Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra - HTML preview

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Y no preguntó más. Llegóse la mujer de don Antonio, y dijo:

— Yo no sé, cabeza, qué preguntarte; sólo querría saber de ti si gozarémuchos años de buen marido.

Y respondiéronle:

— Sí gozarás, porque su salud y su templanza en el vivir prometen muchosaños de vida, la cual muchos suelen acortar por su destemplanza.

Llegóse luego don Quijote, y dijo:

— Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que mepasó en la cueva de Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho miescudero? ¿Tendrá efeto el desencanto de Dulcinea?

— A lo de la cueva —respondieron— hay mucho que decir: de todo tiene; losazotes de Sancho irán de espacio, el desencanto de Dulcinea llegará adebida ejecución.

— No quiero saber más —dijo don Quijote—; que como yo vea a Dulcineadesencantada, haré cuenta que vienen de golpe todas las venturas queacertare a desear.

El último preguntante fue Sancho, y lo que preguntó fue:

— ¿Por ventura, cabeza, tendré otro gobierno? ¿Saldré de la estrecheza deescudero? ¿Volveré a ver a mi mujer y a mis hijos?

A lo que le respondieron:

— Gobernarás en tu casa; y si vuelves a ella, verás a tu mujer y a tushijos; y, dejando de servir, dejarás de ser escudero.

— ¡Bueno, par Dios! —dijo Sancho Panza—. Esto yo me lo dijera: no dijera másel profeta Perogrullo.

— Bestia —dijo don Quijote—, ¿qué quieres que te respondan? ¿No basta quelas respuestas que esta cabeza ha dado correspondan a lo que se lepregunta?

— Sí basta —respondió Sancho—, pero quisiera yo que se declarara más y medijera más.

Con esto se acabaron las preguntas y las respuestas, pero no se acabó laadmiración en que todos quedaron, excepto los dos amigos de don Antonio,que el caso sabían. El cual quiso Cide Hamete Benengeli declarar luego, porno tener suspenso al mundo, creyendo que algún hechicero y extraordinariomisterio en la tal cabeza se encerraba; y así, dice que don Antonio Moreno,a imitación de otra cabeza que vio en Madrid, fabricada por un estampero,hizo ésta en su casa, para entretenerse y suspender a los ignorantes; y lafábrica era de esta suerte: la tabla de la mesa era de palo, pintada ybarnizada como jaspe, y el pie sobre que se sostenía era de lo mesmo, concuatro garras de águila que dél salían, para mayor firmeza del peso. Lacabeza, que parecía medalla y figura de emperador romano, y de color debronce, estaba toda hueca, y ni más ni menos la tabla de la mesa, en que seencajaba tan justamente, que ninguna señal de juntura se parecía. El pie dela tabla era ansimesmo hueco, que respondía a la garganta y pechos de lacabeza, y todo esto venía a responder a otro aposento que debajo de laestancia de la cabeza estaba. Por todo este hueco de pie, mesa, garganta ypechos de la medalla y figura referida se encaminaba un cañón de hoja delata, muy justo, que de nadie podía ser visto. En el aposento de abajocorrespondiente al de arriba se ponía el que había de responder, pegada laboca con el mesmo cañón, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz dearriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras; y de estamanera no era posible conocer el embuste. Un sobrino de don Antonio,estudiante agudo y discreto, fue el respondiente; el cual, estando avisadode su señor tío de los que habían de entrar con él en aquel día en elaposento de la cabeza, le fue fácil responder con presteza y puntualidad ala primera pregunta; a las demás respondió por conjeturas, y, comodiscreto, discretamente. Y dice más Cide Hamete: que hasta diez o doce díasduró esta maravillosa máquina; pero que, divulgándose por la ciudad que donAntonio tenía en su casa una cabeza encantada, que a cuantos le preguntabanrespondía, temiendo no llegase a los oídos de las despiertas centinelas denuestra Fe, habiendo declarado el caso a los señores inquisidores, lemandaron que lo deshiciese y no pasase más adelante, porque el vulgoignorante no se escandalizase; pero en la opinión de don Quijote y deSancho Panza, la cabeza quedó por encantada y por respondona, más asatisfación de don Quijote que de Sancho.

Los caballeros de la ciudad, por complacer a don Antonio y por agasajar adon Quijote y dar lugar a que descubriese sus sandeces, ordenaron de corrersortija de allí a seis días; que no tuvo efecto por la ocasión que se diráadelante. Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie,temiendo que, si iba a caballo, le habían de perseguir los mochachos, yasí, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron apasearse.

Sucedió, pues, que, yendo por una calle, alzó los ojos don Quijote, y vioescrito sobre una puerta, con letras muy grandes: Aquí se imprimen libros;de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprentaalguna, y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo suacompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer enésta, enmendar en aquélla, y, finalmente, toda aquella máquina que en lasemprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntabaqué era aquéllo que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales, admirábasey pasaba adelante. Llegó en otras a uno, y preguntóle qué era lo que hacía.El oficial le respondió:

— Señor, este caballero que aquí está —y enseñóle a un hombre de muy buentalle y parecer y de alguna gravedad— ha traducido un libro toscano ennuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a laestampa.

— ¿Qué título tiene el libro? —preguntó don Quijote.

— A lo que el autor respondió:

— Señor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele.

— Y ¿qué responde le bagatele en nuestro castellano? —preguntó don Quijote.

— Le bagatele —dijo el autor— es como si en castellano dijésemos losjuguetes; y, aunque este libro es en el nombre humilde, contiene yencierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.

— Yo —dijo don Quijote— sé algún tanto de el toscano, y me precio de cantaralgunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío, y nodigo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino porcuriosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

— Sí, muchas veces —respondió el autor.

— Y ¿cómo la traduce vuestra merced en castellano? —preguntó don Quijote.

— ¿Cómo la había de traducir —replicó el autor—, sino diciendo olla?

— ¡Cuerpo de tal —dijo don Quijote—, y qué adelante está vuesa merced en eltoscano idioma!

Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscanopiache, dice vuesa merced en el castellano place; y adonde diga più, dicemás, y el su declara con arriba, y el giù con abajo.

— Sí declaro, por cierto —dijo el autor—, porque ésas son sus propiascorrespondencias.

— Osaré yo jurar —dijo don Quijote— que no es vuesa merced conocido en elmundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loablestrabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingeniosarrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, meparece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas delas lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos porel revés, que, aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que lasescurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir delenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el quetraslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quieroinferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otrascosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen.Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctorCristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáurigui,en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál eloriginal. Pero dígame vuestra merced: este libro, ¿imprímese por su cuenta,o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?

— Por mi cuenta lo imprimo —respondió el autor—, y pienso ganar mil ducados,por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de dos mil cuerpos,y se han de despachar a seis reales cada uno, en daca las pajas.

— ¡Bien está vuesa merced en la cuenta! —respondió don Quijote—. Bien pareceque no sabe las entradas y salidas de los impresores, y lascorrespondencias que hay de unos a otros; yo le prometo que, cuando se veacargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que seespante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.

— Pues, ¿qué? —dijo el autor—. ¿Quiere vuesa merced que se lo dé a unlibrero, que me dé por el privilegio tres maravedís, y aún piensa que mehace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en elmundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin élno vale un cuatrín la buena fama.

— Dios le dé a vuesa merced buena manderecha —respondió don Quijote.

Y pasó adelante a otro cajón, donde vio que estaban corrigiendo un pliegode un libro que se intitulaba Luz del alma; y,en viéndole, dijo:

— Estos tales libros, aunque hay muchos deste género, son los que se debenimprimir, porque son muchos los pecadores que se usan, y son menesterinfinitas luces para tantos desalumbrados.

Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro; y,preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte delIngenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal vecino deTordesillas.

— Ya yo tengo noticia deste libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en miconciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos, porimpertinente; pero su San Martín se le llegará, como a cada puerco, que lashistorias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegana la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuantoson más verdaderas.

Y, diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta.Y aquel mesmo día ordenó don Antonio de llevarle a ver las galeras que enla playa estaban, de que Sancho se regocijó mucho, a causa que en su vidalas había visto. Avisó don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquellatarde había de llevar a verlas a su huésped el famoso don Quijote de laMancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad teníannoticia; y lo que le sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.

Capítulo LXIII. De lo mal que le avino a Sancho Panza con la visita de lasgaleras, y la nueva aventura de la hermosa morisca

Grandes eran los discursos que don Quijote hacía sobre la respuesta de laencantada cabeza, sin que ninguno dellos diese en el embuste, y todosparaban con la promesa, que él tuvo por cierto, del desencanto de Dulcinea.Allí iba y venía, y se alegraba entre sí mismo, creyendo que había de verpresto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, comoqueda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido; que estamala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas.

En resolución, aquella tarde don Antonio Moreno, su huésped, y sus dosamigos, con don Quijote y Sancho, fueron a las galeras. El cuatralbo, queestaba avisado de su buena venida, por ver a los dos tan famosos Quijote ySancho, apenas llegaron a la marina, cuando todas las galeras abatierontienda, y sonaron las chirimías; arrojaron luego el esquife al agua,cubierto de ricos tapetes y de almohadas de terciopelo carmesí, y, enponiendo que puso los pies en él don Quijote, disparó la capitana el cañónde crujía, y las otras galeras hicieron lo mesmo, y, al subir don Quijotepor la escala derecha, toda la chusma le saludó como es usanza cuando unapersona principal entra en la galera, diciendo: ''¡Hu, hu, hu!'' tresveces. Diole la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que eraun principal caballero valenciano; abrazó a don Quijote, diciéndole:

— Este día señalaré yo con piedra blanca, por ser uno de los mejores quepienso llevar en mi vida, habiendo visto al señor don Quijote de la Mancha:tiempo y señal que nos muestra que en él se encierra y cifra todo el valordel andante caballería.

Con otras no menos corteses razones le respondió don Quijote, alegresobremanera de verse tratar tan a lo señor. Entraron todos en la popa, queestaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines, pasóse el cómitreen crujía, y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que sehizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado,y más cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a él le pareció quetodos los diablos andaban allí trabajando; pero esto todo fueron tortas ypan pintado para lo que ahora diré. Estaba Sancho sentado sobre elestanterol, junto al espalder de la mano derecha, el cual ya avisado de loque había de hacer, asió de Sancho, y, levantándole en los brazos, toda lachusma puesta en pie y alerta, comenzando de la derecha banda, le fue dandoy volteando sobre los brazos de la chusma de banco en banco, con tantapriesa, que el pobre Sancho perdió la vista de los ojos, y sin duda pensóque los mismos demonios le llevaban, y no pararon con él hasta volverle porla siniestra banda y ponerle en la popa. Quedó el pobre molido, y jadeando,y trasudando, sin poder imaginar qué fue lo que sucedido le había.

Don Quijote, que vio el vuelo sin alas de Sancho, preguntó al general sieran ceremonias aquéllas que se usaban con los primeros que entraban en lasgaleras; porque si acaso lo fuese, él, que no tenía intención de profesaren ellas, no quería hacer semejantes ejercicios, y que votaba a Dios que,si alguno llegaba a asirle para voltearle, que le había de sacar el alma apuntillazos; y, diciendo esto, se levantó en pie y empuñó la espada.

A este instante abatieron tienda, y con grandísimo ruido dejaron caer laentena de alto abajo.

Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de susquicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, lapuso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que tambiénse estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro. La chusmaizó la entena con la misma priesa y ruido que la habían amainado, y todoesto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento. Hizo señal el cómitreque zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho orebenque, comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco apoco a la mar. Cuando Sancho vio a una moverse tantos pies colorados, quetales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:

— Éstas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice.¿Qué han hecho estos desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombresolo, que anda por aquí silbando, tiene atrevimiento para azotar a tantagente? Ahora yo digo que éste es infierno, o, por lo menos, el purgatorio.

Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pasaba, ledijo:

— ¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y cuán a poca costa os podíades vos,si quisiésedes, desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estosseñores, y acabar con el desencanto de Dulcinea! Pues con la miseria y penade tantos, no sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que podría ser queel sabio Merlín tomase en cuenta cada azote déstos, por ser dados de buenamano, por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.

Preguntar quería el general qué azotes eran aquéllos, o qué desencanto deDulcinea, cuando dijo el marinero:

— Señal hace Monjuí de que hay bajel de remos en la costa por la banda delponiente.

Esto oído, saltó el general en la crujía, y dijo:

— ¡Ea hijos, no se nos vaya! Algún bergantín de cosarios de Argel debe deser éste que la atalaya nos señala.

Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que seles ordenaba. Mandó el general que las dos saliesen a la mar, y él con laotra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les escaparía. Apretóla chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecíaque volaban. Las que salieron a la mar, a obra de dos millas descubrieronun bajel, que con la vista le marcaron por de hasta catorce o quincebancos, y así era la verdad; el cual bajel, cuando descubrió las galeras,se puso en caza, con intención y esperanza de escaparse por su ligereza;pero avínole mal, porque la galera capitana era de los más ligeros bajelesque en la mar navegaban, y así le fue entrando, que claramente los delbergantín conocieron que no podían escaparse; y así, el arráez quisiera quedejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capitán quenuestras galeras regía. Pero la suerte, que de otra manera lo guiaba,ordenó que, ya que la capitana llegaba tan cerca que podían los del bajeloír las voces que desde ella les decían que se rindiesen, dos toraquís, quees como decir dos turcos borrachos, que en el bergantín venían con estosdoce, dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados quesobre nuestras arrumbadas venían. Viendo lo cual, juró el general de nodejar con vida a todos cuantos en el bajel tomase, y, llegando a embestircon toda furia, se le escapó por debajo de la palamenta.

Pasó la galeraadelante un buen trecho; los del bajel se vieron perdidos, hicieron vela entanto que la galera volvía, y de nuevo, a vela y a remo, se pusieron encaza; pero no les aprovechó su diligencia tanto como les dañó suatrevimiento, porque, alcanzándoles la capitana a poco más de media milla,les echó la palamenta encima y los cogió vivos a todos.

Llegaron en esto las otras dos galeras, y todas cuatro con la presavolvieron a la playa, donde infinita gente los estaba esperando, deseososde ver lo que traían. Dio fondo el general cerca de tierra, y conoció queestaba en la marina el virrey de la ciudad. Mandó echar el esquife paratraerle, y mandó amainar la entena para ahorcar luego luego al arráez y alos demás turcos que en el bajel había cogido, que serían hasta treinta yseis personas, todos gallardos, y los más, escopeteros turcos. Preguntó elgeneral quién era el arráez del bergantín y fuele respondido por uno de loscautivos, en lengua castellana, que después pareció ser renegado español:

— Este mancebo, señor, que aquí vees es nuestro arráez.

Y mostróle uno de los más bellos y gallardos mozos que pudiera pintar lahumana imaginación.

La edad, al parecer, no llegaba a veinte años.Preguntóle el general:

— Dime, mal aconsejado perro, ¿quién te movió a matarme mis soldados, puesveías ser imposible el escaparte? ¿Ese respeto se guarda a las capitanas?¿No sabes tú que no es valentía la temeridad? Las esperanzas dudosas han dehacer a los hombres atrevidos, pero no temerarios.

Responder quería el arráez; pero no pudo el general, por entonces, oír larespuesta, por acudir a recebir al virrey, que ya entraba en la galera, conel cual entraron algunos de sus criados y algunas personas del pueblo.

— ¡Buena ha estado la caza, señor general! —dijo el virrey.

— Y tan buena —respondió el general— cual la verá Vuestra Excelencia agoracolgada de esta entena.

— ¿Cómo ansí? —replicó el virrey.

— Porque me han muerto —respondió el general—, contra toda ley y contra todarazón y usanza de guerra, dos soldados de los mejores que en estas galerasvenían, y yo he jurado de ahorcar a cuantos he cautivado, principalmente aeste mozo, que es el arráez del bergantín.

Y enseñóle al que ya tenía atadas las manos y echado el cordel a lagarganta, esperando la muerte.

Miróle el virrey, y, viéndole tan hermoso, y tan gallardo, y tan humilde,dándole en aquel instante una carta de recomendación su hermosura, le vinodeseo de escusar su muerte; y así, le preguntó:

— Dime, arráez, ¿eres turco de nación, o moro, o renegado?

A lo cual el mozo respondió, en lengua asimesmo castellana:

— Ni soy turco de nación, ni moro, ni renegado.

— Pues, ¿qué eres? —replicó el virrey.

— Mujer cristiana —respondió el mancebo.

— ¿Mujer y cristiana, y en tal traje y en tales pasos? Más es cosa paraadmirarla que para creerla.

— Suspended —dijo el mozo—, ¡oh señores!, la ejecución de mi muerte, que nose perderá mucho en que se dilate vuestra venganza en tanto que yo oscuente mi vida.

¿Quién fuera el de corazón tan duro que con estas razones no se ablandara,o, a lo menos, hasta oír las que el triste y lastimado mancebo decirquería? El general le dijo que dijese lo que quisiese, pero que no esperasealcanzar perdón de su conocida culpa. Con esta licencia, el mozo comenzó adecir desta manera:

— «De aquella nación más desdichada que prudente, sobre quien ha llovidoestos días un mar de desgracias, nací yo, de moriscos padres engendrada. Enla corriente de su desventura fui yo por dos tíos míos llevada a Berbería,sin que me aprovechase decir que era cristiana, como, en efecto, lo soy, yno de las fingidas ni aparentes, sino de las verdaderas y católicas. No mevalió, con los que tenían a cargo nuestro miserable destierro, decir estaverdad, ni mis tíos quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y porinvención para quedarme en la tierra donde había nacido, y así, por fuerzamás que por grado, me trujeron consigo. Tuve una madre cristiana y un padrediscreto y cristiano, ni más ni menos; mamé la fe católica en la leche;criéme con buenas costumbres; ni en la lengua ni en ellas jamás, a miparecer, di señales de ser morisca. Al par y al paso destas virtudes, queyo creo que lo son, creció mi hermosura, si es que tengo alguna; y, aunquemi recato y mi encerramiento fue mucho, no debió de ser tanto que notuviese lugar de verme un mancebo caballero, llamado don Gaspar Gregorio,hijo mayorazgo de un caballero que junto a nuestro lugar otro suyo tiene.Cómo me vio, cómo nos hablamos, cómo se vio perdido por mí y cómo yo no muyganada por él, sería largo de contar, y más en tiempo que estoy temiendoque, entre la lengua y la garganta, se ha de atravesar el riguroso cordelque me amenaza; y así, sólo diré cómo en nuestro destierro quisoacompañarme don Gregorio. Mezclóse con los moriscos que de otros lugaressalieron, porque sabía muy bien la lengua, y en el viaje se hizo amigo dedos tíos míos que consigo me traían; porque mi padre, prudente y prevenido,así como oyó el primer bando de nuestro destierro, se salió del lugar y sefue a buscar alguno en los reinos estraños que nos acogiese. Dejóencerradas y enterradas, en una parte de quien yo sola tengo noticia,muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados ydoblones de oro. Mandóme que no tocase al tesoro que dejaba en ningunamanera, si acaso antes que él volviese nos desterraban. Hícelo así, y conmis tíos, como tengo dicho, y otros parientes y allegados pasamos aBerbería; y el lugar donde hicimos asiento fue en Argel, como si lehiciéramos en el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi hermosura, y lafama se la dio de mis riquezas, que, en parte, fue ventura mía. Llamómeante sí, preguntóme de qué parte de España era y qué dineros y qué joyastraía. Díjele el lugar, y que las joyas y dineros quedaban en élenterrados, pero que con facilidad se podrían cobrar si yo misma volviesepor ellos. Todo esto le dije, temerosa de que no le cegase mi hermosura,sino su codicia. Estando conmigo en estas pláticas, le llegaron a decircómo venía conmigo uno de los más gallardos y hermosos mancebos que sepodía imaginar. Luego entendí que lo decían por don Gaspar Gregorio, cuyabelleza se deja atrás las mayores que encarecer se pueden. Turbéme,considerando el peligro que don Gregorio corría, porque entre aquellosbárbaros turcos en más se tiene y estima un mochacho o mancebo hermoso queuna mujer, por bellísima que sea. Mandó luego el rey que se le trujesenallí delante para verle, y preguntóme si era verdad lo que de aquel mozo ledecían. Entonces yo, casi como prevenida del cielo, le dije que sí era;pero que le hacía saber que no era varón, sino mujer como yo, y que lesuplicaba me la dejase ir a vestir en su natural traje, para que de todo entodo mostrase su belleza y con menos empacho pareciese ante su presencia.Díjome que fuese en buena hora, y que otro día hablaríamos en el modo quese podía tener para que yo volviese a España a sacar el escondido tesoro.Hablé con don Gaspar, contéle el peligro que corría el mostrar ser hombre;vestíle de mora, y aquella mesma tarde le truje a la presencia del rey, elcual, en viéndole, quedó admirado y hizo disignio de guardarla para hacerpresente della al Gran Señor; y, por huir del peligro que en el serrallo desus mujeres podía tener y temer de sí mismo, la mandó poner en casa de unasprincipales moras que la guardasen y la sirviesen, adonde le llevaronluego. Lo que los dos sentimos (que no puedo negar que no le quiero) sedeje a la consideración de los que se apartan si bien se quieren. Dio luegotraza el rey de que yo volviese a España en este bergantín y que meacompañasen dos turcos de nación, que fueron los que mataron vuestrossoldados. Vino también conmigo este renegado español —señalando al quehabía hablado primero—, del cual sé yo bien que es cristiano encubierto yque viene con más deseo de quedarse en España que de volver a Berbería; lademás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que debogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes, sin guardar elorden que traíamos de que a mí y a este renegado en la primer parte deEspaña, en hábito de cristianos, de que venimos proveídos, nos echasen entierra, primero quisieron barrer esta costa y hacer alguna presa, sipudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por algún acidenteque a los dos nos sucediese, podríamos descubrir que quedaba el bergantínen la mar, y si acaso hubiese galeras por esta costa, los tomasen. Anochedescubrimos esta playa, y, sin tener noticia destas cuatro galeras,fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis visto. En resolución:don Gregorio queda en hábito de mujer entre mujeres, con manifiesto peligrode perderse, y yo me veo atadas las manos, esperando, o, por mejor decir,temiendo perder la vida, que ya me cansa.» Éste es, señores, el fin de milamentable historia, tan verdadera como desdichada; lo que os ruego es queme dejéis morir como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa hesido culpante de la culpa en que los de mi nación han caído.

Y luego calló, preñados los ojos de tiernas lágrimas, a quien acompañaronmuchas de los que presentes estaban. El virrey, tierno y compasivo, sinhablarle palabra, se llegó a ella y le quitó con sus manos el cordel quelas hermosas de la mora ligaba.

En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba,tuvo clavados los ojos en ella un anciano peregrino que entró en la galeracuando entró el virrey; y, apenas dio fin a su plática la morisca, cuandoél se arrojó a sus pies, y, abrazado dellos, con interrumpidas palabras demil sollozos y suspiros, le dijo:

— ¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía! Yo soy tu padre Ricote, que volvía abuscarte por no poder vivir sin ti, que eres mi alma.

A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza (que inclinadatenía, pensando en la desgracia de su paseo), y, mirando al peregrino,conoció ser el mismo Ricote que topó el día que salió de su gobierno, yconfirmóse que aquélla era su hija, la cual, ya desatada, abrazó a supadre, mezclando sus lágrimas con las suyas; el cual dijo al general y alvirrey:

— Ésta, señores, es mi hija, más desdichada en sus sucesos que en su nombre.Ana Félix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por suhermosura como por mi riqueza. Yo salí de mi patria a buscar en reinosestraños quien nos albergase y recogiese, y, habiéndole hallado enAlemania, volví en este hábito de peregrino, en compañía de otros alemanes,a buscar mi hija y a desenterrar muchas riquezas que dejé escondidas. Nohallé a mi hija; hallé el tesoro, que conmigo traigo, y agora, por elestraño rodeo que habéis visto, he hallado el tesoro que más me enriquece,que es a mi querida hija. Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías,por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a lamisericordia, usadla con nosotros, que jamás tuvimos pensamiento deofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros,que justamente han sido desterrados.

Entonces dijo