la otra, propietarias de uncastillo, sin saber dónde se encontraba, cómo era, ni cuánto habíacostado; se asemejaba tanto a un cuento de hadas, que...

—En fin, durante unos cinco minutos reímos de todo corazón. Luego nosarrojamos sobre un mapa de Francia, y no sin trabajo conseguimosdescubrir a Souvigny. Después del atlas tomamos una guía deferrocarriles, y esta mañana, por el tren de las diez, desembarcamos enSouvigny.

—Todo el día lo empleamos en visitar el castillo, las caballerizas, losjardines. No hemos visto todo porque es inmenso; pero estamos encantadasde lo que hemos visto. No obstante, señor cura, hay algo que me intriga.Sé que la propiedad ha sido vendida públicamente: he visto por todo elcamino los grandes avisos... Mas no me he atrevido a preguntar a laspersonas que me han acompañado hoy en mi paseo, pues mi ignoranciahabría parecido extraordinaria, cuánto ha costado todo esto. Mi maridose olvidó de decírmelo en su telegrama. Desde que estoy encantada con laadquisición, esto no constituye más que un detalle, pero que no medisgustaría saber... Decid, señor cura, si lo sabéis, decidme elprecio.

—Un

precio

enorme—respondió

el

cura,—pues

se

agitaban

muchasesperanzas y ambiciones en torno de Longueval.

—¡Un precio enorme! me asustáis... ¿Cuánto, exactamente?

—¡Tres millones!

—¡Nada más!—exclamó madama Scott;—¿el castillo, las granjas, elbosque, todo por tres millones?

—Pero es tirado—dijo Bettina.—Sólo el precioso río que pasea por elparque, vale los tres millones.

—¿Y decíais, señor cura, que muchas personas nos disputaban las tierrasy el castillo?

—Sí, señora.

—¿Y ante esas personas, después de la venta, se pronunció mi nombre?

—Sí, señora.

—¿Cuando lo pronunciaron, hubo alguien que me conociera, que hablara demí?... sí... sí... Vuestro silencio me responde; hablaron de mí. Puesbien, señor cura, ahora que estoy seria, muy seria, os ruego, porfavor, me repitáis lo que dijeron de mí.

—Pero, señora—respondió el pobre cura, que estaba sobreascuas,—hablaron de vuestra inmensa fortuna...

—Sí, debieron hablar de eso; sin duda, dirían que era muy rica, de pocotiempo a esta parte... una parvenue, ¿no es así? Está bien, pero no estodo, debieron decir otras cosas.

—No, no he oído nada...

—¡Oh! señor cura, estáis cometiendo, por culpa mía, una mentiracaritativa, como vos diríais... y os hago desgraciado, pues debéis serla sinceridad en persona. Mas si os atormento así, es porque tengogrande interés en saber lo que se ha dicho, lo que...

—¡Por Dios! señora—interrumpió Juan,—tenéis razón, han dicho otracosa, y mi padrino no sabe cómo repetírosla; pero ya que lo exigís,dijeron que erais una de las más elegantes, de las más brillantes y delas más...

—¿Y de las más lindas mujeres de París? Con alguna indulgencia hanpodido decirlo. Pero aun no es todo. Hay algo más...

—¡Ah! ¿sí?

—Sí, hay algo más, y yo quisiera tener con vosotros, una explicaciónbien clara y bien franca. No sé por qué me parece que he tenido buenaestrella hoy; creo que ya sois en cierto modo mis amigos, y que un díalo seréis verdaderamente. Pues bien, decidme, si corren sobre mi personahistorias absurdas y falsas, ¿no tendré razón de pensar que me ayudaréisa desmentirlas?

—Sí, señora—respondió Juan con extrema vivacidad,—hacéis bien enpensarlo.

—Pues a vos me dirijo, señor. Sois soldado, debéis tener valor;prometedme ser valiente; ¿me lo prometéis?

—¿Qué entendéis, señora, por ser valiente?

—Prometed, prometed, sin explicaciones, sin condiciones.

—Está bien; lo prometo...

—¿Vais a responder francamente, por sí o por no, a las preguntas que osdirija?

—Responderé.

—¿Os han dicho que yo mendigaba en las calles de New-York?

—Sí, señora, me lo han dicho.

—¿Y que había sido amazona de un circo ambulante?

—Me lo han dicho, señora.

—¡Sea enhorabuena! Esto se llama hablar. ¡Pues bien! notad primero, queen todo eso no habría nada deshonroso... Pero si no es cierto, ¿no tengoderecho para desmentirlo? Y os aseguro que no es cierto. Mi historia, osla referiré en pocas palabras, y si os la cuento así desde el primerdía, es para que tengáis la bondad de repetirla a todos los que oshablen de mí... Pasaré una parte de mi vida en esta aldea, y deseo quesepan de dónde vengo y quién soy. Principio, pues. Pobre, sí, lo hesido, y muy pobre; hará de esto ocho años... Acababa de morir mi padre,siguiendo de muy cerca a mi madre. Yo contaba dieciocho años y Bettinanueve; quedábamos solas en el mundo, con fuertes deudas y un granpleito. Las últimas palabras de mi padre fueron estas: «Zuzie, no hagasninguna transacción en el pleito, nunca, nunca, nunca, y tendréismillones, hijas mías, ¡millones!» y nos besó a las dos, a Bettina y amí... Lo acometió el delirio, y murió repitiendo: «¡Millones!» Al díasiguiente, se presentó un procurador, ofreciéndome pagar todas lasdeudas y darme además diez mil dollars, si yo le transfería mis derechosal pleito. Se trataba de la posesión de una gran extensión de tierras enel Colorado. Rehusé. Entonces fue cuando, durante algunos meses,estuvimos muy pobres.

—Y entonces era cuando yo ponía la mesa—dijo Bettina.

—Pasaba mi vida en casa de los Solicitors de New-York. Pero nadiequería hacerse cargo de mis intereses. En todas partes recibía la mismarespuesta:

«Vuestra causa es muy dudosa, tenéis adversarios ricos ytemibles, se necesita dinero, mucho dinero, para llevar a cabo elpleito, y ya no os queda nada. Os ofrecen pagaros las deudas y diez mildollars, aceptad, vended el pleito.»

Pero yo conservaba siempre en el oído las últimas palabras de mi padre,y no aceptaba... Sin embargo, la miseria iba a obligarme, cuando un díafui a ver a uno de los amigos de mi padre, un banquero de New-York, M.William Scott, que no me recibió solo; junto a su escritorio estabasentado un joven: «¡Podéis hablar, me dijo, es mi hijo Richard Scott!»Miro al joven, él me mira y nos reconocemos... «¡Zuzie!—¡Richard!» ynos tendemos la mano. El tenía veintitrés años y yo dieciocho, y muchasveces, cuando niños, habíamos jugado juntos, siendo entonces muy buenosamigos. Después, siete u ocho años antes de esto, él fue a terminar sueducación en Francia e Inglaterra. Su padre me hizo sentar,preguntándome qué deseaba, y se lo dije. Me escuchó y respondió:«Necesitaríais veinte a treinta mil dollars, y nadie os prestará esasuma sobre las inciertas probabilidades de un pleito muy complicado;¡sería una locura! Si sois desgraciada, si necesitáis algúnsocorro...—No es eso lo que pide miss Percival, padre mío, dijo conviveza Richard.—Bien lo sé, pero lo que pretende es imposible...» Y selevantó para a