Cecilia Valdes o la Loma del Angel by Cirilo Villaverde - HTML preview

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—Niña Isabelita, contestó él en lenguaje más inteligente que el de sucompañero: Pajarito y Venao necesitan herraura nueva.

—¿Por qué no me lo habías dicho, Leocadio de mis culpas?

—¿Y yo he tenío tiempo? Hasta anoche no supe na del viaje.

Dispués debañar los caballos iba a decírselo a la niña.

—Pues tienes que ir al pueblo a herrarlos.

—Iré dispués de almuerzo. Deme la niña la papeleta para el herraor.Si no se ha emborrachao, estamos bien.

—Por eso, ve lo más temprano que puedas. Y echa ahora a correr ysofocar los caballos antes de tiempo.

—La niña siempre se figura que uno mata los caballos.

—Debías llamarte mata-caballos, no Leocadio.

No se detuvo Isabel en las otras dependencias de la finca por aquel ladodel batey; mas al cruzar al opuesto, echó de menos a uno de los esclavosde campo y la informó el Contramayoral que por enfermo no se habíapresentado en la fila la noche anterior.

Reprendió a Pedro que no le dioel aviso oportuno, siguiendo derecho a la enfermería. Se hallaba sentadoel enfermo en el suelo, junto a la lumbre, abatido y con un pañueloatado en la cabeza.

Por

pronta

providencia

la

enfermera

le

habíasuministrado sendas jícaras de infusión de corteza de naranja, endulzadacon azúcar de raspaduras. Isabel le tomó el pulso, comprendió quetenía fiebre y dispuso se recogiera entre tanto venía el médico. Devuelta a la casa de vivienda, examinó la caballeriza y el salón en quese escogía el café.

La esperaban en el pórtico los huéspedes, junto con su hermana, su tía ysu padre. Parecía natural que quien tan puntualmente

había

desempeñadolas

obligaciones

de

administradora de la heredad y de las cosas a ellaadscritas, se sintiese satisfecha de sí misma y más dispuesta para eldesempeño de sus deberes como ama de casa. En el semblante risueño yanimado con que tornó al lado de la familia, se echó bien de ver que ladueña cariñosa y blanda de esclavos sumisos, sabía ser amable y atentacon sus iguales y amigos. Desde ese momento se consagró a obsequiarlosy a hacerles cuanto agradable se pudiese su corta estada en el cafetal.

Como la mañana siguiese siendo fresca y de poco sol, propuso Isabel asus amigos una breve visita al jardín fronterizo de la casa. Ese era suEdén. Poca cosa se le alcanzaba del arte de la jardinería, mucho menosde botánica; tampoco se había propagado en Cuba el gusto por lafloricultura, ni Pedregal u otros jardineros franceses habían importadode Francia la gran variedad de rosas que adelante trajeron la invasiónrosada a La Habana. Pero Isabel era florista por instinto y por aficióndecidida, y como había plantado con sus manos, sabía de coro la historiade todas las flores que crecían en su delicioso pensil. Guardóse, noobstante, de mencionar siquiera el rosal de flores pálidas en queLeonardo, hacía un año cabal, había injertado de púa el rosal de floresencarnadas. Vigoroso y lozano se mostraba, ostentando en cada nudo rosasde uno y otro color; remedo fiel y poético de dos seres sensiblesligados por la más humana de las humanas pasiones: el amor.

Más tarde la visita a los jardines la extendió Isabel a una excursión acaballo de los cuatro jóvenes por los cafetales vecinos. Sentía ella lanecesidad de distraerse, más aún, de aturdirse con el continuomovimiento. Aparte de que no la había dejado satisfecha su explicaciónde la víspera con Leonardo, le dolía alejarse del apacible hogar y delamoroso padre, y ya la acometía aquella especie de fiebre, síntomainfalible de la extrema dolencia conocida por nostalgia.

Así cursó el 2 de diciembre y vino la melancólica mañana del 24. Muchoantes de aclarar había partido para Guanajay el postillón con el relevode las tres caballerías. En la silla, y armado al uso general con ellátigo y largo machete de cabo de carey y plata, aguardaba por lasviajeras el apuesto calesero Leocadio. Cerca de allí se veían variasesclavas y algo más distante los otros siervos, aparentementepreparándose para emprender las faenas del nuevo día, en realidad, comodespués se vio, en expectativa de la tristísima escena que allí serepresentaría.

Deseosa Isabel de abreviar el doloroso momento de la separación, abrazóa su padre de carrera, tomó el brazo que le brindaba Gamboa y, con losojos empañados por las lágrimas, salió a la avenida del este para tomarel carruaje. Las señoras iban en el traje riguroso de camino, de sedaoscuro y el sombrerito de paja o gorra al estilo francés. A su apariciónse observó un movimiento general seguido de un murmullo entre losesclavos espectadores, quienes prorrumpieron a una en el clamor o cantomonótono de la víspera: La niña sen va, probe cravo llorá, repetido encoro solemne a la luz matinal del nuevo día, que apenas alumbraba lacúspide de los más empinados árboles.

Este inesperado saludo acabó de desconcertar a Isabel. Flameó el pañuelohacia el grupo de esclavos en señal de despedida y apresuró más el paso.Entonces reparó en el Contramayoral.

A pie firme, callado, la cabeza erguida, dejando ver a través de loscabezones de la camisa el cuello rollizo y parte del membrudo pecho,Espartaco por su varonil musculatura, flaca mujer por la sensibilidad desu inculto espíritu, tenía de la cama del freno de plata el inquietocaballo de Gamboa. Junto a él se hallaba su mujer, también inmóvil ycallada, con un niño en los brazos, hondamente afligida, según lomostraban las gruesas gotas de lágrimas que rodaban por sus mejillas deébano. Tan conmovida como ella, Isabel le puso la mano en el hombro,imprimió un dulce beso en la frente del niño y dijo a su marido:

—¡Pedro, Pedro!, no le olvides de mis encargos.

Sin aguardar respuesta tomó refugio en el carruaje.

En ese asilo comenzaron las que pudieran llamarse cariñosasimportunidades

de

los

esclavos.

Las

negras

especialmente, convencidas deque se marchaba su señorita, rodearon el quitrín y las más expresivasse agolparon al estribo, metían la cabeza por debajo de la cortina ocapacete, y, según su costumbre, clamaban a grito herido:

—¡Adiós, niña! ¡Vuelva pronto, niña! ¡No se quede por allá, niñita mía!¡Dios y la Virgen lleven con bien a la niña!

Acompañando estas frases,que hemos traducido en gracia del lector, con sus extravagantesdemostraciones, como oprimirle suavemente los pies, besárselos cienveces, lo mismo que las manos con que ella quería rechazarlas. Todo estodicho y expresado con verdadero sentimiento, con exquisita ternura, ysin dejar de contemplar su angelical semblante, cual el de un ídolo o deuna imagen sagrada.

Pobres, sensibles, aunque ignorantes y sencillos esclavos, tenían a suama por la más hermosa y buena de las mujeres, por un ser delicado ysobrenatural, y se lo demostraban a su manera ruda e idólatra.

Poco a poco, ya por ruegos, ora por amonestaciones suaves, logró Isabelapartar de sí a las más petulantes, dio la orden de partir, y anegada enllanto exclamó:—Yo no sirvo para estas escenas.

A tiempo de montar echó Gamboa una mirada desdeñosa al espectáculo entorno del carruaje, y dijo alto, de modo que lo oyó Pedro, que le teníael estribo:

—¡Ay! ¡Qué falta hacía aquí un buen cuero!

El calesero llamó la atención hacia las riendas del caballo de fuera, ycuando Isabel pudo tomarlas en la mano ya el quitrín y los viajeroshabían salvado la portada y se hallaban casi en los límites, por eloeste, del cafetal La Luz.

CAPÍTULO III

¡Dulce

Cuba!,

en

tu

seno

se

miran

en

el

grado

más

alto

y

profundo,

las

bellezas

del

físico

mundo,

los horrores del mundo moral.

JOSÉ MARÍA HEREDIA

Llaman Vuelta Abajo o Vuelta Bajo en la isla de Cuba, a aquella regiónque cae a la parte poniente del meridiano de La Habana, y que,principiando en las cercanías de Guanajay, termina en el cabo de SanAntonio. Se ha hecho famosa por el excelente tabaco que se produce enlas fértiles vegas de sus numerosos ríos, principalmente sobre lavertiente meridional de la cordillera de los Organos. Para darlasemejante dictado parece que hay una razón de mucho peso, a saber: labaja nivelación del suelo de ese territorio, comparada con la alta delya descrito.

Empieza el descenso a pocas millas al oeste de Guanajay, advirtiéndosedesde luego un cambio brusco en el aspecto del país. El color del suelo,sus elementos componentes, la vegetación, el clima y el género decultivo en general son del todo diferentes. Así es que el rápido decliveconstituye una rampa para el que va y un cerro para el que viene de laVuelta Abajo.

Al borde de esta precipitosa rampa se desplega ante los ojos del viajeroun cuadro inmenso, magnífico, que no hay lienzo que le contenga, ni ojoshumanos que le abarquen en toda su grandeza. Figuraos una aparenteplanicie, limitada al oeste por las brumas del lejano horizonte, alnorte por las colinas peladas que corren a lo largo de la costa, y alsur por las ásperas y alterosas sierras que forman parte de la extensacordillera de montañas de la Vuelta Abajo. Y hemos dicho aparentellanura, porque de hecho es una serie sucesiva de valles transversales,estrechos y hondos, formados por otros tantos riachuelos, arroyos ytorrentes que descienden de las laderas septentrionales de los montes y,después de un curso torcido y manso, se pierden en las grandes einsalubres cuencas paludosas del Mariel y de Cabañas.

A la vista del grandioso cuadro, Isabel, que era artista por sentimientoy que amaba todo lo bueno y bello en la naturaleza, mandó parar loscaballos a los bordes de la rampa y echó pie a tierra, sin aguardar aque se aceptara la proposición por sus compañeros. Serían las ocho de lamañana. Ensanchábase allí el camino, describiendo una zeda paradisminuir en lo posible lo precipitoso de la bajada. Por esta razón,aunque ambas laderas se hallaban cubiertas largo trecho de un arboladocrecido y hojoso, ni sus copas sobresalían mucho del nivel de laplanicie que ocupaban los viajeros, ni obstruían, que digamos, la vistapanorámica de más allá. Asombrosa era la vegetación. A pesar de loavanzado de la estación invernal, parece que había vestido sus mejoresgalas y que orgullosa sonreía a los primeros rayos del almo sol. Doquiera que no había hollado la planta del hombre ni el casco de labestia, allí brotaba, por decirlo así, a raudales el modesto césped orastrera grama, el dulce romerillo, el gracioso arbusto, el serpentinobejuco y el membrudo árbol.

Hasta de las ramas verdes y gajos secos,cual cabelleras de seres invisibles, pendían las parásitas de todasclases y formas, que viven de la humedad de que está constantementesaturada la atmósfera de los trópicos. El suelo y la floresta, en unapalabra, cuajados de flores, ya en ramilletes, ya en festones de variadaapariencia y diversidad de matices, formaban un conjunto tan gallardocomo pintoresco, aun para aquellas personas acostumbradas a la vista delos campos feracísimos de Cuba.

Para mayor novedad y encanto, se ofrecía allí la vida bajo sus formasmás bizarras: bullía materialmente el bosque vecino con todos losinsectos y pájaros casi que cría la prolífica tierra cubana. Todos a unazumbaban, silbaban o trinaban entre el sombrío ramaje o la espesa yerba,y hacían concierto tal y tan armonioso como no podrán jamás hacerlo loshombres con la voz ni los instrumentos músicos. Dichosos ellos que depuro pequeños e inermes no excitaban la codicia del cazador, ni temíanser interrumpidos en sus inocentes correrías y revoloteos mientrasrecogiendo la miel en el cáliz de las flores, o saltando de rama enrama, hacían temblar las hojas, desprendían el rocío cuajado en ellas ylas gotas, al dar en la hojarasca seca del suelo, remendaban una lluviaen que no tenían parte las nubes.

No hay paridad ninguna en la fisonomía del país visto por ambos lados delas montañas. Por el del sur, la llanura con sus cafetales, dehesas yplantaciones de tabaco, continúa casi hasta el extremo de la isla y eslo más ameno y risueño que puede imaginarse. Al contrario por el ladodel Norte, en el mismo paralelo se ofrece tan hondo, áspero y lúgubre alas miradas del viajero que cree pisar otra tierra y otro clima. Niporque está ahora cultivado en su mayor parte hasta más allá de BahíaHonda, se desvanece esa mala impresión. Quizás porque sus labranzas soningenios azucareros, porque el clima es sin duda más húmedo y cálido,porque el suelo es negro y barroso, porque la atmósfera es más pesada,porque el hombre y la bestia se hallan ahí más oprimidos y maltratadosque en otras partes de la Isla, a su aspecto sólo la admiración setrueca luego en disgusto y la alegría en lástima.

Tal, poco más o menos, sintió Isabel en presencia de aquel pedazo de lafamosa Vuelta Abajo. Sus puertas, que eran de hecho las alturas en quese hallaban detenidos los viajeros, no podían ser más espléndidas;podían calificarse de doradas. Pero

¿qué pasaba por allá abajo? ¿Seríaaquélla la morada siquiera de la paz? ¿Habría dicha para el blanco,reposo y contentamiento alguna vez en su vida para el negro, en un paísinsalubre y donde el trabajo recio e incesante se imponía como uncastigo y no como un deber del hombre en sociedad? ¿A qué aspiraba niqué podía esperar tanto ser afanoso cuando pasado el día y venida lanoche se entregaba al sueño que Dios, en su santa merced, concede a lamás miserable de sus criaturas? ¿Ganaba alguno, entre tanto trabajador,el pan libre y honradamente para sostener una familia virtuosa ycristiana? Aquellas fincas colosales que representaban la mayor riquezaen el país, ¿eran los signos del contento y de los puros placeres de susdueños? ¿Habría dicha, tranquilidad de espíritu para quienes a sabiendascristalizaban el jugo de la caña-miel con la sangre de millares deesclavos?

Y la ocurrió naturalmente que si se casaba con Gamboa, tarde quetemprano tendría que residir por más o menos tiempo en el ingenio de LaTinaja, a donde ahora se dirigían en son de paseo.

Naturalmentetambién, se agolparon a su mente, como en procesión fantástica, losrasgos principales de su breve existencia. Recordó su estada en elconvento de las monjas Ursulinas de La Habana, donde en medio delsilencio y de la paz se nutrió su corazón de los principios más sanos devirtud y caridad cristiana. Como en contraste recordó la muerte de supiadosa madre; la orfandad en que quedó sumida; su desolación y hondopesar; los días serenos e iguales que después había venido pasando en elcafetal La Luz, bello jardín, remedo del que perdieron nuestrosprimeros padres, acariciada por sus más allegados e idolatrada por susesclavos como no lo fue reina alguna sobre la tierra. Recordó, en fin,la situación aflictiva en que dejó a su padre, achacoso y ya entrado enaños, el cual no aprobaba del todo aquel viaje, tal vez porque podía serel preludio de separación más grave y prolongada.

Brevísimos fueron el silencio y recogimiento de la joven; pero tanintensa, tan viva su emoción, que no pudo evitar se le llenaran delágrimas los ojos. Leonardo se hallaba a su lado, teniendo por la bridael brioso caballo, y ya por divertirla de sus tristes ideas, ya porecharla de cicerone, comenzó a describir los puntos culminantes delmagnífico panorama que tenían a la vista.

Había pasado él varias vecespor aquellos lugares; conocía a palmos el terreno que pisaba y queríadar muestras a las amigas de su buena memoria. El primer ingenio anuestros pies, dijo, es el de Zayas. Los árboles de esta parte de laloma nos impiden ver las fábricas, pero aquéllos son sus últimoscañaverales. Debe de estar moliendo, porque hasta acá llega el olor delmelado. Muele todavía con trapiche y mulas. Tenemos que pasar por elmismo batey. Después, en el centro de este gran valle, un poco hacianuestra derecha, por junto al tronco de aquella ceiba, pueden verse lastejas coloradas de la casa de calderas del viejísimo ingenio de Escobaro del Mariel. Según me cuenta mamá, fue el primero que se fomentó enesta parte de la Vuelta Abajo. También debe de estar moliendo pues veosalir humo de entre la arboleda del batey. Luego, ¿no ven Vds., una nubeblanca que atraviesa el valle en toda su latitud a la altura de losárboles describiendo una porción de vueltas y revueltas? Un poeta diríaque era un cendal de gasa. A mí me parece la piel de una culebra soltadaen la huida del monstruo de las montañas al mar. Pues no es otra cosa,si bien reparan Vds., que los vapores que van marcando el curso torcidodel río Hondo, notable por lo estrecho de su cause y por las grandesavenidas que hace en tiempo de lluvias. Ahora estará bajo y habrápuentes para pasarlo sin necesidad de mojarnos los pies. Del otro lado,por aquí derecho, en vuelta del noroeste, ¿divisan Vds., un bosque muyverde y tupido del cual asoman unas torres que parecen redondas? Ese esel ingenio Valvanera, de don Claudio Martínez de Pinillos, reciéncreado Conde de Villanueva. A la izquierda, al pie del monte de Rubín oRubí, se ven los cañaverales del ingenio La Begoña, y a la derecha,aún no discernible, La Tinaja, cerca de una legua del pueblo deQuiebra Hacha.

Muy pendiente era la bajada por aquel lado al vastísimo valle de losingenios de azúcar, y aunque trazada en zig zag, todavía trabajabanmucho los caballos para mantener el carruaje en el conveniente nivel.Acortaba el calesero las riendas del de varas, temeroso de un resbalón;y se abatía de nalgas y se deslizaba que no marchaba de firme. Con estocrujían las sopandas de cuero, sobre las cuales se mecía la caja delquitrín a guisa de zaranda, y el sudor empezaba a brotar del tronco delas orejas y de los ijares de las fatigadas bestias.

—Poco a poco, Leocadio, dijo Isabel en llegando a lo más agrio de lacuesta. No había visto yo camino más pendiente.

Cabalgaba Leonardo al estribo derecho del carruaje, y dijo en son debroma:

—¿Es Isabel la que habla? La creía yo más guapa que eso.

—Si se figura Vd. que tengo miedo, repuso ella prontamente, se engañade medio a medio. No temo ni pizca por mí, temo por los caballos. MireVd., el de barras: la carga es mucha y la bajada precipitosa; se habañado en sudor, y estoy esperando verle caer y rodar. Sí, mejor seráapearnos. Para Leocadio.

—No, no se apee, niña, dijo el calesero con instancia, arriesgando unchoque con sus amas. Como su merced se apee en este paraje, tendrá queapearse en todas las lomas. Pajarito es mu resabioso y sabe más quelas bibijaguas. Déjeme su merced darle cuarta y verá cómo no se hacemás el chiquito.

—Eso es lo que tú quisieras, que te dejase maltratar al pobre caballo.¿No sabes que no está acostumbrado a las lomas? De ningún modoconsentiré que le pegues. Para, te digo.

—La niña tiene perdíos los animales y la gente, murmura Leocadiorecogiendo las riendas para parar. Cuando estaba viva la señora estoscaballos volaban como pájaros. A ella sí que le gustaba jarrear deduro.

En este punto intervino Leonardo, oponiéndose al propósito anunciado porsu amiga, no ya sólo porque de hacerlo así el tronco adquiriría el viciode que hablaba el calesero, sino porque de resultas de la sombra delarbolado de la derecha aun no había enjugado el sol la humedad del suelobarroso del camino. Cedió ella con visible repugnancia, y como para notomar parte directa en el martirio, según dijo, de los caballos, entrególos cordones del de la pluma a su hermana Rosa y cerró los ojos mientrasduró la bajada.

No deseaba ésta cosa mejor. Joven y viva de carácter, amaba el peligro yse perecía por manejar, fueran las que fuesen las fatigas queexperimentasen las caballerías en trasportarla por aquellosderrocaderos, como al niño en su cuna de viento.

Molía Zayas en efecto. Las pilas de caña miel recién segada cerrabancasi los costados exentos de la casa de ingenio, pues sólo dejaban unpasaje bastante amplio, eso sí, por el lado del batey, o camino quetraían los viajeros. Notábase allí gran vocerío y movimiento, lo mismodentro que fuera. Dentro, las mulas del trapiche pasaban y repasaban pordelante del espacio abierto en su precipitado giro, azotadasdespiadadamente por los mozos negros que corrían a par de ellas con eseúnico propósito.

Por entre aquel estrépito infernal se oía distintamenteel crujir de los haces de caña que otros esclavos desnudos de mediocuerpo arriba metían de una vez y sin descanso en las masas cilíndricasde hierro. Al otro lado del trapiche, aunque eran mayores si cabe labatahola y la algarabía, por decirlo así, de los ruidos

confusos,

no

seveía

cosa

alguna;

impedíalo

completamente el denso humo revuelto con elvapor que se desprendía de las hirvientes calderas, donde se cocía eldulcísimo jugo de la caña y llenaba con sus inmensas olorosas columnastodo el interior del gran laboratorio.

Afuera, una doble fila de carretas, o se acercaban cargadas a dichacasa, o se alejaban de vacío en dirección del campo o del corte decaña, como se dice; todas tiradas por un par de bueyes no menos flacosque tardos en sus movimientos. Pie a pie de cada yunta marchaba elconductor o carretero esclavo, armado de ahijada larga y pincho agudo dehierro; y a todo lo largo de la doble fila de carretas, ya en unadirección, ya en otra opuesta, cabalgaba en su mula marchadora el boveroblanco, armado también, mas no de vara, sino del indispensable cuero,con el que de cuando en cuando cruzaba las espaldas de aquel negro quecreía remiso en el uso de la férrea ahijada.

La hechura de las carretas era lo más zurdo y primitivo que puedeimaginarse; el engrase de los ejes por darse, con lo que las cargadaschirriaban sin cesar; al paso que las de vacío, con sus desmesuradasruedas y holgura de manga, sobre no guardar jamás la perpendicular,fuera cual fuese la nivelación del piso, hacían un retintíndesagradable, chocando de continuo las sueltas bilortas contra lossotrozos de hierros fijos, y saliéndose de su sitio las tablas de lacama. Por largo trecho en una y otra dirección, el batey y lasguardarrayas desaparecían bajo las hojas pajizas y aun los trozos útilesde caña dejados caer por incuria, por exceso de carga o por defectomaterial de los vehículos empleados en su trasporte. A este lamentabledesperdicio contribuían como los que más los conductores. No bien sealejaba el boyero de un punto dado, se aprovechaba el conductorinmediato para sacar de la carga el trozo de caña que mejor le parecía,en cuyo acto arrastraba otros varios que se caían en el camino y allíquedaban para ser hollados y molidos por las carretas que venían detrás.No se cuidaba de eso, antes se llevaba a la boca por un extremo el trozode caña y le chupaba afanoso,

sin

dejar

de

animar

a

los

bueyes

con

vocesdescompasadas y repetidos pinchazos hasta sacarles sangre: puede ser endesquite por la que el boyero hacía saltar de sus espaldas con la pita,o llámese punta, del terrible látigo.

Tales escenas u otras muy parecidas a éstas se repitieron a la vista delos viajeros, a su paso por los ingenios de Jabaco, Tibotibo, ElMariel o antiguo de Escobar, Ríohondo y Valvanera.

Entre las dos plantaciones últimamente mencionadas, sólo avistaron unapequeña sitiería, a la margen derecha del camino, quiere decir, de ungrupo de cabañas pajizas donde algunas familias pobres cultivaban uncorto paño de tierra y criaban animales domésticos. No podía dárselesiquiera el nombre de aldea, dado que allí, ni en muchas millas a laredonda, había escuela ni iglesia. Los ingenios de fabricar azúcar noconsentían, por lo general, en su inmediata vecindad, esos símbolos delprogreso y de la civilización.

Para librarse de aquellos amargos pensamientos procuraba separar losojos del suelo negro, duro y sin lustre, cual hierro dulce, del camino,y los pasaba por cima de las flores o güines color violado claro, de lascañas en sazón, hasta tropezar en la zona azulosa donde se unía elhorizonte con las cumbres oscurísimas de las distantes montañas.

Pero por más de un motivo poderoso no la era dable a Isabel aquellaconcentración que demandaba el espíritu en su agonía.

Bruscas cuantofrecuentes eran las ondulaciones del terreno; el camino, aunque ancho,necesariamente torcido; las cañadas estrechas y hondas; la mayor partede las cuales había que pasarlas por puentes hechos sin arte nisolidez, con maderos rollizos, o con tablas sacadas de los troncos delas palmas. Tenía que ser la marcha, en consecuencia, lenta y cautelosa,y luego no sabía Rosa regir el caballo de fuera; razón por qué más bienque de ayuda servía de estorbo al de varas, ya atravesándosele delante,ya no tirando a la par, o tirando en dirección opuesta a la delmovimiento del carruaje. Quejose más de una vez el calesero de estostropiezos, hasta que Isabel, para acallarle y evitar un contratiemposerio, reasumió los cordones del caballo de la pluma.

Si Rosa supiera, no habría podido manejar mejor en aquella alegre mañanade viaje. A la izquierda del quitrín, donde lo permitía la amplitud delcamino, iba Diego Meneses, tan galán a caballo como decidor y amable apie y entonces inspirado y elocuente, dispuesto más que otras veces aver las escenas que recorrían sólo por su lado poético y brillante. Acada paso hallaba motivo para empeñar la atención de su entusiastaamiga, ya indicándole los festones de aguinaldos blancos o campanillaspendientes de todos los arbustos a orillas de los cañaverales, ya losgüines de las cañas, que comparaba con las garzotas de innumerablesguerreros en marcial arreo, mecidos blandamente por la gentil brisa dela mañana; ora los grupos de tomeguines que con rumor sordo, cual deviento rastrero y en gran tropel, seguían por algún trecho la direcciónde los viajeros, rozando con las yerbas y luego desapareciendo por entrelos troncos de las cañas; o el vivaracho sabanero de tardo vuelo, quesalía con estrépito del espeso matorral y se posaba con mucha dificultaden la primer hoja de caña con que tropezaba en su desatentada fuga; o laesquiva garza blanca que se abría paso