Cádiz by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—No, señora doña Presentacioncita. Así pasa en los toros; pero aquí elpresidente se vale de una campanilla.

—Y el diputado que va a hablar, ¿por dónde sale? ¿Por detrás de aquellacortina o por esa puertecilla?

—El diputado no sale por ninguna parte, que aquí no hay toril nitelones. El diputado está en su asiento, y cuando quiere hablar selevanta. Vea usted: todos esos que ahí están son diputados.

La muchacha, a cada nueva conquista hecha por su inteligencia en elconocimiento de las cosas parlamentarias, más sorpresa mostraba, y nodistraía su atención del Congreso sino para hacerme preguntas tanoriginales a veces, y a veces tan inocentes, que me era muy difícilcontestarle. Carecía en absoluto de toda idea exacta respecto de lo queestaba presenciando; y aquel espectáculo la conmovía hondamente, sin quelas ideas políticas tuviesen ni aun parte mínima en tal emoción, hijasólo de la fuerte impresionabilidad de una criatura educada en estrechosencierros y con ligaduras y cadenas, mas con poderosas alas para volar,si alguna vez rompía su esclavitud.

Era tierna, sensible, voluble, traviesa, y por efecto de la educación,disimuladora y comedianta como pocas; pero en ocasiones tan ingenua, queno había pliegue de su corazón que ocultase, ni escondrijo de su almaque no descubriese. Por esto, que era sin duda efecto de un anheloirresistible de libertad, aparecía a veces descomedida y desenvuelta conexceso.

Poseía en alto grado el don de la fantasía; la falta de instrucciónprofana unida a aquella cualidad, la hacía incurrir en desatinosencantadores. No sólo en aquella ocasión, sino en otras varias, observéque al separarse de doña María y al sentirse libre del peso de aquellagran losa de la autoridad materna, desbordábanse en ella condesenfrenada impetuosidad, fantasía, sentimiento, ideas y deseos.Presenciando la sesión, no cabía en sí misma; tan inquieta estaba, y tansublevados sus nervios y tan impresionados sus sentidos.

—Señor de Araceli—me dijo después que por un instante meditó-¿y estopara qué es?

—¿El Congreso?

—Sí, eso es; quiero decir que para qué sirve el Congreso.

—Sirve para gobernar a los pueblos, juntamente con el rey.

—Comprendido, comprendido—repuso vivamente agitando su abaniquillo—.Quiere decir que todos estos caballeros vienen aquí a predicar, y asícomo los curas de las iglesias predican diciendo que seamos buenos, losprocuradores de la nación predican otras cosas; viene la gente, los oyey nada más. Sólo que, según dicen los que van de noche a casa, losdiputados predican que seamos malos, y esto es lo que no entiendo.

—Esos discursos—le contesté risueño—no son sermones, son debates.

—Efectivamente; me ha parecido que no son sermones, sino que uno diceuna cosa, otro otra, y parece como que disputan.

—Justamente. Disputan; cada uno dice lo que cree más conveniente, ydespués...

—El disputar me gusta mucho. ¿Sabe usted que me estaría aquí las horasmuertas oyendo esto? Pero me agradaría que hablaran fuerte y seinsultaran, tirándose los bancos a la cabeza.

—Alguna vez...

—Pues yo quiero venir ese día. ¿Se anunciará por carteles en lasesquinas?

—Nada de eso. La política no es una función de teatro.

—¿Y qué es la política?

—Esto.

—Ahora me parece que lo entiendo menos. Pero ¿quién es ese hombre alto,moreno y de aspecto temeroso, que está hablando ahora? Le aseguro austed que ese modo de charlar me gusta.

—Es el Sr. García Herreros, diputado por Soria.

La atención del Congreso estaba fija en el orador, uno de los másseveros y elocuentes de aquella primera fecunda hornada.

Profundosilencio reinaba en el salón lo mismo que en las tribunas. CallamosPresentación y yo, y atendimos también, ambos absortos y suspensos,porque la palabra de García Herreros, enérgica y sonora, era de las queimperiosamente se hacen oír y acallan todos los rumores de una Asamblea.

Combatiendo las servidumbres, exclamaba:-«¿Qué diría de su representanteaquel pueblo numantino, que por no sufrir la servidumbre quiso serpábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arrojaban a ellasa sus hijos, me juzgarían digno del honor de representarles, si no losacrificase todo al ídolo de la libertad? Aún conservo en mi pecho elcalor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblonumantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere serlibre y sabe el camino de serlo».

XVIII

Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, patadas y gritos de arriba,ahogaron las últimas palabras del orador. Presentación me miró, y susmejillas estaban inundadas de lágrimas.

—¡Oh, Sr. de Araceli!-me dijo—. Ese hombre me ha hecho llorar. ¡Quéhermoso es lo que ha dicho!

—Señora doña Presentacioncita, ¿no repara usted que ni su hermana, niInés, ni lord Gray parecen por ningún lado?

—Ya parecerán. D. Paco ha ido a buscarlas y dará con ellas...

Ahoraestá hablando otro, y dice que aquel no tiene razón.

¿Cómo entendemosesto?

Otro orador usó de la palabra, pero por poco tiempo.

—Parece que ahora tratan de otro asunto—dijo la muchacha, observandosiempre—. Y allí se ha levantado uno que saca un papel y lo lee.

—Se me figura que ese es D. Joaquín Lorenzo Villanueva, el diputado porValencia.

—Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

—Es sin duda un periódico de los que ponen como chupa de dómine a lasCortes. Aquí acostumbran leer las picardías que los papeles públicosdicen de los diputados, y las contestaciones que estos se sirvendirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque El Conciso se reía de susproyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nosregalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas deaquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse endisputar con los periódicos, dictando luego severas penas quecontradecían la libertad de la imprenta.

—Parece que va a haber tumulto—me dijo Presentación—.

¡Cielosdivinos! Se levanta a hablar otro predicador... Pero si es Ostolaza...¿no le ve usted?, el mismo Ostolaza. ¿No ve usted su cara redonda yencarnada?... Si su voz parece una matraca... y

¡qué gestos, quémiradas!...

Ostolaza empezó a hablar, y con su discurso las risas y burlas, arriba yabajo, sin que el presidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerseoír con claridad. Volviose a las tribunas y con el gesto desenfadado lasdespreció, y crecieron tumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón,donde varios individuos de sombrero gacho y marsellés no podíanconvencerse de que estaban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

—Dice que nos desprecia—exclamó Presentación en voz muy baja—. Se hapuesto rojo como un tomate. Amenaza a las tribunas porque nos reímos desu facha. Sí, Sr. Ostolaza, nos reímos de usted... Miren el mamarracho,espantajo. ¿Por qué no le retiran las licencias? Si es un predicador dealdea... Insulta a los demás. ¿Usted qué sabe, so bruto? ¿Porque en casale oímos con la boca abierta cuando nos sermonea, cree que le van atolerar aquí?...

Un individuo de las tribunas gritó:

—¡Afuera el apaga-candelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporciones tales que los porteros nosamenazaron con echarnos a todos a la calle.

—Sr. de Araceli—me dijo Presentación, encendida y agitada por elentusiasmo—tendría un grandísimo placer... ¿en qué creerá usted? Meregocijaría muchísimo... ¿de qué pensará usted? De que ahora selevantara de su asiento el señor presidente y le diera dos palos aOstolaza.

—Aquí no es costumbre que el presidente apalee a los diputados.

—¿No?-exclamó con extrañeza—. Pues debiera hacerlo. Me estaría riendohasta mañana: dos palos, sí señor, o mejor cuatro.

Los merece. Aborrezcoa ese hombre con todo mi corazón. Él es quien aconseja a mamá que no nosdeje salir, ni hablar, ni reír, ni pestañear. Asunción dice que es unzopenco. ¿No cree usted lo mismo?

—¡Que le den morcilla!-gritó una voz becerril en el fondo de lagalería.

—Comparito—dijo otra voz dirigiéndose al orador—¿todo ese enfao esverdá o conversasión?

—Señores—exclamó volviéndose a todos lados, un diarista almibarado,peli-crecido y amarillento—estos escándalos no son propios de unpueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gritar.

—Camaraíta—preguntole con sorna un viejo chusco que allí cercahabía—eso que osté ha dicho ¿es jabla o rebuzno?

—Sóplenme ese ojo—gritó otro.

—Señores, que el presidente nos va a echar a la calle y perderemos lomejor de la sesión.

—Señora doña Presentacioncita—dije yo a la muchacha—

bueno será quenos marchemos. La tribuna se alborota y no es prudente seguir aquí.Además los extraviados no parecen y debemos buscarlos fuera.

—Esperemos aún... En suma, Sr. D. Gabriel—me dijo con encantadorainocencia—¿todos esos hombres para qué están aquí, para qué hablan,para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me entendió.

—Ostolaza sigue hablando. Sus brazos parecen aspas de molino... Todosse ríen de él. Veo que las Cortes, como los teatros, tienen su gracioso.

—Así es en efecto.

—Y el gracioso es Ostolaza... Pues me parece que junto a él está el Sr.Teneyro... ¡Qué par! Si querrá también hablar...

Dígame usted otra cosa,¿quién es ese señor Preopinante de quien todos hablan tan mal?

—El Preopinante es el que ha hablado antes.

—Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿Su Majestad vendrá también apredicar aquí?

—No lo creo.

—¿Y en qué consiste eso que dicen de que con Cortes hay libertad?

—Es una cosa difícil de explicar en pocas palabras.

—Pues yo lo entiendo de este modo... Pongo por caso... las Cortesdirán: ordeno y mando, que todos los españoles salgan a paseo por lastardes, y vayan una vez al mes al teatro, y se asomen al balcón despuésde haber hecho sus obligaciones...

Prohíbo que las familias recen más deun rosario completo al día... Prohíbo que se case a nadie contra suvoluntad y que se descase a quien quiere hacerlo... Todo el mundo puedeestar alegre siempre que no ofenda al decoro...

—Las Cortes harán eso y mucho más.

—¡Oh, Sr. Araceli, yo estoy muy alegre!

—¿Por qué?

—No sé por qué. Siento deseos de reír a carcajadas. Siempre que salgode casa, y voy a alguna parte donde puedo estar con alguna libertad, meparece que el alma quiere salírseme del cuerpo y volar bailando ysaltando por el mundo; me embriaga la atmósfera y la luz me embelesa.Todo cuanto veo me parece hermoso, cuanto oigo elocuente (menos lo deOstolaza), todos los hombres justos y buenos, todas las mujeres guapas,y me parece que las casas, la calle, el cielo, las Cortes con supresidente y su preopinante me saludan sonriendo. ¡Oh, qué bien estoyaquí! Inés y Asunción no parecen, D. Paco tampoco.

Cuanto más tardevengan mejor. Otra cosa..., ¿por qué no ha seguido usted yendo a casapor las noches? Nosotras nos hemos reído de usted.

—¿De mí?-pregunté con turbación.

—Sí, porque se la echaba usted de devoto para agradar a mamá. ¡Qué bienhacía usted su papel! Lo mismo, lo mismito hacemos nosotras.

Me asombré de la frescura con que la infeliz niña decía claramente queengañaba a su mamá.

—Vaya usted a casa. A nosotras no nos dejaban hablar con usted, peronos entretuvimos mirándole.

—¡Mirándome!

—Sí, sí; a todo el que va a casa le examinamos y le medimos lasfacciones línea por línea. Después, cuando nos quedamos solas, decimoscómo tiene el pelo, los ojos, la boca, los dientes, las orejas, ydisputamos sobre cuál de las tres se acuerda mejor.

—Bonita ocupación.

—Las tres estamos siempre juntas. La señora marquesa de Leiva está muyenferma, y como mamá dice que quiere tener a Inés bajo su vigilancia, hamandado que viva en casa. Las tres dormimos en una misma alcoba ycharlamos bajito por las noches. ¡Ah! ¿Sabe usted lo que me ha dichoInés? Que usted está enamorado.

—¡Qué bromazo! Tal cosa no es verdad.

—Sí, nos lo dijo, y aunque no me lo dijera... Eso se conoce.

—¿Lo conoce usted?

—Al instante. En cuanto veo a una persona.

—¿Dónde ha aprendido usted eso? ¿Lee usted novelas?

—Jamás. No las leo; pero las invento.

—Eso es peor.

—Todas las noches saco de mi cabeza una distinta.

—Las novelas inventadas son peores que las leídas, señora doñaPresentacioncita.

—Vuelva usted a casa por las noches.

—Volveré. Lord Gray las entretiene a ustedes bastante.

—Lord Gray no va tampoco—dijo con pena.

—¿Y si supiera doña María que usted ha venido aquí?

—Creo que nos mataría. Pero no lo sabrá. Inventaremos algo muy gordo.Diremos que venimos del Carmen, donde fray Pedro Advíncula nos entretuvocontándonos vidas de santos. Otras veces le hemos dicho esto, y luegofray Pedro Advíncula no nos ha desmentido. Es un santo varón y yo lequiero mucho. Tiene las manos blancas y finas, los ojos dulces, la vozsuave, el habla graciosa; sabe tocar el ole en un organito muy mono, ycuando no está mamá delante, habla de cosas mundanas con tanta graciacomo decencia.

—¿Y fray Pedro Advíncula, va a casa de usted?

—Sí... es amigo de lord Gray. Es el que hace la preparación espiritualde Inés para el matrimonio, y de Asunción para el monjío... Se me figura(y esto es reservado) que él llevó la papeleta de la tribuna.

—Y a usted ¿no la prepara para algo?

—A mí—contestó la muchacha con profundo desconsuelo—a mí, para nada.

Yo estaba absorto, pasmado y lelo, contemplando la seductora ignorancia,la infantil malicia, la franqueza sin freno de aquella alma, a quien lafalta de toda educación mundana presentaba en la desnudez de suinocencia. Como era linda de rostro, y había tal viveza en su hablarespontáneo y armonioso, me encantaba verla y oírla, y como vulgarmentese dice con respecto a los niños, me la hubiera comido. No hallo otrafrase mejor para expresar la admiración que aquel raudal de gracia ytravesura, de sentimiento y de dulce ingenuidad me producía. Nombréantes a los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejadode serlo, a mí me hacía el efecto de uno de esos chiquillossentenciosos, que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa.Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismotiempo tristeza.

XIX

De pronto miré a la tribuna de señoras, que estaba al lado de laEpístola, en lo que podemos llamar el proscenio de la iglesia, y creídistinguir a las dos muchachas.

—¡Allí están, allí están!...—dije a mi acompañante.

—Sí, y en la tribuna inmediata, que es la de los diplomáticos, estálord Gray. ¿No le ve usted?... Está con la cabeza entre las manos,pensativo y meditabundo.

—No habla con ellas, ni puede hablar, porque una tabla les separa.Acaban de entrar en este momento.

Llegó a la sazón D. Paco, rojo como un pimiento, y abriéndose paso porentre la apiñada muchedumbre de galerios (así llamaban a los devotosde aquella religión, y así les nombraron después en son de remoquete enel tiempo de las persecuciones), acercósenos y nos dijo:

—¡Gracias a Dios que han parecido!... Lord Gray las llevó engañadas alcampanario de la iglesia... después adentro...

después a la calle...¿Hase visto infamia semejante?... ¡Estoy bramando de furor!... ¿Quéhabrán hecho, señor de Araceli, qué habrán hecho?... La señora doñaInesita estaba más pálida que una muerta, y la señora doña Asuncioncitamás roja que una amapola... Vámonos, niña, vámonos de aquí.

—Sí, vámonos—repetí yo.

—Yo no me muevo de aquí, Paquito. Esto me gusta mucho.

Ya han acabadode leer periódicos y papeles y vuelven los discursos... ¿Quién habla?

—Es el Sr. de Argüelles. ¡Buen pájaro está! ¡Pues bonitas cosas estáoyendo la niña!—dijo D. Paco en voz más alta que la que a larespetabilidad del sitio correspondía—. Tratar de abolir lasjurisdicciones, los señoríos, los fueros, el tormento y el derecho deponer la horca a la entrada del pueblo, y de nombrar jueces; quierenquitar las prestaciones y demás sabias prácticas en que consiste lagrandeza de estos reinos.

—Pues que lo supriman todo—dijo Presentación con enfado—

. De aquí nome muevo hasta que lo supriman todo.

—La niña no sabe lo que habla—exclamó D. Paco, suscitando losmurmullos de los circunstantes con lo destemplado de su voz—. Ahora laseñora doña María no podrá nombrar el alcalde de Peña-Horadada, nicobrará tanto de fanega en el molino de Herrumblar, ni las doce gallinasde Baeza, ni podrá prohibir la pesca en el arroyo, ni los asnos de casapodrán meterse en las heredades del vecino a comerse lo que se lesantoje.

—Señó abate—gritó una voz, mientras una mano pesaba con formidableempuje sobre los hombros del preceptor—; siéntese y calle.

—Caballero—dijo otro—¿se podría saber quién es usted?

—Soy D. Francisco Xavier de Jindama—repuso con timidez y urbanidad elviejo.

—Lo digo porque en cuanto le vi a usted y le oí, diome olor alechucería.

—Quiere decir que es usted de la hermandad de los bobos—

añadió unamoza que frontera a D. Paco estaba—. Con su voz de matraca no nos dejaoír los escursos.

—Haya paz, señores—exclamó un tercero—y silencio. Aquí no se viene alamentarse de que los asnos no puedan entrar en la heredad ajena.

—El asno será él.

—¡Orden y conveniencia!-gritó el portero—. Si no, en nombre de SuMajestad les echo a todos a la calle.

—Aquí no hay ninguna Majestad—dijo D. Paco.

—La Majestad son las Cortes, señor esparaván—afirmó con enfado ungalerio.

—Es de los que vienen a aplaudir cuando rebuzna Ostolaza—

dijo otroseñalando a don Paco.

Viendo que la cuestión se agriaba, empeñeme en romper por medio

delgentío,

y

esto

causó

nueva

confusión

y

reconvenciones. Al mismo tiempoentre los diputados sonó rumor de disgusto por lo que pasaba en latribuna, habló el presidente imponiendo silencio a los galerios, yacallados estos un tanto, el diputado Teneyro tomó la palabra. Como sila primera pronunciada por el buen cura de Algeciras fuera señalconvenida,

desatose

una

tempestad

de

risas

y

demostraciones, y cuantomás el orador alzaba la voz, más la ahogaban entre su murmullo los dearriba.

Repetir el sinnúmero de dichos, agudezas y apodos que salieron comoavalancha de la tribuna pública, fuera imposible.

Jamás actor aborrecidoo antipático recibió tan atroz silba en corrales de Madrid. Lo extrañoes que siempre pasaba lo mismo.

Ya se sabía: hablar Teneyro yalborotarse el pueblo soberano, eran una misma cosa. ¡Y qué ceceo elsuyo, qué ademanes tan graciosos, qué ira olímpica para apostrofar a lastribunas, qué lastimoso gesto, qué cruzar de brazos, qué arrugada cara,qué singular donaire para decir disparates, ya abogando por laInquisición, ya por una soberanía popular a la moda, representada poruna especie de concilio de párrocos y guerrilleros! Vamos, francamente,era cosa de morir de risa.

El presidente sabía que sesión en la cual Teneyro hablase, era sesiónperdida, por no ser posible contener a las tribunas; trabábanse disputasinevitables entre ciertos procuradores y el público, y el escándaloobligaba a despejar los altos de la iglesia.

Esto ocurrió en aquel día, cuando el Cicerón de Algeciras, volviéndosehacia arriba con ademanes descompuestos y lengua balbuciente, gritó:

—Ya sabemos que esa es gente pagada.

Al oír esto, los denuestos, los improperios que lanzó el pueblo llenaronel ámbito de la iglesia en términos que aquello parecía una jaula delocos. Agitábanse los diputados, echándose unos a otros la culpa delalboroto; nos apostrofaban también desde abajo llamándonos canalla soez,y los porteros dieron principio a la expulsión. Aquí de los apuros.Presentación y yo queríamos salir sin poder lograrlo, por tener delanteuna muralla de carne humana que resistía la orden del presidente.Algunos se echaron fuera; mas no por eso se acalló el tumulto, y lo peorfue que aparecieron de súbito dos o tres personas que tomaron el partidodel orador silbado contra el silbante pueblo.

—¡Que ustedes son unos servilones, mata candelas!

—¡Que ustedes son unos afrancesados!

—Que ustedes son...-imagínese el lector lo peor que haya oído enplazas, presenciado en tabernas y aprendido en garitos.

Y no paró aquí el desastre, sino que don Paco, viendo que alguien tomabaa pechos la defensa del pobre Teneyro, arriesgose, como leal amigo ycontertulio, a ponerse de su parte.

—Envidia, no es más que envidia y rabia por las verdades como puños quedice—exclamó.

En mal hora lo dijera. Vimos desaparecer su enjuta figura entre una masauniforme de brazos y manos. Presentación gritó con angustia:

—¡Que matan al pobre D. Paco!

Salió el infeliz, o lo sacaron, es decir, allá se fue todo junto,víctima y verdugos, por la puerta afuera. Con esto se despejó un tantola tribuna y pudimos salir de los últimos tras la oleada de gente quemal de su grado abandonaba la sesión.

Quisimos auxiliar al maestro, perono nos era posible por hallarse distante; y aunque el infeliz no recibiógolpe de arma alguna, las herramientas de puños y codos le hacían muchodaño.

Al fin, acosado por todos, huyó, corriendo velozmente por laescalera abajo, dando no pocos tumbos y costaladas.

Nuestra gran contrariedad consistía en que nos separaba de él una masaenorme de gente que nunca acababa de salir; así es que, cuando llegamosabajo, en vano mirábamos a todos lados.

D. Paco no estaba. Hacíamospreguntas a todos, pero nadie nos daba razón satisfactoria. Quién decía;«le han llevado adentro»; quién «le han llevado afuera».

—¡Qué situación, qué compromiso!-decía la muchacha—.

¿Pero dónde estáel pobre don Paco? Ahora tendré que ir a casa sola o con usted.

En la calle había también apiñado gentío, entre el cual vi a uno de esosindividuos que se aparecen como llovidos en toda escena de agitaciónpopular, dispuestos a echar el peso, no de su autoridad, sino de susgarrotes, en la balanza de las contiendas políticas. ¡DesgraciadoTeneyro, desgraciado Ostolaza! ¡Qué ovación les esperaba!

La hermandad de la porra no es tan antigua como el mundo, no; peroentradilla en años es.

—Busquemos, busquemos a ese infeliz—me decía mi linda pareja—. Demodo que tengo que ir sola a casa... ¿Y qué voy a decir?... Y mi hermanae Inés ¿dónde están?... ¡Oh, señor de Araceli, más vale que se abra latierra y me trague!

Al fin nos dio razón del desgraciado preceptor un soldado, diciéndonos:

—Se lo llevaron entre cuatro.

—¿Pero a dónde, no se sabe a dónde?

El soldado, encogiéndose de hombros, fijó su vista en la puerta de SanFelipe, por donde salían bastantes diputados. Felizmente y gracias a laintervención de D. Juan María Villavicencio, los que se disponían aobsequiar a Teneyro y Ostolaza no pasaron a vías de hecho; mas con laagudeza de sus silbidos y el mugir de sus insultos fueron dando música aambos personajes por largo trecho de la calle.

Fue aquel lance uno de los muchos que afearon la primera épocaconstitucional; pero no llegó a ser tan escandaloso como el ocurridopoco después con motivo del famoso incidente Lardizábal, y que puso engran peligro la vida de D. José Pablo Valiente, diputado absolutista, elcual hubiera sido despedazado por el pueblo si Villavicencio no lelibrara heroicamente de las garras de aquel, embarcándole al instante.

—¡Virgen Santísima!-repetía Presentación—. ¡Y esas niñas noparecen!... Vámonos al punto de aquí. Allí sale el Sr.

Ostolaza... Me vaa conocer.

Marchamos por la calle de San José para tomar la del Jardinillo: pero nonos fue posible esquivar las miradas y la persecución del Sr. Ostolaza,que llamándonos desde lejos nos obligó a detenernos.

—Señora mía—dijo el taimado clérigo—eso está muy bien...

En la callecon un mozalbete... Por fuerza ha muerto la señora condesa.

—Por Dios y la Virgen—exclamó la muchacha llorando—. Sr.

deOstolaza... no diga usted nada a mamá... Yo le explicaré a usted...Salimos a paseo y como nos perdiéramos, pues... No diga usted nada amamá. ¡Ay! Sr. de Ostolaza; usted es un buen sujeto y tendrá lástima demí.

—En efecto; siento lástima de la señorita.

—Quiero decir... Lléveme usted a casa... Amigo—añadió esforzándose enaparecer jovial—oí su discurso y me pareció muy bonito. ¡Qué bien hablausted, qué bien!... Da gusto...

—Basta de lisonjas—dijo el clérigo; y luego mirándome añadió—: yusted, señor militar-teólogo, ¿de qué arterías se ha valido para sacarde su casa a esta señorita?

—Yo no he sacado de su casa a esta señorita—repuse—; la acompañoporque la he encontrado sola.

—A causa del gentío nos perdimos D. Paco y yo... quiero decir: seperdieron ellas.

—Comprendido, comprendido.

—¿Sabe usted, señor oficial-teólogo—me dijo con aviesa mirada—queantes de poner esto en conocimiento de doña María voy a dar parte a lajusticia?

—¿Sabe usted—respondí—señor clerigón-entrometido, que si no se mequita de delante ahora mismo, le enseñaré a ser comedido y a no meterseen camisa de once varas?

—Comprendido, comprendido—repuso poniéndose como de almagre suabominable rostro, y echándome de lleno su insolente mirada—. Sigan lospimpollitos su camino. Adiós...

Marchose a toda prisa y cuando le perdimos de vista, Presentación medijo dando un suspiro.

—Nos llamó pimpollit