Al Primer Vuelo by José María de Pereda - HTML preview

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Al primer vuelo

D. José María de Pereda

I—Antecedentes

II—La tesis de Don Alejandro

III—El ojo de Bermúdez Peleches

IV—De lo que escribió desde Villavieja

Don Claudio Fuertes y León,

a Don Alejandro Bermúdez Peleches

V—Quince días después

VI—Entre buenos amigos

VII—Visitas

VIII—En el casino

IX—La familia del boticario

X—De tiros largos

XI—El «flash»

XII—Después del paseo

XIII—Las primeras semanas

XIV—Crónica de un día

XV—Cartas cantan

XVI—Gacetilla

XVII—Mar afuera

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XVIII—Bajo el tambucho

XIX—En la villa

XX—En Peleches

XXI—Al día siguiente

XXII—Un incidente grave

XXIII—La tribulación del boticario

XXIV—«El Fénix villavejano»

XXV—En el que todos quedan satisfechos menos el lector

—I—

Antecedentes

O tiene escape. Denme ustedes un aire puro, y yo les daré una sangrerica; denme una sangre rica, y yo les daré los humores

bienequilibrados;

denme

los

humores

bien

equilibrados, y yo les daré unasalud de bronce; denme, finalmente, una salud de bronce, y yo les daréel espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbresejemplares.

In corpore sano, mens sana. Es cosa vista... salvosiempre, y por supuesto, los altos designios de Dios.»

Palabra por palabra, éste era el tema de muchas, de muchísimasperoraciones, casi discursos, del menor de los Bermúdez Peleches, delsolar de Peleches, término municipal de Villavieja. Le daba por ahí,como a sus hermanos les había dado por otros temas; como a su padre ledio por la manía de poner a sus hijos grandes nombres, «por si algo seles pegaba».

Tres varones tuvo y una hembra. Se llamaron los varones Héctor, Aquilesy Alejandro, y la hembra Lucrecia. Pero no le salió por este lado albuen señor la cuenta muy galana que digamos. Héctor, encanijado ypusilánime, no contó hora de sosiego ni minuto sin quejido. Aquiles, nomucho más esponjado que Héctor, despuntó por místico en cuanto tuvo usode razón, y emprendió, pocos años después, la carrera eclesiástica.Lucrecia, de mejor barro que sus dos hermanos mayores en lo tocante a lofísico, al primer envite de un indiano de Villavieja, de esos que sevan apenas venidos, dijo que sí; y con tal denuedo y tan emperradotesón, que a pesar de ser el indiano mozo de pocas creces, ínfimaprosapia y mezquino caudal, y a despecho de los humos y de las iras delBermúdez padre, la Bermúdez hija se dejó robar por el pretendiente, secasó con él a los pocos días, y le siguió más tarde por esos mares deDios, afanosa de ver mundo y resuelta a alentar a su marido en lahonrosa tarea de

«acabar de redondearse» en el mismo tabuco de Mechoacánen que había dejado, trece meses antes, depositados los gérmenes de unasoñada riqueza.

Alejandro, el Bermúdez nuestro, tuvo tanto de su homónimo, el deMacedonia, como sus hermanos Héctor y Aquiles de los dos famosos héroesde La Iliada; aunque, en honor de la verdad y escrupulizando mucho lascosas, algo vino a sacar, ya que no del insigne conquistador, de supadre, pues llegó a ser tuerto como el gran Filipo. Por lo demás, fue elvarón más fornido de la casa, y el más sano y animoso. Eligió la carrerade Derecho, y le envió su padre a la Universidad, mientras Aquilesestudiaba Teología en el Seminario, y se sabía, por lo que propalaba lafamilia del mejicano, que Lucrecia estaba en Mechoacán engordando a másy mejor con la alegría de ver acrecentarse, de hora en hora, el caudalde su marido.

Héctor, hecho una miseria, se quedó en Peleches al cuidado de su padre.El cual, con esta cruz sobre la de sus muchos años, y el martirio, cadadía más insufrible, de la prevaricación de su hija, se murió muy pronto.Con esta muerte, como con la de su yedra el muro vacilante, la vida deHéctor, insostenible por sí sola, se puso a punto de acabarse. Acudió asu lado el seminarista, enteco por naturaleza y extenuado por los ayunosy las maceraciones; y solos, tristes y doloridos los dos en el caserónde Peleches, muriéronse en pocos meses uno tras otro, después de testaren común a favor de Alejandro; y no por aborrecimiento a Lucrecia, bienlo sabe Dios, sino por acumular los caudales libres de la familia en elúnico encargado de perpetuar el ilustre apellido, y en la persuasión deque la hembra iba en próspera fortuna, no tenía más que un hijo y podíapasarse muy bien sin las legítimas de sus dos hermanos.

Ello fue que Alejandro se vio dueño y señor de las tres cuartas partesdel haber de sus padres, que, aunque no eran cosa del otro jueves,reunidas en un solo montón daban para mucho en manos de un hombrehacendoso como él, por instinto, y que ya para entonces había aprendido,de labios de un profesor suyo, hombre anémico y dado un poquito a lacrápula, aquello de mens sana...

en virtud de los milagros del airepuro, corriente y libre, que, por cierto, no los había hecho muyseñalados en la familia de los Bermúdez del solar de Peleches, comopodía certificarlo el Alejandro mismo.

No tentándole gran cosa los libracos de su carrera, resolviose a dejarlaen el punto en que la tenía cuando los tristes acontecimientos dePeleches le obligaron a trasladarse a su casa solar; pero como se habíadejado por allá, en vías de buen arreglo, cierto asunto que nada teníaque ver con la heredada hacienda ni con los afanes universitarios,encomendando el caserón nativo y todas sus pertenencias, muebles einmuebles, al cuidado de una persona de su confianza, y sin pagarsemucho, por entonces, de los libres y salutíferos aires patrios, aunque areserva de volver a henchirse de ellos tan pronto como lo necesitara,tornose a la ciudad, que era Sevilla.

El asunto que con tal fuerza le solicitaba allí, era una huérfana bienacaudalada y no de mal ver, aunque algún tanto desquiciada de unacadera, y con la cual llegó a casarse un año después. Con los doscaudales juntos y sus excelentes instintos de traficante, emprendiónegocios que le dieron un buen lucro y le apegaron más y más a la tierrade su mujer. La cual, a los ocho meses de haberle hecho padre venturosode una hermosa niña, que se bautizó con el nombre de Nieves, se murió.Por entonces perdió el ojo izquierdo Alejandro Bermúdez Peleches; y,según relato de personas bien enteradas, lo perdió a consecuencia de unainflamación que le sobrevino de tanto llorar... y de tanto frotarlo,mientras lloraba, con la mano mal depurada de cierto menjunje cáusticoque había preparado él para un enjuague vinícola de los muchos que hacíaen su bodega.

Aunque después de curado de las penas de las dos pérdidas, en el mismoorden cronológico en que habían ocurrido la de la esposa y la del ojo,se vio joven y robusto y rico, no sintió las menores tentaciones devolver a casarse, entre otros motivos, por el muy noble y honroso de nodar una madrastra a su hija, que se criaba como un rollo de manteca alcuidado de una juiciosa y madura ama de gobierno, después de haberladejado de su mano la nodriza. Pero, en cambio, y echando de ver que desu parte no había motivos racionales para otra cosa, entabló gustosísimouna frecuente correspondencia con su hermana, que a ello le tentabadesde la ciudad de Méjico, a la cual había trasladado su marido el campode sus operaciones mercantiles, que, por lo vastas y lucrativas, nocabían ya en el tenducho de Mechoacán.

Lucrecia, según sus cartas aAlejandro, no estaba resentida con él por las disposicionestestamentarias de sus hermanos mayores.

Lo conceptuaba natural: loshabía disgustado a todos por una calaverada que por casualidad le habíasalido bien. Lo conocía al fin, y se complacía en confesarlo. Además, lesobraba dinero, le sobraban riquezas para ellos dos y un hijo solo quetenían, sin esperanzas de tener otro, porque ya habían pasado más deseis años sin barruntos de él, y era un engordar el suyo, que no cesaba.El aire, los frijoles, el mamey, las enchiladas, el quitil...hasta el pulque con que se desayunaba muchos días para matar elgusanillo, todo lo de allí le caía como en su molde propio, y le abríael apetito y se convertía en substancia apenas engullido. Deploraba sugordura solamente por lo que la molestaba para sus quehaceresdomésticos, pues para andar por la calle tenía volanta. Jamás salía apie. Su marido era un buen hombre que se esmeraba en complacerla yestimarla a medida que iba ella engordando y enriqueciéndose él, y ni élni ella pensaban volver a Villavieja ínterin no pudieran ser allí losseñores más ricos de toda la provincia; y esto, no por pujos de vanidad,sino por el honrado deseo de que se descubrieran reverentes delante desu marido, muchos mentecatos que le habían tenido en poco en la villapor ser hijo de quien era y caberle en la maleta todos sus caudales.Según iban las cosas, no envejecerían los dos sin ver realizados suspropósitos. Entre tanto, se daban buena vida, se trataban condistinguidas y honradas gentes, y el niño Ignacio, Nacho, Nachito, ibacreciendo. ¡Nachito! Era una bendición de Dios por guapo, por agudo, porgracioso... ¡Qué criatura, Virgen de Guadalupe!

Todas estas cosas se las contaba la gorda Lucrecia al tuerto Alejandroen un lenguaje bárbaramente desleído en una tintura medio guachinanga,medio tlascalteca, señal evidente de que la hembra de los BermúdezPeleches hablaba ya en mejicano como los jándalos montañeses hablan en andaluz.

—Debe estar hecha una tarasca—pensaba su hermano, sonriéndose, cadavez que acababa de leer una de estas cartas—.

Pero es buenota como elpan, y varonil como ella sola.

Después la contestaba larga y minuciosamente sobre su modo de vivir, susesperanzas y proyectos; los proyectos y esperanzas de Lucrecia; consejossanos y observaciones cuerdas acerca de la obesidad prematura en susrelaciones con el método de vida, calidad y cantidad de los alimentos...Nacho. A este niño precoz le dedicaba siempre un largo párrafo. Nachocrecería, Nacho tendría que estudiar, Nacho sería mozo, Nacho sería unhombre; y ¡ay de él! si mientras recorría este sendero largo yescabroso, no se cuidaba nadie de educarle como era debido para que elespíritu no se corrompiera dentro de un cuerpo mal oxigenado.

«No tieneescape, Lucrecia. Dame tú un aire puro, y yo te daré una sangre rica;dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien equilibrados; dametú...» Y así sucesivamente, toda la retahíla que ya conoce el lector.

Luego, y por final de la carta, hablaba de su hija, de su Nieves.

¡Quéhermosísima estaba, cómo crecía de hora en hora, qué revoltosa era y quégracia le hacía, sobre sus grandes ojos azules, aquel fruncir deentrecejo a cada repentina impresión que recibía, lo mismo de disgustoque de placer! Su pelo era rubio como el oro viejo, y el matiz de suscarnes el del más puro nácar, con unas veladuras de color de rosa en lasmejillas, en los labios húmedos y en las ventanas de la nariz, que dabagloria verla.

Saldría algo, pero algo muy singular, de aquellaminiaturita de mujer. Él tenía ya sus planes formados, sus cálculoshechos para más adelante. En esos cálculos entraba, y por mucho, elvenerable solar de Peleches, con sus vastos horizontes y sus airessalutíferos... pero a su debido tiempo, en su día correspondiente... Nohabía que confundir las cosas, que atropellar los sucesos. Todo vendríapor sus pasos contados, y todo vendría bien con la ayuda de Dios y susbuenas intenciones.

A Peleches no había vuelto él más que una vez, y muy deprisa, desde lamuerte de sus hermanos, porque estaba muy lejos, y los negociosmercantiles y los cuidados de la niña le amarraban a Sevilla de día y denoche; pero no por eso le perdía de vista. A la hora menos pensada daríauna vuelta por allí, o todas las que fueran necesarias para el mejorlogro de sus acariciados planes.

Entre tanto, en buenas manos andabatodo ello, para tranquilidad suya y prestigio de sus hidalgosprogenitores.

Con este continuo hablar, Alejandro de su Nieves y Lucrecia de suNachito, llegó a empeñarse entre los dos hermanos una verdadera puja dealabanzas de los respectivos vástagos; y picada Lucrecia en su puntillode madre del niño más hermoso del mundo, envió a su hermano un retratodel prodigio, vestido de ranchero, con su listado jorongo, susamplias calzoneras y su sombrero jarano. ¡No se veía al infelizdebajo de las enormes alas y de la pesadumbre de los pliegues! «¿A mícon esas?» se dijo Alejandro; y retrató a Nieves vestida de andaluza conmantón de grandes flecos, y rosas en la cabeza. Salió hecha una lástimala preciosa criatura; pero su padre lo vio de muy distinto modo y mandóel retrato a Lucrecia, que, como había llevado a mal los peros que suhermano se atrevió a poner al pintoresco vestido de Nacho, se despachó asu gusto en la lista de reparos al atalaje de su sobrina. Entoncesconvinieron ambos en que los chicos se retrataran «al natural». Hízoseasí, y enseguida el cambio de los retratos entre la gorda Lucrecia y eltuerto Alejandro. Por cierto que hubo una coincidencia bien singular enlas dos cartas, conductoras de las respectivas tarjetas, que se cruzaronen el Océano. Cada una de ellas contenía en posdata esta pregunta: «Ytú, ¿por qué no me envías tu retrato?»

Preguntas que obtuvieron en sudía las correspondientes respuestas.

La de Lucrecia fue en estos términos:

—Por no asustarte.

Y la de Alejandro en estos otros:

—Porque desde el contratiempo que sabes, no me conocerías.

También iban en posdata estas respuestas. En el cuerpo de las cartassólo se trataba de las impresiones recibidas por cada firmante en lacontemplación del retrato, «al natural», del hijo del otro, siendo muyde notar que cada padre extremaba las ponderaciones de sucorrespondiente sobrino, y ninguno de los dos mentía, porque es la puraverdad que Nacho y Nieves eran tal para cual, y, según decía Lucrecia asu hermano, «como nacidos el uno para el otro, a pesar de llevarle miNachito cuatro años a tu Nieves».

Pues el dicho trajo cola, y cola larga; porque aposentó en las mientesde Alejandro una idea que jamás había pasado por ellas.

Nieves teníaentonces seis años cumplidos; Nacho, diez mal contados: cuando ellatuviera veinte, él tendría veinticuatro. De molde. Nieves era monísima,y llegaría a ser una arrogante moza; Nacho era guapo de verdad, yprometía ser un mozo gallardo. De perlas. Nieves era rica; su primo,tanto o más que ella; los dos eran ramas, por un lado, de un mismo eilustre tronco; y por el otro, allá se andaban también, porque si elpadre de Nacho era hijo de pobres y obscuros menestrales de Villavieja,la madre de Nieves procedía directamente de un bodegonero de Triana y deuna lavandera de Carmona. Esto no se lo había confesado él a ninguno desu casta; pero era la pura verdad y había que tomarlo en cuenta en aquelcaso. Después, todo quedaba en la familia, realizado el nacienteproyecto; y según los tiempos corrían y lo entornado que andaba elmundo, por dudosa que resultara la formalidad del mejicanillo, érale aél conocido al cabo, y lo conocido, por malo que fuera, siempre seríapreferible a lo bueno sin conocer.

Pensó mucho, muchísimo, en estos particulares, y en la primera carta queescribió a su hermana la dijo: «podemos seguir tratando de eso, si teparece», después de repetirla el dicho y de glosarle con ciertadiscreción a su manera.

Y de ello se trató largo y tendido entre los dos hermanos con entero ycabal beneplácito del marido de Lucrecia, la cual engordó de pronto cosade ocho libras más, porque también los pensamientos agradables y lasesperanzas risueñas se convertían en substancia para aquel corpazo tanagradecido.

Andando los meses, la niña sevillana aprendió a leer, y entonces elmuchachuelo mejicano, que ya sabía escribir, la dedicó una carta paraponer a prueba su destreza en la lectura, y en unos términos tanzalameros y dulzones, que se pegaban hasta de la vista. Nieves leyó lacarta sin la menor dificultad, porque la letra era primorosa, pero no laentendió; y por no entenderla y por antojársele que sabía a melaza, ledio empacho y la metió en grandes ganas de saber escribir, para decirlea su primo que la escribiera de otro modo o dejara de escribirla.

—Es el estilo de allá,—la dijo su padre para templarla un poco e irpreparándola el estómago.

Pasó más tiempo, y Nieves, en cuanto aprendió a escribir, cumplió supalabra. En una carta escrita con reglero, letra muy desigual y peorortografía, puso a Nacho para pelar: «No te esquiribiré má—le dijoentre otras cosas—, si tú no canveas de modo... Aver. Te pasas de fino,higo, y tó te sale pringoso de puro arrope que lechas... Aver. Aquítenemo jotro ablá que no sabe tanto a jigo pasao... Aver.»

Nacho se enmendó algo, no en aquellos días, sino años después, cuando yacursaba Leyes, y su prima, cendolilla de quince mayos, había ingresadoen un colegio. La enmienda completa del mejicano era imposible, porqueen aquel modo de escribir entraba Nacho entero y verdadero: así hablaba,así andaba y así comía. De estampa continuaba bien, muy bien; algodesmadejadillo y perezoso, pero guapo, muy guapo; y como seguía elcambio de retratos, no ya entre los padres, sino entre los hijosdirectamente, si la sevillana había perdonado al primo muchos pecados deestilo en virtud de aquellas otras dotes físicas, también el mejicano,en vista de las extraordinarias de su prima, había sabido dispensarla elmatraqueo de sus guasas, y con mayor facilidad las incurables faltasde ortografía. De intereses, como la espuma los dos. Si a don Alejandrole salían redondos los negocios en que se metía, a su cuñado no le cabíaya el dinero en casa, según expresión de Lucrecia, ni a ella las carnessobre el cuerpo. Era mucho engordar el suyo; y lo peor de todo, que nopodía saber cuándo ni en qué pararía aquella marea de grasa, porque elapetito iba también en auge, y más bravo se le ponía cuanto más alimentose le daba. Por de pronto nada le dolía; y fuera de no poder calzarse,ni vestirse, ni acostarse por sí sola, andaba como un reló. También latenía con algún cuidado el temor de que su gordura llegara a impedirlael proyectado viaje a la tierra nativa, cuya ocasión podía tocar ya conlos dedos a poco que alargara el brazo, porque si a aquellas horas elcaudal de su marido no daba para comprar a peso de oro toda Villaviejacon sus inherentes y aledaños, no distaría de ello media talega...

Corrieron tres años más, al cabo de los cuales Nacho recibió lainvestidura de licenciado en Derecho, y Nieves quebrantó los cerrojos desu clausura para no volver jamás a ella. Nuevo cambio de retratosentonces. El de Nachito con las hopalandas y el birrete del oficio, y elde su prima con todos los atalajes y arrequives de una mujer hecha yderecha. Le caía muy bien la vestidura aquélla al mejicanillo. Luciríaen estrados informando en una causa ruidosa, ante un público de ociosos,más o menos criminales también, y de señoras distinguidas. No era eltipo del letrado grave, con cara de estuco y alma de papel sellado,revelada en unos ojuelos de vidrio, al compás de una voz campanuda yhueca, que va sacando, uno a uno, como del fondo del estómago, resobadossofismas de taracea que se hubieran insaculado allí después de usadospor otros cien jurisperitos de igual corte. Nada de eso: Nacho, con susojos dulces y expresivos, su barbita sedosa, sus facciones correctas yfinísimas, y su actitud elegante, podría no valer en el fondo un puñadode alfileres, porque chascos mucho más gordos dan ciertos diamantesfalsos; pero, a la vista, era el tipo del abogado nuevo, del abogadoartista, que no anda por los caminos trillados de las clásicas yvetustas tradiciones forenses, sino por las cumbres espinosas yarriesgadas de los nuevos problemas jurídicos; de los que no usan loslibros de la profesión para ejercerla; de los que van a la Audiencia, noa alegar, sino a demoler; no a invocar textos y razones del acervocomún, sino a enredarse en teorías frenopáticas

dentro

de

un

laberintode

disquisiciones

antropológicas, para acabar declarando loca de rematea toda la humanidad que anda fuera de los manicomios, con el heroico finde salvar del patíbulo, por loco irresponsable, al distinguido criminala quien defiende, convicto y confeso y reincidente además.

Por supuesto que no son de la cosecha de Nieves estas señas que aquí sedan de su primito. No ahondaban tanto sus malicias todavía. Ella mirabala imagen por el único lado accesible a su vista juvenil y algodeslumbrada por los primeros resplandores del mundo a cuyas puertasacababa de llegar, recién salida de las del colegio; y mirándola por eselado y de tal modo, se limitó a pensar de su primo lo que cabe en estassencillísimas palabras.

—No está mal así.

Enseguida se puso a contemplar su propio retrato con bastante mayoravidez que el de su primo. Nada más puesto en razón. Por vez primera seveía en verdaderos hábitos de mujer, sin el menor vestigio del cascarónde la niña ni de la librea de la colegiala; y

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había mucho que mirar yque considerar en aquella nueva fase de su vida.

—II—

La tesis de Don Alejandro

Egrandes emociones fue para Nieves el día del estreno de aquelloshábitos para ir a retratarse con ellos; pero no tan hondas como las quesintió su padre en el momento de verla aparecer a la puerta de sugabinete, calzándose los guantes y diciéndole al mismo tiempo: «cuandoquieras, papá», con una sonrisilla de ojos y de media boca (porque laotra media la tenía ocupada con una penquita de albahaca) que venía asignificar:

«¿qué te parece de tu hija con estos flamantes atavíos?»Hasta entonces, en el colegio o fuera del colegio, con los vestidos unpoco más largos o un poco más cortos, siempre había sido Nieves para supadre una niña, más alta o más baja, más hecha o menos hecha; perouna niña al cabo, «la niña», como él la llamaba hablando con su ama dellaves o con el primero que se le ponía por delante; la niña, con losgustos y los deseos y descuido propios y naturales de la edad del candory de la inocencia; pero

¡canástoles! desde aquel momento crítico, conaquel talle ceñido y sutil que ponía de relieve formas, anchuras yredondeces jamás notadas por él; con aquel mirar receloso por debajo delala del sombrero, medio borgoñón, medio macareno, y aquel crujir defaldas y asomar, rozando el borde de la fimbria, de unos pies comoalmendras azucaradas, y aquel resbalar de la luz sobre las ondas de suscabellos rubios... ¡canástoles! era muy otra cosa. En todo aquello habíamucha más canela de la que se había él figurado, y cabía más de otrotanto si se quería suponer