Amaury by Alexandre Dumas - HTML preview

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»Cuando llegaba al límite de éste, casi yo no oía el piano, y únicamentellegaban a mis oídos las notas más agudas bastante amortiguadas por ladistancia. Después, al regresar, entraba de nuevo en el círculoarmonioso, del cual volvían a alejarme mis paseos en dirección opuesta.

»A todo esto iba cerrando la noche.

»Súbitamente cesó de oírse el piano. Yo sonreí, adivinando la causa deello: Amaury acababa de llegar.

»Entonces volví al salón, pero por otro camino; por una senda oscura, alo largo del muro.

»En ella encontré a Antoñita, que estaba sentada en un banco, sola y muypensativa. Dos días hacía que tenía el propósito de hablarla, y juzgandoel momento favorable, me detuve ante ella.

»¡Pobre Antonia! Había creído yo que en cierto modo iba a ser un estorbopara la feliz existencia que pensábamos pasar; que los sentimientos másíntimos no debían ser manifestados entre testigos y por lo tanto,juzgaba muy conveniente que ella no viniese con nosotros.

»Pero tampoco podía yo dejar aquí sola a la pobre criatura.

Queríasepararme de ella; mas dejándola disfrutando también de una dichaanáloga a la nuestra. El cariño que yo siento hacia ella y el queprofesé a mi hermana, me obligaban a obrar así.

»Cuando me vio, alzó la vista y me dijo sonriendo:

»—Ya ve usted cómo no me engañaba cuando le dije que la felicidad deellos le haría dichoso.

»—Sí, hija mía, pero eso no es bastante; has de serlo tú también.

»—¿Yo? ¡Si ya lo soy! ¿Me falta algo, por ventura? Usted me quiere comoun padre; Magdalena y Amaury me quieren como una hermana: ¿qué más puedodesear?

»—Una persona que te quiera como esposa, Antoñita; y ya me parece quehe encontrado esa persona.

»—¡Tío!—exclamó Antoñita con acento que parecía suplicarle que noprosiguiese.

»—Escúchame, querida sobrina, y ya responderás luego.

»—Hable usted, tío.

»—¿Conoces a Julio Raymond?

»—¿Quién? ¿Ese joven que es procurador de usted?

»—Sí, el mismo. ¿Qué te parece?

»—Me parece muy simpático... aun cuando procurador.

»—¡Vaya! déjate de bromas. ¿Te repugnaría ese joven?

»—Para que a una mujer le cause repugnancia un hombre, tiene que amara otro, y como yo no me encuentro en ese caso, todos me son igualmenteindiferentes.

»—Pues bien, Antoñita: sabe que ayer vino Julio a verme; si tú no hasfijado en él tus ojos, él en cambio pronto ha puesto en ti los suyos...Te advierto, que es un hombre destinado a tener gran porvenir; ya se halabrado por sí mismo una fortuna, y quiere compartirla contigo. Por lopronto comienza por dotarte en doscientos mil francos...

»—Mire usted, tío—repuso Antonia interrumpiéndole,—todo eso que ustedme dice, no deja de ser, y así lo reconozco, muy noble, y muy hermoso yyo no puedo menos de darle por ello las gracias más cumplidas. No negaréque Julio es entre los hombres de su clase, una excepción muy digna deestima; pero ya le he dicho a usted en más de una ocasión, que no tengootro deseo que quedarme a su lado, viviendo en su compañía, mientrasusted lo permita. Ni concibo ni quiero otra felicidad, y si usted nodispone otra cosa, ésa es la que yo elijo.

»Traté de insistir, queriendo convencerla de las ventajas que leaportaba ese enlace. Yo le proponía un joven rico, y considerado; mivida no podía ser muy larga; ¿qué sería de ella, cuando le faltasen miapoyo y mi cariño?

»Me escuchó con calma, que revelaba su resolución, y cuando hubeterminado, me contestó:

»—Tío, yo le debo a usted obediencia como se la debía a mis padres, yaque al morir éstos me confiaron a usted. Ordene, pues, y me apresuraré aobedecerle; pero no intente convencerme, porque mi situación de ánimo estal, que mientras sea dueña de mi voluntad no aceptaré partido alguno,así se trate de un millonario o de un príncipe.

»Tan gran firmeza revelaban su voz, sus ademanes y hasta sus menoresgestos, que el insistir yo, habría significado tanto como quererconvertir la persuasión en mandato. Así, pues, díjele que podía disponerlibremente de su mano, le dí cuenta de los planes que iba a exponer amis hijos, y le anuncié que vendría con nosotros, al oír lo cual movióla cabeza y me respondió que quedaba muy agradecida a mi buenaintención, pero que no podía aceptar mi oferta. Protesté yo, y entoncesella repuso:

»—Oiga usted, tío. Dios, que manda en los destinos del mundo, hadispuesto para unos la felicidad, y para otros la desdicha. Mi suerte esla soledad. De muy joven he perdido ya mis padres. La animación y elruido de un largo viaje, y el variado espectáculo de pueblos y paisajesno me convienen a mí.

Me quedaré aquí en París, y acompañada de nuestraaya, esperaré el regreso de ustedes. Sólo dejaré mi aposento para ir amisa, o para salir a dar un paseo por la noche a este jardín, y cuandoustedes vuelvan me encontrarán donde me han dejado, y yo les recibirécon la misma calma en mi corazón, e igual sonrisa en mis labios; lo cualno podría ser si usted se empeñara en introducir en mi existencia elcambio de lo que me hablaba, que la convertiría en cosa muy distinta delo que debe ser.

»No quise insistir más; pero hube de preguntarme qué era lo que podríaimpulsar a Antoñita a convertirse en religiosa cambiando en celda lahabitación de una joven como ella, hermosa, gentil, llena de gracia yque poseía un dote de doscientos mil francos.

»Mas, ¿para qué había de entretenerme en buscar la razón de taninexplicables caprichos, y en apiadarme de Antonia, en vez de ir alsalón directamente?

»No sé cuánto tiempo habría estado yo allí contemplando a mi sobrina, esdecir a mi segunda hija, a no haber sido porque ella algo confusa quizápor mis miradas y queriendo esquivar mis futuras preguntas, me pidiópermiso para retirarse a su aposento.

»—No, hija mía, no—le dije;—yo soy quien se retira. Tú puedes tomarel fresco sin cuidado. ¡Ojalá pudiera Magdalena hacer lo mismo!

»—Tío—repuso Antoñita levantándose,—le juro por las estrellas quetachonan el cielo y por la luna que nos alumbra con su suave resplandor,que si me fuese factible el dar mi salud a Magdalena, se la daría contoda mi voluntad. ¿No sería mejor que el peligro en que se encuentra, locorriese una triste huérfana como yo, que no ella rodeada de riquezas yde afecto?

»Abracé a Antoñita, que había pronunciado estas palabras en un tono desinceridad que no dejaba lugar a la más leve sombra de duda; y mientrasella volvía a tomar asiento en su banco, yo me dirigí hacia laescalinata para subir al salón.

XIV

»Al poner el pie en la primera grada, oí la voz de Magdalena, suave comoel cántico de un ángel, y esto vino a disipar mi tristeza.Instintivamente me detuve para escuchar embelesado, sin parar mientesen lo que pudiera hablar: pero algunas palabras que llegarondistintamente a mis oídos lograron excitar mi curiosidad, y entonces yano me contenté con oír, sino que quise escuchar y enterarme de laconversación que arriba se sostenía.

»Detrás de la cortina, que para interceptar el aire de la noche, habíasido corrida ante la ventana que da al jardín, abierta a la sazón, veíayo la sombra de sus dos cabezas, inclinada y muy juntas.

»Como si temieran ser oídos, hablaban en voz baja. Yo les escuchéinmóvil, petrificado, reteniendo el aliento y con el pecho oprimido,pues sus palabras caían sobre mi corazón como gotas de agua helada.

»—Voy a ser feliz, Magdalena—decía Amaury.—Todos los días podré vertu adorable cabeza encerrada en el marco que mejor le sienta: el clarocielo de Nápoles y Sorrento.

»—Sí, Amaury—contestaba Magdalena.—Y yo podré decir como Mignon: ¡Qué hermoso es el país en que florece el naranjo! Pero tu amor, querefleja el paraíso, es para mí aún más hermoso.

»—¡Ay!—suspiró Amaury.

»—¿Qué te pasa?—le preguntó Magdalena.

»—¿Por qué la dicha va siempre acompañada de una sombra que por muyleve que sea, lleva, la inquietud consigo?

»—¿Qué quieren decir con eso? ¡Explícate!

»—Quiero decir que para nosotros sería Italia un edén en donde yorepetiría contigo las palabras de Mignon: Sí, aquí debemos amar; aquídebemos vivir, a no ser por una cosa que llenará de turbación nuestra,existencia e infundirá tristeza a nuestro cariño.

»—¿Qué cosa es esa?

»—No oso decírtela, Magdalena.

»—Pues, quiero que me la digas. Habla.

»—Es que creo que para ser completamente dichosos, deberíamos estarsolos los dos; creo que el amor es una flor delicada y pura, que con lapresencia de un tercero se agosta y se marchita, y que para vivirconfundidos en una sola alma y en un solo pensamiento no deberíamos sertres...

»—¿Qué quieres decir, Amaury?

»—¿No me comprendes, Magdalena?...

»—¿Lo dices porque nos acompaña mi padre? ¿No consideras que sería unaingratitud dejarle sospechar, siendo como es el autor de nuestra dicha,que ésta no es completa por impedirlo su presencia? Considera que mipadre no es una persona extraña; no es un tercero, no; nos ama tanto ati como a mí, y en la misma moneda debemos los dos pagarle.

»—Está bien, Magdalena—dijo Amaury fríamente.—Puesto que disentimosen ese punto, no hablemos más de ello; olvida mis palabras, y haztecuenta que no te he dicho nada.

»—¿Te

has

enojado,

Amaury?—repuso

con

viveza

Magdalena.—Perdóname site he puesto de mal humor. ¿No sabes acaso que el amor filial es muydiferente del que se tiene al marido?

»—Ya lo sé; pero el amor de un padre no es celoso ni absorbente como eldel esposo; lo que para él es una costumbre es para mi necesidad. LaBiblia, que es el gran libro de la humanidad, dijo ya hace veinticincosiglos: Dejarás a tus padres para»seguir a tu esposo.

»Tentaciones me dieron de interrumpirles, gritando:

»—También la Biblia dijo a propósito de Raquel: ¡No quiso que laconsolasen, porque sus hijos habían dejado de existir!

»Yo estaba como clavado en el suelo, saboreando la triste satisfacciónde oír la defensa que de mí hacía mi hija, por más que a mi juicioaquello no bastaba, pues habría preferido oírla declarar a Amaury, quetenía necesidad de mí, como yo de ella, y aún confiaba en que llegaría,a hacerlo; pero lejos de eso contestó:

»—Tal vez estés en lo cierto; pero no podemos evitar que nos acompañesin causarle una gran pena, y debemos considerar que, si alguna vezpuede ser un estorbo para la expansión de nuestro cariño, en cambiootras completará nuestros recuerdos y nuestras impresiones.

»—No lo creas, Magdalena. Tienes que desengañarte. Cuando estemos enpresencia de tu padre, ¿crees que podré expresarte como ahora mi pasión?Cuando nos paseemos los tres juntos bajo los floridos naranjos de quehablábamos hace un momento, o a orillas del mar límpido y sereno, ¿crees que podré rodear con mi brazo tu cintura, o imprimir en tus labiosun beso apasionado?

»¿No menguará él con su gravedad nuestro júbilo? ¿Acaso su edad ledejará comprender nuestras locuras? Ya verás cómo su severidad habitualenvolverá en su sombra toda nuestra alegría, mientras que si los dos nosencontrásemos solos, ¡cuántas cosas nos diríamos! y ¡ cuántocallaríamos!»Pero con tu padre nunca tendremos libertad; habremos decallar, cuando queramos hablar y habremos de hablar cuando más deseostengamos de callar.

Con él habrá que hablar siempre, y siempre de losmismos asuntos; no habrá que pensar en aventuras ni en excursionesarriesgadas, ni en nada que nos reserve ignotos atractivos; siempreiremos por el camino trillado, siempre sujetos a la regla y a lasconveniencias. No sé si sé expresarme, Magdalena; hacia tu padre sientoa un tiempo gratitud, respeto y cariño acendrado; pero has de convenirconmigo en que un compañero de viaje, debe inspirar otro sentimiento queel de la veneración.

No

hay

cosa

más

incómoda

en

semejantescircunstancias que las reverencias del respeto. A ti, con tu amor filialy tu virginal castidad, no se te había ocurrido pensar nunca en esto, yahora piensas en ello por primera vez, según me revela tu rostromeditabundo. Cuanto más medites acerca de esta cuestión, más claramenteverás que estoy en lo cierto, y que cuando viajan tres juntos siemprehay por lo menos dos que se aburren.

»Yo aguardaba con angustia la respuesta de mi hija que no se hizoesperar. Después de cortos instantes de silencio, dijo:

»—Y aun cuando yo pensase como tú, ¿qué íbamos a hacerle?

Todo está yapreparado para ese viaje; de modo que aunque tuvieras razón ya no habríatiempo. Por otra parte, ¿quién se atrevería a decirle a mi padre que espara nosotros un estorbo?

¿Lo harías tú? Yo, jamás.

»—Bien lo sé; precisamente por eso me desespero. Ya que tu padre poseeuna gran inteligencia y una sutil penetración que le permite leer afondo en lo más recóndito de nuestra naturaleza, bien podría tener igualprivilegio respecto a nuestra mente y no caer en esa cargante maníasenil, propia de todo anciano, de querer imponerse a los jóvenes a todacosta. No quisiera agraviarle al acusarle; pero no es posibledesconocer que se obedecen lamentablemente los padres que, no sabiendoadivinar los sentimientos de sus hijos ni contando con su edad, seempeñan en someterlos a los gustos y caprichos de la de ellos.

Ya ves;nosotros tenemos en perspectiva un viaje que habría podido ser deliciosoy que por una falta...

»—¡Calla!—exclamó Magdalena.—¡Calla! No soy dueña de enfadarme poresas exigencias que después de todo nacen de tu mismo amor; pero...

»—¿Qué? Las crees fuera de razón en absoluto, ¿verdad?—

repuso Amauryen tono ligeramente irónico.

»—No digo tanto... Mas hablemos bajo, porque tengo miedo hasta de oírmi propia voz. Lo que ahora te diré creo que es una impiedad manifiesta.

»Y Magdalena bajó la voz, en efecto, para decir:

»—Oye, Amaury; lejos de creer que tus exigencias son insensatas, piensotambién como tú, y si no te he dicho nada, es porque no tenía valor paraconfesarme a mí misma una cosa semejante. Pero tanto te suplicaré ytanto habré de repetirte que te quiero, que al fin tendrás que haceralgo por mí. No tendrás más remedio que resignarte como me resigno yotambién.

»Me fue imposible oír más. Las últimas palabras hirieron mi corazón,como pudiera hacerlo la punta aguda y fría de un puñal, y no puderesistir aquella situación.

»Comprendía entonces cuán ciego y egoísta había sido. Yo, que habíavisto que Antoñita me estorbaba, no me había dado cuenta de que yo aellos les estorbaba a mi vez.

»Afortunadamente la reacción fue tan rápida, como el golpe.

Consemblante tranquilo y disimulando mi tristeza, subí la escalinata ypenetré al salón.

»Al verme, se levantaron los dos. Besé a mi hija en la frente, yestreché la mano a Amaury.

»—¡Hijos míos! Soy portador de una nueva bastante desagradable—lesdije.

»Aun cuando mi acento debía revelarles que no se trataba de unadesgracia muy grande, sobre todo para ellos, vi que ambos temblaban.

»—Sí, hijos míos, sí, me veo obligado a renunciar a mi sueño dorado,que consistía en hacer el viaje los tres juntos. Yo me quedaré aquí,porque el rey se niega a concederme el permiso que yo le había pedido,dignándose decirme que le soy útil y hasta indispensable, y rogándome,por lo tanto, que me quede.

¿Qué podía responder yo? El ruego de un reyes una orden para el vasallo.

»—Es usted muy malo, papá—dijo Magdalena,—puesto que prefiere agradaral rey a darle gusto a su hija.

»—¡Qué vamos a hacerle, querido tutor! No hay más remedio que bajar lacabeza ante una imposición de esa índole—dijo a su vez Amaury, sinpoder ocultar su gozo bajo la apariencia de la pena.—Aun cuando ustedesté lejos de nosotros, siempre pensaremos en usted, y lo tendremospresente.

»Intentaron darle vueltas a este tema; pero yo imprimía a laconversación otro giro; me apenaba mucho su inocente hipocresía.

»Comuniqué a Amaury lo que tenía que decirle; mi misión diplomáticaobtenida para él, y la idea de hacer que este viaje de recreo fuese deprovechosa utilidad a su carrera.

»Me pareció que quedaba muy agradecido a mis gestiones; pero, a decirverdad, lo que entonces le absorbía por completo era su amor y no otracosa. Al retirarse le acompañó Magdalena hasta la puerta, y porcasualidad no se fijó en que a la sazón estaba yo detrás de ésta.

»—¿Verdad—le dijo,—que los acontecimientos parece que adivinannuestros deseos y se adelantan a ellos?... ¿Qué piensas de todo esto?

»—Pienso que no habíamos contado con la ambición y que los quecalumnian a esa debilidad humana hacen muy mal en ello...

¡Cuántosdefectos hay que a veces son más beneficiosos que las propias virtudes!

»Así, creerá mi hija que me quedo en París por ambición.

»¡Todo sea por Dios! Quizás esto sea lo mejor.»

XV

En los días sucesivos nada vino ya a turbar la alegría de los novios, ydurante una semana pudo verse asomar a todos los labios la sonrisa, sinque la menor sombra flotase en el ambiente ni pudiese vislumbrarse queentre los cuatro corazones reunidos allí había dos amargados por la penaque allá en la soledad hacía a sus semblantes recobrar la tristeexpresión oculta bajo la ficción del disimulo.

Cierto es que el padre de Magdalena tan alarmado como antes por elestado de su hija, no la perdía de vista en los contados momentos quepasaba en casa.

Desde que había quedado acordado su casamiento, Magdalena estaba ajuicio de todos más robusta que nunca; pero los ojos del médico y delpadre alcanzaban a ver en ella síntomas de dolencia física y moral quea todas horas se manifestaban claramente.

No podía negarse que las mejillas, generalmente pálidas de Magdalena,habían recobrado el color de la salud; pero este color, sobrado vivoquizá, se concentraba demasiado en los pómulos, dejando el resto delsemblante envuelto en una palidez que dejaba trasparentarse una red deazuladas venas casi imperceptibles en otra persona cualquiera y quemarcaba una huella sensible en el cutis de la joven.

El fuego de la juventud y del amor brillaba en sus ojos, pero en susfulgores, el doctor sabía advertir a veces algún que otro relámpago defiebre.

Pasábase el día saltando por el salón o corriendo locamente por eljardín, como la muchacha más animada y robusta; pero, por la mañanaantes de llegar Amaury y por la noche cuando éste se marchaba, parecíaextinguirse todo el ardor juvenil que sólo la presencia de su novioparecía reanimar, y su débil cuerpo, libre de toda traba femenina,doblábase como una caña y necesitaba apoyo, no ya para andar, sino hastapara permanecer en reposo.

Su propio carácter, suave y benévolo de ordinario, parecía haber sufridorecientemente, aunque respecto a una sola persona, ciertasmodificaciones. Si aparentemente Antonia, a quien Magdalena habíaconsiderado como hermana suya desde que su padre la había prohijado dosaños antes, seguía siendo la misma para la hija del doctor, ésta, a losojos escrutadores de su padre que era observador profundo, habíacambiado mucho para con su prima.

Siempre que la graciosa morenita, con su cabellera negra como el ébano,sus ojos rebosantes de vida, sus labios purpurinos y su aire de vigorosay alegre juventud entraba en el salón, dominaba a Magdalena unsentimiento instintivo de pesar que habría tenido semejanza con laenvidia, si su corazón angelical hubiera sido capaz de abrigar talsentimiento; y esa desnaturalizaba en su ánimo todos los actos de suprima.

Cuando Antonia se quedaba en su cuarto y Amaury preguntaba por ella,bastaba aquella simple muestra de interés debido a la amistad paraprovocar una respuesta agria y desabrida.

Cuando Antonia estaba presente y a Amaury se le ocurría mirarla, poníalemala cara Magdalena, y le hacía bajar con ella al jardín.

Cundo estaba en él Antonia y Amaury, ignorante de ello, proponía a sunovia bajar a dar un paseo, siempre encontraba Magdalena un pretextopara no abandonar el salón, ya brillase un sol abrasador, ya reinase unavivificadora brisa.

En suma, Magdalena tan encantadora, tan graciosa, tan amable para todos,cometía en menoscabo de su prima todas esas faltas que un niño mimadosuele cometer con cualquier otro niño que le estorba o molesta.

Cierto es que Antonia por propio instinto y conceptuando como cosa muynatural el proceder de su prima, aparentaba no dar ninguna importancia aaquellos actos que tiempo atrás habrían herido tanto su corazón como suorgullo; antes bien, parecía que las faltas de Magdalena le inspirabancompasión.

Siendo

ella

quien

debía

perdonar

parecía

que

era

quienimploraba perdón, por culpas imaginarias. Todos los días antes de llegarAmaury y después de partir éste, se acercaba a su prima, y entonces,como si Magdalena se hubiese dado cuenta de su injusticia le estrechabala mano con efusión, o se colgaba de su cuello deshecha en llanto.

¿Habría entre sus dos corazones alguna misteriosa comunicacióndesconocida para todos?

Siempre que el doctor trataba de excusar a Magdalena, Antoñita sonriendohacíale callar en el acto.

Acercábase ya a todo esto la noche del baile. El día anterior las dosjóvenes hablaron mucho de los trajes que habían de lucir, y con asombrode Amaury, Magdalena pareció preocuparse bastante menos del suyo que delde su prima. Quiso proponer Antonia que vistiesen iguales, según sucostumbre, es decir, un vestido de tul blanco con transparente de raso;pero empeñose Magdalena en que el color que mejor sentaba a Antonia erael de rosa, y la interesada aceptó en el acto el parecer de su prima, novolviendo a hablarse ya del asunto. Al otro día, fijado para la solemnefiesta en que el doctor debía hacer pública entre sus convidados ladicha de sus hijos, Amaury no se separó apenas de Magdalena mientrasésta preparaba su tocado con visible agitación y cuidado singular, sobretodo para Amaury, que conocía la natural sencillez de la hija deldoctor. ¿A qué obedecía aquella prolijidad y aquel deseo de agradar?¿Olvidaba acaso que para él siempre sería la más hermosa de todas?

El joven dejó a Magdalena a las cinco para volver a las siete.

Queríaque antes de llegar los convidados y de verse obligada Magdalena aatender a unos y a otros le dedicase a él por lo menos una hora; queríacontemplarla a su placer y hablarla, en voz muy queda sin que nadietuviera que escandalizarse de ello.

Al entrar Amaury no le quedaba a la joven por hacer otra cosa queceñirse una corona de camelias de nívea blancura que preparada teníasobre la mesa; pero, se quejaba de no estar bien vestida. Su palidezasustó a Amaury. Habiendo sufrido durante el día múltiples desazones queacabaron con sus fuerzas, sólo se sostenía gracias a una violentareacción moral y a la energía que le prestaban los nervios.

No recibió a Amaury con su sonrisa acostumbrada; lejos de ello, se leescapó, al verle entrar, un movimiento de despecho, y le dijo:

—De seguro esta noche te pareceré muy fea ¿verdad? Hay días horriblesen los que no hago cosa derecha, y hoy es uno de esos. Luzco un peinadorisible y un vestido muy mal hecho: en fin, parezco un espantajo.

La costurera que la ayudaba hacía vivas protestas, sin salir de suasombro.

—¿Tú, un espantajo?—exclamó Leoville.—¡Calla! ¡calla! Yo te aseguroque el peinado te sienta a las mil maravillas, que el traje eselegantísimo y que tú eres tan hermosa como un ángel.

—Pues entonces la culpa no es de la modista ni del peluquero, sinoexclusivamente mía. ¡Dios de bondad! ¿Cómo haces, Amaury, para tener ungusto tan detestable como el de quererme a mí?

Acercósele Amaury y quiso besar su mano; pero Magdalena fingió noadvertir su ademán a pesar de haber delante un espejo y señalándole a lacosturera una arruga casi invisible del corpino, dijo:

—Hay que quitarla en seguida, porque, si no, tiro en el acto este trajey me visto con el primero que encuentre a mano.

—No se enfade, señorita; esto es obra de un instante; pero, eso sí,tiene que quitárselo.

—Ya lo estás oyendo, Amaury; tienes que dejarnos solas. No quieropresentarme con este pliegue que me afea horriblemente.

—¿Y prefieres que te deje, Magdalena? En fin, hágase tu voluntad. Ya teobedezco: no quiero que se me acuse de un crimen de lesa belleza.

Y Amaury se retiró a la habitación contigua, sin que Magdalena, ocupadareal o aparentemente en el arreglo del vestido, tratase de detenerle.Como aquella compostura no debía durar mucho, Leoville echó mano a unarevista que encontró sobre la mesa y se puso a hojearla por puroentretenimiento.

Mientras su mirada recorría las líneas impresas, suespíritu estaba ausente, preso en la vecina estancia, de la cualsolamente le separaba una puerta; así, pues, escuchaba las frases conque Magdalena seguía expresando su indignación contra el peluquero y lasreprensiones que dirigía a la costurera, y hasta oía cómo su impacientepiececito golpeaba el pavimento del tocador.

De pronto se abrió la puerta situada frente a esta pieza y apareció laprima de Magdalena. Siguiendo el consejo de ésta se había puestoAntoñita un sencillo traje de crespón rosado sin adornos ni flores, y noostentaba ni aun la más insignificante joya: no podía estar vestida conmás sencillez ni ver realzada de un modo más adorable su bellezahechicera.

—¡Cómo!—exclamó la joven al ver a Leoville.—¿Estaba usted ahí? No losabía yo.

E hizo ademán de retirarse acto seguido.

—¡No se vaya usted!—dijo Amaury con viveza.—Déjeme siquiera que lafelicite; esta noche está usted encantadora.

—¡Chist!—repuso Antonia en voz muy baja.—No diga usted esas cosas.

—¿Con

quién

estás

hablando,

Amaury?—preguntó

Magdalena, apareciendoentonces en la puerta, arrebujada en un amplio chal de cachemira ylanzando una rápida mirada a su prima, que dio un paso pretendiendoretirarse.

—Ya lo estás viendo, Magdalena: hablo con Antoñita, y estabafelicitándola por su elegancia.

—Tan sinceramente como acababas de felicitarme a mi, de seguro. Más tevaldría, Antoñita, venir a ayudarme que no escuchar sus falaceslisonjas.

—¡Si acababa de entrar en este mismo instante! A haber sabido que menecesitabas habría venido mucho antes.

—¡Calle! ¿