Adriana Zumarán by Carlos Alberto Leumann - HTML preview

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descorazonada,cerca del altar.

Adriana tenía prisa de concluir cuanto antes. Generalmente, cuando iba aconfesarse, la dominaba una impresión de misterio, y cierto recelosopudor le impedía referir nada relacionado con los secretos íntimos de suconciencia o con los pecados que más la inquietaban. Ahora, en cambio,le parecía cumplir con una obligación pueril, superflua. Sentía unaespecie de fría hostilidad en las caras de las imágenes y en el brillode las cruces doradas.

Sin hacer mayor memoria de pecados, respondióbrevemente a cada pregunta que oía musitar al sacerdote.

Iba a levantarse, cuando sin saber por qué murmuró:

—Padre, me olvidaba decirle que me caso por casarme.

El sacerdote requirió una explicación. Pero Adriana, arrepentida, repusocon indiferencia:

—Sí, por casarme, como se casa casi todo el mundo, padre.

El sacerdote la absolvió.

Ella llamó a Raquel. Regresaron a pie, cortando por la plaza Libertadpara seguir por la calle Cerrito. Pero a mitad del camino Adriana quisodoblar hacia la izquierda, una cuadra, para cruzar la Avenida Quintana.Y allá en el fondo del paseo arbolado, vio asomarse la iglesia delPilar, aquella iglesia pequeña, que más de una vez, bajo el oro delotoño en las hermosas tardes, ella contemplara desde la casa de lasAliaga imaginando idilios con Julio. ¡Cómo se habían alejado de pronto,hacia una irrealidad extraña, aquellos tiempos! Ahora le parecía otra,la iglesia del Pilar. A la distancia, en la fuerte claridad del díasereno, su apariencia atónita, simple, tenía para ella algo de hostil,como algunos minutos antes, en el templo de las Victorias, las caras delas imágenes y las cruces doradas. Adriana apresuró el paso, con unaamargura sin nombre. No hablaron una palabra en el camino. Pero estabaRaquel decidida a saberlo todo y calculaba el momento más propicio parainterrogar a su hermana. Había notado que todo lo hacía como en unaespecie de alucinación, y comprendía que marchaba al casamiento con lamuerte en el alma. Era preciso disuadirla a toda costa, salvarla.

Esquivando al señor Molina, entraron ambas en el dormitorio de Adriana.También ésta sentía ahora la necesidad de un desahogo y sus palabras seanticiparon al deseo de Raquel.

Arrojó sobre la cama, con un gesto dedesolación, la piel y el sombrero, y empezó a contarle, minuciosamente,lo que había ocurrido tres días antes en casa de las Aliaga. Cuandorefirió cómo ella y Carmen fueron sorprendidas por Laura en la lecturadel triste diario, a Raquel se le anublaron los ojos y por largo ratoquedó muda, sin acertar con la manera de encarar la situación. Al fin,en voz baja, mirándola atentamente y como si procurase arrancarla de unmal sueño:

—Pero de cualquier modo, tu casamiento es un absurdo. ¿Qué obligaciónes esta de casarte con Muñoz?

—¡Oh, repuso Adriana, tú no relacionas las cosas, no sabes, no te ponesen mi caso!

—¡Y casarte así, con este apuro, a la carrera, como si te persiguierala muerte!

—La muerte mía no, pero sí la muerte de Laura. De casarme con Julio,Laura se moriría.

—¡Cómo exageras!

—Tú no la conoces, supones que se trata de una novelera. Al contrario,hay en ella una sinceridad absoluta para consigo misma, y en todas suscosas tiene la reserva y la discreción más delicadas. Pero llena de almacomo es, lo cifró todo en el amor y el amor no ha tenido piedad para conella.

—En cualquier caso, Adriana, casándote con Muñoz no remediarás nada.

—¡Oh, sí!

—Julio te quiere a ti, te quiere locamente. ¿Cómo puedes imaginar,entonces, que se casará con Laura?

—En realidad, no se trata de que se case con Laura.

—¡Pero entonces cada vez te comprendo menos!

Y Raquel, acalorándose, procuró convencerla de que si ella se casaba conMuñoz y Laura se quedaba sin embargo sin el amor de Julio, su sacrificiosería un desatino inútil.

Adriana, sin responder, hizo un gesto de cansancio. Sus ojos anegados detristeza parecían explicarle todo lo que no podía decir con palabras.

Pero Raquel insistió, y volviendo a su tono persuasivo, suave, le pidióque al menos postergara el casamiento hasta una semana más.

—Que no sea este lunes que viene, sino el otro.

—¿El otro lunes?

—Sí, no te pido más.

—Tú quieres ganar tiempo. Postergarlo hasta una semana...

—Te lo suplico.

—No, si el casamiento se postergara tres días, nada más que tres días,tal vez ya no me casaría, estoy segura. Óyeme...

Precisamente, una delas ideas que me aterran es la de no tener valor para ir hasta el fin.

—Ah, ¿de modo que quieres tú misma atarte las manos?

—Ya no me casaría; y por el contrario, me daría horror el pensar que mecaso con un hombre sin quererlo.

—Pues entonces, yo se lo diré todo a mamá, y a tío, para que no tepermitan cometer esta locura.

—No lo harás.

—Te juro que lo haré.

—Raquel, si llego a sospechar, por cualquier palabra de mamá, que lehas contado algo, haré una locura peor. Oh, no me, conoces.

—Por mi vida, por la vida de mamita...

—No, no me supliques nada.

—¡Casarte con Muñoz queriéndolo a Julio tanto!...

—Adorándolo, como no podrías formarte una idea. Por eso, si no mecasara con otro, para poner cuanto antes una barrera delante de mí,sería capaz de correr a casa de Julio y suplicarle que nos marcháramosde aquí, lejos, a cualquier parte, a un sitio donde no pudieraperseguirnos el fantasma de la pobrecita Laura.

¿Comprendes, ahora,porqué debo casarme con Muñoz?

—¡Ojalá venga Julio mismo a salvarte!

—Nada sabe, Raquel. Ya he tomado mis precauciones. Lo sabrá cuandotodo haya concluido para los dos. Y entonces, si la vida de Lauradependiera de su cariño... ¡Ah, no! Tampoco puedo sufrir la idea de queJulio se casará con Laura. ¡Qué gran tristeza, Raquel! Sin mí, Julio lahubiera querido. Sí, eso está escrito en su diario. Yo intervine, enrealidad, para destruir esa dicha cuando nacía. ¡Ojalá llegue a casarsecon él, más adelante!

Y Adriana se puso a referirle las conversaciones que con Julio habíatenido, y procuró explicarle la clase de felicidad que concibieranjuntos. Sus frases se exaltaron, sus ojos despidieron un fulgorardiente.

Experimentaba,

hablando

así,

el

alivio

ilusorio

de

revivirimaginariamente el breve pasado radiante. Y de su cara huía el dolordejando una pasajera expresión de dicha sin límites.

—Óyeme,—prosiguió—no llores, no me impidas ver la verdad. En mí no secasará con Muñoz el alma, sino simplemente la mujer. Sufriré mucho menossi es que puedo darme cuenta más clara de mis actos. Tú debes ayudarme.Si no me casara con Muñoz, tendría que morir. ¡Y Julio también tendríaque morir!

¿Comprendes, Raquel? Porque ya nada podría detenernos, yosería suya, sería suya sin casarme, esto lo sé, lo siento, y después losdos moriríamos sin remedio, para purificarnos y para escapar alpensamiento de Laura.

Raquel, anonadada, palpando en la actitud de Adriana algoinquebrantable, ya no respondió una palabra.

Sin embargo, no dejó de espiarla, para encontrar acaso la oportunidad deuna última tentativa. Sorprendió en ella indicios de pánico. Más de unavez pudo observarla que se arrodillaba, creyéndose sola, y queoprimiendo contra el pecho un crucifijo, parecía pedir una inspiraciónal cielo. Era evidente que se sentía aterrada por la proximidad del díafatal.

En la misma mañana fijada para el acto civil (al día siguiente serealizaría la ceremonia religiosa), Raquel tuvo la idea de escribir aJulio. "¿Cómo es posible—pensó—que sólo ahora, tal vez demasiadotarde, se me haya ocurrido llamarle?" No vaciló.

Si Julio acudía, supresencia inesperada desarmaría en seguida la voluntad de Adriana, aunen aquellos momentos, cuando apenas faltaban horas para que llegaran lostestigos. Su alma ingenua ya no pudo dudar que Adriana estaba salvada.Únicamente se asustó por la posibilidad de que Julio no llegara atiempo. Pensó hablarle por teléfono; pero desistió, temiendo que Adrianala sorprendiera. Llamó furtivamente a Lola, la sirvienta.

—Oye, tú llevarás una carta al señor Lagos, pero que nadie te sientasalir. Tomarás un auto, aquí tienes dinero; que dentro de cinco minutostenga él esta carta.

Trazó nerviosamente algunos renglones, suplicando a Julio, en nombre deAdriana, que viniese sin demora. Puso el papel en un sobre y escribióla dirección. Pero cuando Lola iba a salir, entró Adriana. Adivinándolotodo, le quitó la carta.

Tuvo un ligero gesto de vacilación. Cerró los ojos, suspirando.

Por unsegundo se abandonó, desfallecida, a esta imaginación de Julio quesobrevenía para salvarla de Muñoz. Y ambos huían de la pobre Laura. Peroluego estrujó el papel con impaciencia y sonrió con angustia.

Raquel se retorcía las manos, consternada.

—¡Déjala ir!

—Si supieras, Raquelita, qué inútil sería también esta carta.

—A Muñoz no podrás quererlo nunca.

—Nunca, ya lo sé—respondió ella,—y si alguna vez, dentro de cinco,dentro de diez años, tú notaras que algo parecido al amor me ata a mimarido, si te dieras cuenta que el hábito me ha trabajado hastainspirarme por él algún sentimiento real, no pongas entonces en duda quela Adriana de ahora ya no existe y ha dejado en su lugar una criaturapuro instinto, una criatura muy vil y muy despreciable.

—¡Déjala ir!—gritó Raquel abrazándola y procurando recobrar la carta.

Pero dos golpes sonaron a la puerta de la habitación. Apareció sonriendoCharito, vestida de claro; una rica piel blanca envolvía, bajo elsombrero negro, su rostro ligeramente acalorado.

Tomó con efusión las manos de Adriana.

—Anduvimos hasta esta hora con Muñoz y con mamá, haciendo compras parati.

Y Charito se puso a charlar, loca de contento, encantada por haberllevado a buen término una obra que significaba, según ella, lafelicidad de sus dos mejores amigos.

Raquel sintió que con Charito había entrado, ataviada de alegresapariencias, para posesionarse de Adriana, la inevitable realidad.

XXV

Poco antes de mediodía llegó, acompañado por otro empleado, el jefe dela correspondiente oficina del Registro Civil. Era un señor gordo,tieso, de cabello y bigotes grises, y cuya apostura digna parecíaafirmar la importancia de la ceremonia que iba a realizarse. Al entraren la sala hizo una gran reverencia. Su empleado, un joven moreno,pobremente vestido, tenía por el contrario el semblante apático;adelantándose como aburrido, puso el libro sobre la mesa dispuesta enmitad de la sala y buscó, sin apuro, el folio en que debía formularse elcontrato matrimonial. Una sirvienta corrió a llamar a los novios.

Raquel se cubrió la cara con las manos y comenzó a sollozar.

Su madre,que lloraba en silencio, la reconvino en voz baja, casi suplicante.Entonces se alzó la voz grave del señor Molina.

—Está demás llorar ahora, dijo lacónicamente.

Había venido con sus hijas. Como la noche antes oyeran dialogar a supadre sobre la desgracia del inesperado casamiento, más que nunca leshacía Adriana la impresión de una rara.

Tenían la vaga idea de que ahoraexpiaba las consecuencias de sus fantasías absurdas. Y se miraban con ungesto de aprensión, casi asustadas.

Adriana entró con Charito y con Muñoz. Traía el traje sencillo con quesolía ir a la iglesia, para la misa de las once. No era su aspecto el deuna novia, y por su actitud natural, casi distraída, en medio de lascaras solemnes, parecía moverse en otra atmósfera. Difundía una graciasingular. Sus primas se ruborizaron, humilladas por su belleza y suserenidad. Charito fue hacia ellas, y en voz baja, cuchicheando:—¿Hanvisto? Se cumple hoy lo que yo siempre anuncié. Adriana nunca quiso aotro. Las rarezas, las maldades, eran todas fingidas. ¿La ven ahora, conese aire de indiferencia? Yo les aseguro que no cabe en sí de felicidad.

De pronto, cuando el jefe del Registro llenaba las primerasformalidades, Raquel dejó de sollozar. Dijo algunas palabrasininteligibles y se dirigió impetuosamente hacia Adriana. Estabaresuelta a interrumpir el acto. Todo el mundo la miraba con sorpresa,sin adivinar su propósito. Los mechones del pelo lacio se le habíanpegado, con las lágrimas, sobre las sienes; la tristeza y la indignaciónse pintaban juntas en su semblante enrojecido.

Pudo al fin hablar.

—¿Y tú, con esta tranquilidad, vas a casarte?

Adriana comprendió al punto su intención. Entonces la miró con fijeza;después, besándola, la empujó suavemente hacia su madre. Como si hubieseleído alguna trágica amenaza en el fondo de aquellos ojos que nocambiaron de expresión para los demás asistentes, Raquel retrocedió,ahogando un grito.

—¡Qué nervios tiene esa chica!—dijo alguien en voz baja.

Adriana se acercó a la mesa y escribió su nombre al pie del acta, con lanaturalidad de quien pone su firma al terminar una carta. Muñoz, encambio, tomó la pluma temblando, y no pudo ocultar su emoción en aquelinstante que ataba para siempre a la suya la misteriosa existencia deAdriana.

Ella, terminada la ceremonia, llenó de licor varias copitas y sirvióante todo a los empleados del Registro. El jefe, luego de agradecer y depronunciar algunas respetuosas frases de circunstancias, hizo la mismareverencia que al entrar, y ambos se retiraron.

Después, por largo rato, nadie habló. Raquel seguía sollozando, yCharito la contemplaba intrigada, sin comprender.

Adriana estaba pensativa. La triunfante tranquilidad de su rostro habíadesaparecido. Empezó a oír en su interior, repetida como un estribillo,la dulce frase murmurada por Julio, pocos días antes, junto a la iglesiade Nueva Pompeya: "Si a usted la pierdo, viviré sin vivir". Pero estafrase no llegaba todavía a conmoverla. Porque la gravedad misma de lossucesos, había en cierto modo anulado su sensibilidad, tal como ocurrecuando atraviesa por el organismo vivo una corriente eléctrica que pordemasiado intensa los nervios no la sienten pasar.

En el almuerzo, apenas comió. En seguida suplicó que la dejaran sola,declarando que no había dormido en toda la noche anterior y necesitabadescansar. Insistió, sobre todo, en que se marchara Muñoz. El señorMolina dispuso que nadie la contrariara. Ahora miraba a su sobrina conotros ojos, intimidado por ella y por el enigma de su actitud.

Adriana se echó vestida en la cama y durmió durante varias horas. Cuandoquisieron despertarla no se movió. Parecía el suyo un sueño de muerte.Sin embargo, tenía las mejillas acaloradas y junto a la raíz de loscabellos brillaban pequeñas gotas de sudor.

La dejaron dormir hasta elanochecer. Pero vinieron algunas de las pocas personas a quienes sehabía comunicado el casamiento.

Contra las súplicas de Raquel, su madrelogró, al fin, despertarla.

Ella, con un ademán de desesperación, sinabrir los ojos, pidió que la dejaran. Escondió la cara en losalmohadones y volvió a dormirse en seguida.

Soñó.

En la iglesia de las Victorias, iluminada con millares de cirios, ellasalía por el medio de la nave, vestida de blanco. Su esposo era Julio,que le murmuraba al oído palabras ininteligibles.

Llegaron a la calle.Vetas de sombra temblaban sobre los transeúntes, pero ninguno de éstosse paró para ver salir el cortejo; corrían y se esfumaban comofantasmas. En la plaza Libertad,

los

troncos

de

los

árboles

habíancrecido

desmesuradamente, las ramas formaban como una selva que sesumergía en un cielo borroso.

Subió con Julio al único carruaje que aguardaba frente a la iglesia. Vioal cochero levantarse en el pescante y castigar con todas sus fuerzas alos caballos, sin que éstos aceleraran su marcha ni se oyera tampoco elchasquido del látigo.

Procuraba Adriana, vanamente, recordar las circunstancias en que sinduda desistiera de casarse con Muñoz. Tampoco pudo recordar las personasque habían asistido a la ceremonia; sólo tenía presente la cara delcura, muy viejo y con cejas canosas sobre los ojos pequeños quebrillaban inexpresivamente en las órbitas hundidas. Se parecía alsacerdote que la confesara días antes. Después de echarles la bendiciónse había inclinado sobre ella cuchicheándole maliciosamente al oído:"Con este no te casas por casarte".

El carruaje paró. Descendieron. Instantáneamente se vio con él en lasala nupcial. Había un gran lecho, muy ancho y muy bajo; brillabaindecisamente el moaré de los almohadones.

Y la idea de que Julio era al fin su esposo querido y que se hallabanjuntos en aquella tibia intimidad, irradió en su espíritu como unagloria, sin rastro alguno de impureza.

Pero notó, sorprendida, que el traje de novia se le había desceñido porlos hombros y se deslizaba sobre sus brazos desnudos.

Entonces cerró los ojos con un ligero espanto, a tiempo que la envolvíala sensación de una dicha excesiva. Ardiéndole el rubor en las mejillas,fue a sentarse en un sillón, de espaldas al lecho.

Julio se arrodilló ycomenzó a sacarle, delicadamente, los zapatos blancos. Ella sintió quesu ser se diluía en una vaguedad semejante a la que había experimentadoen algunos momentos extáticos, así junto a la Virgen en la iglesia deNueva Pompeya, y le pareció que morir no sería sino prolongar por todauna eternidad la delicia de aquellos momentos. ¡Una eternidad para lasmanos que le quitaban con tan suave modo los zapatos blancos! Julio seincorporó y la miró con sonrisa extasiada; y como si hubiese entendidosus mudos y apasionados deseos, le tomó la cabeza en una caricia, y sepuso a murmurarle palabras ligeras, humildes, que llegaron como unaadoración a sus oídos.

Después la besó en los ojos y en los labios.Adriana se oprimió contra él, con un deseo dulce de morir.

De pronto advirtió con inquietud que Julio ya no estaba con ella. Almismo tiempo se abría la puerta de la alcoba; asomó una cara pálida, quese puso a mirarla con triste asombro. Reconoció a Laura y dio un grito.Pero Laura, precipitándose, se abrazó a ella. Todo el decorado de laalcoba nupcial desapareció en un remolino, y la figura de Laura fuesustituida por Raquel, que era quien la abrazaba y procuraba calmarla.

Entonces, despertando del todo, se le representó la escena de sucasamiento civil con Muñoz.

—¿Me casé ya?—preguntó, con la instintiva esperanza de que no sehubiese realizado todavía la ceremonia. Pero entrando en la plenaconciencia de la realidad, comprendió lo absurdo de su pregunta.

Al día siguiente, en medio de la agitación que trajeron los preparativosdel acto religioso, ya no le fue posible apartar su pensamiento de laterrible obsesión. Muñoz ahora se le antojaba un extraño, un hombre aquien no hubiese tratado nunca. Su galantería solícita la hería como unaofensa, la idea de que era su marido se le hizo insoportable.

Iba la ceremonia a celebrarse, según sus deseos, en la casa misma. Nohubiera tenido valor para casarse con Muñoz en una iglesia.

El señor Molina recorría, muy caviloso, las habitaciones de la casa, yal pasar junto a su sobrina, sin atreverse a consolarla, echaba sobreella una mirada penetrante.

—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!—murmuraba hablando consigo mismo,pero con el propósito de que ella, oyéndole, comprendiera que no leengañaba su apacible indiferencia exterior.

Adriana, sintiéndose a punto de abrazar llorando a su tío, furtivamentese retiró a su cuarto, sin advertir que Muñoz la seguía. Cuando depronto se vio sola con él, tuvo, azorada, la tentación de huir.Dominándose, fingió que había entrado a su habitación para buscar algoen la mesita de luz. Pero él, acercándose, le enlazó la cintura.Adriana, pálida de susto, se defendió.

—¡No! ¡No, Muñoz!—exclamó sin atinar con lo que decía.—

¡Si no havenido el cura todavía!

Y llamó gritando a Raquel.

Muñoz retrocedió asombrado, inquieto. La sintió, como en otros tiempos,protegida por un gran resplandor.

—¿Vuelve a despreciarme, ahora?

Ella ensayó una explicación. Y dirigiéndose a Raquel que acudía:—Tellamé... para que le digas que no debe sorprenderse de algunas rarezasmías.

—Sí, venga, Muñoz, dejémosla.... Ella es algo enferma, ¿usted no sabe?

Y le miraba seria, enrojecidos por las lágrimas sus ojos verdes.

Muñoz obedeció. Pero su espíritu se había turbado y le asaltó la antiguasospecha de que Adriana jamás podría quererle. Por primera vez, despuésde la inesperada confesión de amor en casa de Charito, le intrigó elapuro singular con que se habían llevado las cosas. Recordó el motivoaducido por ella: demostrarle la sinceridad absoluta de sus palabras,quitarle toda sospecha de una nueva falsedad. Sin embargo, esta tiernaprecipitación no se avenía, por cierto, con su actitud subsiguiente, tanllena de silenciosas reticencias, ni menos con la enigmática aprensióncon que había rehuido su caricia. ¿Eran desigualdades de su carácter,simples rarezas, como ella decía? Se sorprendió de no haber puesto laatención, hasta entonces, en la manera casi hostil con que le tratabaRaquel. La felicidad sin duda le había traído una especie deinconsciencia, y más con el trajín de arreglar la casa en un par dedías. Ahora le resultaba curiosa, por ejemplo, la tenacidad con que ellahabía rehusado el viaje de bodas a Montevideo.

Comprendió que el golpe de la dicha imprevista le había desquiciado ysumergido en una suerte de sonambulismo. Pero ahora se restregaba losojos, al fin. ¿Qué significaba aquel aspecto caviloso con que el señorMolina se paseaba, desde hacía dos horas, por las habitaciones de lacasa, sin hablar con nadie y hasta esquivando francamente todaconversación? ¿Por qué no relataba, con su flema de costumbre, anécdotashistóricas?

Aquella

misma

mañana

Muñoz

le

había

abordado,expansivamente, para consultarle sobre diversas compras propuestas porCharito.—Sí, sí, todo eso me parece muy bien, respondió el señorMolina, sin tomarse el tiempo indispensable para considerar la pregunta.Luego, sacando su reloj:—Hasta luego, amigo, tengo por ahí un asuntito.

Mientras tanto el cura no tardaría en llegar para consagrar la unión, yesa misma tarde iría él con Adriana, con "su mujer", a un chalet rodeadode viejos árboles, en las barrancas de Belgrano... ¿No lo habríasoñado? ¿Era realmente "su mujer"

esta criatura que le desdeñara y lehumillara tanto y a quien durante los últimos meses no pudieracontemplar sino furtivamente, como un ladrón, en la penumbra de laiglesia del Socorro?

¿Era

esta

la

misma

Adriana

que

tantas

vecesresplandeciera para él, transfigurada, en la indecisión de unaportentosa lejanía?

En tanto que su imaginación sobreexcitada la miraba regresar así alantiguo hechizo inquietante, no se preguntó una vez siquiera si era unbien o un mal su casamiento con ella. Por el contrario, perdido en laspresentes conjeturas, experimentaba la inconfesable satisfacción de queeste matrimonio era ya, de todos modos, un hecho consumado. Los largosdeseos atados a su amor, las humillaciones devoradas en silencio, habíanconcluido por anular su dignidad de otro tiempo y por corromperle hastaen las raíces de su ser. Ahora el corazón le latía con violencia agitadopor esta sola idea: "el cura no tardará en venir, Adriana será de todosmodos mía". Y ya no quiso pensar en otra cosa.

Pero sobrevino un episodio extraordinario que impidió la realización delacto religioso.

XXVI

Apenas Adriana quedó sola, después de rechazar a Muñoz, entró en sucuarto Lola, para anunciarle con mucho misterio que abajo, en la puertade calle, estaba la sirvienta de las Aliaga.

Ella palideció.

—¿Está sola?

—Sí, ha venido en un carruaje. Dice que trae un mensaje de la niñaLaura.

Entonces, con el mismo ímpetu desordenado que pusiera días antes pararesolver el casamiento con Muñoz, decidió ahora correr a casa de lasAliaga. ¿Qué pasaría a la pobre Laura? Acaso su anemia se habíaagravado...

—Oye, ordenó a Lola, dame el saco de piel, dame el sombrero gris,pronto, y no digas nada, tú no me has visto salir, tú no sabes nada demí.

Dos minutos después, subiendo al carruaje, interrogó ansiosamente a lasirvienta de las Aliaga.

Esta la informó. Laura estaba en cama, muy enferma, y los médicos nolograban ponerse de acuerdo en las consultas; sin embargo, la fiebre,desde el día anterior, sin que nadie lo esperase, había cedido.

—Y ahora, niña,—agregó—quiere verla a usted, le ha entrado unadesesperación por verla, le dijeron que usted se casa, pero ella porfíaque no puede ser.

Por un momento, Adriana imaginó la confusión que se produciría en sucasa cuando llegara el cura y la buscaran inútilmente. Pero esto lepareció de una importancia irrisoria; en su espíritu ya no había sino elanhelo de ver a Laura.

Cuando subió la escalera que una semana antes había bajado llorando,tuvo que detenerse en el rellano y oprimirse con las dos manos elcorazón. Al cruzar el vestíbulo y entrar en el corredor que conducía ala habitación de Laura, la atmósfera de aquella casa en que había nacidosu gran amor tan súbitamente perdido para siempre, y donde ahora acasoestaba muriendo su dulce rival querida, la envolvió como en una realidadardiente. Le parecía de cierto modo revivir.

La habitación de Laura estaba ahí, a pocos pasos.

Había en toda la casa un silencio de muerte. Sacándose el anillo deMuñoz, sin saber por qué, se volvió a la sirvienta y le pidió en vozbaja que lo guardara.

Parándose en el umbral, suspensa, lo primero que vio fue la cara deLaura hundida en el blanco almohadón. Sentado a la cabecera de la cama,Julio tenía una mano de la enferma entre las suyas. Una arruga verticalen la frente y las comisuras contraídas de sus labios, revelabaninsomnios y noches en vela.

Contemplaba a Laura adormecida.

Carmen, en medio de la habitación, preparaba un remedio mirando la copaal trasluz. También era otra, Carmen: parecía más crecida, más mujer; laaflicción persistente le había borrado del semblante la expresióninfantil.

Adriana tuvo la sensación viva de todo lo que se había llorado en lacasa durante la espantosa semana transcurrida. Y se sintió oprimida,avasallada por aquel dolor común. Volvió Carmen hacia ella, muydulcemente, los ojos enrojecidos bajo la hinchazón de los párpados.

—¡Qué bien has hecho en venir!—dijo con la voz abatida y al mismotiempo tierna, sin interrumpir la preparación del remedio.

Al oír hablar, Laura se incorporó, retiró vivamente su mano de las