Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—No, no. Ella no merece perdón... Tampoco se ha dignado pedírmelo.

—Ahí cerca está para pedírtelo. Sólo aguarda mi aviso.

—No, no, hija. Que no se me presente. Me haría arrepentir de lo que heestado haciendo. No, que no se me presente.

Alejose Adela del lado de su madre afligida y llorosa.

Enseguida se procedió al bautizo de los 27 negros bozales de laexpedición del bergantín Veloz que le tocaron en suerte a don CándidoGamboa; luego al casamiento de tres o cuatro esclavas, cuya voluntad nose exploró ni por mera forma; en fin, se dio permiso para que hubieratambor (baile) en la finca hasta la puesta del sol.

Por disposición de doña Rosa, el boyero tomó interinamente el bastón,quiere decir, el látigo, mejor, el mando de los esclavos del ingenio de La Tinaja.

CAPÍTULO VII

15. ¿En dónde, pues, está ahora miesperanza?

16. A lo más profundo del sepulcrodescenderán mis cosas, ¿crees túque siquiera allí tendré yo reposo?

JOB. XVII

Declinaba a toda prisa la tarde. Allá, por el rincón más apartado delbatey, aún se oía el rudo tambor con que los negros se acompañaban elmelancólico canto y el baile salvaje de su país natal.

Acá, por la casa de ingenio, había gran agitación y ruido. Las torres ochimeneas de los hornos para hacer vapor y calentar las pailas del trenJamaiquino,[50] lanzaban al aire columnas de humo negruzco y espeso.

El bozal del maquinista, recién llegado del granítico Maine, en losEstados Unidos de Norte América, con la alcuza de cuello largo y corvoen la mano, iba del trapiche para la máquina y de ésta para aquél,dando aceite a las juntas y ejes, a fin de moderar la fricción, causafatal de las pérdidas de fuerza.

Impaciente y desazonado el maestro de azúcar, aguardaba la corriente delguarapo que debía poner a prueba su habilidad en hacer ese dulce concaña molida según un nuevo sistema. Por su parte los negros del cuartode prima miraban recelosos y azorados los preparativos que se hacíanpara resolver el problema de hacer azúcar sin necesidad de las ariscasmulas ni de los cachazudos bueyes.

Se ponía el sol, redondo y encendido cual bala roja, por detrás delinmenso palmar del potrero, cuando invadieron la casa de calderas losdueños de la finca, en compañía de su familia, amigos y empleados.Guiaba la procesión el cura de Quiebra Hacha, revestido de la sotana yel bonete de ceremonia.

Marchaban a su lado dos caballeros conduciendocada uno un haz de cañas, atados con cintas de seda blanca y azul, quesujetaban por la punta cuatro señoritas. Llegados delante del trapiche,murmuró el cura una breve oración en latín, roció los cilindros con aguabendita, valiéndose para ello del hisopo de plata, los caballeroscolocaron enseguida las cañas en el tablero de alimentación y diocomienzo la primer molienda con máquina de vapor el célebre ingenio de La Tinaja.

Más tarde, o entre dos luces, se sirvió el banquete de tabla en la casade vivienda. En el intermedio de la comida a los postres vinieron aavisar al médico que su presencia era necesaria en la enfermería. Fue, yvolvió al cabo de media hora un si es no es cariacontecido, saliendo arecibirle don Cándido con desusada solicitud para preguntarle:

—¿Novedad, Mateu?

—Novedad y gorda, señor don Cándido, contestó el médico con el mismolaconismo.

—Bien vengas, mal, si vienes sólo, dijo don Cándido revestido de todasu calma. Afuera con el embuchado.

—Acaba Vd. de perder su mejor negro.

—Sea todo por Dios. ¿Cuál?

—Pedro carabalí. Se ha suicidado en el cepo.

—¡Bah! Más ha perdido él que yo. ¿Qué arma ha empleado?

—Ninguna.

—¡Cómo! Entonces ha hecho uso del dogal.

—Menos. En pocas palabras, señor don Cándido, el negro se ha tragado lalengua.

—¡Qué me dice Vd.! ¡Ahora menos lo entiendo!

—Lo entenderá Vd., cuando le diga que este es un caso de asfixia porcausa mecánica.

—¡Si creerá Vd., doctor, que yo hablo el griego!

—Diré a Vd., señor don Cándido. Ora haya hecho uso el negro de losdedos, ora de un poderoso esfuerzo de absorción, evidente es que,doblando la punta de la lengua hacia dentro, empujó la glotis sobre latráquea y quedó ésta obliterada, impidiendo la entrada y salida del aireen los pulmones, o cesando la inspiración y la expiración. He aquí loque el vulgo llama tragarse la lengua, y que nosotros llamamos asfixiapor causa mecánica. Durante mis viajes a la costa del África he tenidoocasión de observar varios casos; pero en mi larga práctica de losingenios de la Isla, éste es el primero que se me presenta. Tal génerode muerte, lo mismo que el del ahogado, debe ser muy doloroso, peor queel de estrangulación en horca, porque no se produce la asfixiainstantáneamente, sino por grados, en todo su conocimiento, y después deuna agonía atroz.

Si hiciéramos la autopsia del cadáver, veríamos que elsistema venoso está ingurgitado de sangre de color negruzco muy oscuro,lo mismo el pulmón y el cerebro.

—A fe que no había oído en mi vida semejante cosa, dijo Cándido. Vamosa la enfermería.

En esta excursión (no fue otra cosa) acompañaron a don Cándido sushuéspedes y algunos empleados. El Cura y el Capitán del partidomeramente por hacerle honor, pues para el primero ya había pasado laocasión de ejercer su santo ministerio con el suicida; para el segundo,ni antes ni después de la muerte del esclavo habría tenido ocasión deejercer el suyo, mediante a que dentro de los límites de sus haciendas odominios era ipso jure señor de horca y cuchillo don Cándido Gamboa.

Dispuso éste retiraran el cadáver del cepo. Horrorosa era su vista,habiendo adquirido ya la rigidez de la muerte. Tendido de espaldas en latarima, su lecho de agonía, aún apretaba los bordes con los dedoscrispados. A consecuencia de las mordidas de los perros, tenía hinchadoslos brazos, las piernas y el levantado pecho; los ojos casi fuera de suscuencas e inyectados de sangre, de la cual estaban salpicadas sus ropasen girones.

Contribuía a darle un aspecto feroz el tener la piel de la frentearrollada desde la línea de las cejas hasta el nacimiento de la pasa, yzajadas las mejillas verticalmente desde el párpado inferior hasta laorilla de la quijada, a usanza de la tribu en su país natal. Parte deesa costumbre era el aguzarse los dientes superiores, que dejaba ver através de los labios entreabiertos, trabados con los de la mandíbulainferior: nueva prueba ésta de la lucha entre la vida y la muerte. Noacusaba su semblante más de 27 ó 30 años de edad; de modo que se hallabaentonces en todo el vigor y desarrollo de su juventud.

—¡Lástima de negro!, dijo Cocco.

—Valía lo que pesaba en oro para el trabajo, dijo don Cándidointerpretando en su verdadero sentido la exclamación del administradorde Valvanera.

—He ahí la vera efigie de un salvaje africano, dijo el Cura.

Dios tengapiedad de su alma.

—Debió haber sido ese negro la pura soberbia, dijo el Capitán Peña conaire sentencioso.

—Y dígalo, dijo Moya satisfecho, porque había allí uno que diera formaa su pensamiento en aquel instante. Más cachorro no ha salío de laGuinea.

—Ha muerto en su ley, dijo el gallego mayordomo de la finca.

Dios no letome en cuenta sus muchos pecados.

—Veamos lo que dice María de Regla, dijo don Cándido sin mirar de llenoa la cara de la enfermera.

Insensiblemente las personas que acababan de hablar se habían situado entorno del cadáver, que entonces alumbraba a medias con la vela de ceraamarilla, desde el pie de la tarima, la negra mencionada por donCándido. Ella, con los ojos bajos, dijo:

—Le contaré a mi señor lo que ha pasado.

La precisión y claridad de las pocas palabras vertidas, junto con elacento argentino y medido de su voz, pregonándola como mujer de talentoy de algún trato social, le ganaron desde luego la atención de loscircunstantes. Poseía ella ambas cosas en grado notable, relativamente asu falta de escuela y a su condición de esclava desde la cuna. A lanatural perspicacia y carácter dulce y simpático, combinados con unexterior agradable y fino, se agregaba el haber servido de doncella asus primeros amos; teniendo ocasión de rozarse más con éstos y con laspersonas decentes que visitaban la casa que con las ignorantes de sumisma condición, y de aprender, no ya sólo las maneras, sino el modo dedecir y de portarse en sociedad la gente blanca y educada. Frisaba enlos 36 ó 40 de la edad, como la atestaban sus formas redondeadas yvoluptuosas. Dos medias lunas grandes de oro pendían de sus orejas, ypara ocultar las pasas, que detestaba, se cubría la cabeza con unpañuelo de algodón, dicho de Bayajá, atado con bastante gracia ycoquetería, a guisa de turbante turco.

En el momento de que hablamos, suaspecto y tono de voz revelaban mucho disgusto y tristeza.

—Le contaré a mi señor lo que ha pasado a mi vista, dijo ella cual sihablara con el muerto y no con su amo. Pedro, desde que le pusieron enel cepo, se negó a comer y hablar. Sólo esta madrugada bebió un poco desambumbia, que le hice tragar, como quien dice, de por fuerza. El hambrese aguanta, la sed no hay quien la entretenga siquiera, y él, por lasmordidas, debía de sentir una sed ardiente. Después, como hacíaveinticuatro horas que no pasaba bocado, como había ya perdido muchasangre y se le habían inflamado las heridas, a pesar de las unturas queordenó el médico, estaba muy débil, irritado, no podía reconciliar elsueño. Se calmó un poco luego que apagó la sed.

Pero no ladraba unperro, no cantaba un gallo, no se oían pasos de gente o de animales enel batey sin que él se moviera, le crujieran los huesos en la tarima yse pusiera a escuchar. Los primeros cuerazos de don Liborio estamañanita le causaron un sobresalto grandísimo y no tuvo un momento dereposo. A cada cuerazo se estremecía de pies a cabeza, lo mismito quehace el caballo (y perdonen sus mercedes la comparación) cuando lequitan la silla después de un largo viaje.

«Estoy segura, añadió la enfermera con cierta timidez, que más ledolieron los bocabajos a Pedro que a aquéllos a quienes se los dieron.Le entró una especie de furia. Murmuraba en su lengua palabras que yo noentendía. Parecía loco. En esto trajeron a Julián más muerto que vivo,entre cuatro morenos.

Pedro lo vio. Era su ahijado de bautismo y seconvenció de que estaban castigando a sus compañeros de fuga. Entoncesse remató. Estoy persuadida que si hubiera podido, hace añicos el cepo.Le cogí miedo. Trataba de sacar los pies de los agujeros; dejé la curade Julián y me acerqué cuanto pude a la tarima de Pedro. Le encontrésentado, mirando para todas partes, cual si esperara que vinieran por éla cada rato para darle un bocabajo.

«¿Qué tienes, Pedro?, le pregunté. ¿Qué sientes? ¿qué te duele? ¿quéquieres? Me miró fijamente, dio un gran suspiro y dijo con la garganta,no con la lengua:— Lamo. ¿Llamo?, le pregunté. ¿A quién llamo, almédico? Se quedó callado. Di, Pedro, ¿quieres que mande por el amo?Abrió tamaños ojos, enseñó los dientes y repitió: Lamo, lamo... sumercea, concluyó diciendo María de Regla con mayor timidez, sinlevantar la vista para don Cándido.»

Este no hizo más que sonreírse ligeramente y la enfermera prosiguió sugráfica narración.

«Yo le contesté: todavía no, Pedro; todo el mundo duerme en la casa devivienda; velaré, y así que salga el amo, le avisaré que quieres verlo.Duerme, descansa un rato. Por fortuna en aquella misma hora se oyóalejarse a la gente y Pedro dio un suspiro. No venían por él. Después mepareció inútil avisar al amo. Estaban ocupados con la repartición de lasesquifaciones, el bautismo de los bozales... Señorita estaba quitandogrillos y perdonando a todos; ¿quién no creería que se había pasado elpeligro? Pero en mala hora entró aquí don Liborio a buscar algo que sele había quedado anoche. Venía furioso. Dijo que lo habían botado porculpa de Pedro, pero que no se quedaría riendo el muy cachorro, pueshabía ordenado el señor don Cándido que le dieran un novenario luego quese pusiera bueno, y que si él no tenía el gusto de dárselo se lo daríael otro Mayoral. No se aparecía el amo y Pedro creyó que estaba bravo yque don Liborio decía verdad. Desde este momento decidió quitarse lavida. Me asomé a la ventana para ver el baile de tambor por un instante,cuando sentí que Pedro se movía; volvía la cara y noté que se andaba enla boca con los dedos. No pensé nada malo, pero hizo un movimiento cualsi le entraran náuseas. Corrí a su lado... Acababa de sacarse los dedosde la boca, apretaba los dientes y procuraba agarrarse de la tarima conlas dos manos.

Entonces le entraron convulsiones. Me dio horror; mandéllamar al médico, y sin saber cómo ni cuándo se me quedó muerto entrelos brazos. Así como está ahora le encontró el señor don José (elmédico). Muchos he visto morir desde que estoy aquí, pero ningún muertome ha causado tanto horror.»

—Se explica la negra, dijo Cocco a don Cándido cuando salían de laenfermería.

—No sabe Vd., todas las letras menudas que tiene, repuso don Cándido amedia voz. He aquí la causa de su perdición. Si fuese menos bachilleraestaría quizás más contenta con su suerte.

—Pues qué, ¿es mujer de aspiraciones?

—¡Que si es! Demasiado. Apresurémonos no sea que perdamos el plus café.Luego Rosa extrañará nuestra demora y no conviene todavía que sepa lamuerte del negro.

Conocidamente pasaba don Cándido por el carácter de la enfermera comopor sobre ascuas. No era indiferencia la suya, tampoco desdén, menosdesprecio: era miedo, puro miedo no fuera que se averiguase la posiciónen que se hallaba colocado respecto de ésa su humilde esclava. Porque esbueno se diga una vez más, que don Cándido Gamboa y Ruiz, caballeroespañol, rico hacendado de Cuba, fundador de una familia distinguida quellevaría su preclaro nombre quién sabe hasta qué generación, con ínfulasde noble, ya en camino de titular y ganoso de rozarse con la genteencopetada y aristocrática de La Habana, se sentía atado a la enfermerade su ingenio de La Tinaja por lazos que, no por invisibles eran menosfuertes e inquebrantables. María de Regla poseía el único secreto de suvida libertina que le avergonzaba y hacía infeliz en medio de lagrandeza y el boato de que ahora se veía rodeado.

El día siguiente armose en La Tinaja divertida cabalgata, compuesta delas señoritas Ilincheta y las dos más jóvenes de Gamboa, escoltadas porel hermano de éstas, por Meneses y por Coceo.

Hacía tiempo hermoso, quiere decir, que las nubes aplomadas queencapotaban el cielo, impedían el brillo del sol en toda su fuerza,mientras el aire seco del norte, que a su paso por el angosto brazo delGolfo no había podido despojarse de los fríos vapores del vecinocontinente, refrescaba que era una delicia la atmósfera de toda esacosta cubana. Isabel, diestra jinete, orgullosa de su habilidad, amabael ejercicio a caballo y se hacía la ilusión que dominaría a su sabor elcampo desde la silla, respiraría aire más puro y más libre y ensancharíalos horizontes de su existencia, cruelmente circunscritos en el ingeniode La Tinaja. Este inesperado desahogo lo demandaban a una su cuerpo,su espíritu y su corazón.

El tropel de las caballerías, esguazando el río, camino de la estancia,hizo levantar a los vocingleros totíes y a las hurañas palomas rabichesque habían bajado a beber o a bañarse a la lengua del agua, abrigadaspor las tendidas ramas de los robles.

—¡Qué sombrío! exclamó Isabel. Convida ese charco a bañarse.

—Es muy hondo al pie de la palma sobre la margen derecha, observóGamboa.

—¿Cómo que hondo? preguntó la joven.

—Tapa a un hombre.

—Entonces se podrá nadar con desembarazo.

—Sí, pero es muy peligroso bañarse allí a causa de los caimanes quesuelen ascender el río desde la boca. En ese mismo charco que tantoincita a Isabel, perdió papá un perdiguero que quería mucho. Yo era unchicuelo entonces y le acompañaba en la caza. Le disparó un tiro a unaguaitacaimán y cayó en mitad del charco; tras él se lanzó el perro paratraerle a la orilla, pero sin darle alcance se hundió bajo de las aguascual si le faltaran las fuerzas de repente. Luego apareció en lasuperficie un borbollón de sangre, por donde conoció papá que le habíaatrapado un caimán.

Buen efecto producían el arrozal en lo más hondo de un vallecito,irguiendo sus innumerables espigas, todavía verdes, en busca del calorsolar y el campo de maíz en las laderas de las colinas, con sus floresde color morado y las barbas rubias de sus mazorcas.

En el platanal inmediato abundaban los racimos amarillos, que por sumucho peso hacían inclinar la cepa hasta besar la tierra con la punta desus anchas y largas hojas, cual láminas de acero.

Corriendo a la ventura, sin detenerse en ninguna parte, nuestrospaseantes repasaron el río por un vado más abajo del anterior, dejandotras sí los terrenos de la estancia y entrando en los del potrero, pormedio de un dilatadísimo palmar. Sus enhiestos y blancos troncosremedaban las gigantes columnas de un templo antiguo arruinado. Teníaestablecido en él su campamento una banda de aquellas aves, especie decuervos que en su canto o grito expresan por onomatopeya el nombre bajoel cual se les conoce vulgarmente en Cuba: cao, cao.

En tan gran número se habían juntado que ennegrecían el racimo de lapalma o la penca donde se posaban; y lejos de asustarlas o hacerlasabandonar el puesto las pisadas de las caballerías o las voces alegresde los jinetes, eso mismo pareció aumentar su algarabía y desfachatez,expresada en las miradas de soslayo que lanzaban desde sus naturalesalcándaras, cual si poseyeran inteligencia y quisieran burlarse dequienes no tenían alas para llegar hasta ellas.

—No se reirían Vds. de mí, dijo Gamboa, si tuviera a mano mi escopeta.Yo haría descender más que de prisa a algunos de esos bribones.

—Tan dudoso es lo que Vd. dice, dijo Cocco con sorna, que viene bienaquí aquello de «al mejor cazador se le va una liebre».

—¿Por qué así? preguntó Isabel, que se daba por diestra tiradora.

—Diré a Vd., señorita, repuso Cocco con su vocecilla gangosa e innatacortesía. Porque con el calor del día se le pone la pluma muyresbaladiza lo mismo al cao que a la paloma torcaz, y no le entrafácilmente la munición.

Luego cambiaron de rumbo los paseantes, rodeando la finca por el ladonorte, que era la porción más elevada del terreno.

Desde una de susalturitas se alcanzaba a ver un pedazo del mar azul, en la aparienciasereno, y allá en el horizonte algunas velas blancas como otras tantasaves acuáticas rizando la linfa de un manso lago.

Cerraba la guardarraya que recorrían los paseantes, un bosque alterosoque servía de línea divisoria entre el ingenio de La Tinaja y el de La Angosta del otro lado. Según recordaba Leonardo debía de haber unavereda que atravesaba dicho bosque, y siguiendo la cual podía llegarse ala finca del Conde de Fernandina en la mitad del tiempo que se emplearíaen caso de ir por el camino real o de la Playa. La vía naturalmente eramuy estrecha y estaría en parte obstruida por ramas bajas y espinosas delos árboles y plantas trepadoras, en las cuales bien podían dejar lasseñoras, como se descuidasen, girones de sus vestidos.

Esto entendido,les propuso acometer la ardua empresa.

Había novedad en la propuesta, por lo mismo que se corría peligro; razónde más para que las señoritas, ganosas de aventuras, la aceptasen deplano y aun con entusiasmo. ¿Qué importaba un arañazo más o menos si seprolongaba un poco aquel rato de libertad y de expansión? La intrépidaIsabel, sobre todas, a quien el aire del campo y el ejercicio ecuestrehabían devuelto las rosas a sus mejillas, el fuego a sus ojos y lasonrisa a sus labios, exclamó:—¿Quién dijo miedo? Adelante. No se diríanunca que por donde pasó un hombre a caballo Isabel se quedó atrás.

Penetraron todos en el sombrío bosque, llenos de alegría. Pero apenasanduvieron corto trecho, uno detrás de otro, abriéndose paso a veces conlas manos, cuando tuvieron que detenerse.

Empezó a sentirse un hedorfuerte, como de cuerpo muerto; y de seguidas descubriose una vastacongregación de auras tiñosas, rindiendo con su peso las ramas de losárboles que servían como de arcos triunfales a la vereda. Algunas deesas asquerosas aves, las más cercanas, a la vista de los caminantesemprendieron el vuelo, y haciendo un ruido tremendo con sus amplias ypesadas alas, fueron a posarse algo más lejos. Otras, las más distantes,no sólo no se movieron de sus perchas naturales, sino que se pusieron aojear en todas direcciones con aire siniestro. La causa de suamenazadora actitud se echó luego de ver: se entretenían en devorar elcadáver de un negro, colgado por el pescuezo de la rama de un árbol aorillas de la vereda, e interrumpidas en lo más interesante del festín,manifestaban su indignación de la manera dicha.

En los momentos de acercarse los jóvenes, oscilaba ligeramente elcuerpo. Esta circunstancia engañó de pronto a Leonardo, que llevaba ladelantera, respecto de su estado actual; pero la reflexión de que lasauras al abandonarle le habían impreso el movimiento oscilatorio, aunobservable, le sacó prontamente del error. Habíanle extraído los ojos yla lengua, y cuando fueron interrumpidas buscaban afanosas el corazóncon sus encorvados picos.

—¡Mira! dijo Gamboa a Isabel, que le seguía de cerca indicándola, conel brazo tendido, el horrible cadáver contra el cual estuvo él mismo apunto de tropezar.

—¡Ay, Leonardo! exclamó ella horrorizada.

Perdió el color y el habla, y hubiera perdido también el conocimiento ycaído de la silla al suelo si Leonardo, advirtiendo su imprudencia, norevuelve a toda prisa el caballo, la coge de la mano, le da los dictadosmás cariñosos, le pide mil perdones y la saca al limpio, invirtiendo elorden de la marcha.

Mientras Leonardo despachaba el guardiero Caimán al bosque paraidentificar, si era posible, la persona del suicida, Meneses acudió poragua al arroyo inmediato, la trajo y se la hizo beber a Isabel en unvaso rústico, de forma de cartucho, hecho de una yagua reciéndesprendida de la palma.

Averiguose que el muerto era Pablo, compañero de Pedro, que se quedó enel bosque cuando los otros cinco prófugos, inducidos por Tomasa y con elapoyo de Caimán, resolvieron presentarse a los amos.

La estaba reservado a Isabel, en su breve correría por los campos delingenio de La Tinaja, encuentro no menos desagradable que el anterior.Dando la vuelta con lento paso por una guardarraya paralela a la quellevaron antes, no a fin de alargar el paseo, sino con el de distraer aIsabel, aun no repuesta del choque, avistaron un cercado de regulartamaño, con puerta de tablas mal unidas y una cruz tosca de maderasobrepuesta en el centro. Parecía indicar su destino este signo de la fedel cristiano; pero ante la ausencia absoluta de monumentos, losas ocamellones de sepulturas, ante la lujosa vegetación herbácea del suelo,costaba creer que era el cementerio donde se enterraban los esclavos quemorían en el ingenio de La Tinaja.

El señor Obispo Espada habíaconcedido su establecimiento en aquellas fincas rurales que por sulejanía de los centros de población o de las parroquias hacía difícil ala salud pública la conducción de los cadáveres.

Sin duda porque todos, o casi todos, sabían el destino del cercado,nadie habló de él. Pasaron de largo y tomaron otra guardarraya endirección del ingenio. Descendían luego una cuesta suave y prolongada amedida que la subían tres negros a pie. Dos caminaban delante, cada cualcon su azadón al hombro.

El otro algo más atrás, conducía del diestro uncaballo de mal pelaje. A cierta distancia no era fácil conocer, al menospor las señoritas de la cabalgata, el objeto de la procesión ni lanaturaleza de la carga.

Descubríanse solamente dos como cilindros o trozos de cepa de plátano,asegurados longitudinalmente en los lados del aparejo común de carga enel país, a guisa de cañones de campaña trasportados a lomos de acémilas.Para Leonardo todo este misterio desapareció desde el momento que pudoligar la idea

de

los

tres

negros

que

marchaban

en

esa

dirección,preparados para abrir una sepultura.

Pero, ¿quién era el muerto? ¿dónde estaba? Iba de espaldas en lo quepuede llamarse la batalla del aparejo encajonado entre las dos cepas deplátano. Por más señas que, sobresaliendo el cuerpo, la cabeza cubiertacon un pañuelo a cuadros, batía colgando un lado del pescuezo delcaballo, por más despacio que marchaba; al mismo tiempo que le golpeabalas ancas con los calcañales de los pies desnudos.

La guardarraya era muy angosta. A un lado y otro se desplegabancañaverales extensos y cerrados. El encuentro se hacía inevitable. Ental aprieto, y deseoso Leonardo de ahorrar a sus amigos, en cuantocabía, el nuevo mal rato que se les esperaba, mandó picar el paso sopretexto de que se hacía tarde, y él mismo procuró tomar la derecha deIsabel y divertir su atención hacia el otro lado del campo. Inútilcuidado. Todas las jóvenes, que entonces marchaban de dos en fondo,vieron y entendieron perfectamente de lo que se trataba, tributandoquien un ¡pobrecito! quien una lágrima silenciosa a la memoria delmuerto Pedro; el cual, por ser negro y esclavo, no era menos digno de sucompasión. Porque ellas, aunque criadas a la leche de la esclavitud,como tiernas flores que abrían sus pétalos a los primeros rayos del solde la vida, bien podían exclamar con el orador latino: homo sum; humaninihil a me alienum puto.[51]

Recibió doña Rosa a los paseantes con vivas muestras de cariño yregocijo. Tomó a Isabel por la mano y dijo hablando en general:

—Gracias a Dios que han vuelto. Sobre que ya iba entrando en cuidado.Me pareció que les había sucedido algo. Luego, me acaban de decir queésta (Isabel) pierde el juicio en cuanto monta a caballo. Supongo que sehan divertido mucho.

Isabel se sonrió meramente y se retiró a su cuarto con Adela; peroLeonardo, Meneses y Cocco protestaron del juicio con que todas lasseñoritas se habían portado en el largo paseo.

—Me alegro, me alegro, dijo doña Rosa. Mas luego, dirigiéndose enparticular a su hijo, añadió: ¿Qué tiene? (Se refería a Isabel.)

—Nada, que yo sepa, replicó Leonardo.

—Me parece que ha venido más triste. ¿Se ha enfermado en el paseo? ¿Otú le has hecho algo?

—¿Yo, mamá? Jamás he estado más amable y cumplido con ella.

Entonces Leonardo refirió a su madre cuanto habían visto en su malhadadopaseo; su encuentro con el negro ahorcado en el bosque y con el entierrode Pedro.

—Pero ¡hombre! ¿a quién se le ocurre llevar a las muchac