Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

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Nada importa morir cuando gravitan sobre nosotros el peso del tiempo ylos achaques, cuando se está ya aniquilado a fuerza de vivir. Nadaimporta morir cuando murieron ya sentimientos, ilusiones y esperanzas;cuando los afectos se extinguieron uno a uno, cuando el fuego que ardíaen nuestra alma se convirtió en ceniza... Ya no queda más que elcuerpo... ¿Qué importa que éste tarde más o menos en seguir al espíritusi le abandonó cuanto lo purificaba, si desapareció cuanto le sonreía?Al árbol sólo le queda una raíz incapaz de sostenerle; la existencia estan menguada, que está dispuesta a cesar a la menor sacudida; el frío dela vejez, es precursor del hielo del sepulcro...

Pero morir en plena juventud, ¿qué digo morir? matarse, arrancar de unavez todas las raíces, romper todos los hilos que nos ligan a este mundo,aniquilar todos los sueños de nuestra imaginación, ahogar todo nuestroamor, después de apurar el primer sorbo, abdicar del vigor y de lafuerza que da vida a nuestro cuerpo, renunciar a la felicidad quevislumbramos a través de un horizonte risueño y dilatado, abandonar lavida cuando apenas se ha comenzado a vivir, llevándose consigocreencias, sentimientos, ilusiones y quimeras, eso sí que constituye unsufrimiento espantoso; eso sí que es morir de veras. Así, no es deextrañar que, contra toda reflexión, nuestro instinto se aferré contanta fuerza a la vida; que, contra todo valor, tiemble la mano alempuñar el arma homicida, que, contra todo esfuerzo sobre la voluntad,ésta se resista y a pesar del valor se tenga miedo.

—¡Ah! No es solamente la duda la que inspira a Hamlet sus famosasreflexiones:

—Ser o no ser: he ahí el problema. ¿Qué es más de admirar?

¿Laresignación que de rodillas acata los caprichos de la ciega Fortuna o lafuerza que lucha en el mar proceloso y encuentra el término de sus malesen ese terrible combate con los embravecidos elementos? ¡Morir! Sólodormir, y después... cesar de sufrir, escapar a las tristescontingencias que son propias de la vida. ¡Dormir! Pero al dormir,¡quién sabe! quizá se sueñe...

¡Quizá!... Ese es el misterio... ¿Quéensueños vendrán a poblar el sueño de la tumba cuando en nuestra frenteno resplandezca ya la animación de la vida?

¡La vida! Esta palabra es la esfinge; ella envuelve la duda que noslleva por el camino trillado. ¡Ah! ¿Quién sería capaz de sufrir tantavergüenza, de soportar el insulto del poderoso, el ultraje del orgullo,las desconocidas torturas del amor desdeñado, las artes de la intriga ytantas y tantas vejaciones de que somos objeto a cada paso si paradarnos la paz bastara la aguda punta de un acero bien templado? ¿Quiénno arrojaría su pesado fardo?

¿quién regaría con su llanto y su sudor eltenebroso camino sin las misteriosas sombras que más allá de losumbrales del sepulcro se alzan para acobardarle? ¡Ese mundo ignoto delcual jamás volvió ningún viajero lleno de horror, la voluntad, y haceque el espíritu espantado se detenga prefiriendo el dolor que le abrumaal reposo inseguro de la tumba!... Luego nos arrastra el tiempo, lareflexión debilita nuestro propósito y convirtiéndose el héroe encobarde acabamos por humillarnos, resignándonos a proseguir nuestratriste tarea en esta vida.

¡Ah! No se avergüencen, no se sonrojen aquellos que como Hamlet,conturbado el ánimo y armada la diestra de un puñal lo han acercado milveces a su pecho para apartarlo de él otras tantas: el mismo Dios lesinfundió ese amor innato a la existencia para que no abandonen estemundo que necesita que vivan.

Nunca el soldado lanzándose con sublime arrojo contra el arma enemiga,nunca el mártir al entrar en el circo con santa resignación estuvieronmás dispuestos a morir que Amaury al volver a la casa donde había muertosu amada.

Preparada estaba el arma, escrito el testamento y tomada la fatalresolución de un modo tan firme que el joven fríamente podía pensar enella como sí se tratase de un hecho ya consumado. No se engañaba a símismo; a no haber experimentado la necesidad irresistible de dar elúltimo abrazo al hombre que habría sido un padre para él, no habríatitubeado y con heroica fe se habría levantado la tapa de los sesos.

Pero el tono solemne del doctor, la gravedad de sus palabras, el sagradonombre de Magdalena, le hicieron meditar, y cuando se encontró solo ensu cuarto, permaneció un rato inmóvil, recogido en sí mismo, parecióluego volver a la vida que poco antes quería abandonar tan decidido y alfin, levantándose, púsose a pasear por la estancia, asaltado por laansiedad y las dudas que embargaban su espíritu.

¿No era cosa cruel la vida sin finalidad, sin horizonte, sin esperanzas?¿No era preferible concluir de una vez? El lo juzgaba indudable.

Pero, ¿y si la vida no vuelve a comenzar en la eternidad para elsuicida, si el XIIIº canto de Dante no es un sueño, si los que obraroncon violencia contra sí mismos ( violenti contra loro stessi) como diceel poeta, son en realidad precipitados al antro infernal en donde él losha visto? ¿Y si Dios no quiere que desertemos de las filas del numerosoejército de los que en la tierra sufren y aleja de su augusta presenciaa los réprobos de la vida, y renegados de la humanidad? ¿y si consumandosu propósito debía privarse de ver a Magdalena en la otra vida? Si todoesto era verdad, el señor de Avrigny tenía razón y había que obedecerle.Aun cuando la probabilidad de que todo eso pudiera suceder fuese muyremota, era preferible sufrir mil años de vida y dejar que ladesesperación hiciera el oficio de puñal, fiar en la amargura de laslágrimas más que en la ponzoña del opio, morir al cabo de un año y nomatarse en un instante.

Bien mirado, el resultado era el mismo, porque la pena de Amaury nopodía perdonar; la herida era mortal y la muerte inevitable. Por lotanto, únicamente los medios y el tiempo podían constituir materia dediscusión en aquel caso.

Amaury solía decidirse muy pronto y nunca dilataba la resolución de losasuntos que dependían de su voluntad directamente. Así, al cabo de unahora estaba tan dispuesto a vivir como decidido a morir había estadopoco antes.

Únicamente necesitaba para ello un poco más de energía.

Entonces volvió a sentarse, y se puso a considerar su nueva posición conánimo sereno. Comprendió que por su parte debía acudir en ayuda de supropio pesar huyendo del mundo para abandonarse a su dolor. Para ello notenía, en verdad, que hacer grandes esfuerzos. Aquella noche había vistoél la sociedad dominado por la idea de que iba a separarse de ella parasiempre; pero no haciéndolo así, las frías amistades y los placeres yconsuelos convencionales y falsos que la sociedad podía ofrecerle noeran otra cosa que otros tantos suplicios.

Lo importante, lo que urgía, era verse libre de esas amargascompensaciones que la sociedad ofrece a las penas vulgares. De ese modopodía absorberse en sus ideas, ver tan sólo lo pasado, evocarconstantemente el recuerdo de sus desvanecidas esperanzas y susmarchitas ilusiones, irritando sin cesar su herida para no dejar que secicatrizara y apresurar así la mortal curación apetecida.

Y aun prometíase encontrar amargos goces en estas evocaciones de ladicha perdida, y, contaba con disfrutar cierta dolorosa voluptuosidad alsoñar su imaginación con aquella retrospectiva existencia.

Le bastó sacar de su pecho el ramo, ya marchito, que había lucidoMagdalena en su cintura la fatal noche del baile para que las lágrimasbrotasen de sus ojos a raudales, y aquel llanto, derramado después de lafebril irritación que excitaba sus nervios hacía cuarenta y ocho horas,fue para él tan benéfico como es para la tierra la lluvia después de uncaluroso día de verano.

A él debió el encontrarse al despuntar la aurora tan quebrantado y tanrendido que repitió con la misma convicción que el doctor lo había hechola víspera estas palabras:

—« ¿A qué matarse cuando la muerte viene por sí sola? »

XXXV

Serían las ocho de la mañana cuando José subió a avisar a Amaury que eldoctor le aguardaba en el salón. Bajó el joven en seguida, y al verleentrar el padre de Magdalena se adelantó hacia él con los brazosabiertos, exclamando:

—¡Gracias, hijo mío! Ya confiaba yo en ti y sabía que no me equivocabaal contar con tu valor.

Amaury respondió a esta lisonja con un triste movimiento de cabeza, ysonriéndose con amargura se disponía a replicar cuando entró Antonia,llamada también por su tío.

Reinó en la estancia un silencio que todos parecían temerosos de romper.El doctor hizo por fin una seña a los dos jóvenes para que se sentaseny, colocándose entre ambos les dijo con triste y bondadoso acento:

—Hijos míos, cuando se posee hermosura, juventud y atractivos, se viveen plena primavera, en perspectiva de un tiempo mejor; la existencia esopulenta y muy grata. Sólo la contemplación de los dos seres a quienesmás quiero y en quienes se cifran todos mis amores de este mundo, hacepenetrar un rayo de gozo en mi triste corazón lacerado por la pena... Yasé que soy amado, sé que se me corresponde, pero hay que perdonarme: nopuedo quedarme aquí; necesito vivir solo.

—¿Qué dice, usted? ¿que nos deja? ¡Oh, tío! ¿Cómo puede ser eso?Explíquese—exclamó Antoñita.

—Déjame hablar, hija mía—dijo el señor de Avrigny.—Digo que aquí estála vida representada por Amaury y por ti, y a mí me reclama la muerte.Los dos amores que me quedan en este mundo no pueden compensar el quetengo allá, en el otro. Justo es que nos separemos porque nuestrasmiradas deben dirigirse hacia puntos muy distintos; las de Amaury y lastuyas hacia lo futuro, que aún contiene promesas y esperanzas; las míashacia lo pasado, donde está concentrada mi existencia. Nuestros caminosson muy diferentes, y mi determinación inquebrantable y sorda a todasúplica es la de vivir desde hoy completamente solo, aislado en absolutode la sociedad humana. Parecerá que lo que estoy diciendo es egoísta, ypido perdón por ello; pero no hay otro remedio; no es cosa deentristecer con mi desesperación la juventud floreciente de los doshijos que me restan. Lo mejor que podemos hacer es separarnos y seguircada cual nuestro camino que respectivamente habrá de conducirnos a lavida y a la tumba.

El doctor hizo aquí una breve pausa y luego prosiguió:

—Ahora voy a decir cómo pienso emplear los pocos días que me restan deexistencia. Desde hoy viviré solo con José, mi criado más antiguo, enVille d'Avray. No saldré de casa sino para visitar la tumba deMagdalena, que no tardará también en ser la mía, y no recibiré a nadie,ni a mis mejores amigos, que deben considerarme como muerto desde estedía porque yo no pertenezco ya a este mundo. Únicamente el día primerode cada mes podrán verme dos personas que me contarán sus cosas y aquienes yo explicaré mi estado. ¿Necesitaré decir quiénes son esos dosseres que gozarán de tan exclusivo privilegio?...

—¡Ay! ¿Qué será de mí sin usted, querido tío?—exclamó Antonia, anegadaen lágrimas.—¿Qué voy a hacer yo, sola y abandonada? ¡Pobre de mí!

—¿Cómo puedes imaginar que no haya pensado en ti, hija mía, en ti quesiempre has sido para Magdalena una hermana tan cariñosa y tan adicta?Considerando que Amaury posee una fortuna cuantiosa y más que suficientepara él te lego en mi testamento para después de mi muerte todos misbienes y desde hoy mismo todos los de mi hija.

Antonia hizo un ademán, como queriendo rechazar donación tan generosa.

—No me digas nada—prosiguió el doctor;—de sobra sé que te esindiferente todo esto y que tu noble corazón sólo desea cariño.

Escucha,pues, Antoñita: a ti te conviene casarte, ¿estamos?

Antonia intentó replicar; pero el señor de Avrigny, le impuso silenciocon un gesto.

—¿Serás capaz de negarte a cumplir los sagrados deberes de esposa y demadre sólo por no poder ser útil a tu tío? ¿Qué vas a responder cuandoDios te pida cuenta de tus actos? ¡Tienes que casarte, Antonia! Ycuenta que puedes tener aspiraciones muy altas. Aunque yo viva apartadode la sociedad no dejaré de conservar en ella mi influencia y mis amigosy podré proponerte un buen partido. A propósito: ¿te acuerdas de que elaño pasado el conde de Mengis, uno de mis amigos más antiguos, me pidiópara su hijo único la mano de Magdalena? Yo se la negué, pero a falta demi hija creo que no vacilará en aceptar a mi sobrina que es tan joven,tan rica y tan hermosa como ella. ¿Qué te parece, Antoñita, el vizcondede Mengis? Ya le conoces por haberle visto aquí muchas veces y sabes quees noble, elegante, inteligente e instruido.

El doctor calló, esperando la respuesta de Antonia; pero ésta permaneciómuda, como perpleja y avergonzada, mientras Amaury la miraba emocionado,porque para él también revestía excepcional interés lo que ellacontestase. De sus dos compañeros de dolor, el uno se retiraba parasufrir a solas, y era muy natural que tuviese interés en saber siAntoñita, cuya pena tanto se asemejaba a la suya, abandonaría también asu triste compañero de infortunio y dejándole llorar solo destruiría deltodo lo que aún le recordaba su dichosa infancia, sus amores conMagdalena y su familia de antaño.

Así, al mirar a Antoñita, no podía Amaury disimular su ansiedad. Lajoven vio su mirada y, como si la hubiese comprendido, dijo con voztemblorosa:

—Tío mío, le agradezco en el alma lo que por mí quiere hacer y recibode rodillas sus paternales consejos, tan sagrados para mí; pero déjemetiempo para pensar en ellos. Usted no quiere tener ya la menor relacióncon este mundo y siento que se haya hecho violencia para volver de nuevosu pensamiento a los dos únicos seres que le interesan en la tierra.¡Dios se lo pague, tío!

Sus deseos serán siempre órdenes para mí. No hede oponerme a ellos; sólo le pido una dilación. No quiera usted que mecase vestida de luto; permítame poner un intervalo entre el tiempovenidero que usted vaticina tan dichoso y el pasado que tantas lágrimasme hace derramar. Mientras tanto, ya que le han de servir de molestiamis cuidados, ¡Dios mío! ¡quién habría podido suponerlo! he trazado yami plan y se lo voy a exponer, decidida a llevarlo a la práctica si meda su aprobación. Yo me quedaré aquí entre el recuerdo de Magdalena, delmismo modo que usted se queda a vivir junto al sepulcro. Custodiaré esosrecuerdos a los que rendiré culto resucitando en mi imaginación a cadainstante los días que ya pasaron. Confío en que la señora Braun notendrá inconveniente en hacerme compañía y hablaremos de Magdalena comode una ausente con la cual habremos de reunimos un día. Sólo saldré parair a la iglesia; sólo recibiré a los amigos más antiguos de usted, a losmás adictos, a los que usted mismo me indique; yo seré entre usted yellos un postrer lazo que les permitirá creer que no le han perdido porcompleto. ¡Ah! Esa vida sin ser feliz, porque eso es imposible, aúnpodría ofrecer algunos atractivos para mí... Tío,

¿tiene confianza enmí? ¿me cree usted digna de guardar esos preciosos recuerdos? Si es así,si no le inspiran recelos mi juventud y mi inexperiencia, déjeme elegiresa existencia, única que yo apetezco, única que me conviene.

—Si ésa es tu voluntad, hágase lo que deseas; yo apruebo en todo tuplan—dijo el doctor, enternecido.—Cuida esta casa, que desde hoy estuya, y quédate en ella con todos nuestros criados, que tanto tequieren, y con la señora Braun, que te ayudará a dirigirla, como lohacía en vida de Magdalena. Al comenzar cada trimestre recibirás eldinero que te haga falta, y si necesitas además de mis consejos yasabes, hija mía, que todos los meses he de consagrarte un día. Entre misbuenos amigos, tampoco dejará de haber alguno que a instancias míaspueda servirte de tutor y de guía, reemplazándome a mí cuando yo muera.¿Querrás estar bajo la tutela del conde de Mengis y su esposa, él tanbueno y tan afectuoso como un padre, y ella tan digna y tan cariñosamujer que para ti casi sería una madre? No quiero hablarte de su hijo,porque antes ya eludiste esta cuestión y además actualmente viaja por elextranjero.

—Tío, no es menester que le diga que, cualesquiera que sean laspersonas que me designe...

—Bien; pero sepamos antes si tienes que decirme algo contra las queacabo de citarte.

—¡De ningún modo! Dios es sabedor de que después de usted son las quemás merecen mi cariño.

—Siendo así, no hay más que hablar. El conde y su esposa te protegerány sabrán aconsejarte. Queda, pues, así, hija mía, regulada por elmomento tu existencia. ¿Y tú, Amaury? ¿Qué piensas hacer? ¿Cuál es tuplan?

Al oír esto fue Antonia quien alzó la cabeza aguardando una respuesta deAmaury con la misma ansiedad que éste había aguardado antes la de sucompañera de la infancia.

—Veo, querido tutor—dijo Amaury con voz bastante segura,—que losgrandes sufrimientos se soportan de distinto modo según lostemperamentos. Usted va a vivir junto al sepulcro de Magdalena. Antoniano quiere abandonar la estancia que parece llenar aún con su espíritu.Yo, llevo a Magdalena en mi corazón, y me son por completo indiferenteslos lugares en donde yo pueda estar. La llevaré conmigo a todas partes,porque en mi alma está enterrada y sólo procuraré que el mundo burlón eimpío no profane mi dolor con su contacto. Del mismo modo que ustedes,yo a mi vez quiero estar solo. Cada uno de los tres puede tener por suparte a Magdalena aunque miles de leguas nos separen a unos de otros.

—¿Es decir que te propones viajar?—preguntó el doctor.

—Deseo vivir con mi pena; quiero saborear mi dolor sin que nadie secrea autorizado para ofrecerme consuelo; quiero sufrir libremente, ypuesto que nada me obliga a permanecer en París, donde ya no he de verlea usted más, me iré muy lejos de aquí, a un país en donde todo seaextraño para mí, en donde pueda yo recogerme en mis pensamientos sin quenadie me importune.

—¿Y a dónde se marcha usted?—preguntó Antonia con acento detristeza.—¿A Italia?

—¡Oh! ¡Italia! ¡Italia!—exclamó Amaury estremeciéndose.—

Allí debíamosir ella y yo. ¡No! ¡no! ¡De ningún modo! Italia con su cielo sereno, consu clima templado, con las bellezas que a cada paso puede ofrecer alviajero, constituiría para mi dolor una cruel ironía. ¡Al pensar en quenos disponíamos a ir los dos a ese país encantador y en que ahoradeberíamos estar en Niza!... ¡Oh!

¡Cuán diferente, Dios mío!...

Amaury se interrumpió: los sollozos ahogaron su voz.

Levantose el doctory poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

—Vamos, Amaury; sé hombre.

—¡Amaury! ¡Hermano mío!—dijo Antonia tendiéndole la mano.

Pero el corazón del joven, rebosante ya de hiel, tenía que desbordarse ysu dolor, contenido hasta entonces, hizo explosión de pronto.

El doctor y Antoñita se miraron y dejaron libre curso a aquellaexpansión que no podía menos de proporcionar alivio a Amaury viniendo acalmar en parte su terrible excitación nerviosa.

Cuando el joven pudo hablar, ya algo más tranquilo, después que por suspálidas mejillas corrieron a raudales las lágrimas, dijo:

—Perdónenme ustedes si aumento su dolor con la expansión del mío. ¡Sisupieran lo que sufro!...

El anciano se sonrió con tristeza.

—¡Pobre Amaury!—dijo en voz baja Antoñita.

—Ya estoy sereno—agregó Leoville.—Decía que no me conviene el solardiente de Italia, sino las nieblas invernales del Norte; quierocontemplar una naturaleza triste y desolada como está mi alma; nada mása propósito que Holanda con sus pantanos, el Rhin con sus ruinas,Alemania con su cielo nuboso.

Por eso esta misma noche, con el permisode usted, querido tutor, partiré para Amsterdam y La Haya, de donderegresaré por Colonia e Heidelberg.

Antonia escuchaba con inquieto afán las palabras de Amaury, pronunciadascon singular amargura. El doctor, que al ver terminado el accesonervioso del joven había vuelto a sentarse para quedar abstraído en sustristes pensamientos, cuando aquél cesó de hablar se pasó la mano por lafrente como queriendo apartar de sí la nube que el dolor interponíaentre las ideas que ocupaban su mente y el mundo exterior, y repuso:

—Resumiendo: tú, Amaury, te vas a Alemania llevándote contigo aMagdalena; tú, Antoñita, te quedas en esta casa, en la que ella havivido; yo, me vuelvo a Ville d'Avray, en donde reposa su cuerpo. Perocomo tengo que quedarme aún algunas horas en París para escribir a miamigo el conde de Mengis y dictar algunas disposiciones, si no hay nadamás que hablar, hijos míos, separémonos ahora y a las cinco volveremos areunimos para comer juntos como lo hacíamos antes, en otro tiempo mejor.Después, cada cual se marchará por su lado.

—Hasta la tarde, pues, querido tutor. Adiós, Antoñita—dijo Amaury.

—Hasta la tarde—repitió Antonia.

—Hasta luego, hijos míos.

Amaury salió, el doctor se retiró a su despacho, y Antoñita, no teniendoya que esforzarse para aparecer serena, se dejó caer en una butacasollozando.

XXXVI

Amaury fue puntual. A las cinco en punto, después de haber empleado eldía en hacer refrendar su pasaporte, en recoger algunos fondos de manosde su banquero, en disponer su carroza de viaje para las seis y media deaquella tarde y en llevar a cabo otras varias diligencias, llegó a casadel doctor.

El momento fue terrible cuando al sentarse a la mesa fijaron los tressus ojos en aquel sitio vacío que otro tiempo ocupaba Magdalena.

Amaury estuvo a punto de dejar que estallara de nuevo su dolor, perohaciendo un esfuerzo para dominarse se levantó y cruzando rápidamente elsalón dirigiose al jardín.

Poco después dijo el doctor a su sobrina:

—Antoñita, ve a buscar a tu hermano.

Antonia bajó al jardín. Allí encontró a Amaury sentado en el mismo bancoen que había dado a Magdalena el último beso que fue la causa de sumuerte y mordiendo desesperado el pañuelo como queriendo impedir que seescapasen de su pecho los sollozos que le ahogaban.

—Amaury—dijo la joven tendiéndole la mano que él, emocionado, estrechóen silencio—nos da usted mucha pena a mi tío y a mí.

Leoville, sin contestar, se levantó y dejándose conducir como un niñopor Antonia la siguió, volviendo con ella al comedor.

Sentáronse de nuevo a la mesa, pero Amaury se negó a probar bocado. Eldoctor quiso hacerle tomar una taza de caldo, pero fue inútil su empeño;el joven contestó que le era de todo punto imposible tornar ningúnalimento y volvió a caer en su abstracción.

Tras de las escasas palabras pronunciadas reinó un largo silenciodurante el cual el doctor con la cabeza hundida entre las manos, no veíanada de cuanto pasaba en torno suyo. Mas los dos jóvenes, quizá porqueen sus corazones se encerraba un tesoro de ternura, pensaban al mismotiempo que en la muerta en los dos caros afectos que muy pronto tendríanque abandonar.

Miráronse y debieron leer recíprocamente en sus almas y aun mismo tiempo el sentimiento de pena por la muerta y de dolor por laausencia que sobre ellos se cernía, pues Amaury dijo, rompiendo elsilencio:

—De los tres yo quedaré más abandonado que ninguno.

Ustedes podránverse una vez cada mes, pero yo... ¡triste de mí!... ¿Quién me traeránoticias suyas? ¿Quién les dará a ustedes las mías?

El doctor, como si despertase de un sueño, alzó la cabeza al oír estaqueja del joven y repuso:

—No pienses en escribirme, Amaury, pues te prevengo que no habré deadmitir ninguna carta.

—¡Ya lo están viendo ustedes!—exclamó Leoville.

—Nadie te priva de escribir a Antoñita, ni nadie le prohíbecontestarte. Puedes, pues, dirigirte a ella.

—¿Lo permite usted?—preguntó Amaury, mientras que Antoñita fijaba ensu tío con ansiedad la mirada.

—¿Y por qué razón he de prohibir que dos hermanos se comuniquen sudolor y rieguen una misma tumba con sus lágrimas?

—¿Y usted consiente, Antoñita?—preguntó Amaury.

—Si eso puede proporcionarle algún consuelo...—murmuró la jovenbajando los ojos, mientras sus mejillas se teñían de un vivo rubor.

—¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias, Antoñita! Merced a usted mi partida será, sino menos triste, por lo menos más tranquila.

La comida acabó sin que entre aquellas tres personas que tan oprimidossentían sus corazones se pronunciase una palabra más.

La emoción queembargaba sus almas hacía enmudecer sus labios.

Cuando a las seis y media José entró a anunciar que en el patioaguardaba la silla de posta de Amaury, que acababa de llegar, y la deldoctor, que ya estaba esperando hacía rato, el señor de Avrigny sesonrió; Amaury lanzó un suspiro y Antonia palideció densamente.

Se levantó el anciano, pero ambos jóvenes se abalanzaron hacia él, y alvolver a caer en su sillón, agobiado por el pesar y hondamenteconmovido, se encontró con que los dos estaban a su lado arrodillados.

—Abráceme usted, querido tutor—exclamó Amaury.

—Deme usted su bendición, tío mío—suplicó Antonia.

El doctor, con los ojos arrasados en lágrimas, los estrechó en susbrazos y exclamó elevando los ojos al cielo:

—¡Oh, mis dos últimos amores en la tierra!... ¡Dios mío! ¡Haz que seanfelices y gocen tranquilidad; sí, que vivan tranquilos en este mundo, yalcancen la dicha eterna en el otro!

Les besó la frente. Uniéronse las manos de los jóvenes, y ambos seestremecieron, mirándose conmovidos y con la turbación de su ánimoreflejada en el semblante.

—Dale un beso, Amaury—dijo el doctor, acercando a los labios del jovenla frente de Antoñita.

—¡Adiós, Antoñita!

—¡Adiós, Amaury! ¡Hasta la vista!

Despidiéronse con temblorosa voz, ahogada por la emoción.

El doctor, que en aquella ocasión era entre los tres el más dueño de símismo, se levantó para poner término al dolor de aquella separación quedesgarraba su alma. Ellos hicieron lo propio y después de contemplarseen silencio estrecháronse por última vez la mano, mientras el doctordecía:

—¡Ea! ¡en marcha, Amaury! ¡Adiós!

—En marcha—repitió Amaury de un modo maquinal.—No se olvide deescribirme, Antoñita. ¿Lo hará usted así?

La joven no se sintió con fuerzas para contestar ni para seguirles. Losdos se despidieron de ella con un ademán y salieron precipitadamente.

Pero, merced a una extraña reacción, Antoñita, tan pronto como ellosdesaparecieron recobró toda su energía y corriendo a la ventana de laestancia que daba al patio la abrió. Aun pudo ver que se abrazaban denuevo y cambiaban algunas palabras que ella logró adivinar más bien queoyó.

—¡A Ville d'Avray, a reunirme con mi hija!—decía el doctor.

—¡A Alemania, llevándome a mi amada!—respondía Amaury.

—¡Y yo—exclamó Antonia,—aquí en esta casa desierta me quedo con mihermana... y con el remordimiento de mi amor!—

agregó separándose de laventana para no ver la partida de los coches y con la mano puesta sobreel corazón como queriendo amortiguar sus latidos.

XXXVII

AMAURY A ANTONIA

«Lille, 16 de septiembre.

»Por una casualidad, querida Antoñita, me veo precisado a detenerme enLille unas cuantas