CARLOS ALBERTO LEUMANN
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Adriana Zumarán
(NOVELA)
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9ª EDICIÓN
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BUENOS AIRES
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TALLERES GRÁFICOS "CÚNEO" CARLOS PELLEGRINI 677
1921
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Es propiedad. Queda hecho el
depósito que marca la ley.
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CAPÍTULOS:I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII,
XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII,
XXIII, XXIV, XXV, XXVI, EPILOGO
I
La muerte de su padre permanecía envuelta para Adriana en una penumbrade lejano misterio. Había llegado a la sospecha, luego a la certidumbre,de un suicidio. El episodio se remontaba a los primeros años de suinfancia. Ella recordaba confusamente el cuadro de la habitaciónmortuoria, el túmulo negro, el Cristo de plata; alguien la habíalevantado en alto, y ella vio entonces, en el ataúd, una forma larga,cubierta desde la cabeza hasta los pies con un paño blanco; sóloaparecían las manos, traídas por encima del paño, horriblemente pálidasy tiesas. Pero no le parecieron las manos de su padre. "¿Por qué lehabían tapado también la cara?" pensó más tarde. Pero por nada en elmundo lo hubiera preguntado a su madre ni a persona alguna. Se loimpidió una especie de recelo sobrecogido y la misma gravedad dolorosadel suceso. Ciertas alusiones, oídas en conversaciones íntimas, lehicieron después relacionar la tragedia con el aislamiento en quevivía—acaso desde entonces—la familia de Aliaga, y fijar su reflexiónsobre la singular circunstancia de que, con la muerte de su padre,terminó toda amistad entre aquella familia y la suya, a pesar de unirlasalgún parentesco.
Y guardaba también esta vaga memoria: un día, durante el luto, habiendopedido que la llevaran a casa de las Aliaga, donde con frecuencia pasarael día jugando, su madre la reprendió con una severidad que la dejóconsternada.
Después entró como interna en un colegio religioso, pasaron los años yrara vez tuvo de ellas alguna noticia. "¡Qué divina se ha puesto LauraAliaga!"—oyó decir a una señora, en voz baja, al terminar una fiesta decaridad organizada por las damas Vicentinas. Y le dio pesadumbre pensarque acaso las había visto, sin reconocerlas. Por otra parte, le infundíacierto inexplicable temor la idea de relacionarse con ellas nuevamente.
Pero el año anterior a la época en que comienza esta historia, las habíavisitado aventurándose a todo y con el pretexto de la antigua amistad,cuya ruptura aparentó sencillamente ignorar.
Fue una emoción que le dejó recuerdos imborrables. Durante las dos horasque la visita duró, la agasajaron con finura, demostrándole ciertaalegría solícita, que contrastaba con la idea trágica de su imaginación.Se las había figurado siempre con una actitud melancólica y en sus carastristes una palidez mortal.
Era la de Aliaga una de esas familias porteñas que se han retraídorehuyendo las antiguas amistades y viviendo en una especie de reserva yde rara indiferencia para todas las cosas que agitan al brillante mundosocial. La casa, interiormente suntuosa, parecía demasiado grande paralas pocas personas que la habitaban. Con las tres hermanas vivía unhermano solterón, Eduardo, y una tía abuela, muy anciana ya; atacada deparálisis, nunca salía de su habitación.
Y la casa parecía aun más grande y más silenciosa, cuando Eduardo se ibacon alguna de ellas a una estancia lejana, donde solían pasar largastemporadas.
Adriana se sorprendió de que a ratos la hablaran con un tono de vozcansada, como midiendo las sílabas y con cierta reserva en la dejadezamable de las palabras. Le llamaron la atención sus manos largas yfinas, ligeramente deformes y de una blancura extraordinaria. Tambiénrecordaba ahora, como si los tuviera presentes ante sus ojos, algunosobjetos del salón; así una mesita de caoba tallada, incrustada en losbordes con dibujos de nácar, luego dos grandes candelabros de cobre quefiguraban dragones fantásticos, y una jarra de alabastro, sobre lacornisa de la chimenea, con pomposas flores de terciopelo lila.
Una aprensión invencible la había imposibilitado para llevar laconversación al recuerdo de su padre. Como la irritara su propia faltade audacia y excitada por la violenta curiosidad, se decidió al fin:
—Ustedes trataron mucho a papá...
Y miró a Zoraida, la mayor, con expresión de tímida simpatía.
Noparecieron en manera alguna sorprenderse. Zoraida, suspirando, cerró poralgunos segundos sus hermosos ojos de anchas pupilas bajo la masa decabellos rubios retorcidos sobre la cabeza espléndida. Le respondieronsin embargo de un modo evasivo.
—Tú debes acordarte de cuando él te traía aquí... el señor Zumarán eramuy bueno... Tal vez demasiado bueno.
En seguida, después de mirarse unas a otras, se fijaron en ella concierto embarazo y cambiaron la conversación.
Sin duda aquélla, la mayor de las hermanas, había sido para su padre unser de adoración, el motivo amoroso de su muerte; y acaso en una viudezvirginal, se había ella consagrado a la fidelidad de un cariño que através de la muerte perduraba por la comunicación doliente de sus almas.Por eso sin duda era más pálida su cara, sus ojeras más hondas y el oromate de su pelo tenía una tonalidad más antigua. Y aquellas sus anchaspupilas, con cierto brillo febril en su dulzura profunda, ¿no revelabantambién la imaginación apaciguada por una larga contemplación visionariay ajena, desde hacía muchos años, a toda suerte de seduccionesmundanales?
Adriana propuso en su ánimo volver a aquella casa y lograr, siquieracon súplicas, la relación sentimental de la tragedia. Se la diríanllorando, y ella, la hija del hombre adorado, abrazaría a aquellahermana mayor y también lloraría a su padre desconsoladamente.
Otro episodio se asociaba también al recuerdo de su visita a la familiade Aliaga. Cuando iba a marcharse, una de ellas, acaso para todavíaretenerla, se empeñó en que debía conocer a Julio Lagos.
—Le dejamos arriba, conversando con la abuelita, cuando tú viniste.
En seguida encendieron las luces de la sala y le hicieron bajar.
JulioLagos le pareció un muchacho nada vulgar. Celebró conocerla y alabó coninsistencia, casi con inoportunidad, el espíritu singular que revelabael modo de mirar que Adriana tenía.
Pero después, aun cuando ambos se prometieron amistad, según el tono degalantería que la plática tuvo, no habían vuelto a encontrarse.
Aquel Julio Lagos surgía para ella cubierto por la misma atmósfera depasión que imaginaba sobre todas las cosas relativas a la familia deAliaga. Además, en los ojos de Julio había visto, estaba segura, brillarel amor. En realidad, no se explicaba a sí misma por qué había dejadopasar un año sin volver a la casa, cuando tantos motivos de interés laatraían.
Es verdad que Julio era, acaso, un hombre parecido a todos, sincapacidad para enamorarla ni comprenderla íntimamente.
Acaso valía másno haberle vuelto a ver, para conservar, indefinidamente, esta ilusiónde un hombre cuya alma podría acercarse a la suya y avasallarla con suinteligencia delicada, con su adoración ardiente y fina. Le amaría, así,de una manera más ideal, conservando en la memoria la caricia lejana desu galantería y el aire de sorpresa encantada con que había reconocidoen ella un espíritu singular. Por primera vez el elogio galante de unhombre había sido exclusivamente para su alma que nadie conocía. Sí, eramejor guardar, de Julio, esta idea pura, despojada de su realidad,apartada de la vida en que toda cosa ideal se anula.
La realidad era su novio, Ricardo Muñoz. Se habían comprometido durantela última temporada en las sierras de Córdoba y ella estaba segura de noquererle. Pero le sucedía algo inexplicable: a veces pensaba en él conun sentimiento que parecía amor y multitud de apasionadas ideas venían aencantarla. En esos momentos, dominada por un singular arranque deternura, le escribía cartas de enamorada sumisa.
Maravillada de símisma, pensaba que el amor la había iluminado de pronto. Pero después,cuando Muñoz llegaba a su presencia, ávido y tembloroso de la felicidadleída, todo el encanto se mudaba en decepción. Entonces se complacía enhacerle sufrir y de sus lindos labios sólo salían palabras de burla.
—¿Por qué—le preguntaba Muñoz desesperado—por qué no es usted laAdriana de sus cartas?
Ella, sin responder, sonreía vagamente.
Un día le comunicó que sus relaciones quedaban rotas. Fue una escenapenosa. De pie, frente a Muñoz, muy seria, le tendía un manojo decartas. Se negaba él a recibirlas, pero como Adriana permanecíaimplacable, lágrimas de amargura le vinieron a los ojos.
Lejos de conmoverse, la fastidió más el llanto de Muñoz.
Pusorápidamente las cartas al borde de una mesita, caminó hacia la puerta dela sala y aguardó que alguien llegase. Muñoz, ahogando los sollozos, secubría la cara con las manos.
—¡Ah, qué tontería desagradable!—murmuró Adriana; y para que la escenano se prolongase, llamó gritando a su hermana menor:—¡Raquel! ¡Raquel!¡Muñoz te quiere hablar!
Sin embargo, dos días después, por más que había tomado la seriaresolución de no verle más, le escribió otra carta pidiéndole perdón.
Uno de los motivos que sin duda influían para decepcionarla de Muñoz,era el apoyo que su madre prestaba a éste. Su madre y una amiga deAdriana, Charito González, querían a toda costa que se formalizara elcompromiso y se casaran en seguida. Esta solución le parecía a ella lamuerte de todos sus ensueños... Era preferible
quedarse
en aquellaindecisión,
ante
aquella
perspectiva muy vaga, muy brumosa, donde podríaresplandecer de pronto la luz de su vida. El matrimonio con Muñoz laaterraba. Para evitarlo pediría ayuda a las Aliaga y a Julio...
La tragedia de su padre se juntaba en su pensamiento a otras historiasoídas en la reserva de alguna confidencia. Su abuelo, un hombre piadosoy sensual, se había dejado matar, sorprendido en la alcoba de su amante,por faltarle la voluntad de herir con la espada que el maridocaballeresco le arrojara a las manos.
Adriana se lo representabaplegando las rodillas, abatido por el golpe mortal, con los ojos cegadospor la sangre de la herida y murmurando una oración, puestos los labiossobre la cruz de la espada.
¡Cuánta melancolía insinuaba en su meditación aquella historia,ensimismada en el secreto como las cosas de la confesión! Y también asíla de su bisabuelo, que suscitara una leyenda de escándalo en su tiempoy sucumbiera a la tristeza que le había dejado la muerte de una querida.Su mujer, que le adoraba con locura y con una suprema bondad le habíaperdonado sus desvíos, sobrellevó el doble martirio de verle morir y deescuchar el nombre de la perdida articulado por él inconsolablemente enlas alucinaciones que precedieron su agonía. Después, alterada por laintensidad de su desdicha, perdido el afecto a los hijos y a todas lascosas del mundo, cambió poco a poco en misticismo su amor por el muertoy tuvo visiones extrañas de Jesús y de la Virgen. La familia habíalogrado
que
nadie
conociera
tan
singulares
circunstancias,atribuyéndolas a locura, y sin sospechar en aquellas visiones suidentidad con los éxtasis celestes de las bienaventuradas.
Adriana tocaba como reliquias algunos objetos que le pertenecieran; asíun crucifijo, pendiente de un pesado rosario de oro viejo. Durantelargas horas, ociosa, lo acariciaba entre sus dedos, soñando, con losojos abismados. Y una sugestión impalpable, profunda, le traía elvestigio inmaterial de voluptuosos apasionamientos y la palpitaciónremota de aquella pobre alma, visitada por seres angélicos, que vinieranpara ofrecerle una inefable consolación.
Pero estas todas eran cosas hondamente sumidas en su mundo interior y deellas jamás tenía ocasión de hablar con nadie.
II
Ahora estaba, desde hacía un mes, en la estancia de su tío ErnestoMolina. Procuraba distraerse con la lectura; pero los libros,
en
aquellacampaña
despoblada,
monótona,
sobreexcitaban las ansiedades vagas de sucorazón. Y como era imposible vencer el empeño que su madre tenía dequedarse allí, ya entrado el otoño, la compañía de sus parientes se lehizo más odiosa y pasaba las horas callada, retraída y con una grantristeza.
Un parque de eucaliptos rodeaba el espacioso y antiguo caserón de laestancia, hecho al estilo colonial: gran patio con aljibe en el medio yun techo de tejas recaído sobre la galería exterior.
Era el señor Molina un hombre de hábitos señoriles y sencillos. Apegadoal recuerdo del Buenos Aires viejo, aceptaba, sin amarlas, todas lasinnovaciones modernas y el espíritu de las actuales costumbres. A sumujer, católica, sin misticismo, le preocupaban en cambio los avancesescandalosos de la irreligión.
Sus dos hijas se parecían a ella por laexpresión casi enojada de los ojos, adquirida en las prácticas asiduasdel culto murmurando oraciones compungidas y contemplando el cáliz quese eleva sobre la casulla recamada en oro del sacerdote que oficia.
Era Adriana, en este ambiente, un contraste original. Ella leía novelasmodernas que figuraban en el Índice, bromeaba sobre cosas sagradas ysiempre discutía para escandalizar; sus actitudes tenían como unalasitud de encanto prohibido. Parecía desdeñar compasivamente a sus dosprimas, que se querellaban como chiquillas, entre rezo y rezo, y querefiriéndose a ella en casa de extraños,
solían
repetir
censurándola,con
ingenuidad
sentenciosa: "Es una rara, una rara".
El señor Molina era la única de aquellas personas cuya conversación nole causaba fastidio, por más que siempre tocara los mismos asuntos, consu invariable tono tranquilo, pausado, de viejo patricio, el pulgar deuna mano metido en la abertura del chaleco y la otra apoyada de travésen la rodilla.
Nunca dejaba de hacerla reír cuando repetía anécdotas de personajeshistóricos. Se trataba, con frecuencia, de alguna conversación sinimportancia que él había escuchado treinta años atrás y cuya recordaciónresultaba trivial. Otras veces, en cambio, eran anécdotas llenas desabor humano. Pero el señor Molina atribuía a todas sus historias elmismo grado de interés.
Por lo común se interrumpía en mitad de surelato, después de advertir: "Pero ahora ustedes van a ver". Y quedabacomo ensimismado, durante algunos segundos.
—Mi abuela,—decía—fue muy amiga de doña Remedios Escalada, la mujerdel general San Martín, una señora distinguidísima, muy buena moza. Sí,mi abuela siempre se acordaba de Remedios, de su genio alegre, su cararedondita, y unos ojazos que al decir de ella no los había más lindos.Pero ahora ustedes van a ver... Nunca se llevó muy bien con el general,que tenía un carácter demasiado militar, y quería vivir en su casa a laespartana. Mi abuela le criticaba mucho. Ustedes no lo han de creer,pero para ella el general San Martín fue toda la vida un bruto.
Y añadía como encantado:
—Figúrense ustedes, el Libertador de América, uno de los primerosgenerales del mundo. Pero mi abuela, es claro, la pobre no lo apreciabasino por su vida en familia.
Tanto el señor Molina como su mujer, como las hijas, le producían lasensación de personas que vivían en un mundo de realidades pueriles yque hasta cierto punto carecían de verdadera alma. No concebía que encircunstancia alguna pudiera comunicarse con ellos sobre cosas relativasal corazón.
Sin embargo, el señor Molina la trataba con una benevolenciaincondicional, la defendía siempre y le acariciaba la cara con cariño depadre.
—Tú no la entiendes a tu hija, decía a su hermana conciliadoramente,cuando ésta demostraba su inquietud ante las ideas, las actitudes y elespíritu libre de Adriana.—Tú y yo nos hemos quedado en la viejasociedad; ella es una chica de la sociedad nueva. Ojalá mis hijastuvieran algo de la tuya. Pero mi mujer, con sus preocupaciones antiguaslas tiene acobardadas y sujetas a una cantidad de tonteras que hanpasado de moda.
La madre de Adriana callaba. El suicidio de su marido había dejado
enella
una
aprensión
enfermiza,
y
cualquier
insignificancia relativa a laconducta de Adriana despertaba en su corazón el recelo y la inquietud.En vida del señor Zumarán fue una señora de carácter gracioso, amiga defiestas y relacionada con todo Buenos Aires. La terrible tragedia lacambió por completo: cerró su casa, se retrajo, envejeció tempranamente,y todas las amables cualidades de su espíritu desaparecieron con losrestos de una belleza física notable. Adriana ignoraba que aquella sumadre, tan aprensiva, tan apocada, tan sin alma, no era sino una sombrade la antigua mujer.
Ese día, a la hora de la siesta, se llegó paso a paso por la avenida deeucaliptos, húmeda y cubierta de hojas secas, a sentarse en el palotransversal de la tranquera. El sol reía en la llanura, toda verde,inacabablemente verde, y como cortada en la lejanía por el límite delcielo azul. Algunos animales, en aquel mar de verdura, aparecían comomanchitas de color ocre o negro.
Mientras su mirada se perdía en la inmensidad de la llanura, empezó arecordar, casi con extrañeza, las circunstancias en que se habíacomprometido con Muñoz.
Vívidamente brillaron en su recuerdo las incidencias de un viaje a laprovincia de Jujuy; el largo tren, arrastrado por la máquina jadeante,trepaba con fatiga la pendiente, arrojando coronas de humo que sediluían sobre la transparencia del aire; y todo el paisaje girabadesplazando lentamente las vastas montañas.
Cuando el tren paraba en las solitarias estaciones del trayecto, ellabajaba a conversar con las "cholas", descalzas, andrajosas, que levendían empanadas, caña de azúcar y santitos de barro pintados de rojo.
La impresionó, sobre todo, una escena religiosa en la montaña.
Por uncamino escarpado, a la oración, descendía llevada en andas la imagen dela Virgen, vestida de seda azul y con un disco de oro, oblicuo sobre lacabellera renegrida, larga como un manto. El monte hundía su pico oscuroen el cielo lívido.
Penumbras indecisas iban cayendo sobre la procesión,y ésta avanzaba al compás de una música continua, gemebunda; cuando alcabo de un recodo la pendiente, brusca, se empinaba, los hombres quellevaban las andas se detenían, para sostener con un brazo la Virgenoscilante, y entonces sobre la cabellera renegrida el disco de ororelucía. Larga hilera de gente seguía atrás, levantando murmullo derezos apagados por el lloriqueo rítmico del violín o la nota opaca yrotunda del tambor. En esta hilera de cabezas sumisamente agachadas, quebajaban formando en el flanco de la montaña como una cinta negruzca, devez en cuando se iluminaba con el claror del crepúsculo una cara quemiraba al cielo con los ojos ensoñados.
Y aquella humilde procesión, bajo la media luz del ocaso, en una regióntan oculta por la serranía abrupta, parecía brotar como tosco misticismode la naturaleza misma del paraje, dulce, pacífico, triste.
¿Comprendió Muñoz aquellas emociones? Sólo le oyó algunos comentariosdemasiado semejantes a reflexiones que ella había leído alguna vez. Lafatigó en cambio con su apasionamiento celoso y adusto. Por eso ahorarecordaba casi con encono su primer cariño por él y sus cartas de amor.En su imaginación propensa a exagerar los rasgos chocantes, la cara deMuñoz asomó con las cejas más juntas y más anchos los labios de gestosensual y altivo. Todos sus pensamientos se ennegrecieron.
Ideas malas,apoderándose de su alma, la penetraban de una dolorosa voluptuosidad.Otras caras aparecían en su memoria, deformadas, grotescas, las caras deotros que también la habían ilusionado algo, pasajeramente.
Volviendo a la casa, por el mismo camino húmedo, bajo los eucaliptos,se encontró con su madre. Entonces sintió crecer incomprensiblemente suexasperación. Era viernes, día de recibo en casa de Charito González, suamiga más adicta, quien le había escrito pidiéndole con el mayor ahíncoque no faltara a la reunión.
—Mamá,—dijo con brusquedad,—yo quiero irme hoy.
—Ya te dije que no.
"Ah, le gusta verme morir aquí de tristeza", pensó. "Ojalá nos ocurrauna desgracia".
Y sintió la necesidad maligna de que una desgracia sobreviniera, enrealidad, atraída por su augurio diabólico.
Saltando y cantando sus dos primas salieron a la galería.
Acababan devestirse y sus trajes claros y sus cabellos rubios brillaban al sol.Parándose repentinamente ante Adriana, recobraron la habitual expresiónseria y grave; luego, en el tílburi cuyas riendas les entregaba un peónde la estancia junto al veredón, reflexionaron vagamente en aquellaextraña muchacha con quien jugaran tanto de criaturas, y que ahora, pormás que hablaran con ella todos los días, les parecía un ser cuyoespíritu oscuro no penetrarían jamás.
Pero un tren había parado en el pueblecito inmediato a la estancia;media hora después, al chasquido de un látigo, bajo los eucaliptos, enel extremo de la avenida, osciló la capota de un break. Eran Raquel yFernando. Este traía para su madre malas noticias. Un campo que ellosposeían al norte de la provincia, acababa de incendiarse y habían muertocasi todos los animales.
Fernando, sin bajar del break, refería esto concierto aire de indiferencia
y
hasta
con
buen
humor,
mientras
Raquelexclamaba, sacándose el tul de la cara:
—¡Qué pena para mamá!
Adriana vio venir a su madre y corrió hacia ella, muy alegre:
"¡Unadesgracia, mamá!" Pero al decir esto se sobrecogía por la idea de supropia perversidad.
—¡No hay que exagerar las cosas!—le gritó Fernando bajando rápidamentedel break.
Raquel miró a su hermana fijamente.
—¡Oh, qué alma la tuya!
El acento de su voz traducía desazón y resentimiento. Pero no proveníasu despecho de aquella inoportuna alegría de Adriana, sino de un motivomucho más grave para ella.
—¡Hiciste una de las tuyas!—exclamó cuando las dos se hallaron solas.No creas que te reproche nada. Le has coqueteado a Castilla sabiendo queél me festejaba. No me importaría, no tengo celos, te lo juro, pero loque has hecho me demuestra que no soy nada para ti, que me desprecias, ysi es así ya no quiero ser tu hermana.
Bajo la frente que asomaba como un triángulo de fina blancura entre losmechones del cabello lacio, los hermosos ojos verdes de Raquel brillabande indignación. Y en el tono de sus palabras había un deseo doloroso dehacerle sentir la maldad de su acción.
Pero Adriana miró a Raquel con una sonrisa dulce y como sorprendida.
—No vale la pena de pelear por un presumido como Castilla.
—Un motivo no puede faltarte para tus acciones odiosas; ya tienes elvicio de hacerlas.
El sufrimiento interior que la expresión resentida de Raquel habíasuscitado en su espíritu, se anuló en seguida bajo la violencia de estaúltima frase. Como su hermana quisiera marcharse, la retuvo.
—Yo no podría sino reírme—le replicó—de cualquier muchacho que separezca a Castilla. No me engaño con esa facilidad tuya, que cada añotienes una nueva ilusión y haces una nueva conquista.
—Pues yo prefiero engañarme y no engañar, como tan deslealmente engañastú a Muñoz. En la primera ocasión, te lo juro, le pondré al corriente dela perversidad tuya; y esto lo haré no para vengarme sino porque a Muñozno lo mereces.
—¡Pero yo te lo regalo, Raquel! A mí no me interesa. Ojalá estuviera eneste momento aquí. A mí misma me oirías decirle que no le he queridonunca y que le odio, porque se parece a todos y para mí sólo ha sido unadecepción más...
Se contuvo, siempre cerrando el paso a Raquel, que procuraba rechazarlaabriendo los brazos, mientras se acentuaba el ceño de enojo en supequeña frente. Luego, como decidiéndose, prosiguió:—¿Sabes por quésoy mala? Por desesperación, por idealismo.
—Serías buena, no serías perversa.
—Tú no puedes entenderme ¿ves? Yo daría mi vida por un verdadero amor ypor alguien que realmente lo mereciera. Y tú, en tanto, no serías capazde sacrificarte nunca. Creyéndote buena, sin embargo estás sin saberlollena de vanidad y de tontera. Ir a las fiestas, buscar al otro día tunombre en la lista de señoras y niñas que publican los diarios, y que tevean en un palco
del
Odeón
cuando
la
compañía
francesa
representacomedias que no te interesan porque no las entiendes, y desesperartecuando alguna amiga viene mejor puesta que tú: esa es tu vida, eso teconforma, a eso se reducen tus ensueños.
Cuando los mozos se nosacercan, algunos con sonrisita galante y atenciones exageradas,ridículas, otros mirándonos serios, callados, como seguros deconquistarnos en cuanto abran la boca y se decidan, tú en seguida teencuentras en la gloria y respondes de la mejor manera posible a suschistecitos amables y a sus miradas irresistibles. Yo en cambio sufro,comprendo toda la trivialidad que los mueve, la insignificancia de loque sienten.
Los muchachos como Castilla sólo pueden embobar a lastontas.
Embobarlas y reírse de ellas. Reírse con razón, porque parallegar a formarse una ilusión sobre esos tilingos...
—Bueno,—le interrumpió Raquel—déjame con mis ilusiones y quédate conlas tuyas.
Lágrimas de despecho empañaban sus ojos verdes. Adriana se acercó a ellavivamente y le tomó las manos.
—No te enojes, no hablo así para fastidiarte, sino por un desaho