Amar es Vencer by Madame P. Caro - HTML preview

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Elena al Padre Jalavieux.

Septiembre.

Me pregunta usted, señor cura, si tengo amigas y cómo son...

Todavía nohe encontrado ninguna a mi gusto.

Tengo, sin embargo, por vecina a una joven muy guapa, inteligente yartista. La veo con frecuencia, casi todos los días, desde que vivimosen la «Villa Sol». Viene a buscarme, sola o acompañada, para que demosun paseo por los bosques, y creo que la aburro, mientras que ella meintimida, lo que hace que apenas cambiemos palabras y menos aúnpensamientos.

Encuentra que soy ignorante, lo que es mucha verdad, y quetengo un entendimiento estrecho y limitado, lo que podrá ser cierto sinque yo me dé cuenta de ello. Naturalmente, no me lo dice así en mi cara,porque es muy fina; pero en varias ocasiones en que no se tratabadirectamente de mí, le he oído expresarse duramente contra las personasdemasiado devotas y cuyas prácticas diarias empequeñecen la religión.Sabe usted, sin embargo, señor cura, con cuánta facilidad se cae en laindiferencia cuando se descuida el rezar todos los días. Dios se vuelveentonces como extraño, no se oye ya su voz en el fondo de la conciencia,no se sabe lo que nos manda ni lo que nos prohíbe y, en ese silencio dela voz interior, se flota al azar del humor y de las circunstancias.

Hace un momento, Luciana, así se llama, me ha preguntado de repente,después de andar juntas un gran rato sin decir palabra, si no sentía aDios presente en el aire puro y libre de los campos, en las frescasenramadas del bosque, en el brillo chispeante del sol y hasta en ladelicada pequeñez de los musgos y de las flores lo mismo que en laiglesia.

Le respondí que, en efecto, nada me hace más sensible la presencia deDios que las inocentes bellezas de la Naturaleza.

—Entonces, ¿por qué le gusta a usted tanto ir a las iglesias?

—Porque allí es donde se realizan los misterios.

Me miró con una especie de asombro y no insistió.

Luciana es creyente, tiene el alma religiosa y habla noblemente de Diosy de las cosas divinas, que ella saborea como artista, más sensible,acaso, al sentimiento un poco vago de lo divino que a una fe precisa ydeterminada. Piensa que los dogmas estorban al impulso del alma haciaDios, cuando, por el contrario, son para ella un punto de apoyo sólidoque nos impide extraviarnos del camino recto; y porque así se lo digo meencuentra el entendimiento estrecho y limitado. Siento cernerse sudesdén sobre mi cabeza y esto me produce una timidez que me cuestatrabajo dominar.

Su madre, la señora Grevillois, es una persona dulce, siempre cansada ysin aliento. Es muy piadosa, pero no del mismo modo que su hija, a laque sólo el respeto impide juzgar a su madre como a mí. Esta excelentepersona pasa los días enteros sentada en una butaca junto a la ventana,con un bastidor de tapicería en las rodillas, y, casi sin levantar losojos, clava la aguja en el cañamazo con una regularidad apacible ymecánica que da sueño. Es viuda, no tiene fortuna y creo que trabajapara ganar dinero. De todas las mujeres que me rodean, ella es la que meinspira más simpatía. Es la única que no se ríe con los chistes delseñor Kisseler, un escultor amigo de mi padre, cuyo ingenio hace graciaa todo el mundo. Este señor me disgusta y me parece grosero, acasoporque no le comprendo, pues da a las palabras más sencillas, enapariencia, un sentido particular que hace reír a los hombres yruborizarse a las señoras, sin perjuicio de reírse también. La deGrevillois permanece seria y con una expresión de placidez, como si nooyera lo que se dice. A la Marquesa de Oreve, por el contrario, ledivierten extraordinariamente las ocurrencias del señor Kisseler y, siestá callado, lo que es raro, no deja de incitarlo: «Kisseler estátriste esta noche... Se conoce que no le inspiramos.»

Y esto basta para inflamar la pólvora. Mi padre dice muchas veces a lade Oreve:

—No lo provoque usted, señora, porque tenemos aquí muchachas estanoche.

Pero ella responde tranquilamente:

—No se apure usted; hay gracias de estado para las jóvenes y noentienden más que lo que deben entender. ¿Verdad, señoritas?

Todo espuro para los puros.

Y el señor Kisseler se dispara.

La otra noche tuvo la ocurrencia de parodiar las ceremonias de laIglesia, el modo de andar, las actitudes y genuflexiones del sacerdoteen el altar. Al mismo tiempo murmuraba sílabas raras e incomprensibles,con inflexiones de voz cómicas, resoplidos grotescos y contorsionesextáticas y devotas. Estaba tan gracioso que, a pesar de la repugnanciaque me inspiraba aquella farsa burlesca que era una profanación, nopodía guardar mi seriedad ante aquella cara mofletuda, aquella narizarremangada y aquellas muecas de compunción. La risa me retozaba en loslabios, y puedo asegurar a usted, señor cura, que contra mi voluntad.

Por la noche, antes de volverse a París en el último tren, esos señoresquisieron acompañarnos, a mi padre y a mi, a la «Villa Sol». Mi padre,un poco molestado de la gota, iba apoyado en el brazo de don Máximo. Elseñor Kisseler revoloteaba y mosconeaba alrededor de nosotros como ungran saltamontes aturdido, y don Gerardo Lautrec iba a mi lado,explicándome como poeta, las bellezas del claro-obscuro, mientras selevantaba en el horizonte una fina luna nueva. Este señor Lautrec es unapersona muy agradable, alto, esbelto y rubio. Tiene unos ojos muybrillantes y muy rápidos, con los que parece que recorre el horizonteentero de una ojeada, y creo que su ingenio tiene la misma prontitud quesu mirada.

Iba yo muy entretenida con lo que me decía, pero escuchándolo sinresponder, intimidada por sus brillantes ojos, que se posaban a veces enmí como un relámpago, y avergonzada por la necedad de mi silencio,cuando el señor Kisseler vino involuntariamente en ayuda de mi torpeza.En una de sus piruetas, puso el pie en falso sobre una piedra, tropezó yse quedó bonitamente sentado en el camino, con el sombrero por un lado yel bastón por el otro. Sin turbarse absolutamente nada, sacótranquilamente el pañuelo y se puso a enjugarse la frente con expresiónsatisfecha, como si el sueño de su vida se hubiera realizado alencontrarse allí gozando de un reposo definitivo. La carcajada fuegeneral, pues la flema del señor Kisseler en tal aventura resultóirremisiblemente cómica. Fueron necesarias las instancias de sus amigos,que temían perder el tren, para decidirlo a levantarse del polvo dondeestaba sentado y que le cubría la ropa. No fue floja tarea la desacudírsela para ponerlo presentable.

Máximo a su Hermano.

14 de septiembre.

Ayer, domingo, fui a almorzar a la «Villa Sol» y a ponerme a ladisposición de Elena para la visita proyectada a la Briffarde.

Lautrecalmorzó también en casa de Lacante y se ofreció a acompañarnos al campoQuemado. Luciana, fiel a su promesa, llegó en el momento en que íbamos aponernos en marcha.

Salimos, pues, los cuatro, dando escolta alegrementea un voluminoso cesto lleno de provisiones, con el que cargábamosalternativamente Lautrec y yo.

El tiempo estaba radiante y el calor nos hubiera parecido insoportablesi hubiéramos tenido que ir a descubierto por una carretera. Peroatravesamos, por el contrario, un ancho trozo de bosque lleno de quintascon sus jardines floridos, sobre los que notaba el tibio perfume de lasresedas, de los heliotropos y de las rosas.

El paseo era delicioso, a pesar del peso del cesto, que nos aserraba elbrazo a Gerardo y a mí, torpes para llevarlo a causa de nuestrainexperiencia. Yo propuse aligerarlo haciendo una meriendilla a expensasdel contenido, pero esta idea práctica fue acogida con una explosión deindignado desprecio, y las jóvenes, exaltadas, se apoderaronvalerosamente del cesto y lo llevaron durante unos cien pasos, despuésde lo cual volvieron hacia nosotros miradas suplicantes y se dejaronconvencer de que debían desistir de su hazaña.

Por fin llegamos.

He aquí el campo Quemado y la miserable cueva en cuyo umbral dos niñosllenos de harapos se revuelcan en el polvo como perrillos alegres.

Entramos. Un olor fétido y sofocante se nos coge a la garganta y mebasta una mirada para convencerme de que a la enferma le quedan pocashoras de vida.

La imaginación no puede concebir un marco más siniestro para el drama dela muerte: un camastro en una choza; ni eso siquiera, un montón detrapos sórdidos en una cabaña abandonada, podrida y agrietada, en laque, por lástima, se ha dejado instalarse a aquella desgraciada con suscrías, abortos demacrados, medio desnudos, sucios, enmarañados yrabiosos como animales hambrientos que se disputan un hueso. Por fuera,el dulce sol de septiembre, un aroma de hojas maduras, que una ligerabrisa trae del bosque, y el puro incienso que exhalan los campos haciaun cielo azul pálido... Dentro, un aliento pestilente de fiebre, unhedor de roña inveterada, exhalaciones rancias, y, en una camaindescriptible, entre trapos sucios que apenas lo cubren, un esqueletolívido, de arrecido sudor y en el que sólo brillan dos ojos ardientes,feroces, atrevidos, desesperados, dos ojos en cuyo fondo se leen todoslos terrores de la muerte y todas las ambiciones de la vida.

Es la Briffarde.

La moribunda pasea por nosotros la espantada interrogación de sus ojos ylos fija después en Elena, a la que mira un rato sin decir palabra, yaporque al pronto no la ha conocido, ya porque necesitase reunir susfuerzas para hablar.

—Ya está usted ahí—dijo en voz baja y bronca.—Creí que no vendríausted.

—Lo había prometido.

—Se dicen esas cosas... y después... si te vi no me acuerdo.

Su voz se debilitó y murmuró, con cólera, sílabas incomprensibles. Enseguida exclamó con aliento ahogado:

—Los pequeños... tienen hambre... No hay qué comer... Yo no puedotrabajar.

—No, pobre mujer, está usted todavía muy débil—dijo Elena condulzura.—He traído para ellos pan y carne, y para usted caldo y vino.

Al mismo tiempo sacó las provisiones del cesto.

—Y aquí tiene usted un poco de dinero—añadió abriendo el portamonedas.

—¡Venga, venga el dinero!—exclamó la enferma, abriendo con ademán defiera las largas y huesudas manos sacudidas por un calofrío...—¡Eldinero! ¡El dinero!

No se calmó hasta que sintió en la mano dos monedas de plata, sobre lascuales se crisparon sus dedos; y, como si el esfuerzo la hubieseaniquilado, sus párpados se cerraron y su aliento anheloso se suspendióun instante.

A todo esto, la hija mayor de la Briffarde, pálida muchachona de unosdoce años, estaba repartiendo entre sus hermanos el pan, la carne y unoscuantos coscorrones destinados a reprimir la indiscreta avidez de suapetito, todo esto en medio de un ruido infernal de gritos y llantos.

—Salgamos—me dijo Luciana, sofocada por el hedor de aquella cueva yestremecida de repugnancia. Yo hice seña a Elena de que se acercase.

—Esta mujer se está muriendo—le dije muy bajo.

Elena me miró con espanto y palideció.

—Todavía no, ¿verdad? Todavía no...

Y su voz me suplicaba como si hubiera dependido de mí el prolongaraquella vida expirante.

—Estoy seguro de que le quedan pocos instantes de vida. Si quiere ustedevitar el cruel espectáculo de su agonía, no se esté usted aquí.

—¡Oh! no, no es eso lo que temo...

Se aproximó a la moribunda, le cogió la mano, aquella mano a la que unaavaricia suprema tenía fuertemente apretada sobre las dos monedas, y laacarició dulcemente.

—¡Pobre mujer! La encuentro a usted hoy muy débil... Los niños deben defatigarla...

—¡Oh! sí, los arrastrados... Siempre gritando, disputando ypegándose... No puedo con ellos... Mejor estaría en el hospital... perodejarlos solos...

La voz de Elena continuó con gran dulzura:

—Podríamos colocarlos en alguna parte mientras esté usted enferma...¿Dónde quiere usted que los metamos? Dígame lo que desea.

La mujer se quedó un rato sin responder, con los ojos fijos y el oído entensión, como si tratase de penetrar el sentido de las palabras deElena.

—¿Colocarlos? ¿Los chicos?... ¡Ah! sí, sí quiero... Las niñas con lasmonjas... de la Celle... Debe de costar caro... Los dos pequeños alAsilo, o en casa del padre Boussel, en Auteuil...

¿Sabe usted?

Elena prometió ocuparse de todo aquello, y yo admiré la ingeniosa graciade aquel corazón de quince años tratando de arrancar a una madre, sinque ella lo sospechase, su última voluntad sobre los que iba a dejarhuérfanos.

Me estaba ahogando en aquel aire pestilente y salí a reunirme conLuciana y Gerardo. Como ellos, aspiré con delicia el poco de aire puroque caía de las alturas del bosque al campo Quemado.

Elena, mientras tanto, seguía inclinada sobre aquel semicadáver, cuyopecho huesudo estaba sacudido por un hipo siniestro. Había echado unpoco de vino en una taza desportillada, y con el brazo alrededor delcuerpo de la Briffarde, estaba humedeciendo sus secos labios.

La mujer aceptaba aquellos cuidados como había aceptado las limosnas,sin dar las gracias y como cosa debida.

Los niños se habían diseminado por el campo, adonde los había enviadoLuciana a cortar amapolas.

No quedaba en la choza más que la hija mayor, sentada en una piedra queservía de mesa y de banco. Sus ojos, pálidos y sin expresión, nosmiraban obstinadamente a través de los mechones de cabello y detallabande pies a cabeza el traje de Luciana, indiferentes, al parecer, algemido casi continuo de la moribunda.

En el silencio de la choza, llegaba hasta nosotros la voz de Elena:

—¿Vienen alguna vez a visitarla a usted las hermanas de la Celle?

—Cuando tienen tiempo... muy de tarde en tarde...

—¿Y el señor cura, viene alguna vez?

La mujer exclamó duramente:

—¿El cura?... No, por cierto... A ese ni lo conozco.

—Estoy segura de que vendría si usted quisiera verlo.

—¿Para qué?—Hizo un movimiento brusco de protesta y cayó pesadamente,sin poder incorporarse.—¿Qué iba a hacer aquí el cura?... No quierosotanas ni hombres negros a mi alrededor.

Elena respondió con voz temblorosa:

—Pues le diría a usted cosas consoladoras y palabras dulces y buenas.

—¡Palabras!... ¿De qué sirven las palabras y las frases?... Lo que yonecesito es que me curen... y el cura no puede hacerlo...

El cura no esDios...

—No es Dios, pero se dirige a Él y le reza...

—¡Oraciones!... Simplezas... Eso es lo que saben hacer... Hay quien losquiere; pero no... Si hay un Dios, tendrá otra cosa que hacer queocuparse de mí, según parece... Puede jactarse de haberme hecho dura lavida, el tal Dios... ¿Por qué hay pobres como yo y ricos que no carecende nada? Cuando oigo a los chicos aullar de hambre, ¿cree usted quetengo ganas de dar las gracias a ese Dios?

La moribunda se incorporó entonces, desgreñada, medio desnuda, con loshombros de esqueleto descubiertos, y sus ojos despedían llamas mientrassus labios, contraídos, se retorcían en una mueca espantosa. Elenaretrocedió instintivamente.

—Dígale usted que deje a esa mujer agonizar en paz—

murmuró Luciana ami oído.—Hace mal en atormentarla así.

Yo también pensaba que Elena hacía mal. Sus esfuerzos por despertar laconciencia de la moribunda, por conmover su corazón e inspirarle mejoressentimientos, me parecían a la vez crueles y patéticos. ¿Para quéperturbar a aquella miserable bestia humana en su lucha suprema contrala disgregación? ¿Para qué exponerse a hacerla ver el negro abismo en elque estaba ya medio caída?

Me aproximé a Elena y traté de llevármela.

—Venga usted—le dije,—y deje a esta mujer agonizar en paz.

Vámonos.

La muchacha hizo un movimiento para seguirme; pero una fuerza, mayor quetoda repugnancia y que todo consejo, la aproximó al camastro y triunfóde la repugnancia y del horror que, por un instante, la había dominado.

Puso otra vez la mano en la de la moribunda, humedecida por un sudorglacial, y le dijo tiernamente:

—¡Cuánto sufre usted! Quisiera, antes de marcharme, que rogásemosjuntas a Dios, pues yo creo en Él y lo amo.

La mujer dejó ver una risa sarcástica, y aquella risa, cortada por elhipo de la muerte, resultó horrible.

—Usted lo ama porque tiene razones para ello... ¡Yo, no!

—Siempre tenemos razones para amar a nuestro padre, y Dios lo es paralos que le ruegan, para los que tienen confianza en Él, y le pidenperdón por sus faltas... ¿Quién será el que no lo haya ofendido milveces? Una sola palabra de arrepentimiento puede obtenernos su perdón...Usted lo sabe, ¿verdad? pues se lo han enseñado en el catecismo...

—Allá, en tiempos... sí, como a los demás.

—Entonces creía usted en Dios...

—Es posible... Cuando una es joven cree todo lo que le cuentan... perodespués todo varía... Ya no creo en nada... Esas son historias paradivertir a los pobres.

Volvió los ojos irritados hacia la puerta, en la que estábamos apoyadosGerardo y yo, y dijo:

—Oiga usted; pregunte a esos señores si van a misa.

—¡Yo sí voy!—dijo Gerardo.

—¿Y a confesarse?... ¡Bah! Eso es bueno para los desgraciados... paracerrarles la boca cuando la miseria les hace gritar demasiado fuerte...Dios, los curas y los ricos, se entienden muy bien... Yo no quierocura... no quiero... He jurado que ninguno se acercaría a mí... y quierocumplir mi promesa...

—¿A quién ha hecho usted tal promesa, pobre mujer?

—¿A quién?...

Estúvose un buen rato sin responder y dijo después bruscamente:

—El que me hizo jurar eso fue el padre de mi hijo más pequeño.

—¿Y dónde está el padre?—preguntó cándidamente Elena.

--- ¿Dónde está?... ¡Qué sé yo!... Se marchó hace muchos meses... Desdeentonces estoy enferma...

Su palabra, entrecortada por las sofocaciones, se iba haciendoincomprensible.

—¿No guarda usted rencor al padre de ese niño? Dígame que le perdona.

—Hay veces que si lo atrapara por mi cuenta, al miserable...

Intentó un gesto de amenaza, pero no pudo levantar la mano, que secrispó bajo los harapos que la cubrían en parte.

Después siguió diciendo con voz vacilante:

—Otras veces... otras veces...

Y parecía buscar penosamente los jirones de su pensamiento fugitivo.

—Otras veces—dijo dulcemente Elena, inclinada hacia los fétidosharapos,—recuerda usted el tiempo en que se le enseñaba esta hermosaoración: «Dios mío, perdónanos, como nosotros perdonamos a los que noshan ofendido.»

La Briffarde volvió hacia ella aquellos ojos que se apagaban, y susfacciones contraídas tomaron una expresión de paz. Sus labios resecos seentreabrieron, y, como un soplo, dejaron pasar la palabra: «Perdón...»Desde las profundidades del pecho subió a la garganta un estertor que sedetuvo de repente. En aquellos ojos, ya fijos, aparecieron dos lágrimassin rebosar de los párpados y se reabsorbieron lentamente, como el aguaen una tierra árida.

Me aproximé a Elena y la así la mano.

—¡Se acabó!—dije.—Ahora venga usted.

—Hay que cerrarle los ojos—respondió Gerardo, que estaba a mi lado ycumplió ese piadoso deber.

Elena se levantó sin resistencia y me siguió.

En el campo se oía reír a los niños pequeños, que estaban jugando alescondite, mientras el mayor se pegaba con otro chico de su edad.

—¡Vámonos pronto!—exclamó Luciana estremeciéndose.—

¡Es horrible lamuerte!...

Elena me miraba indecisa.

—Los niños... ¿Qué hacemos? ¿Dejarlos solos con su madre muerta?

—Voy a avisar a los vecinos. Espéreme usted.

Luciana, impaciente por dejar aquel fúnebre lugar, vino conmigo hasta lacasa más próxima, donde había dos mujeres trabajando junto a una ventanaabierta.

—Por fin se ha muerto—dijo una de ellas cuando le noticié la muerte dela Briffarde.

—No se ha perdido mucho—respondió la otra; una morenilla bastantefresca.

—Con todo, caballero, la muerte es siempre alguna cosa, ¿no es verdad?

Creí que debía apoyar ese sencillo sentimiento y añadí que aquellamuerte era triste a causa de los niños.

—¡Bah! Para el socorro y los buenos consejos que les daba—

respondióla morena,—puede que sea mejor que esté donde está.

—No se les puede dejar solos con el cadáver—indiqué yo.

—Claro está que no... Allá voy... Tú, Aniceta, corre a la Celle yadvierte a la hermana y al cura, para el entierro. Bueno es que esoschicos vean a su madre pasar por la iglesia antes de irse a la tierra.

La buena mujer puso en orden las calcetas que estaba zurciendo, mesiguió y no dejó de hablarme de las fechorías de la pobre Briffarde.

—No tenía nada de buena... Sin los chiquillos, que pedían limosna porlos caminos, todos se hubieran muerto de hambre, porque usted comprendeque la caridad de los vecinos no basta para tapar tantas bocas...Además, la tal Briffarde no tenía nada de cómoda... Una salvaje,caballero, una leona... Las monjas de la Celle casi no podían conella...

Y yo iba pensando en el cándido apostolado de Elena y en su pacientedulzura, que había triunfado al fin de la rudeza de aquella miserablecriatura y de su desesperada impenitencia. Una palabra de misericordia yde ruego había encontrado el camino de su corazón, enternecido su últimosuspiro y desarmado un poco su áspero y furioso rencor.

No era, acaso, el arrepentimiento lo que se había despertado en su alma,sino una turbación precursora; y la miserable pecadora no habríacomparecido con la blasfemia en los labios y la ira en el corazón anteel Juez infalible en quien Elena tiene fe.

Fuera de la fúnebre choza, y sentados juntos en un haz de leña verde,recogido por los chicos en el bosque, estaban Elena y Gerardo hablandoen voz baja.

En el campo habían cesado los gritos y los juegos y remaba un trágicosilencio.

En el interior, los muchachos, agrupados en un rincón, estaban llorandocon llamadas monótonas y, en cierto modo, mecánicas:

«Mamá... mamá...»entrecortadas por sollozos en los que la conmoción nerviosa, el asombroy el terror tenían tanta parte como el desconsuelo. La mayor habíasesentado de nuevo en la piedra y tenía en la falda al más pequeño, al quedaba golpes intermitentes para hacerle estarse quieto. Un niño de tres ocuatro años había cogido el resto del pan blanco llevado por Elena y loestaba babeando concienzudamente al tratar de morderlo sin partir; peroel mayor lo vio e interrumpió su cantinela llorosa para quitárselo, yreforzó vigorosamente este acto de justicia con un coscorrón en lacabeza del delincuente, después de lo cual secó el zoquete con un jirónque le colgaba de la manga.

En esto entró la amable vecina, echó una ojeada al descarnado esqueletocuyas angulosas formas dejaban adivinar los trapos que la cubrían. Lacara parecía como fundida y achicada, pues la nariz afilada y las sieneshundidas dibujaban duramente sus líneas, y los párpados cerrados ledaban una expresión de augusta calma y revelaban una bellezadesaparecida hacía mucho tiempo.

—¡Esta mujer no tenía treinta y cinco años, caballero!... ¡Vea usted loque queda de ella!... ¡Vamos! A callar—exclamó volviéndose hacia loschicos;—no se debe hacer ruido al lado de los muertos... Y además, pormucho que la llaméis, no ha de volver... Arregladme todos esostrapajos... Y tú, Eudosia, que eres la mayor, lava la cara a tushermanos, para que no estén asquerosos cuando venga el cura.

Luciana me suplicó que nos fuésemos, alterada de nerviosa impacienciapor escaparse de aquella atmósfera de muerte.

—Es tarde, y su padre de usted estará inquieto—dije a Elena, que selevantó en seguida.

La última mirada a la difunta, unas cuantas palabras dulces a los niños,con promesa de volver a verlos, y hétenos en marcha por la crecientesombra que invade el camino.

Gerardo iba al lado de Elena e inclinaba graciosamente la cabeza haciaatrás, como para verla andar.

Y Luciana, cuya alegría iba renaciendo a medida que nos alejábamos delcampo Quemado, le preguntó riendo:

—¿Qué busca usted en la espalda de Elena?

—Quiero ver si le brotan las alas.

Elena, muy absorta en sus pensamientos, no oyó nada de esto.

Y Luciana siguió diciendo a media voz:

—Me parece un poco formalista, este ángel... Su implacable caridad meha dado calofríos... ¿Le gustaría a usted, cuando estuviera luchando conuna enfermedad, que vinieran a decirle con la mejor intención delmundo?: «Hermano, hay que morir; ha llegado la hora...» ¿Le gustaría austed que le presentasen, ante los ojos alucinados por la fiebre, elespectro espantoso de la muerte en el fondo de un negro agujero?

—¿Por qué no, si la voz que me advertía era dulce y el corazón tierno?

—Pues yo pido que me dejen morir con la ilusión de la vida.

—Y yo—exclamé—pido que deje usted a un lado esos crespones fúnebres yesos trágicos deseos para gozar en paz de su juventud y de la fiesta deesta hermosa noche que nos ofrece la benévola Naturaleza...

¡Qué bonita estaba Luciana y qué resplandeciente de vida, en laradiación oblicua del sol al esconderse detrás de la movible cortina delos bosques! Había como un nimbo de oro en torno de su frente. Lospájaros revoloteaban cantando su canción de la tarde, y poco a poco seiban desvaneciendo las impresiones siniestras que traíamos del campoQuemado. Como entrábamos en lo más espeso del bosque y el sendero eraallí estrecho, dejé a Gerardo que se adelantase con Elena y retuvedetrás a Luciana.

¿Fue aquella visión de la muerte lo que había rozadonuestras vidas?

¿Fue

la

dulzura

embriagadora

de

la

resplandecienteNaturaleza lo que dio un impulso más fuerte a la avidez de vivir y deser feliz que yace en nosotros? Lo cierto es que sentí un extremadoenternecimiento al ver a mi lado a aquella hermosa criatura en todo elesplendor de la juventud, de la gracia y de la fuerza, y que debía sermía. Rodeé con el brazo su talle, y, teniéndola muy cerca, le dijebajito:

—¿Me ama usted?... ¡Yo la adoro!...

No sé qué la preocupaba e ignoro si me oyó, pues no se dignóresponderme... Después de largo rato de distracción, acabó por decir:

—¿Me ha hablado usted?... ¿Qué me decía?

El encanto estaba roto. Retiré el brazo, me separé de ella y respondí:

—¿Yo? nada... Usted sueña... ¿Qué puedo tener que decirle?

—Me pareció... ¡Vaya! ¡Ya está usted enfadado!

—Nada de eso... Usted es linda, el tiempo hermoso y el bosque es