Belarmino y Apolonio by Ramón Pérez de Ayala - HTML preview

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Aceite de linaza ……………… 30 »

Sebo ………………………… 20 »

Materia colorante …………….. 3 a 5 »

Cera blanca ………………….. 2 »

Alcohol ……………………… 2 »

Y daba hasta otras ocho fórmulas. Proseguía: «En el establecimiento LaSolidez

, del conocido industrial Claudio Martínez, hay quinientaspesetas, ¡quinientas pesetas!, a la disposición de quien demuestre quealguna de las cremas conocidas en el mercado no están compuestasconforme a ninguna de las fórmulas anteriores, y otras quinientas,¡mil!, a quien pruebe que la crema Zenitram

no es distinta ni superiora las otras cremas. Con la

crema Zenitram

, el calzado se mantienefresco y lucido eternamente. Invitamos a los competidores a que ganenlas mil pesetas rebatiendo nuestro aserto.»

Un día entró la duquesa de Somavia en la zapatería de Apolonio, y lehabló así, reservadamente:

—En la carta que mi hermano Deusdedit me escribió antes de morir, y yahace de esto nueve años, me decía que eras un ganso. No aprietes lascejas…. Ya sé que eres un artista; pero eso no impide que seas tambiénun ganso. Mira, Apolonio; vivimos en tiempos de negociantes, y no deartes ni de filosofías; en tiempo de Martineces, y no de Apolonios yBelarminos. Belarmino, ahí está de remendón. Sé, por fuente fidedigna,que vas mal. A ti te pasará lo que a Belarmino, si no afilas la uña y tesacudes la mangana y la sandez. Soy amiga del hablar claro. Despierta o,desde luego, te auguro que terminaréis, Belarmino y tú, en un asilo decaridad.

CAPÍTULO VI.

EL DRAMA Y LA FILOSOFÍA.

Es tradición milenaria que en el equinoccio de septiembre el seráfico ymansueto pastor San Francisco se siente malhumorado por una vez;descíñese el cordón, lo blande sobre el cielo a guisa de honda, acudenlos rebaños de nubes, revientan los odres donde se guardan los vientos,rómpense las esclusas de las aguas celestes, se embravecen los mares,zozobran las barcas pescadoras, huyen las aves trashumantes, corren lasbestias a sus cubiles, guarécense los hombres en el hogar y el corazónse empapa en una tristeza que es como el llanto de las cosasperecederas.

Llevaba ya lloviendo un cuarto de luna. Entre el bosque innumerable demenudos y apretados chorros de agua, desde la tierra al cielo, y cuyatupida y abovedada ramazón eran las nubes grises y cárdenas, eltembloroso lamento de las campanas basilicales se extraviaba ydesfallecía.

Era un domingo, noche ya. Apolonio mensuraba la longitud y la latituddel comedor, paseando y sollozando el «Spirto gentil», de

La favorita

.Con el ímpetu ascendente del musical deliquio, las pupilas habían subidoa escondérsele detrás de las bambalinas de los párpados superiores;mostraba unos ojos blancos como los de las estatuas antiguas, y el almaen blanco también, al modo de página virginal que espera recibir contrazo indeleble los conceptos más sublimes. Apolonio, en aquellosinstantes, flotaba sobre la tristeza del mundo y sobre las nubesluctuosas, como el espíritu melodioso de Jehová sobre el caos primieval.

—Señorito, que las alubias se pasan—rezongó con acritud la asistenta,asomando el morro por una puerta—

. Son ya las diez de la noche.

—¿Qué habla usted ahí, incivil criatura?—replicó Apolonio, consobresalto.

—Digo que son las diez, y que si se cena hoy….

—No se cena hasta que no venga don Pedrito.

—Pero es que don Pedrito no cena hoy en casa.

—¿Quién se lo ha dicho a usted?

—Mira qué caracho, él mismo; y ainda mais le dejó a usté una carta.

—¿Una carta? ¿Dónde está esa carta?

—Delante de sus mesmas narices, en la mesa y sobre su plato.

Apolonio leyó la carta. Decía: «Padre, perdón. No he nacido para cura.Me voy con la mujer a quien adoro. Nos casaremos, y confío que,

apesar de todo

, usted bendecirá nuestra unión.—

Pedro

Y ahora sí que Apolonio quedó como una estatua, no ya en los ojos, sinoen todos sus miembros, y con el alma pálida y vacía. Cuando al fin levolvió la sangre a circular, dijo a la fámula:

—No se cena hoy. Tú puedes marchar ya a tu casa. Dame el impermeable.

Se dirigió a casa de la duquesa de Somavia, que había vuelto el díaanterior a Pilares, huyendo de la inclemencia, melancolía y tedio de laaldea. Llevaba la carta en la mano, sin protegerla de la lluvia.

—¿Qué te sucede, Apolonio?—preguntó la duquesa, alarmada ante aquelhombre como de piedra—. ¿La catástrofe, la quiebra, el embargo? Me lopresumía.

—¡Pluguiera a Dios!—murmuró cavernoso Apolonio. Y tendió la carta.

—Chico, este papel es una sopa. Se ha corrido la letra y no puedo leer.

—¡Pluguiera a Dios cegarme, antes de haberla yo leído! Pero ya, ¿qué hede hacer? ¡Ah! Resignarme y perdonar la mano que me ha herido. Apuraréesta copa hasta las heces, y leeré la carta por dos veces.

Y leyó la carta a la duquesa. En el fondo, tan en el fondo que ni élmismo se daba cuenta, Apolonio se sentía orgullosísimo, creyéndose enaquellos momentos un personaje trágico de verdad e imaginando inspirar ala duquesa fuerte interés patético.

—¡Bah! Temí, al verte, que se trataba de algo grave. Siéntate. Aunquehay que resolver de prisa, para resolver de prisa hay que pensardespacio. Siéntate.

«Siéntate»; que fué lo que le dijo Napoleón a la reina de Prusia, enocasión que la soberana, por conseguir un tratado menos infamante, quisoconmover al corso, representándole una escena dolorosa y teatral.

Bien sabía Apolonio que la tragedia exige hablar en pie y con coturno.Al sentarse, comprendió que estaba peor que en ridículo, humillado, comoun ídolo al que derriban. Dejó caer la cabeza, vergonzoso.

—Vamos por partes. Tú, de seguro, no sabes quién es la mujer a quienadora el desmandado don Pedrito.—

Apolonio denegó con la cabeza.—¿Quéhas de saber tú, si no vives en la tierra? Ni sospecha tendrás.—

Nuevadenegación.—Pues chico, te lo voy a decir yo: es la hija de Belarmino.

—¡Eso no, eso no! Antes la muerte—rugió Apolonio, poniéndose en pie,ahora realmente enfurecido—.Yo ya estaba dispuesto a perdonar, abendecir. Hasta pensaba en los nietecitos…. Pero eso, ¡jamás!

—A buena parte vas…. Que ya pensabas en los nietos, en seguida te localé. Pero, siéntate. Claro que no sabes ni sospechas cómo, cuándo, aqué hora y por dónde se han fugado, ni se te ocurre el medio deaveriguarlo.—Denegación muda.—De modo que yo soy quien tengo quehacerlo todo. Discurramos con calma. Que Angustias es la raptada, no mecabe duda. Sé que al pícaro don Pedrito le gustaba la niña, que se veíana menudo en vacaciones, y hasta que le escribía desde el Seminario;pero, la verdad, no creí que iba a perder el sentido hasta ese punto.¡Cosas de chicos! ¿Quién les pudo ayudar en la fuga? A mí no se meocurre sino una persona: Felicita, la Consumida.

—¡Infame alcahueta!

—No digas palabras malsonantes. Eso de la alcahuetería es cosa muyrelativa. Todas las mujeres, en llegando a cierta edad, si son amorosastodavía, como no están en sazón de que las amen y ellas no aciertan avivir sino en la atmósfera del amor, se perecen por proteger y concertaramores ajenos. Es una debilidad disculpable, y más en el caso deFelicita, que, aunque acecinada, ama, la aman, pero no se le logra lasatisfacción de sus deseos. Angustias iba a cada paso de visita a casade la solterona, y, si no iba, la solterona enviaba a buscarla. Espúblico en la calle. Tu hijo iba de visita a casa de la solterona.¿Tampoco sabías eso?—Negativa muda.—Pues, átame esos cabos. La idea dela fuga ha sido inspirada, alentada y en resolución favorecida por lasolterona. Ella lo sabe todo. ¿Cómo sacárselo? Antes de responder, espreciso que declares cuál es tu propósito y voluntad. Si te avienes conlo ocurrido, y consientes en el matrimonio.

—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!—interrumpió Apolonio, poniéndose en pie.

—Siéntate, hombre, siéntate. Soy de tu opinión. El alocado don Pedritotiene por delante un hermoso porvenir. Sería una estupidez echarlo arodar de esa manera. ¿Qué iba a hacer él, sin oficio ni beneficio,casado con una pitusa, hija de un remendón que no tiene sobre qué caersemuerto? Yo no podría aprobar semejante desatino. Queda la cuestión deconciencia, la moral. Yo me río de lo que la gente suele entender pormoral. Eso de la moral debe de ser cosa de herencia, como la escrófula yel herpetismo; yo, por más que me palpo, no encuentro haber recibido conla sangre de mis antepasados esa moral gazmoña de que otros hacen gala.Reconozco que la chica va a quedar en situación molesta por algúntiempo, ante los ojos de la gente. Pero vendrá el olvido, y vendrá muypronto. El tiempo borra más de prisa los surcos de la memoria que lascicatrices de la carne. Si vamos a medir con cuidado, más pierde tu hijoen su reputación que la hija de Belarmino en la suya. Pero existe unaconsideración, de la cual debemos hacernos cargo. Impidiendo elmatrimonio, ¿decretamos que Angustias sea una desgraciada? Yo digo queno; eso es pan de todos los días. Sobre todo, si es desgraciada será porculpa suya, por no tomar la cosa naturalmente. Pero, aun así y todo,estoy convencida que mucho más desgraciada sería casándose en talescircunstancias, y que diría infinitas más veces: «¿por qué me habrécasado?», de las que ha de decir: «¿por qué estorbaron que me casase?»Con eso, mi conciencia se queda tranquila, y no tengo inconveniente endesbaratar ese desatentado casorio. Ahora vamos a sacar a Felicitatodas las noticias necesarias. Hemos discurrido despacio, y es ya tiempode proceder de prisa.

La duquesa tiró de un cordón de la campanilla y movilizó la servidumbre.A un criado le ordenó que enganchasen al punto el landó, para ir dejornada, quizá toda la noche; a otro le envió a la fonda del señorNovillo a buscarle, que viniese apercibido con saco de viaje, a fin deponerse sin dilación en camino (la duquesa sabía que Novillo era hombreinútil si no llevaba consigo los tintes y adobes de tocador); a Patón ledijo que se vistiese; a otro criado le pidió recado de escribir, y enescribiendo una esquela sucinta (decía: «Muy señora mía: por informesindubitables y reservados, sé que no es usted ajena a la fuga de PedritoCaramanzana y la hija de Belarmino. Don Anselmo Novillo sale ahora mismoa la captura de los prófugos. No dudamos que usted nos proporcionará losdetalles imprescindibles. Si usted, debido a otras preocupaciones, norecordase estos pormenores que necesitarnos, tendremos sumo gusto enrequerir al juzgado para que, sin pérdida de momento, le refresque austed la memoria. Suya afectísima,

Beatriz, duquesa de Somavia»

), ledespachó con la misiva a casa de Felicita. Este criado volvió antes queningún otro, con la respuesta. Estaba escrita con letra vacilante ytemblona, y rezaba: «Ilustre señora: Pedrito y Augustias salieron en uncoche para Inhiesta, a las cinco de la tarde de hoy. Se idolatran.Quieren casarse. Yo creí ejecutar una acción generosa ayudándoles.Llevan cincuenta duros que les presté; y no es que los reclame.Perdónelos y perdóneme, si nos equivocamos, por haber amado tanto. Susierva, Felicita Quemada

—¡Qué tía chiflada!—exclamó la duquesa—.Ese Cupido es el granenredador. Si yo pudiese, hacía con él lo que se hace con los gatos ycon los bueyes….—Y soltó un ajo enérgico.

Llegó Novillo cuando la duquesa se hallaba en aquella disposiciónantitaurina y antiamorosa; llegó el criado anunciando que el cocheestaba dispuesto; llegó Patón, vestido de jornada, con botas altas ycapote.

—¿Qué dispone mi señora?—preguntó Novillo, inclinándoseceremoniosamente, en la mano un saquito que contenía impenetrablessecretos de alquimia cosmética.

—¿Que qué dispongo? Estaba diciendo que si de mí dependiera, dispondríaque no hubiese más novillos y todos fuesen bueyes; son más útiles a laagricultura. No pongas en vibración el hocico. No había reparado que teapellidas Novillo. No se trata de una alusión personal, sino de unaapreciación de orden general. Tú eres un novillo inofensivo y adorable.Y ahora, en marcha a Inhiesta.

Iréis, Apolonio, como padre, y Novillo, en representación de miautoridad. Como el don Pedrito es mozo de empuje y más fuerte quevosotros dos, y además, se hallará demasiado encalabrinado y consentidopara que le separen del pesebre cuando apenas se ha acercado a él, convosotros va Patón, que es más bruto que un mulo, y le sujetará si sedesmanda. Conque derechos a Inhiesta, y me traéis aquí al fugitivo; yole tendré a buen recaudo los pocos días que restan hasta que comience elcurso en el Seminario. Y, cuidado, Apolonio; nada de amonestaciones nireprimendas. Eso me toca a mí. Andando, antes que los fugitivos tomen eltren que pasa mañana por Inhiesta.

Partió la cuadrilla, como dispuso la duquesa. Llovía, llovía. En elpescante iban el cochero y Patón. Dentro, Novillo y Apolonio, tiesos,sin cambiar palabra, como dos fetiches llevados a extender el culto anuevos territorios. Así transcurrió una hora; una hora prolongada,estirada, adelgazada en una hebra interminable y perezosa, como siestuviese hilada con ritmo lentísimo por las yemas de unos dedos rígidosy entumecidos: los cascabeles de las yeguas. Tras, tras, tras, sonabanlos cascabeles, con lento giro, consumiendo en forma de hilo moroso laabultada y sucia madeja de las horas nocturnas, que forzosamente habíaque hilar y devanar.

Después de lo que Apolonio calculó como una eternidad de silencio, seatrevió a decir:

—No conozco la topografía de la provincia, porque no soy indígena.

Ignoro a que distancia está Inhiesta.

Novillo sacó el reloj y encendió un mixto.

—Son las doce. Llegaremos a Inhiesta a las siete de la mañana.

—Tan lejos…. Pues es cosa que nos acomodemos para descabezar un sueño.

—Estoy inquieto, amigo Apolonio. La humedad y el frío me sientanmalísimamente. He olvidado traer una manta de viaje. Pero, ¿qué le hemosde hacer? Procuremos dormir.

Novillo, a tientas, abrió el maletín; extrajo de él un tarro que habíasido de aceitunas y que estaba lleno de agua clara; se sacó con disimulola dentadura postiza y la metió en el tarro. No podía dormirse conaquellos dientes ajenos, porque le mordían, a pesar suyo, la lengua,como si el antiguo propietario viniese, a favor de las tinieblas delsueño, a vengarse del macabro usufructo. Es decir, Novillo se figurabaque, así como los pelos de su peluquín pertenecían, sin duda, a undifunto, que otro tanto acontecía con los dientes. A veces, bajo elinflujo de una gran contrariedad, o acongojado por la timidez amorosa,estaba cierto, puesto que recibía la sensación, de que se le erizabanlos cabellos del peluquín. ¿Qué podía ser esto, sino que el espíritu deldifunto montaba en cólera contra el profanador de sus restos mortales?Pero Novillo, con ánimo decidido y corazón entero, afrontaba estasescalofriantes escaramuzas con lo sobrenatural y suprasensible, con talde no aparecer calvo y desdentado a los ojos de Felicita.

Despojóse Novillo también del peluquín; extendió por la cara un«Ungüento pompeyano», para preservar la piel sin arrugas, y se dispuso adormitar. Adormiláronse Apolonio y Novillo sobre el traqueteo y elcascabeleo. Despertóles un silencio, como si de un tirón les hubiesenarrancado la almohada.

—¿Qué pasa, que se ha parado el coche?—preguntaron entrambos a la vez,y tendieron el oído.

—¿Quién eres, chacho?—gritaba el cochero.

—Soy Celesto, el zagal de Cachán—respondió una voz. Este Celesto habíasido oficial de Belarmino años atrás.

—¿De dónde vienes, hom?

—De Inhiesta.

—¿A quién llevaste?

—A dos amigos míos.

—¿Puede saberse quiénes son?

—No se puede saber. Conque adiós, y arrea palante.

Y oyóse un revuelo de cascabeles, que se dividían en dos bandadas, ycada cual volaba en dirección opuesta. Novillo y Apolonio recobraron laalmohada de ruidos y vaivenes, y se adormecieron de nuevo. El primero endespertar fué Novillo. La luz de la mañana se desleía ya en el aguaturbia de la lluvia. Novillo, antes que Apolonio despertase, retrajo asu lugar correspondiente las apócrifas excrecencias capilares y óseas.Un escalofrío se le difundió entre cuero y carne: «Malo—pensó—; hecogido un resfriado. Tanto como me afectan….» Estornudó, y al ruido delestornudo Apolonio abrió los ojos.

Llegaron a Inhiesta a las ocho de la mañana, y detuvieron el carruaje enla única posada del pueblo.

—Esos palomos estarán en lo mejor del sueño—dijo Novillo—. Se meparte el corazón, considerando que tengo que cortar un idilio en flor.Pero yo no soy la voluntad; soy el brazo que ejecuta. Hay que concluircuanto antes y volver a Pilares sin tardanza. Yo acabo de atrapar unresfriado y no quiero que pase a mayores.

Una criada de la hospedería, acompañada de Patón, subió al cuarto de losnovios. Llamó en la puerta con los nudillos.

—¿Quién va?—preguntó el seminarista.

—Señorito; alguien le espera abajo.

—Que espere; yo no bajo.

La criada insistió. Después de un rato, el seminarista, a medio vestir,salió a la puerta, a fin de despedir airadamente a la criada. Patón lotrincó, le tapó la boca, y, en vilo, lo bajó y lo metió en el coche.Novillo pagó la cuenta a la posadera; y no hubo más. Arriba esperabaAngustias. Apolonio no quería pensar en ella.

Novillo, con su resfriado,no podía pensar en ella.

A las cinco de la tarde, la cuadrilla cazadora, con el cautivo, estabande vuelta en el palacio de Somavia.

Novillo fué derecho a su fonda, conun fuerte dolor de costado. La duquesa hizo encerrar al seminarista,diciéndole previamente con cierto dejo irónico:

—Aquí te estarás a buen recaudo, hasta que comience el curso. Medita,hijo, medita, en quietud y a la sombra, la burrada que ibas a cometer,dejando el servicio de Dios y su pingüe soldada, por el servicio de unacriatura mortal, hija de un zapatero remendón, que ni tú ni ella tenéispara llevaros un mendrugo a la boca.

Don Pedrito, deshecho en amargura, se atrevió a murmurar:

—Pero en el Seminario no querrán admitirme.

«Vaya con el monigote—pensó la duquesa—. Eso no se me había ocurrido amí. ¿Que no te admitirán? Te admitirán, o yo no soy Beatriz Valdedulla.»Avisó que no desenganchasen el coche, y se hizo conducir al palacioepiscopal. Al llegar la duquesa a la portalada, salía el Padre Alesón.«Esos mastuerzos se me han adelantado.»

Se le habían, en efecto, adelantado los Padres dominicos, a cuya Ordenpertenecía el obispo.

—Pero a mí no se me encoge el ombligo—murmuró en voz audible laduquesa, según subía las escaleras, par a par de un familiar de SuIlustrísima, clérigo bisoño y doliente, el cual, oyendo esta expresiónextraña y para él inexplicable, fué víctima de un ataque de turbacióntan intenso, que tropezó en un peldaño y a poco cae de bruces.

«¿Qué habrá pasado aquí? ¿De qué talante encontraré a ese Facundo, tanestrecho, el infeliz, de mollera?»

Angustias, al huir, no atreviéndose a dejar cuenta de sí a Xuantipa, portemor, ni a Belarmino, por amor, había usado de subterfugio y largorodeo, adoctrinada por Felicita. El día de la fuga, Angustias dijo aBelarmino y Xuantipa que cenaría con la solterona y se quedaría en sucasa a dormir, como otras noches. A la mañana siguiente, el PadreAlesón, sin saber cómo ni de dónde, recibía un anónimo, escrito encaracteres que simulaban letra de imprenta. El anónimo era creaciónliteraria de Felicita; pintaba, con recargada sensiblería, los amoresdesgraciados de don Pedrito y Angustias, hasta el instante en que lapasión avasalladora les arrebataba en un torbellino y les impelía alrapto; refería que unos perseguidores desalmados iban a los alcances delos amantes evadidos, con propósito de destruir su felicidad; esbozaba,con trazos al carbón, el cuadro venidero de una doncella sin honor, detodos despreciada, y de un sacerdote indigno, caso que no se lespermitiese casarse; y, por epílogo, suplicaba de los Padre dominicos yde los marqueses de San Madrigal que intercediesen con el obispo, con elcual tenían notorio metimiento, para que obligase al descarriadoseminarista a cumplir como hombre cabal con la chica. Un sacudimientovertiginoso y profundo, a modo de terremoto, recorrió la vasta humanidaddel Padre Alesón.

Angustias era algo de la casa; vivía a la sombra de larobusta Orden dominicana, como las rosas a la sombra de los cipreses, enlos claustros conventuales. Las órdenes religiosas conservan laclausura, ese fuero interno de paz egoísta, muro defensivo, inexpugnablefortaleza; gozaron un tiempo el sagrado derecho de asilo, que era comoel foso exterior de la clausura, universalmente respetado, y no seresignan a reconocer que lo han perdido, que ya no son inviolablescuantos se acogen a su protección y amparo. Para el Padre Alesón notanto había sido raptada Angustias cuanto la Orden de Santo Domingo; y,más señaladamente, los miembros de la residencia pilarense habían sidoviolados y escarnecidos. Se imponía la justa sanción, la reparaciónadecuada, que no podía ser otra sino que don Pedrito perdiera la carreray se casase con Angustias. El voluminoso dominico, con el anónimo demanifiesto, fué a ver a don Restituto y doña Basilisa, que, en susentir, también habían padecido una pequeña violación. Los señores deNeira habían hecho poderosas dádivas a la diócesis, y el obispo lesestaba obligado. De común acuerdo, el matrimonio y el frailedeterminaron pedir al obispo, con humildad, pero con energía, queobligase al seminarista a cumplir la ley de Dios y la ley de loshombres. Hasta la hora de comer, Belarmino y Xuantipa no supieron nadade la fuga. Xuantipa, que se había convertido en una beata rabiosa,venía de pasar tres horas en la iglesia de San Tirso. El Padre Alesónles contó el suceso y les infundió esperanza en el desenlace feliz.Belarmino se llevó las manos al corazón, dobló la cabeza y sollozó.Xuantipa, con alegría diabólica en el semblante, dió libertad a la hielque tenía almacenada:

—La hija del pecado vuelve al pecado, que es su elemento. A mí tanto seme da que se case como que no se case. Es más: digo que Dios no querráque se case.

—Calla, lengua de escorpión—dijo, irritado, el fraile—. ¿De qué teaprovecha la frecuentación del templo?

—Aprovéchame—respondió Xuantipa, descarada—para conocer la justiciade Dios.

—Aviados estaríamos—replicó el fraile—si los fallos divinos seajustasen a tu jurisprudencia.

Esto de la jurisprudencia fué como una losa de plomo que cayese sobre lalengua de Xuantipa.

Por la tarde, el Padre Alesón visitó a Su Ilustrísima. El obispo semostró en todo conforme con el dictamen de su hermano en religión. Elfraile salió radiante. Cuando él salía, la duquesa entraba.

—¿A qué debo el honor de ver a mi señora la duquesa por esta humildecasa?—dijo el obispo, con galantería, haciendo un paso de pavana, quele sentaba muy mal.

—Por lo pronto, que se retire este joven cacoquimio, que no quierotestigos de vista—dijo, nerviosa, la duquesa, señalando al tímido ydoliente familiar.

—Manolín, auséntate. Y ahora, ¿a qué debo en esta humilde casa….?

—Déjate de resabios de fraile y lugares comunes. ¿Qué hablas ahí dehumilde casa, si es una de las mejores de la ciudad?

—Bien, pero la humildad la habita.

—Eso lo veremos bien pronto.

—¿A qué debo la honra…?

—¿Y tú lo preguntas? ¿No lo adivinas? Pues debieras saberlo, puesto queacaba de salir de aquí ese cachalote….

—No sea usted cruel, señora; el pobre Manolín un cachalote….

—No te hagas más tonto de lo que eres; me refiero al Padre Alesón.

—¡Ah!

—¡Ah! Te has quedado boquiabierto. Pues yo vengo a lo mismo que elfraile. ¿Qué habéis hablado?

—Señora, no olvido mi pasado, mi niñez. En lo que yo pueda servirla,como hombre, la serviré. Como pastor, como prelado, cumpliré con mideber, con entera independencia. Si usted me pregunta cosas de mi vida,le responderé; si cosas de mi ministerio, me veré obligado a desairarla,y la culpa no es mía.

—Pide el báculo y dame cuatro palos; ya no te falta más que eso. Pastornaciste y pastor eres, ¿gracias a quién?

—Al duque, su esposo; no lo niego.

—Como pastor te conduces, y todos, al parecer, para ti somos borregos.¿No quieres decirme lo que has hablado con el fraile? Te lo diré yo, quea mí no me duelen prendas, Facundo. Habéis hablado de don Pedrito yAngustias. Queréis casarlos. ¡Qué monstruosidad, qué aberración,qué…—y soltó un ajo mondo, lirondo y sonoro—. Lo que no podrásnegarte es a darme razones.

—Mi señora duquesa: las razones son clarísimas. De una parte, esemancebo ya no está en condiciones de ser un buen sacerdote. De otraparte, una muchacha honesta ha sido seducida, deshonrada, ha perdido suvirginidad, y el que se la arrebató debe devolverle la honra.

—Voy a contestarte por lo último, que es lo que me hace más gracia.¡Qué risa! Hablas de la virginidad como los niños hablan de las hadas ocomo las personas mayores hablan de tesoros escondidos. Tú que eres unsabio naturalista, ¿qué me dices de la virginidad de los insectos? ¿Quéme dices de la virginidad del

draco furibundus

? ¿No se llama así?

—No se trata de insectos, sino de cristianos.

—¡Ay, Facundo! Tú, como vives en las Batuecas, no te has enterado deque el mismo valor tiene la virginidad entre cristianos que entreinsectos.

—¡Ave María Purísima! No desvaríe, señora.

—Afirmas que a esa muchacha le ha sido arrebatada la virginidad. ¿Lojurarías? ¿La has examinado tú, antes del rapto? ¿Has presenciado eldespojo?

—Calle, calle, señora; se lo ruego.

—Qué he de callar…. Me gustan las cosas claras. ¿Es que la verdad teasusta?

La duquesa aguardó. El obispo no supo qué contestar. Comenzaba la dama adominar al prelado. La táctica era la de siempre; aturdirlo,aturullarlo. Fray Facundo miraba a la señora, con pupilas recelosas yenconadas, resuelto a no entregarse.

—¿Quién ha empleado primero esa palabra? ¿Has sido tú o he sido yo? Túhas dicho que a esa chica le había sido arrebatada la virginidad. Y lohas dicho con tanto aplomo y firmeza como si hablases de un timador aquien hubieses visto robando la cartera a un transeunte. ¿Y si resultaseque no hay tal timador ni tal robo, sino dos amigos, y que uno, del todolibre y con la mejor voluntad, le da la cartera al otro? ¿No se te haocurrido esto?

—Se me ha ocurrido, señora, lo que se le habrá ocurrido a toda personapura y religiosa: que se han ido solos un hombre y una mujer, y que, enconsecuencia, el hombre ha deshonrado a la mujer.

—Los que la deshonráis sois vosotros, las personas puras y religiosas.De manera que vuestra pureza se acredita mediante la facilidad con queinventáis actos impuros; vuestra religiosidad se cifra en la aptitudmaliciosa para imaginar el pecado. ¡Qué grosero materialismo! ¡Quécabeza tan atormentadas y lúbricas debéis de tener las personas puras yreligiosas! Parecerá uno de esos reservados que hay en las barracas deferia, con figuras de cera, para hombres solos. De manera que en vuestracabeza no tiene cabida la idea de que un hombre y una mujer viajenjuntos muy limpiamente y muy decorosamente. Ya me libraré de que meacompañes tú en un viaje. ¡Qué horror!… Te estoy viendo como unsátiro….

—Señora duquesa…—suplicó el prelado, casi con lágrimas en los ojos.

—No te atortoles, Facundo. He ido demasiado lejos; pero era en chanza.Ya sé que se te puede dejar impunemente en el serrallo del Gran Turco oen el coro de las once mil vírgenes. Vamos al grano. Quiero concederteque esa chica ha sufrido cierta modificación, y que después del viaje noes la misma que antes del viaje. Pero, ¡hombre de Dios!… Esa es unamodificación insignificante. Si le hubieran cortado el pelo se lenotaría más. Y luego, y es por lo que no paso, a esa ligera modificaciónla llamas deshonra ¡Qué exageración y qué absurdo! Mis antepasadosposeían el derecho de pernada, y aquellas doncellas sobre las cualesejercían el derecho lo tenían a mucha honra. Y tus antepasados, quierodecir los obispos de entonces, sancionaban aquel derecho, sinescandalizarse ni hacer melindres.

Fray Facundo se tapó los oídos y exclamó en un arranque de coraje:

—Con todo respeto,