

Marsella, Tolón y Lyon se habían declarado opuestas a la supremacía jacobina.
Engrandecidas por su comercio y su situación marítima,[502] y, en el caso de Lyon, por su dominio de la navegación interior. Los ricos comerciantes y fabricantes de esas ciudades preveían la total inseguridad de la propiedad como consecuencia de su propia ruina, en el sistema de expolios arbitrarios y asesinatos en que se fundaba el gobierno de los jacobinos.
Pero la propiedad, por la que se preocupaban, si se utilizaba a tiempo su fuerza natural, habría podido erigir la barrera más poderosa para resistir a la revolución. Sin embargo, después de un cierto período de retraso, puede convertirse en su víctima indefensa. Si los ricos son a su debido tiempo liberales con sus medios, tienen el poder de reclutar para su causa, y como adherentes, a aquellos que se encuentran entre los órdenes inferiores. Pero los ricos son egoístas; por eso, cuando las clases más pobres ven a sus superiores abatidos y desesperados, se ven tentados a considerarlos como objetos de saqueo. Pero, estos actos de compasión deben hacerse pronto, o aquellos que podrían convertirse en los más activos defensores de la propiedad, conspirarán con aquellos que están preparados para saquearla.
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Marsella mostró a la vez su buena voluntad y su impotencia de recursos. Los máximos esfuerzos de esa rica ciudad, cuya banda revolucionaria había contribuido tanto a la caída de la monarquía en el ataque a las Tuillerías, sólo pudieron equipar a un pequeño y dudoso ejército de unos 3.000 hombres. Fueron enviados en socorro de Lyon. Este insignificante ejército se precipitó sobre Aviñón, y fue derrotado con la mayor facilidad, por el general republicano Cartaux, despreciable como militar, y cuyas fuerzas no habrían resistido un solo
"engaillement" de los tiradores afilados vandeanos. Marsella recibió a los vencedores, e inclinó la cabeza ante los horrores subsiguientes que Cartaux, con dos formidables jacobinos, Barras y Ferron, se complació en infligir a esa floreciente ciudad. El lugar soportó los terrores habituales de la purificación jacobina, y temporalmente la llamaron "la comuna sin nombre".
Lyon se opuso a los revolucionarios y opuso una resistencia más honorable. Aquella noble ciudad estaba sometida desde hacía algún tiempo a la dominación de Chalier, uno de los más feroces, y al mismo tiempo uno de los más extravagantemente absurdos, de los jacobinos. Estaba a la cabeza de un club formidable, digno de ser afiliado a la sociedad madre y ambicioso de seguir sus pasos. Estaba apoyado por una guarnición de dos regimientos revolucionarios, además de una numerosa artillería, y un gran número de voluntarios, que sumaban aproximadamente diez mil hombres. Formaban lo que se llamaba un ejército revolucionario. Chalier era un sacerdote apóstata, ateo y alumno aventajado de la Escuela del Terror. Había sido procurador (recaudador de impuestos) de la comunidad, y había impuesto a los ciudadanos ricos un impuesto, elevado de seis a treinta millones de libras. Pero su objetivo era tanto la sangre como el oro. La masacre de algunos sacerdotes y aristócratas confinados en la fortaleza de Pierre-Scixe, fue un sacrificio lamentable. Chalier, ambicioso de actos más decisivos, provocó un arresto general de un centenar de ciudadanos principales, a los que destinó a una hecatombe más digna del demonio al que servía.
Este sacrificio fue evitado por el coraje de los Lyonnois; un coraje que, de haber sido asumido por los parisinos, podría haber evitado[503] la mayoría de los horrores que deshonraron la revolución. La matanza meditada ya había sido anunciada por Chalier al club jacobino. "Trescientas cabezas", dijo, "están marcadas para la matanza. No perdamos tiempo en apresar a los miembros de las direcciones departamentales, a los presidentes y secretarios de las secciones, a todas las autoridades locales que obstaculizan nuestras medidas revolucionarias. Hagamos una mariconada con todos y llevémoslos de inmediato a la guillotina".
Pero, antes de que pudiera ejecutar su amenaza, el terror despertó el coraje de la desesperación. Los ciudadanos se levantaron en armas y sitiaron el Hotel de Ville, en el que Chalier, con sus tropas revolucionarias, realizó una defensa desesperada y durante algún tiempo exitosa, aunque finalmente vana. Lamentablemente, los lioneses no supieron aprovechar su triunfo. No fueron suficientemente conscientes de la naturaleza de la venganza que habían provocado, ni de la necesidad de apoyar el audaz paso dado, con medidas que excluían un compromiso. Su resistencia a la violencia y la atrocidad de los jacobinos no tenía 333
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carácter político, como no lo tiene la que ofrece el viajero contra los ladrones que le amenazan con el saqueo y el asesinato. No eran suficientemente conscientes de que, habiendo hecho tanto, debían necesariamente hacer más. Deberían, al declararse monárquicos, haberse esforzado por convencer a las tropas de Saboya, si no a los suizos (que habían abrazado una especie de neutralidad que, después del 10 de agosto, deshonró su antigua reputación), para que enviaran a toda prisa soldados en ayuda de una ciudad que no tenía fortificaciones ni tropas regulares para defenderla. Sin embargo, poseía tesoros para pagar a sus auxiliares, manos fuertes y oficiales competentes para valerse de las localidades de su situación, que, cuando están bien fortificadas y defendidas, son a veces tan formidables como la protección regular erigida por ingenieros científicos.
El pueblo de Lyon se esforzó en vano por establecer un carácter revolucionario sobre el sistema de Gironda. Dos de sus diputados proscritos trataron de atraerlos a su causa impopular y sin esperanza, y buscaron inconsecuentemente protección mostrando un celo republicano, incluso mientras resistían los decretos y derrotaban a las tropas de los jacobinos. Sin duda había muchos de principios monárquicos entre los insurgentes, y algunos de sus líderes lo eran decididamente; pero éstos no eran lo suficientemente numerosos o influyentes como para establecer el verdadero principio de la resistencia abierta, y la última oportunidad de rescate, mediante una audaz proclamación del interés del rey. Seguían apelando a la Convención como su legítimo soberano, ante cuyos ojos se esforzaban por reivindicarse.
Al mismo tiempo, intentaron asegurarse el interés de dos diputados jacobinos, que habían consentido todas las violaciones intentadas por Chalier, para que les convencieran de que representaran favorablemente su conducta. Por supuesto, tuvieron suficientes promesas a este efecto, mientras los señores Guathier y Nioche, los diputados en cuestión, permanecieron en su poder; promesas, sin duda, más fácilmente dadas, que los Lyonnois, aunque deseosos de conciliar el favor de la Convención, no dudaron en proceder al castigo del jacobino[504]
Chalier. Fue condenado y ejecutado, junto con uno de sus principales asociados, llamado
"Reard".
Para defender estos enérgicos procedimientos, los insurrectos, sin suerte, se colocaron bajo el gobierno provisional de un consejo que, todavía deseoso de contemporizar y mantener el carácter revolucionario, se autodenominó "Comisión Popular y Republicana de Seguridad Pública del Departamento del Rin y del Loira", un título que, aunque no despertó ningún entusiasmo popular ni atrajo ninguna ayuda extranjera, no calmó, sino que exasperó el resentimiento de la Convención, ahora bajo la dominación absoluta de los jacobinos. Para esta sociedad, todo lo que no fuera una fraternización completa era considerado un desafío presuntuoso. Para aquellos que no estaban en connivencia con ellos, era su política determinar como sus enemigos más absolutos.
De hecho, los lioneses recibieron cartas de reafirmación, solidaridad y concurrencia de varios departamentos; pero nunca se dirigió ningún apoyo efectivo a su ciudad, excepto el 334
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pequeño refuerzo de Marsella. Esta insignificante resistencia, que hemos visto, fue interceptada y dispersada con pocos problemas por el general jacobino Cartaux.
Lyon esperaba convertirse en la patrona y el foco de una liga antijacobina, formada por las grandes ciudades comerciales, contra París y la parte predominante de la Convención. Se encontró aislada, sin apoyo y vulnerable. Se opuso con sus propias fuerzas y medios de defensa, con un ejército de sesenta mil hombres e innumerables jacobinos refugiados dentro de sus propios muros. A finales de julio, después de un intervalo de dos meses, se formó un bloqueo regular alrededor de la ciudad, y en la primera semana de agosto tuvieron lugar las hostilidades. El ejército sitiador estaba dirigido en su carácter militar por el general Kellerman, quien, con otros soldados distinguidos, había comenzado a ocupar un rango eminente en los ejércitos republicanos. Excepto para ejecutar la venganza de la que estaban sedientos, los jacobinos contaban principalmente con los esfuerzos de los diputados que habían comisionado junto con el comandante, y especialmente del representante Dubois Crance. Era un hombre cuyo único mérito parece haber sido su jacobinismo febril y frenético.
El general Percy, antiguo oficial al servicio real, emprendió la tarea casi desesperada de la defensa, y formando fortalezas en las situaciones más dominantes alrededor de la ciudad, inició una rebelión militar contra la fuerza inmensamente superior de los sitiadores, que era honorable si era útil.
Los lioneses, al mismo tiempo, se esforzaban por lisonjearse de que podían rivalizar con el ejército sitiador, presentándose como firmes republicanos. Celebraron como un festival público el aniversario del 10 de agosto; mientras que Dubois Crance, para recomendarlos por su celo republicano, fijó el mismo día para comenzar su ardiente ataque contra el lugar. Hizo disparar el primer cañón por su propia concubina, una hembra nacida en Lyon. A continuación, detonaron bombas y balas al rojo vivo contra la segunda ciudad del imperio francés; mientras los sitiados sostenían el ataque con constancia, y en muchas partes lo repelían con un valor muy honorable a su carácter[505] Pero su destino estaba decidido. Los diputados anunciaron a la Convención su propósito de emplear sus instrumentos de estrago en todos los barrios de la ciudad a la vez, bombardeados en varios lugares, para provocar una tormenta general. "La ciudad", dijeron, "debe rendirse, o no quedará piedra sobre piedra; esto esperamos lograrlo a pesar de las sugerencias de falsa compasión. No os sorprendáis entonces cuando oigáis que Lyon ya no existe". La furia del ataque amenazó con hacer realidad estas promesas.
Los sufrimientos de los ciudadanos se hicieron intolerables. Varios barrios de la ciudad fueron incendiados al mismo tiempo. Inmensas fábricas y edificios quedaron reducidos a cenizas y, durante el bombardeo de dos noches, las pérdidas se calcularon en doscientos millones de libras. Los sitiados izaron una bandera negra en el Gran Hospital, como señal de que el fuego de los asaltantes no debía dirigirse contra aquel asilo de miseria sin esperanza.
La señal de la bandera sólo parecía atraer las bombas republicanas hacia aquel mismo lugar, donde podían crear las más espantosas angustias y ultrajar en el más alto grado los 335
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sentimientos de la humanidad. Las devastaciones del hambre pronto siguieron a las de la matanza. Después de dos meses de tales horrores, se hizo evidente que era imposible seguir resistiendo.
El Comité de Seguridad Pública envió al paralítico Couthon, con Collot D'Herbois, y otros diputados a Lyon, para vengarse de lo que exigían los jacobinos. Dubois Crance fue destituido, por haber invertido, según se pensaba, menos energía a sus procedimientos de la que requería la prosecución del asedio. Collot D'Herbois tenía un motivo personal de naturaleza singular para deleitarse en la tarea encomendada a él y a sus colegas. En su calidad de actor de teatro, había sido expulsado del escenario en Lyon, y la puerta de la venganza estaba ahora abierta. Las instrucciones de este comité les ordenaban tomar la venganza más satisfactoria por la muerte de Chalier y la insurrección de Lyon, no sólo sobre los ciudadanos, sino sobre la propia ciudad. Las principales calles y edificios debían ser nivelados hasta los cimientos, y un monumento erigido en su lugar debía dejar constancia de la causa: "Lyon se rebeló contra la República, Lyon ya no existe". Los fragmentos de la ciudad que pudieran quedar llevarían el nombre de "Ville Affranchie" o Ciudad Liberada. Es difícil creer que una sentencia como la que podría haber salido de los labios de algún déspota oriental, en toda la locura frenética del poder arbitrario y la ignorancia absoluta, podría haber sido pronunciada seriamente, y aplicada con la misma seriedad, en una de las naciones más civilizadas de Europa. Era igualmente increíble que en la época ilustrada actual, hombres que pretendían ser sabios y filósofos, hubieran considerado los trabajos del arquitecto como un objeto apropiado de castigo.
Sin embargo, para maximizar el efecto de la demolición, el impotente Couthon fue transportado de casa en casa, consagrando cada una a la ruina, golpeando la puerta con un martillo de plata y pronunciando estas palabras: "Casa de un rebelde. Te condeno en nombre de la ley". Le siguieron grandes multitudes de obreros[506], que ejecutaron la sentencia derribando la casa hasta los cimientos. Esta demolición gratuita se prolongó durante seis meses, y se dice que se llevó a cabo con un gasto igual al que el soberbio hospital militar, el Hotel des Invalides, costó a su fundador, el rey Luis XIV. Pero la Venganza Republicana no gastó sus energías exclusivamente en la cal y la piedra muertas, sino que buscó víctimas vivas.
La muerte merecida de Chalier había sido expiada por una apoteosis ejecutada después de que Lyon se hubiera rendido; pero Collot D'Herbois declaró que cada gota de esa sangre patriótica cayó como si escaldara su propio corazón, y que el asesinato exigía expiación.
Todos los procesos ordinarios y todos los modos habituales de ejecución se consideraron demasiado tardíos para vengar la muerte de un procónsul jacobino. Los jueces de la comisión revolucionaria estaban agotados por la fatiga, el brazo del verdugo estaba cansado, el acero mismo de la guillotina estaba desafilado. Collot D'Herbois ideó un modo de matanza más sumario. De doscientas a trescientas víctimas a la vez eran arrastradas desde la prisión hasta la plaza de Baotteaux, una de las plazas más grandes de Lyon, y allí eran sometidas al fuego 336
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de las bombas de uva. Aunque este modo de ejecución pudiera parecer eficaz, no era ni rápido ni misericordioso.
Los que sufrían cayeron al suelo como moscas chamuscadas, mutilados pero no muertos, e implorando a sus verdugos que los despacharan rápidamente. Esto se hizo con sables y bayonetas, y con tal prisa y celo, que algunos de los carceleros y sus ayudantes fueron asesinados junto con aquellos a los que habían ayudado a arrastrar hasta la muerte. No se advirtió el error hasta que, al contar los cadáveres, los asesinos militares descubrieron que eran más de los previstos. Los cuerpos de los muertos fueron arrojados al río Ródano, para comunicar la noticia de la venganza republicana, como se expresó Collot D'Herbois, a Tolón-Especialmente cuando Tolón también se proclamó en estado de revuelta. Pero el malhumorado río rechazó el deber impuesto, y los cadáveres volvieron amontonados a las orillas. El Comité de Representantes se vio obligado finalmente a permitir que las reliquias de su crueldad fueran enterradas para evitar el riesgo de contagio.
Instalación de la Diosa de la Razón.
Finalmente, el celo de los enfurecidos ateos franceses les llevó a perpetrar una de las transacciones más ridículas y al mismo tiempo impías que jamás hayan deshonrado los anales de ninguna nación. Se trataba nada menos que de la renuncia formal a la existencia de un Ser Supremo, y la instalación de la Diosa de la Razón, en 1793.
Existe", dice Scott, "un fanatismo del ateísmo, así como de la superstición. Un filósofo puede albergar y expresar tanta malicia contra los que perseveran en creer lo que él se complace en denunciar como indigno de crédito, como un sacerdote ignorante e intolerante puede soportar contra un hombre que no puede ceder la fe a un dogma que considera insuficientemente probado." Por consiguiente, aniquilado[507] totalmente el trono, pareció a los filósofos de la escuela de Hebert, (que era autor de la revista periódica más grosera y bestial de la época, llamada "Le Père Duchesne") que al destruir totalmente tales vestigios de religión y culto público que aún abrigaba el pueblo de Francia, seguiría un espléndido triunfo de las opiniones liberales. No era suficiente", decían, "que una nación regenerada destronara a los reyes terrenales, a menos que extendiera el brazo desafiante contra esos poderes sobrenaturales que la superstición había representado como reinando sobre un espacio ilimitado".
Un malhadado hombre, llamado Gobet, obispo constitucional de París, se vio obligado a desempeñar el papel principal en la burla más impúdica y escandalosa jamás actuada ante una representación nacional.
Se dice que los líderes de la escena tuvieron algunas dificultades para inducir al obispo a cumplir con la tarea que se le había asignado, la cual, después de todo, ejecutó, no sin lágrimas y posterior remordimiento. Pero desempeñó el papel prescrito. Fue transportado en procesión completa, para declarar a la Convención, que la religión que había enseñado durante tantos años, en todos los aspectos, constituía sólo un poco de sacerdocio, que no tenía 337
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fundamento ni en la historia ni en la verdad sagrada. Renunció, en términos solemnes y explícitos, a la existencia de la Deidad a cuyo culto había sido consagrado, y se dedicó en el futuro al homenaje de la libertad, la igualdad, la virtud y la moralidad. Entregó sobre la mesa sus condecoraciones episcopales y recibió un abrazo fraternal del Presidente de la Convención. Varios sacerdotes apóstatas siguieron el ejemplo de este prelado.
La vajilla de oro y plata de las iglesias fue confiscada y profanada. Procesiones en desfile entraron en la Convención, con ridículas vestimentas sacerdotales. Cantaron los himnos más profanos. Chaumette y Hebert utilizaron muchos de los cálices religiosos y vasos sagrados para la celebración de sus propias orgías impías. Por primera vez, el mundo entero oyó a una asamblea de hombres, nacidos y educados en la civilización, apropiarse el derecho a gobernar una de las mejores naciones europeas. Alzaron su voz unida para rechazar la verdad más solemne que recibe el alma del hombre. Renunciaron unánimemente a la creencia y al culto de una Deidad. Durante un corto tiempo, continuó la misma profanidad enloquecida.
Una de las ceremonias de esta época demencial no tiene parangón en cuanto a absurdo, combinado con impiedad. Las puertas de la Convención se abrieron a una banda de músicos; precedidos por ellos, los miembros del cuerpo municipal entraron en solemne procesión, cantando un himno en alabanza de la Libertad. Escoltaban como objeto de su futuro culto a una mujer con velo, a la que llamaban "la Diosa de la Razón". Transportada a la sala de la Convención nacional, con gran pompa y ceremonia, fue descubierta y colocada a la derecha del Presidente. Fue entonces cuando se la reconoció como una bailarina de la Ópera, cuyos encantos la mayoría de los presentes conocían por su aparición en el escenario. Mientras que la experiencia de otros individuos con ella era mucho mas avanzada. A esta persona, como la[508] representante más idónea de la Razón a la que adoraban, la Convención Nacional de Francia rindió homenaje público.
Esta impía y ridícula momia se puso de moda; y la instalación de la Diosa de la Razón fue renovada e imitada en toda la nación, en aquellos lugares donde los habitantes deseaban mostrarse a la altura de todas las alturas de la revolución. Las iglesias, en la mayoría de los distritos de Francia, fueron cerradas a sacerdotes y fieles; las campanas fueron rotas y arrojadas a los cañones. Todo el estamento eclesiástico fue destruido. La inscripción republicana sobre los cementerios, declaraba que la muerte era un sueño perpetuo, y anunciaba a los que vivían bajo ese dominio, que no esperaban recompensa ni remedio ni siquiera en el otro mundo.
Íntimamente relacionada con estas leyes que afectaban a la religión, estaba la que reducía la unión del matrimonio, el compromiso más sagrado que pueden contraer los seres humanos, y cuya permanencia conduce con mayor fuerza a la consolidación de la sociedad, al estado de un mero contrato civil de carácter transitorio. Bajo este acuerdo, dos personas cualesquiera podían comprometerse y disfrutar de los placeres hasta que su gusto cambiara o su apetito fuera gratificado. Si los demonios se hubieran puesto a trabajar para descubrir un modo de destruir más eficazmente todo lo que es venerable, gracioso o permanente en la vida 338
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doméstica, y de obtener al mismo tiempo la seguridad de que el mal que se proponían crear se perpetuaría de una generación a otra, no podrían haber inventado un plan más eficaz que la degradación del matrimonio. Se transformó en un estado de mera cohabitación ocasional, o concubinato autorizado. Sophie Arnoult, actriz famosa por sus ocurrencias, describió el matrimonio republicano como el sacramento del adulterio.
Caída de Danton, Robespierre, Marat y Otros Jacobinos.
Estos monstruos cayeron víctimas por los mismos medios que habían utilizado para la ruina de otros. Marat fue guillotinado en 1793, por Charlotte Corday, una joven que había abrigado en un sentimiento entre la locura y el heroísmo, la ambición de librar al mundo de un tirano. Danton fue guillotinado en 1794. Robespierre le siguió poco después. Su caída es descrita así por Scott en su Vida de Napoleón.
Finalmente, el destino le empujó al encuentro. Robespierre descendió a la Convención, donde últimamente había aparecido en contadas ocasiones, como el mucho más noble dictador de Roma. En su caso, además, una banda de senadores estaba dispuesta a poignard el tirano en el acto, si no hubieran tenido miedo de su supuesta popularidad, y que temían podría hacerlos víctimas instantáneas de la venganza de los jacobinos. El discurso que Robespierre dirigió a la Convención era tan amenazador como el primer susurro lejano de un huracán, oscuro y tenebroso como el eclipse que anuncia su llegada. Se oyeron murmullos ansiosos entre el populacho que llenaba las tribunas o se agolpaba en las entradas de la sala de la Convención. Se rumoreaba que un segundo ciclo del 31 de mayo (día en que los jacobinos[509] proscribieron a los girondinos) sería testigo de un acontecimiento similar.
El primer tema del sombrío orador fue el desfile de sus propias virtudes y sus servicios como patriota. Distinguió como enemigos de la República a todos aquellos cuyas opiniones eran contrarias a las suyas. A continuación, pasó revista sucesivamente a los diversos departamentos del gobierno y los acusó de censura y desprecio. Proclamó contra el letargo de los Comités de Seguridad Pública y de Seguridad Pública, como si la guillotina nunca hubiera estado en ejercicio. Acusó al Comité de Finanzas de haber contrarrevolucionado los ingresos de la República. Con no menos amargura, sermoneó sobre la retirada de los artilleros (siempre jacobinos violentos) de París, y sobre el modo de gestión adoptado en los países conquistados de Bélgica. Parecía como si quisiera reunir las mismas listas de todos los funcionarios del Estado y, al mismo tiempo, desafiarlos a todos.
Uno de ellos presentó la habitual moción de honor para imprimir el discurso; pero entonces estalló la tormenta de la oposición. Muchos oradores pidieron a gritos que, antes de aprobar el discurso y sus graves inculpaciones, se sometiera a las dos comisiones. A su vez, Robespierre exclamó que esta medida sometería su discurso a la crítica parcial y a la revisión de los mismos partidos a los que había acusado. Por todas partes se oyeron exculpaciones y defensas contra la acusación formulada. Muchos diputados se quejaron, en términos nada obscuros, de tiranía individual y de una conspiración que circulaba para proscribir y asesinar 339
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a los segmentos opuestos de la Convención. Robespierre fue débilmente apoyado, salvo por Saint Just, Couthon y su propio hermano. Después de un tormentoso debate, en el que la Convención se dejó llevar alternativamente por su miedo y su odio a Robespierre, el discurso fue finalmente remitido a los comités, en lugar de ser impreso; y el altivo y hosco dictador vio en el abierto desprecio, así puesto sobre sus medidas y opiniones, la señal segura de su próxima caída.
Trasladó sus quejas al Club Jacobino, para reposar, como él decía, sus penas patrióticas en sus virtuosos pechos, donde sólo esperaba encontrar socorro y simpatía. A esta audiencia parcial renovó, en un tono de mayor audacia, las quejas con las que había cargado a cada rama del gobierno, y al propio cuerpo representativo. Les recordó varias épocas heroicas, cuando su presencia y sus picas habían decidido los votos de los temblorosos diputados. Les recordó sus prístinas acciones de vigor revolucionario; les preguntó si habían olvidado el camino hacia la Convención. Concluyó asegurándoles patéticamente, que si le abandonaban, "él se resignaba a su destino; y ellos deberían presenciar con qué valor bebería la cicuta fatal." El artista David, le cogió de la mano al terminar, exclamando, extasiado por su elocución: "La beberé contigo".
Se ha reprochado al distinguido pintor que, al día siguiente, declinara el compromiso que parecía abrazar con tanto entusiasmo[510]. Pero había muchos que compartían su opinión original, en el momento en que la expresó tan audazmente. Si Robespierre hubiera poseído talentos militares, o incluso un valor decidido, nada le habría impedido ponerse esa misma noche a la cabeza de una insurrección desesperada de los jacobinos y sus partidarios.
Payan, el sucesor de Hebert, propuso de hecho que los jacobinos debían marchar instantáneamente contra los dos comités, a los que Robespierre acusaba de ser el centro de las maquinaciones antirrevolucionarias, (debían) sorprender a su puñado de guardias, y sofocar el mal con el que el Estado estaba amenazado, incluso en la misma cuna. Este plan se consideró demasiado arriesgado para ser adoptado, aunque era uno de esos repentinos y magistrales golpes de política que Maquiavelo habría recomendado. El fuego de los jacobinos se agotó en tumultos y amenazas, y en expulsar del seno de su sociedad a Collot d'Herbois, Tallien y otros treinta diputados del partido montañés, a quienes consideraban especialmente aliados para instigar la caída de Robespierre, y a quienes expulsaron de su sociedad con execraciones e incluso golpes.
Collot d'Herbois, así ultrajado, fue directamente de la reunión de los jacobinos a la del Comité de Seguridad Pública, en consulta sobre el informe que debía entregarse a la Convención al día siguiente sobre el discurso de Robespierre. Saint Just, uno de ellos, aunque muy unido al dictador, había sido encargado de la delicada tarea de redactar el informe. Era un paso hacia la reconciliación, pero la entrada de Collot d'Herbois, frenético por los insultos recibidos, rompió toda esperanza de acuerdo entre los amigos de Danton y los de Robespierre.
D'Herbois se agotó en amenazas contra Saint Just, Couthon y su señor, Robespierre, y se separaron en términos de enemistad mortal y declarada. Los conspiradores asociados hicieron 340
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ahora todo lo posible contra el poder de Robespierre, para reunir y combinar contra él todas las fuerzas de la Convención, para alarmar a los diputados de la llanura temiendo por ellos mismos y para despertar la ira de los montañeses, contra cuya garganta el dictador blandía ahora la espada que su política miope había puesto en sus manos. Hicieron circular listas de diputados proscritos, copiadas de las tablillas del dictador; auténticas o falsas, obtuvieron crédito y vigencia universales. Aquellos cuyos nombres figuraban en los fatales pergaminos, se comprometieron para su protección en la liga contra su enemigo. La opinión de que la caída de Robespierre era inminente se generalizó.
Este sentimiento era tan común en París el 9 de Thermidor, o 27 de julio, que un grupo de unas ochenta víctimas, que estaban a punto de ser arrastradas a la guillotina, casi se salvaron gracias a él. El pueblo, en un generoso arrebato de compasión, comenzó a congregarse en multitudes, e interrumpió la melancólica procesión, como si el poder que presidía estas horrendas exhibiciones se hubiera visto ya privado de energía. Pero la hora no había llegado. El vil Henriot, Comandante de la Guardia Nacional, abordado con nuevas fuerzas[511] también en el día destinado a ser el último de su propia vida, demostró ser el medio de llevar a la ejecución a esta multitud de condenados, pero sin duda inocentes.
En este día lleno de acontecimientos, Robespierre llegó a la Convención, y contempló la montaña en estrecha formación y completamente tripulada, mientras que, como en el caso de Catilina, el banco en el que él mismo estaba acostumbrado a sentarse, parecía deliberadamente desierto. Saint Just, Couthon, Le Bas (su cuñado) y el joven Robespierre, eran los únicos diputados de nombre que estaban dispuestos a apoyarle. Pero para poder librar una lucha eficaz, podía contar con la ayuda del servil Barrere, una especie de Belial en la Convención.
Este último era el más mezquino, aunque no el menos hábil, de aquellos espíritus caídos que, con gran destreza e ingenio, además de ingenio y elocuencia, aprovechaban las oportunidades.
Era eminentemente diestro, siempre en el bando más fuerte y seguro. Había un grupo bastante numeroso dispuesto, en tiempos tan peligrosos, a unirse a Barrere, como un líder que profesaba guiarlos hacia la seguridad si no hacia el honor. La existencia de este cuerpo vacilante e incierto, cuyos movimientos finales nunca podían calcularse, hizo imposible presagiar con seguridad el desarrollo de cualquier debate en la Convención durante este peligroso período.
San Justo se levantó, en nombre del Comité de Seguridad Pública, para hacer, a su manera, no a la de ellos, un informe sobre el discurso de Robespierre de la noche anterior.
Había comenzado una arenga en el tono de su patrón, declarando que, si la tribuna que ocupaba, la propia roca Tarpeya, no cumpliría menos los deberes de un patriota. "Estoy a punto", dijo, "de levantar el velo". Lo rompo en dos, dijo Tallien, interrumpiéndole. "El interés público es sacrificado por individuos, que vienen aquí exclusivamente en su propio nombre, y se comportan como superiores a toda la Convención". Obligó a Saint-Just a bajar de la tribuna y se produjo un violento debate.
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Billaud Varennes llamó la atención de la asamblea sobre la sesión del club jacobino de la noche anterior. Declaró que las fuerzas militares de París estaban sometidas al mando de Henriot, un traidor y un parricida, que estaba dispuesto a hacer marchar a los soldados contra la Convención. Denunció al propio Robespierre como un segundo Catilina, tan astuto como ambicioso, cuyo sistema había consistido en alimentar los celos y azuzar a las facciones hostiles de la Convención, con el fin de desunir a los partidos, distanciar a los individuos entre sí, atacarlos en detalle y destruir así a aquellos antagonistas por separado, con cuya fuerza combinada y unida no se atrevía a competir.
La Convención se hizo eco con aplausos de la vehemente expresión del orador. Cuando Robespierre subió a la tribuna, su voz fue ahogada por un grito general de "¡Abajo el tirano!", es decir, "Que caiga este tirano...". Tallien impulsó la denuncia de Robespierre, con el arresto de Henriot, sus oficiales y otros relacionados con la violencia meditada contra la Convención.
Asumió la responsabilidad de dirigir el ataque contra el tirano[512] dijo, y de señalarle en la propia Convención, si los miembros no demostraban el valor suficiente para aplicar la ley contra él. Con estas palabras, blandió y desenvainó el puñal, como si estuviera a punto de cumplir el designio que se había propuesto. Robespierre seguía luchando con dificultad para obtener una audiencia, pero la tribuna fue adjudicada a Barrere; y la parte tomada contra el dictador caído por aquel estadista versátil e interesado, fue la señal más absoluta de que su derrocamiento era irrecuperable. Desde todos los rincones de la sala se lanzaron torrentes de invectivas contra aquel cuya sola palabra solía acallarla.
Esta escena fue espantosa; pero no por ello dejó de ser útil para aquellos que pudieran estar dispuestos a considerarla como una crisis extraordinaria, en la que las pasiones humanas chocaron de manera tan singular. Las bóvedas de la sala resonaron con exclamaciones de los que hasta entonces habían sido los cómplices, los aduladores, los seguidores, al menos los tímidos y sobrecogidos defensores del demagogo destronado. El mismo estaba sin aliento, espumoso, exhausto, como el cazador de la antiguedad clasica cuando estaba a punto de ser dominado y despedazado por sus propios sabuesos, intento en vano levantar su chirriante voz de lechuza, por la cual la Convencion habia sido antes aterrorizada y silenciada. Hizo un llamamiento para que el Presidente de la Asamblea escuchara a los diversos partidos que la componían.
Rechazado por los montañeses, sus antiguos socios, que encabezaban ahora la protesta contra él, se dirigió a los girondinos, pocos y débiles como eran, y a los diputados de la llanura, más numerosos pero igualmente indefensos, con los que se refugiaban. Los primeros retrocedieron ante él con desdeñosa repugnancia, los segundos con horror. Fútilmente, recordó a los individuos que les había perdonado la vida, mientras estaban a su merced. Esto podría haberse aplicado a todos los miembros de la Cámara; a todos los hombres de Francia; porque, durante dos años, ¿quién había vivido en otras condiciones que bajo la autorización de Robespierre? Debió de lamentar profundamente la clemencia, como podría llamarse, que había dejado a tantos con la garganta sin cortar para ladrarle. Pero, sus agitados y repetidos 342
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llamamientos fueron rechazados por algunos con indignación, por otros con hosco, avergonzado y tímido silencio.
Un historiador británico podría decir que incluso Robespierre debería haber sido escuchado en su defensa, y que tal calma habría honrado a la Convención y dignificado su sentencia final de condena.
Así las cosas, no cabe duda de que trataron al culpable según sus merecimientos. Sin embargo, se quedaron cortos en cuanto a la regularidad y formalidad varonil de conducta que se debían a sí mismos y a la ley. Esta actitud habría dado al castigo del demagogo el efecto y el peso de una sentencia solemne y deliberada; en lugar de la apariencia del resultado del apresurado y precipitado aprovechamiento de una ventaja temporal.
Sin embargo, la prisa era necesaria, y debió parecerlo más en semejante crisis de lo que quizá lo era en realidad. Mucho hay que perdonar a los terrores del momento, el carácter horrible del culpable, y la necesidad de apresurarse a una conclusión decisiva. Se nos ha dicho que sus últimas palabras audibles, luchando contra las exclamaciones de cientos de personas, y la campana que el Presidente estaba tocando sin cesar,[513] había pronunciado en los tonos más altos que la desesperación podía dar a una voz naturalmente aguda y discordante, permanecieron mucho tiempo en la memoria, y rondaron los sueños de muchos de los que lo escucharon: "¡Presidente de los asesinos," gritó, "por última vez exijo el privilegio de hablar!"
Después de este esfuerzo, su respiración se hizo entrecortada, corta y débil; y mientras seguía profiriendo murmullos entrecortados y jaculatorias roncas, los miembros de la montaña gritaban que la sangre de Danton sofocaba su voz.
El tumulto concluyó con un decreto de arresto contra Robespierre, su hermano, Couthon y Saint Just; Le Bas fue incluido por iniciativa propia, y de hecho difícilmente podría haber escapado al destino de su cuñado, aunque su conducta entonces, y posteriormente, mostró más energía que la de los otros. Couthon, abrazando en su pecho al spaniel sobre el que solía agotar el desbordamiento de su afectada sensibilidad, apeló a su decrepitud y preguntó si, mutilado de proporción y actividad como estaba, podía sospecharse que alimentaba planes de violencia o ambición. "Desgraciado", dijo Legendre, "tienes la fuerza de Hércules para perpetrar crímenes". Dumas, presidente del tribunal revolucionario, con Henriot, comandante de la Guardia Nacional, y otros aduladores de Robespierre, fueron incluidos en la condena de arresto.
La Convención había declarado su sesión permanente y había tomado todas las precauciones para pedir protección a la gran masa de ciudadanos que, agotados por el Reinado del Terror, deseaban acabar con él a toda costa. Rápidamente, varias secciones vecinas declararon su adhesión a los representantes nacionales, en cuya defensa se armaron, y (muchos sin duda preparados de antemano) marcharon a toda prisa a la protección de la Convención. Pero oyeron también la noticia menos agradable de que Henriot, después de haber dispersado a los ciudadanos que habían obstruido, como ya se ha dicho, la ejecución de 343
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los ochenta condenados, y consumado ese acto final de asesinato, se acercaba a las Tuilleries, donde habían celebrado su sesión, con un numeroso personal y las fuerzas jacobinas que pudieron reunir rápidamente.
Felizmente para la Convención, este Comandante de la Guardia Nacional, de cuya presencia de ánimo y valor dependía tal vez el destino de Francia, era tan estúpido y cobarde como brutalmente feroz. Sin oponer resistencia, se dejó arrestar por algunas gens d'armes, los guardias inmediatos de la Convención, encabezados por dos de sus miembros, que se comportaron en la emergencia con igual prudencia y espíritu.
Pero la Fortuna, o el demonio a quien había servido, brindó a Robespierre otra oportunidad de seguridad, tal vez incluso de imperio. En los momentos en que un hombre dueño de sí mismo podría haber escapado, un hombre de coraje desesperado podría haber obtenido la victoria, que, teniendo en cuenta el estado dividido y extremadamente inestable de la capital, era probable que obtuviera el competidor más audaz.
Los diputados detenidos habían sido llevados de una prisión a otra, negándose todos los carceleros a recibir bajo su cargo oficial a Robespierre[514] y a quienes le habían ayudado a abastecer sus oscuras moradas con semejante marea de habitantes sucesivos. Finalmente, los prisioneros fueron asegurados en la oficina del Comité de Seguridad Pública. Pero para entonces todo estaba alarmado en la comuna de París, donde Fleuriot, el alcalde, y Payan, el sucesor de Hebert, convocaron al cuerpo cívico, enviaron oficiales municipales a levantar la ciudad y los Fauxbourgs en su nombre, e hicieron sonar la campana. Payan no tardó en reunir una fuerza suficiente para liberar a Henriot, Robespierre y los demás diputados arrestados, y conducirlos al Hotel de Ville, donde se habían congregado unos dos mil hombres, principalmente artilleros e insurgentes del suburbio de Saint Antoine, que ya habían expresado su resolución de marchar contra la Convención.
Pero el carácter egoísta y cobarde de Robespierre no estaba preparado para semejante crisis. Parecía totalmente confundido y abrumado por lo que había sucedido y estaba sucediendo a su alrededor; y ninguna de todas las víctimas del Reinado del Terror sintió su influencia incapacitante tan completamente como él, el déspota que durante tanto tiempo había presidido el régimen. No tuvo, aunque disponía de medios, la presencia de ánimo para dispersar dinero en sumas considerables, lo que de por sí no habría dejado de asegurar el apoyo de la chusma revolucionaria.
Mientras tanto, la Convención continuó manteniendo el frente audaz y dominante, asumido repentina y críticamente. Al enterarse de la fuga de los diputados arrestados, y oír hablar de la insurrección en el Hotel de Ville, aprobaron instantáneamente un decreto proscribiendo a Robespierre y a sus asociados, infligiendo una condena similar al alcalde de París, al procurador y a otros miembros de la comuna, y encargando a doce de sus miembros, los más audaces que pudieran ser seleccionados, que procedieran con la fuerza armada a la ejecución de la sentencia. Los tambores de la Guardia Nacional tocaron a rebato en todas las 344
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secciones bajo la autoridad de la Convención, mientras la campana seguía llamando con su voz de hierro a Robespierre y a los magistrados cívicos. Todo parecía amenazar con una violenta catástrofe, hasta que se vio claramente que la voz pública, y especialmente entre los Guardias Nacionales, se declaraba en general contra los terroristas.
El Hotel de Ville estaba rodeado por unos mil quinientos hombres, y los cañones giraban sobre sus ruedas. La fuerza de los asaltantes era más débil en número, pero sus líderes eran hombres de espíritu, y la noche ocultó su inferioridad de fuerza.
Los diputados comisionados al efecto leyeron el decreto de la asamblea a los que encontraron reunidos frente al ayuntamiento, y éstos rehuyeron el intento de defenderlo, uniéndose algunos a los asaltantes, mientras que otros depusieron las armas y se dispersaron.
Mientras tanto, el grupo desierto de terroristas se comportó como escorpiones que, cuando están rodeados por un círculo de fuego, se dice que vuelven sus aguijones unos contra otros y contra sí mismos. Mutuas, feroces y brutales censuras se producían entre estos miserables hombres. "Desgraciado, ¿son éstos los medios que prometiste proporcionar?", dijo Payán a Henriot, a quien encontró[515] embriagado e incapaz de resolución o esfuerzo; y agarrándolo mientras hablaba, precipitó al general revolucionario desde una ventana. Henriot sobrevivió a la caída sólo para arrastrarse hasta una alcantarilla, en la que más tarde fue descubierto y levantado para ser ejecutado.
El joven Robespierre se arrojó por la ventana, pero no tuvo la suerte de perecer en el acto. Parecía como si incluso el melancólico destino del suicidio, el último refugio de la culpa y la desesperación, fuera negado a hombres que habían rechazado durante tanto tiempo toda clase de piedad hacia sus semejantes. Le Bas fue el único que tuvo la calma suficiente para despacharse a sí mismo con un disparo de pistola. Saint Just, después de implorar a sus camaradas que lo mataran, atentó contra su propia vida con mano irresoluta, y fracasó.
Couthon yacía bajo la mesa blandiendo un cuchillo, con el que hirió repetidamente su pecho, sin atreverse a añadir fuerza suficiente para alcanzar su corazón. Su jefe, Robespierre, en un intento infructuoso de pegarse un tiro, sólo se había infligido una horrible fractura en la mandíbula inferior.
En esta situación, parecían lobos en su guarida, sucios de sangre, mutilados, desesperados, pero incapaces de morir. Robespierre yacía sobre una mesa en una antecámara, con la cabeza apoyada en una caja, y su horrible semblante medio oculto por un paño ensangrentado y sucio atado alrededor de la barbilla destrozada.
Los cautivos fueron transportados en triunfo a la Convención, que, sin admitirlos en el tribunal, ordenó, como proscritos, su ejecución instantánea. A medida que los fatales carros pasaban hacia la guillotina, los que los llenaban, pero especialmente Robespierre, se vieron abrumados por las execraciones de los amigos y parientes de las víctimas que él había enviado por el mismo melancólico camino. La naturaleza de su herida anterior, de la que nunca se había quitado el paño hasta que el verdugo se lo arrancó, se sumó a la tortura del enfermo. La 345
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mandíbula destrozada cayó, y el desgraciado gritó en voz alta para horror de los espectadores.
Una máscara tomada de aquella espantosa cabeza se exhibió durante mucho tiempo en diferentes naciones de Europa, y horrorizaba al espectador por su fealdad, por la mezcla de expresión diabólica y agonía corporal.
Así cayó Maximiliano Robespierre, después de haber sido la primera persona de la República Francesa durante casi dos años, durante los cuales la gobernó según los principios de Nerón o Calígula. Su ascenso a la posición que ocupó, implicó más contradicciones que las que tal vez acompañen a cualquier acontecimiento similar en la historia. Se permitió a un tirano de baja cuna y baja mentalidad gobernar con la vara del despotismo más espantoso a un pueblo, cuya ansiedad por la libertad le había hecho poco antes incapaz de soportar el gobierno de un soberano humano y legítimo. Un cobarde se alzó al mando de una de las naciones más valientes del mundo. Fue bajo los auspicios de un hombre que apenas se atrevía a disparar una pistola, que los más grandes generales de Francia comenzaron sus carreras de conquista. No tenía ni elocuencia ni imaginación, sino que las sustituyó por un estilo miserable, afectado y ampuloso que, hasta que otras circunstancias le dieron consecuencias, atrajo el ridículo general. Sin embargo, contra un orador tan pobre, toda la elocuencia de los girondinos filósofos, todos los terribles poderes de su socio Danton, empleados[516] en una asamblea popular, no pudieron permitirles oponer una resistencia eficaz. Puede parecer insignificante mencionar que en una nación en la que los modales amables y la belleza de la apariencia externa despiertan una gran predisposición, la persona que ascendió al poder más alto no sólo era fea, sino singularmente mezquina en persona, torpe y forzada en su discurso.
Ignoraba cómo complacer a los demás, incluso cuando más inclinado estaba a darles placer, y era tan aburrido y tedioso casi como odioso y despiadado.
Para compensar todas estas carencias, Robespierre tenía una ambición insaciable, fundada en una vanidad que le hacía creerse capaz de ocupar la más alta situación. Este anhelo preponderante le daba,pues, audacia, cuando atreverse equivale frecuentemente a realizar.
Mezclaba una falsa y exagerada, pero bastante fluida especie de composición ampulosa, con la más grosera adulación a las clases más bajas del pueblo. En consideración a sus dulces discursos, no podían sino recibir como genuinos los elogios que siempre se dedicaba a sí mismo. Su prudente resolución de contentarse con poseer la esencia del poder, sin aparentar desear su rango y sus atavíos, constituyó otro arte de halagar a la multitud. Su envidia vigilante, su venganza prolongada pero segura, su astuta pericia, que para las mentes vulgares ocupa el lugar de la sabiduría, eran sus únicos medios de competir con sus eminentes antagonistas. Y parece haber sido un merecido castigo a las extravagancias y abusos de la Revolución Francesa, el haber sumido al país en un estado de anarquía que permitió a un miserable como el que hemos descrito, ser durante un largo período dueño de su destino. La sangre era su elemento, como el de los otros terroristas y nunca se abalanzó con tanto placer sobre una nueva víctima; como cuando era al mismo tiempo un antiguo asociado. En un epitafio, del que puede servir de traducción el siguiente pareado, se representaba su vida como incompatible con la existencia de la raza humana:-.
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Aquí yace Robespierre, que no se derrame ningunas lágrimas: Lector, si él hubiera vivido, muerto habrías."
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Capítulo XXIII - Las Persecuciones contra los Protestantes 1814 y 1820
LA persecución en esta parte protestante de Francia prosiguió con pocas interrupciones desde la revocación del edicto de Nantes, por Luis XIV, hasta un periodo muy breve antes del comienzo de la Revolución Francesa. En el año 1785, M. Rebaut St. Etienne y el célebre M.
de la Fayette fueron de las primeras personas en interesarse ante la corte de Luis XVI para eliminar el azote de la persecución contra esta sufriente gente, los habitantes del sur de Francia.
Tal era la oposición de parte de los católicos y de los cortesanos, que no fue hasta el final del año 1790 que los protestantes se vieron libres de sus alarmas. Antes de esto, los católicos, en particular en Nimes, habían recurrido a las armas. Nimes había presentado un terrible espectáculo: Hombres armados corriendo por todas partes de la ciudad, disparando desde las esquinas, y atacando a todos los que encontraban, con espadas y horcas.
Un hombre llamado Astuo fue herido y echado al acueducto. Baudon cayó bajo los repetidos golpes de bayonetas y sables, y su cuerpo fue echado también al agua; Boucher, un joven de sólo diecisiete años de edad, fue muerto de un disparo mientras miraba desde su ventana; tres electores fueron heridos, uno de ellos de consideración; otro elector fue herido, y otro escapó a la muerte declarando varias veces que era católico; un tercero recibió tres heridas de sable, y fue llevado a su casa terriblemente mutilado. Los ciudadanos que huían eran detenidos por los católicos en los caminos, y obligados a dar prueba de su religión antes de concedérseles la vida. M. y Madame Vogue estaban en su casa de campo que los fanáticos forzaron, y mataron a ambos, destruyendo su vivienda. Blacher, un protestante de setenta años, fue despedazado con una hoz; al joven Pyerre, que llevaba unos alimentos a su hermano, le preguntaron: ‘¿Católico o Protestante?ª Al responder ‘Protestanteª, uno de aquellos monstruos disparó contra el chico, que cayó. Uno de los compañeros del asesino le dijo. ‘Igual podrías haber matado un cordero.ª ‘He jurado,ª repuso el otro, ‘matar a cuatro protestantes como mi parte, y éste contará como uno de ellos.ª
Sin embargo, como estas atrocidades llevaron a las tropas a unirse en defensa dcl pueblo, cayó una terrible venganza sobre el partido católico que había tomado armas, lo cual, junto con otras circunstancias, como la tolerancia ejercida por Napoleón Bonaparte, los refrenó totalmente hasta el año 1814, cuando cl inesperado regreso del antiguo régimen volvió a unirlos bajo las antiguas banderas.
La Llegada del Rey Luis XVIII a París
Esta llegada se supo en Nimes el trece de abril de 1814. Al cabo de un cuarto de hora se veía por todas partes la escarapela blanca, ondeaba la bandera blanca en los edificios públicos, en los espléndidos monumentos de la antigüedad, e incluso en la torre de Mange, fuera de las 348
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murallas de la ciudad. Los protestantes, cuyo comercio había sufrido durante la guerra, estuvieron entre los primeros en unirse al regocijo general, y en enviar su adhesión al senado, y al cuerpo legislativo, y varios de los departamentos protestantes enviaron mensajes al trono, pero desafortunadamente M. Froment estaba de nuevo en Nimes en aquel tiempo, con muchos fanáticos dispuestos a seguirle, y la ceguera y la furia del siglo dieciséis rápidamente tomaron el lugar de la filantropía del siglo diecinueve. En el acto se trazó una línea de distinción entre personas de diferentes persuasiones religiosas; el espíritu de la antigua Iglesia Católica era de nuevo regular la parte que cada uno hubiera de tener de estima y de seguridad.
La diferencia de religión iba ahora a gobernarlo todo; e incluso los criados católicos que habían servido a protestantes con celo y afecto comenzaron a descuidar sus deberes o a llevarlos a cabo con desgana y hostilidad. En los festejos y espectáculos dados a cuenta del erario público, se usó la ausencia de los protestantes para acusarlos de deslealtad; y en medio de clamores de Vive le Roi se oyeron los clamores disonantes de A bas le Maire, abajo el alcalde. M. Castletan era protestante; apareció en público con el prefecto M. Ruland, que era católico, y le echaron patatas, y la gente dijo que debía dimitir de su cargo, Los fanáticos de Nimes lograron incluso que se presentara un mensaje al rey, en el que decían que en Francia sólo debía haber un Dios, un rey y una fe. En esto fueron imitados por los católicos de varias ciudades.
La Historia del Niño de Plata.
Para este tiempo, M. Baron, consejero de la Cuor Royale de Nimes, adoptó cl plan de dedicar a Dios un niño de plata, si la Duquesa de Angulema daba un príncipe a Francia. Este proyecto fue adoptado como un voto religioso público, que era tema de conversación en público y en privado, mientras que varias personas, con la imaginación encendida por este proyecto, corrían por las calles gritando Vivent les Bourbons, ‘Vivan los Borbones.ª Como consecuencia de este desenfreno supersticioso, se dice que en Alais se aconsejó e instigó a las mujeres para que envenenaran a sus maridos protestantes, y al final se encontró conveniente acusarlos de crímenes políticos. Ya no podían aparecer en público sin ser insultados e injuriados. Cuando el populacho se encontraba con protestantes, los tomaban y bailaban alrededor de ellos con un bárbaro regocijo, y en medio de repetidos gritos de Vive le Roi cantaban versos cuyo sentido era: ‘Nos lavaremos las manos en sangre protestante, y haremos morcillas con la sangre de los hijos de Calvino.ª
Los ciudadanos que salían a los paseos buscando aire y frescura fuera de las callejas cerradas y sucias eran ahuyentados con gritos de Vive le Roi, como si aquellos gritos pudieran justificar todos los excesos. Si los protestantes hacían referencia al estatuto, se les aseguraba sin ambages que de nada les serviría, y que sólo habían conseguido asegurar más su efectiva destrucción. Se oyó a personas de rango decir en público: ‘Se tiene que matar a todos los Hugonotes; esta vez se debe matar a sus hijos, para que no quede nadie de esta maldita raza.ª
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Es cierto, con todo, que no eran asesinados, sino tratados con crueldad; los niños protestantes no podían ya mezclarse en los juegos con los católicos, y ni siquiera se les permitía aparecer sin sus padres. Al oscurecer, las familias se encerraban en sus apartamentos, pero incluso entonces se lanzaban piedras contra sus ventanas. Cuando se levantaban por la mañana, no era inusual encontrar dibujos de horcas en sus puertas o paredes; y en las calles los católicos sostenían cuerdas ya enjabonadas delante de sus ojos, señalando a los instrumentos con los que esperaban y tramaban acabar con ellos. Se pasaban pequeñas horcas o modelos de las mismas, y un hombre que vivía delante de uno de estos pastores exhibió uno de estos modelos en su ventana, y hacía signos bien significativos cuando pasaba el ministro.
También colgaron en un cruce de caminos públicos una figura representando a un predicador protestante, y cantaban los más atroces cánticos debajo de su ventana.
Hacia el final del carnaval se había incluso formado el plan de hacer una caricatura de cuatro ministros del lugar, y quemados en efigie; pero esto fue impedido por el alcalde de Nimes, que era protestante. Una terrible canción fue presentada al prefecto, en la lengua de la región, con una traducción falsa, e impresa con su aprobación, y tuvo mucha aceptación antes que él se diera cuenta del error al que había sido llevado. El sexagésimo tercer regimiento de línea fue públicamente censurado e insultado por haber protegido a los protestantes en cumplimiento de las órdenes recibidas. De hecho, los protestantes parecían ovejas destinadas al matadero.
Las Armas Católicas en Beaucaire
En mayo de 1815, muchas personas de Nimes pidieron una asociación federativa similar a la de Lyon, Grenoble, París, Aviñón y Montpelier, pero esta federación acabó aquí tras una efímera e ilusoria existencia de catorce días. Mientras tanto, un gran partido de zelotes católicos se habían armado en Beaucaire, y pronto llevaron sus patrullas tan cerca de las murallas de Nimes ‘que alarmaron a los habitantes.ª Estos católicos pidieron ayuda a los ingleses que se encontraban fondeados frente a Marsella, y obtuvieron la donación de mil mosquetes, diez mil cartuchos, etc. Sin embargo, el General Gilly fue pronto enviado contra estos partisanos, impidiéndoles llegar a mayores concediéndoles un armisticio. Sin embargo, cuando Luis XVIII hubo vuelto a París, tras el final del reinado de Napoleón de cien días, y parecieron establecerse la paz y aminorarse los espíritus partidistas, incluso en Nimes, bandas de Beaucaire se unieron a Trestaillon en esta ciudad, para cumplir la venganza premeditada durante tanto tiempo. El General Gilly había dejado el departamento hacía ya varios días; las tropas que dejó tras de si habían asumido la escarapela blanca, y esperaban nuevas órdenes, mientras que los nuevos comisionados habían sólo de proclamar el cese de las hostilidades y el total establecimiento de la autoridad real. Fue en vano; no aparecieron comisionados, no llegaron despachos para calmar y regular la mente del público; pero hacia la tarde entró en la ciudad la vanguardia de los bandidos, que ascendían a varios cientos, indeseados pero sin que se les hiciera oposición.
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Mientras marchaban sin orden ni disciplina, cubiertos con ropas o harapos multicolores, adornados con escarapelas, no blancas, sino blancas y verdes, armados con mosquetes, sables, horcas, pistolas y guadañas, borrachos y manchados de la sangre de los protestantes que habían encontrado por el camino, presentaban un aspecto de lo más repelente y pavoroso. En la plaza abierta delante de los cuarteles, se unieron a estos bandidos el populacho armado de la ciudad, encabezados por Jaques Dupont, comúnmente llamado Trestaillon. Para ahorrar derramamientos de sangre, la guarnición de alrededor de quinientos hombres consintió capitular, y salió abatida e indefensa; pero cuando habían pasado alrededor de cincuenta, la canalla comenzó a disparar a discreción contra sus confiadas victimas, totalmente carentes de protección; casi todos murieron o fueron heridos, pero una cantidad muy pequeña pudieron volver a entrar en el patio antes de que se cerraran de nuevo los portones de la guarnición.
Estas fueron de nuevo forzadas en un instante, y fueron muertos todos los que no pudieron izarse sobre los tejados o saltar a los jardines adyacentes. En una palabra, se encontraron con la muerte a cada recodo y de todas las formas, y esta matanza ejecutada por los católicos rivalizó en crueldad y sobrepasó en perfidia a los crímenes de los septembristas de París y las degollinas jacobinas de Lyon y Aviñón. Tuvo la marca no sólo del fervor de la Revolución sino también de la sutileza de la liga, y quedarádurante largo tiempo como mancha sobre la historia de la segunda restauración.
Matanza y Pillaje en Nimes
Nimes exhibía ahora una escena de lo más terrible de ultraje y carnicería, aunque muchos de los protestantes habían huido al Convennes y al Gardonenque. Las casas de campo de los señores Rey, Guiret y otras habían sido saqueadas, y los habitantes tratados con una barbarie despiadada. Dos partidos habían saciado sus salvajes inclinaciones en la granja de Madame Frat; el primero, tras comer, beber y romper el mobiliario, anunció la llegada de sus camaradas, ‘en comparación con los cuales,ª dijeron, ‘a ellos los considerarían misericordiosos.ª Quedaron tres hombres y una anciana en el lugar; al ver llegar a la segunda compañía, dos de los hombres huyeron. ‘¿Eres católica?ª, le preguntaron dos de los bandidos a la anciana. ‘Si.ª ‘Entonces, repite tu Pater y tu Ave.ª Aterrorizada como estaba, vaciló, y en el acto le dieron un culatazo con un mosquete. Al volver en si, huyó de la casa, pero se encontró con Ladet, el viejo valet de ferme, que traía una ensalada que sus atacantes le habían ordenado preparar. En vano trato de persuadirle para que huyera. ‘¿Eres protestante?ª le preguntaron. ‘Si. ª Descargándole un mosquete encima, cayó herido, pero no muerto. Para consumar su obra, aquellos monstruos encendieron un fuego con paja y tablones, echaron a su víctima aún viva en las llamas, y lo dejaron morir en las más atroces agonías. Luego se comieron la ensalada, la tortilla, etc. Al siguiente día, algunos trabajadores, viendo la casa abierta y abandonada, entraron, y descubrieron el cuerpo medio consumido de Ladet. El prefecto de Gard, M. Darbaud Jouques, tratando de paliar los crímenes de los católicos, tuvo la audacia de afirmar que Ladet era católico; pero esto fue contradicho públicamente por dos de los pastores de Nimes.
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Otra partida cometió un terrible asesinato en St. Cezaire, matando a Imbert la Plume, marido de Suzon Chivas. Lo encontraron al volver de trabajar en los campos. El cabecilla le prometió perdonarle la vida, pero insistió en que debía llevarlo a la cárcel de Nimes. Viendo, sin embargo, que los de la partida estaban decididos a matarle, asumió su carácter natural, y siendo un hombre fuerte y valiente, se adelantó, y exclamó: ‘¡Vosotros sois unos bandidos!
¡Fuego!ª Cuatro de ellos dispararon y él cayó pero no muerto; y mientras estaba aun con vida le mutilaron el cuerpo; y luego, pasando una cuerda a su alrededor, lo arrastraron, atado a un cañón del que se habían apoderado. No fue hasta después dc ocho días que sus parientes supieron de su muerte. Cinco personas dc la familia de Chivas, todos ellos casados y padres de familia, fueron muertos en cl curso de pocos días.
El inmisericorde trato de las mujeres, en esta persecución en Nimes, fue de tal naturaleza que habría ofendido a cualesquiera salvajes que hubieran sabido de ello las viudas Rivet y Bernard fueron obligadas a entregar enormes cantidades dc dinero la casa dc la señora Lecointe fue devastada, y sus bienes destruidos. La señora F. Didier vio su vivienda saqueada y casi arrasada hasta rás de tierra. Una partida de estos fanáticos visitó a la viuda Perrin, que vivía en una pequeña granja en los molinos de viento; tras cometer todo tipo de devastaciones, atacaron incluso el camposanto, que contenía los muertos de la familia. Sacaron los ataúdes y desparramaron su contenido por campos colindantes. En vano recogió esta ultrajada viuda los huesos de sus antepasados para volverlos a poner en su lugar; de nuevo los exhumaron; finalmente, después de varios inútiles intentos, quedaron desparramados sobre la superficie de los campos.
Decreto Regio en favor de los Perseguidos.
Por fin fue recibido en Nimes el decreto de Luis XVIII que anulaba todos los poderes extraordinarios conferidos ya por el rey, por los príncipes, o agentes subordinados, y las leyes iban ahora a ser administradas por los órganos regulares, y llegó un nuevo prefecto para ponerlas en vigor. Pero a pesar de las proclamaciones, la obra de destrucción, detenida por un momento, no fue abandonada, sino que pronto fue reanudada con renovado vigor y efecto. El treinta de julio, Jacques Combe, padre de familia, fue muerto por algunos de la guardia nacional de Rusau, y el crimen fue tan público que el comandante de la partida devolvió a la familia el libro de notas de bolsillo, y los papeles del fallecido. Al día siguiente multitudes amotinadas llenaron la ciudad y sus suburbios, amenazando a los pobres aldeanos; y el primero de agosto los mataron sin oposición.
Por el mediodía de aquel mismo día, seis hombres armados, encabezados por Truphemy, el carnicero, rodearon la casa de Monot, un carpintero; dos de la partida, que eran herreros, habían estado trabajando en la casa el día antes, y habían visto a un protestante que se había refugiado allí, M. Bourillon, que había sido teniente del ejército, y que se había retirado con una pensión. Era hombre de excelente carácter, pacífico e inofensivo, y nunca había servido al emperador Napoleón. Se lo tuvieron que señalar a Truphemy, que no lo conocía, mientras compartía el frugal desayuno con la familia. Truphemy le ordenó que fuera con él, añadiendo: 352
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‘Tu amigo Saussine ya estáen el otro mundo.ª Truphemy lo puso en medio de su tropa, y arteramente le ordenó que gritara Vive l'Empereur, lo cual rehusó, añadiendo que nunca había servido al emperador. En vano las mujeres y los niños de la casa intercedieron por su vida, encomiando sus gentiles y virtuosas cualidades. Fue llevado a la Esplanada y tiroteado, primero por Truphemy, y luego por los demás. Varias personas se acercaron, atraídas por el ruido de los disparos, pero fueron amenazadas con una suerte similar.
Después de un cierto tiempo se fueron los bandidos, al grito de Vive le Roi. Algunas mujeres se encontraron con ellos, y al ver a una de ellas dolorida, le dijo Truphemy: ‘Hoy he matado a siete, y tú, si dices una palabra, serás la octava.ª Pierre Courbet, un tejedor, fue arrancado de su telar por una banda armada, y muerto de un tiro en su propia puerta. Su hija mayor fue abatida con la culata de un mosquete; y a su mujer le tuvieron puesto un puñal junto al pecho mientras los bandidos saqueaban su vivienda. Paul Heraut, sedero, fue literalmente despedazado en presencia de una gran multitud y en medio de los impotentes temores y lágrimas de su mujer y de sus cuatro pequeños hijos. Los asesinos sólo dejaron el cadáver para volver a la casa de Heraut y apoderarse de todo lo que fuera de valor. El número de asesinatos aquel día no puede determinarse. Una persona vio seis cadáveres en el Cours Neuf y nueve fueron llevados al hospital.
Si algún tiempo después los asesinatos se hicieron menos frecuente por algunos días, el pillaje y las contribuciones obligatorias fueron impuestos activamente. M. Salle d'Hombro fue despojado, en varias visitas, de siete mil francos; en una ocasión, cuando adució los grandes sacrificios que había hecho, el bandido le dijo, señalando a su pipa: ‘Mira, le pondré fuego a tu casa, y con eso,ª dijo, blandiendo la espada, ‘acabaré contigo.ª Ante estos argumentos no cabía discusión alguna. M. Feline, fabricante de sedas, fue despojado de treinta y dos mil francos oro, de tres mil francos plata, y de varias balas de seda.
Los pequeños tenderos estaban continuamente expuestos a visitas y exigencias de provisiones, de tejidos, o de cualquier cosa que vendieran. Y las mismas casas que incendiaban las casas de los ricos y destrozaban las vides de los agricultores destrozaban los telares del tejedor, y robaban las herramientas del artesano. La desolación reinaba en el santuario y en la ciudad. Las bandas armadas, en lugar de reducirse, aumentaban; los fugitivos, en lugar de volver, recibían constantes sobresaltos, y los amigos que les daban refugio eran considerados rebeldes. Los protestantes que se quedaron fueron privados de todos sus derechos civiles y religiosos, e incluso los abogados y alguaciles tomaron la resolución de excluir a todos los de ‘la pretendida religión reformadaª de sus cuerpos. Los que estaban empleados en la venta de tabaco perdieron sus licencias. Los diáconos protestantes encargados de los pobres fueron todos esparcidos. De cinco pastores sólo quedaron dos; uno de ellos se vio obligado a cambiar de residencia, y sólo podía aventurarse a administrar los consuelos de la religión o a llevar a cabo las funciones de su ministerio bajo el manto de la noche.
No satisfechos con estos tipos de tormento, publicaciones calumniosas y enardecedoras acusaron a los protestantes de levantar la proscrita bandera de las comunas y de invocar al 353
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caldo Napoleón; y naturalmente como siendo indignos de la protección de las leyes y del favor del monarca.
Después de esto, cientos de ellos fueron arrastrados a la cárcel sin siquiera una sola orden escrita; y aunque un diario oficial, llevando el título de Journal du Gard, fue establecido por cinco meses, mientras estuvo influenciado por el prefecto, el alcalde y otros funcionarios, la palabra ‘estatutoª no fue mencionada una sola vez en él. Al contrario, uno de sus primeros números describió a los sufrientes protestantes como ‘cocodrilos, que sólo lloran de ira y lamentando que no tengan más victimas que devorar; como personas que habían sobrepasado a Danton, a Marat y a Robespierre en hacer el mal; y que habían prostituído a sus hijas a la guarnición para ganársela para Napoleón.ª Un extracto de este artículo, impreso con la corona y las armas de los Borbones, fue voceado por las calles, y su vendedor iba adornado con la medalla de la policía.
Petición de los Refugiados Protestantes
A estos reproches es oportuno oponer la petición que los refugiados protestantes en París presentaron a Luis XVIII en favor de sus hermanos en Nimes.
‘Ponemos a vuestros pies, sire, nuestros agudos sufrimientos. En vuestro nombre son degollados nuestros conciudadanos, y sus propiedades son devastadas. Aldeanos engañados, en pretendida obediencia a vuestras órdenes, se reunieron bajo las órdenes de un comisionado designado por vuestro augusto sobrino. Aunque estaban listos para atacamos, fueron recibidos con seguridades de paz. El quince de julio de 1815 supimos de la llegada de vuestra majestad a París, y la bandera blanca ondeó de inmediato en nuestros edificios. La tranquilidad pública no había sido perturbada, cuando entraron campesinos armados. La guarnición capituló, pero fueron asaltados al retirarse, y fueron muertos casi todos. Nuestra guardia nacional fue desarmada, la ciudad quedó llena de extraños, y las casas de los principales habitantes, que profesan la religión reformada, fueron atacadas y saqueadas. Acompañamos la lista. El terror ha hecho huir de nuestra ciudad a los más respetables ciudadanos.
ªVuestra majestad ha sido engañado si no han puesto delante de vos la imagen de los horrores que transforman en desierto vuestra buena ciudad de Nimes. De continuo tienen lugar proscripciones y arrestos, y la verdadera y única causa es la diferencia de opiniones religiosas.
Los calumniados protestantes son los defensores del trono. Vuestro sobrino ha visto a nuestros hijos bajo sus banderas; nuestras fortunas han sido puestas en sus manos. Atacados sin razón, los protestantes no han dado, ni siquiera por una justa resistencia, el fatal pretexto a la calumnia de parte de sus enemigos. ¡Salvadnos, sire! Extinguid la llama de la guerra civil; una sola acción de vuestra voluntad restauraráa la existencia política a una ciudad interesante por su población y por sus productos. Demandad cuenta de su conducta a los cabecillas que han traído tales desgracias sobre nosotros. Ponemos ante vuestros ojos todos los documentos que nos han llegado. El temor paraliza los corazones y apaga las quejas de nuestros 354
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conciudadanos. Puestos en una situación más segura, nos aventuramos a levantar nuestra voz en favor de ellos,ª etc., etc.
Monstruosos Ultrajes contra las Mujeres.
En Nimes es cosa bien sabida que las mujeres lavan sus ropas bien en las fuentes, bien en las riberas de los ríos. Hay un gran lavadero cerca de la fuente, donde se puede ver a muchas mujeres cada día, arrodilladas al borde del agua, y golpeando sus ropas con pesadas palas de madera en forma de raquetas. Este lugar llegó a ser el escenario de las prácticas más vergonzosas e indecentes. La canalla católica volvía las enaguas de las mujeres por encima de sus cabezas, y las ataba de manera que continuaran expuestas y sometidas a una nueva clase de tormento; porque, poniendo clavos en la madera de las paletas de lavar en forma de flor de lis, las golpeaban hasta que manaba la sangre de sus cuerpos y sus gritos desgarraban el aire. A menudo se pedía la muerte como fin de este ignominioso castigo, que era rehusada con maligno regocijo. Para llevar este ultraje hasta su mayor grado posible, se empleó esta tortura contra algunas que estaban embarazadas. La escandalosa naturaleza de estos ultrajes impedía a muchas de las que lo habían sufrido hacerlo público, y especialmente relatar sus circunstancias más agravantes. ‘He visto,ª dice M. Duran, ‘a un abogado católico acompañando a los asesinos de Bourgade, armar una batidora con aguzados clavos en forma de fleur-de-lis; les he visto levantar los vestidos a las mujeres, y aplicarles a sus cuerpos ensangrentados estas batidoras, con fuertes golpes, a la que dieron un nombre que mi pluma rehúsa registrar. Nada podía detenerlos, ni los clamores de las atormentadas mujeres, la efusión de sangre, los murmullos de indignación suprimidos por el temor. Los cirujanos que atendieron a las mujeres que habían muerto pueden testificar, por las marcas de sus heridas, qué agonías deben haber soportado; esto, por terrible que parezca, es sin embargo estrictamente cierto.
Sin embargo, durante el progreso de estos horrores y de estas obscenidades, tan deshonrosas para Francia y la religión católica, los agentes del gobierno tenían poderosas fuerzas a su mando, con las que, si las hubieran empleado rectamente, habrían podido restaurar la tranquilidad. Sin embargo, prosiguieron los asesinatos y los robos, que fueron tolerados por los magistrados católicos, con bien pocas excepciones; es cierto que las autoridades administrativas usaron palabras en sus proclamaciones, etc., pero nunca ejercieron acciones para detener las atrocidades de los perseguidores, que declararon desvergonzadamente que el día veinticuatro, el aniversario de San Bartolomé, tenían la intención de hacer una matanza general. Los miembros de la Iglesia Reformada se llenaron de terror, y en lugar de tomar parte en la elección de diputados, estuvieron ocupados tanto como pudieron para proveer a su seguridad personal.
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Ultrajes Cometidos en los Pueblos, etc.
Dejamos Nimes ahora para examinar la conducta de los perseguidores en la región alrededor. Después del restablecimiento del gobierno monárquico, las autoridades locales se distinguieron por su celo y diligencia en apoyar a sus patronos, y bajo los pretextos de rebelión, ocultación de armas, impago de contribuciones, etc., se permitió a las tropas, a la guardia nacional y al populacho armado saquear, arrestar y asesinar a pacíficos ciudadanos, no meramente con impunidad, sino con aliento y aprobación. En el pueblo de Milhaud, cerca de Nimes, se obligó frecuentemente a los habitantes a pagar grandes sumas para evitar ser saqueados. Sin embargo, esto no valió para nada en casa de Madame Teulon. El domingo dieciséis de julio fueron devastadas su casa y propiedades. Se llevaron o destruyeron sus valiosos muebles, quemaron la paja y la madera, y exhumaron el cuerpo de un niño, enterrado en el jardín, y lo arrastraron alrededor de un fuego encendido por el populacho. Fue con gran dificultad que la señora Teulon escapo con su vida.
M. Picherol, otro protestante, había ocultado algunos de sus bienes en casa de un vecino católico. Atacaron su casa, y aunque respetaron todas las propiedades del último, las de su amigo fueron saqueadas y destruidas. En el mismo pueblo, uno de los de la partida, dudando de si el señor Hermet, un sastre, era el hombre al que buscaban, preguntaron: ‘¿Es un protestante?ª Al reconocerlo, dijeron: ‘Muy bien.ª Y lo asesinaron en el acto. En el cantón de Vauvert, donde había una iglesia consistorial, extorsionaron ochenta mil francos.
En las comunas de Beauvoisin y Generac un puñado de libertinos cometieron excesos similares, bajo la mirada del alcalde y a los gritos de ¡Vive le Roi! St. Gilles fue escenario de las iniquidades más desalmadas. Los protestantes, los más ricos de los habitantes, fueron desarmados, mientras sus casas eran saqueadas. Apelaron al alcalde, pero éste se rió y se fue.
Este oficial tenía a su disposición una guardia nacional de varios cientos de hombres, organizada bajo sus propias órdenes. Sería fatigoso leer la lista de los crímenes que tuvieron lugar durante muchos meses. En Clavisson, el alcalde prohibió a los protestantes la' práctica de cantar los Salmos que se acostumbraba celebrar en el templo, para que, como dijo, no se ofendiera ni perturbara a los católicos.
En Sommieres, a unas diez millas de Nimes, los católicos hicieron una espléndida procesión a través de la población, que continuó hasta el atardecer, y que fue seguida por el saqueo de los protestantes. Al llegar tropas forasteras a Sommieres, se reanudó la pretendida búsqueda de armas; se obligaba a los que no poseían mosquetes a comprarlos, con el propósito de que los rindieran, y se les acuartelaron soldados en sus casas a seis francos diarios hasta que entregaran los artículos pedidos. La iglesia protestante, que había sido cerrada, fue convertida en cuartel para los austriacos. Después de haber estado suspendido durante seis meses el servicio divino en Nimes, la iglesia, llamada Templo por los protestantes, fue reabierta, y se celebró el culto público en la mañana del veinticuatro de diciembre. Al examinar el campanario, se descubrió que alguien se había llevado el badajo de la campana.
Al aproximarse la hora del servicio, se reunieron varios hombres, mujeres y niños ante la casa 356
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de M. Ribot, el pastor, y amenazaron con impedir el culto. Cuando llegó la hora, dirigiéndose él hacia la iglesia, fue rodeado; se le lanzaron los más terribles gritos; algunas de las mujeres le echaron manos al cuello de la camisa; pero nada pudo perturbar su firmeza ni excitar su impaciencia. Entró en la casa de oración y subió al púlpito. Echaron piedras dentro y cayeron entre los adoradores; sin embargo, la congregación permaneció tranquila y atenta, y el servicio continuó entre ruidos, amenazas e insultos.
Al salir, muchos habrían sido muertos si no hubiera sido por los cazadores de la guarnición, que los protegieron honrosa y celosamente. Poco después el señor Ribot recibió la siguiente carta del capitán de los cazadores.
2 Enero, 1816.
‘Lamento profundamente los prejuicios de los católicos contra los protestantes, de los cuales dicen que no aman al rey. Seguid actuando como lo habéis hecho hasta ahora, y el tiempo y vuestra conducta contradecirán de lo contrario a los católicos; si tuviera lugar algún tumulto similar al del sábado, informadme. Conservo mis informes de estos hechos, y silos agitadores resaltan incorregibles, y olvidan lo que deben al mejor de los reyes y al estatuto, cumpliré con mi deber e informaré al gobierno de sus actuaciones. Adiós, querido señor; dad al consistorio seguridades de mi estima, y de los sentimientos que abrigo acerca de la moderación con que afrontaron las provocaciones de los malvados de Sommieres. Tengo el honor de saludaros con respeto.
SUVAL DE LAINE.ª
Este pastor recibió otra carta del Marqués de Montlord, el seis de enero, para alentarlo a unirse con todos los buenos hombres que creen en Dios para obtener el castigo de los asesinos, bandidos y perturbadores de la paz pública, y a leer públicamente las instrucciones que había recibido del gobierno a este efecto. A pesar de esto, el veinte de enero de 1816, cuando se celebró el servicio en conmemoración de la muerte de Luis XVI, formándose una procesión, los guardias nacionales dispararon contra la bandera blanca colgada de las ventanas de los protestantes, y terminaron el día saqueándolos.
En la comuna de Angargues, las cosas estaban aún peores; y en el de Fontanes, desde la entrada del rey en 1815, los católicos quebrantaron todos los compromisos con los protestantes; de día los insultaban, y de noche forzaban sus puertas, o las marcaban con tiza para ser saqueadas o quemadas. St. Mamert fue repetidamente visitada por estos saqueos, y en Montruiral, en fecha tan tardía como el dieciséis de junio de 1816, los protestantes fueron atacados, apaleados y encarcelados, por osar celebrar el regreso de un rey que había jurado preservar la libertad de religión y mantener el estatuto.
Relato Adicional de las Acciones de los Católicos en Nimes Los excesos perpetrados en el campo no parecen haber desviado en absoluto de Nimes la atención de los perseguidores. Octubre de 1815 comenzó sin mejora alguna en los 357
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principios o medidas del gobierno, y esto fue seguido por una presunción correspondiente por parte del pueblo. Varias casas en el Barrio St. Charles fueron saqueadas, y sus ruinas quemadas en las calles entre cantos, danzas y gritos de ¡Vive le Roi! Apareció el alcalde, pero la multitud pretendió no conocerle, y cuando se atrevió a reprenderlos, le dijeron ‘que su presencia era innecesaria, y que se podía retirar.ª Durante el dieciséis de octubre, todos los preparativos parecían anunciar una noche de carnicería; se circularon de manera regular y confiada órdenes para reunirse y contraseñas para el ataque; Trestaillon pasó revista a sus secuaces, y los apremió a perpetrar sus crímenes, teniendo con uno de estos malvados el siguiente diálogo:
Secuaz. ‘Si todos los protestantes, sin excepción, han de ser muertos, me uniré a ello contento; pero como me has engañado tantas veces, no me moveré a no ser que hayan de morir todos. ª
Trestaillon. ‘Pues acompáñame, porque esta vez no escapará nadie. ª
Este horrendo propósito habría sido llevado a cabo si no hubiera sido por el General La Garde, comandante del departamento. No fue sino hasta las diez de la noche que se dio cuenta del peligro. Ahora vio que no podía perder un momento. Las multitudes estaban avanzando por 105 suburbios, y las calles se llenaban de rufianes, lanzando las más terribles imprecaciones. La generala sonó a las once de la noche, lo que añadió a la confusión que se estaba extendiendo por la ciudad. Unas cuantas tropas se reunieron alrededor del Conde La Garde, que estaba agitado por la mayor angustia al ver que el mal había llegado a tal paroxismo. Acerca de esto da M. Durand, un abogado católico, el siguiente relato:
‘Era cerca de medianoche, mi mujer acababa de quedar dormida; yo estaba al lado de ella, escribiendo, cuando fuimos perturbados por un ruido distante. ¡Qué podía ser aquello!
Para apaciguar su alarma, le dije que probablemente se trataba de la llegada o salida de algunas tropas de la guarnición. Pero se podían ya oír disparos y gritos, y al abrir mi ventana distinguí horribles imprecaciones mezcladas con gritos de ¡ Vive le Roi! Desperté a un oficial que se alojaba en la casa, y a M. Chancel, director de Obras Públicas. Salimos juntos, Y llegamos al Boulevard. La luna resplandecía brillantemente, y se veía todo casi tan claramente como de día; una enfurecida muchedumbre estaba dirigiéndose hacia la matanza jurada, y la mayor parte iban semidesnudos, armados con cuchillos, mosquetes, palos y sables.
Como respuesta a mis indagaciones, me dijeron que la matanza era general, y que muchos habían sido ya muertos en los suburbios. M. Chancel se retiró para ponerse su uniforme como capitán de los Pompiers; los oficiales se retiraron a los cuarteles, y yo, intranquilo por mi mujer, me volvía casa. Por el ruido que ola, estaba convencido de que me seguían algunos. Me deslicé por la sombra de la pared, abrí la puerta de mi casa, entré y la cerré, dejando una pequeña abertura por la que podía vigilar los movimientos de la partida cuyas armas resplandecían bajo la luz de la luna. Poco tiempo después aparecieron algunos hombres armados llevando un prisionero junto al mismo lugar donde yo estaba oculto. Se 358
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detuvieron, y yo cerré suavemente mi puerta y subí sobre una chopera plantada junto a la pared del jardín. ¡Qué escena! Un hombre de rodillas implorando clemencia a unos desalmados que se burlaban de su angustia y que lo cargaban de insultos. ‘¡En nombre de mi mujer y de mis hijos,ª decía él, ‘dejadme! ¿Qué he hecho? ¿Por qué me habéis de asesinar por nada?ª Estaba en este momento a punto de gritar y de amenazar a los asesinos con la venganza.
Pero no tuve tiempo para decidirme, porque la descarga de varios fusiles acabó con mi indecisión; el infeliz suplicante, tocado en sus lomos y cabeza, cayó para no volverse a levantar. Ahora los asesinos daban la espalda al árbol; se retiraron de inmediato, recargando sus armas. Yo descendíy me acerqué al moribundo, que estaba lanzando profundos y penosos suspiros. Llegaron algunos guardias nacionales en aquel momento, y de nuevo me retiré y cerré la puerta.
‘Veo un muerto,ª dijo uno. ‘Todavía canta,ª dijo el otro. ‘Mejor será,ª dijo un tercero,
‘rematarlo y poner fin a sus sufrimientos.ª De inmediato descargaron cinco o seis mosquetes, y los gemidos cesaron. Al día siguiente, las multitudes acudieron a inspeccionar e insultar al muerto. Los días después de una matanza se observaban siempre como una especie de fiesta, y se dejaban todas las ocupaciones para ir a contemplar las víctimas.ª Este era Louis Lichare, padre de cuatro niños; cuatro años después de este acontecimiento, M. Durand verificó este relato bajo juramento durante el juicio de uno de los asesinos.
Ataque sobre las Iglesias Protestantes
Un tiempo antes de la muerte del General La Garde, el duque de Angulema había visitado Nimes, y otras ciudades al sur, y en aquella primera ciudad honró a los miembros del consistorio protestante con una entrevista, prometiéndoles protección, y alentándolos a reabrir su templo, tanto tiempo cerrado. Tienen dos iglesias en Nimes, y se acordó que la mejor en esta ocasión sería la pequeña, y que se debería Omitir el toque de campanas. El General La Garde manifestó que respondería con su cabeza de la seguridad de la congregación.
Los protestantes se informaron en privado entre si que volvería de nuevo a celebrarse el culto a las diez, y comenzaron a reunirse en silencio y con precaución. Se acordó que M.
Juillerat Chasseur celebrara el servicio, aunque tal era su convicción de peligro que le rogó a su mujer, y a algunos de los de su grey, que se quedaran con sus familias. Siendo abierto el templo sólo como cuestión formal, y en obediencia a las órdenes del Duque de Angulema, este pastor deseaba ser la única víctima. Dirigiéndose al lugar, pasó junto a numerosos grupos que lo miraban ferozmente. ‘Esta es la oportunidad,ª dijo uno, ‘de darles el último golpe. ª
‘SI, ª añadieron otros, ‘y no se deben perdonar ni a las mujeres ni a los niños.ª Un malvado, levantando la voz por encima de los demás, exclamó: ‘Ah, voy a ir a buscar mi mosquete, y diez como mi parte.ª A través de estos sones amenazadores, M. Juillerat prosiguió su camino, pero cuando llegó al templo, el sacristán no se atrevió a abrir las puertas, y se vio obligado a abrirlas él mismo. Al llegar los adoradores, encontraron personas extrañas ocupando las calles adyacentes, y también en las escalinatas de la iglesia, jurando que no iban a celebrar su culto, y gritando: ‘¡Abajo los protestantes! ¡Matadlos!
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¡Matadlos! ª A las diez, la iglesia ya casi llena, M. J. Chasseur comenzó las oraciones.
De repente, el ministro fue interrumpido con un ruido violento, mezclado con gritos de ¡Vive le Roi! pero los gendarmes consiguieron echar a estos fanáticos y cerrar las puertas. El ruido y los tumultos fuera se redoblaron, y los golpes del populacho que intentaba echar las puertas abajo hizo que la casa resonara con chillidos y gemidos. La voz de los pastores que trataban de consolar a su grey se hizo inaudible; en vano intentaron cantar el Salmo Cuarenta y dos.
Pasaron lentamente tres cuartos de hora. ‘Yo me puse,ª dijo Madame Juillerat, ‘al pie del púlpito, con mi hija en mis brazos; Finalmente, mi marido se unió a mí y me dio alimentos; recordé desde el principio que era el aniversario de mi casamiento. Después de seis años de felicidad, me dije, estoy a punto de morir con mi marido y mi hija; seremos muertos ante el altar de nuestro Dios, víctimas de un deber sagrado, y el cielo se abrirá para recibimos a nosotros y a nuestros infelices hermanos. Bendije al Redentor, y sin maldecir a nuestros asesinos, esperé su llegada.ª
M. Oliver, hijo de un pastor, oficial de las tropas reales de línea, intentó salir de la iglesia, pero los amistosos centinelas a la puerta le aconsejaron que permaneciera encerrado con el resto. Los guardias nacionales rehusaron actuar, y la fanática multitud aprovechaba todo lo que podía la ausencia del General La Garde y su creciente número. Al final se oyó música marcial, y voces desde fuera gritaron a los asediados, ‘¡Abrid, abrid y salvaos!ª Su primera impresión fue temer una traición, pero pronto se les aseguró que un destacamento que volvía de Misa había sido dispuesto delante de la puerta para favorecer la salida de los protestantes.
La puerta fue abierta, y muchos de ellos escaparon entre las filas de los soldados, que habían empujado a la multitud fuera de allí; pero esta calle, así como las otras por las que tenían que pasar los fugitivos, pronto volvió a quedar llena. El venerable pastor, Olivier Desmond, que estaba entre los setenta y ochenta años de edad, fue rodeado por asesinos; le pusieron puños sobre la cara, y gritaron:
‘Matad al jefe de los bandidos.ª Fue preservado por la actitud firme de algunos oficiales, entre los que estaba su propio hijo; hicieron una barrera delante de él con sus propios cuerpos, y entre sus sables desenvainados lo llevaron a su casa. M. Juillerat, que había asistido al servicio divino con su mujer a su lado y con su hijo en sus brazos, fue perseguido y atacado con piedras, su madre recibió una pedrada en la cabeza, y su vida estuvo en ocasiones en peligro. Una mujer fue vergonzosamente azotada, y varias heridas y arrastradas por las calles; el número de protestantes más o menos maltratados en esta ocasión ascendieron entre unos setenta y ochenta.
Asesinato del General La Garde
Al final se aplicó represión a estos excesos por el suceso del asesinato del Conde La Garde, que, al recibir noticia de este tumulto, montó en su caballo, y entró en una de las calles, para dispersar una multitud. Un villano tomó sus riendas; otro le encañonó con una pistola, casi tocándole, y chilló: ‘¡Miserable! ¿Tú harás que me retire?ª Y disparó inmediatamente. El 360
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asesino fue Louis Boissin, un sargento de la guardia nacional; pero, aunque lo sabía todo el mundo, nadie trató de arrestarlo, y escapó. Cuando el general se vio herido, dio orden a la gendarmería para que protegiera a los protestantes, y se lanzó al galope hacia su alojamiento; pero se desmayó inmediatamente al llegar allí. Al recuperarse, impidió al cirujano que le examinara la herida hasta haber escrito una carta al gobierno, para que, en caso de muerte, se pudiera saber de dónde le había venido su herida, y que nadie osara acusar a los protestantes de este crimen.
La probable muerte de este general produjo un pequeño grado de relajación por parte de sus enemigos y alguna calma, pero la masa del pueblo se había entregado durante demasiado tiempo al libertinaje para sentirse refrenado siquiera por el asesinato del representante de su rey. Por la noche volvieron al templo, y con hachas abrieron la puerta. El amenazante son de sus golpes infundieron terror a los corazones de las familias protestantes refugiadas en sus casas, dados al llanto. El contenido de la caja de limosnas fue robado, y también las ropas preparadas para su distribución; los ropajes del ministro fueron destrozados; los libros fueron rotos o llevados; las estancias fueron saqueadas, pero las habitaciones que contenían los archivos de la iglesia, y los sínodos, fueron providencialmente pasadas por alto; y si no hubiera sido por las muchas patrullas a pie, todo hubiera sido pasto de las llamas, y el edificio mismo un montón de ruinas. Mientras tanto, los fanáticos adscribieron el crimen del general a su propia devoción, y dijeron que ‘era la voluntad de Dios.ª Se ofrecieron tres mil francos por la captura de Boissin; pero se sabía bien que los protestantes no osarían capturarlo, y que los fanáticos no querrían. Durante estos acontecimientos, el sistema de conversiones forzadas al catolicismo estaba progresando de una manera regular y temible.
Interferencia del Gobierno Británico
Para crédito de Inglaterra, el conocimiento de estas crueles persecuciones llevadas a cabo contra nuestros hermanos protestantes en Francia produjeron tal sensación en el gobierno que les llevó a intervenir. Y ahora los perseguidores de los protestantes transformaron este acto espontáneo de humanidad y piedad en pretexto para acusar a los sufrientes de correspondencia traidora con Inglaterra; pero en este estado de acontecimientos, para gran desmayo de ellos, apareció una carta, enviada hacía algún tiempo a Inglaterra por el Duque de Wellington, diciendo que ‘existía mucha información acerca de los acontecimientos del sur. ª
Los ministros de las tres denominaciones en Londres, anhelantes por no ser mal informados, pidieron a uno de sus hermanos que visitara las escenas de persecución, y que examinara con imparcialidad la naturaleza y extensión de los males que deseaban aliviar. El Rev. Clement Perot emprendió esta difícil tarea, y cumplió sus deseos con un celo, una prudencia y una devoción totalmente encomiables. A su regreso proveyó abundantes e irrefutables pruebas de una vergonzosa persecución, materiales para una apelación al Parlamento Británico, y un informe impreso que fue circulado por el continente, y que por primera vez dio una correcta información a los habitantes de Francia.
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Se vio ahora que la intervención extranjera era de enorme importancia; y las declaraciones de tolerancia que suscitó en el gobierno de Francia, así como la actuación más cuidadosa de los perseguidores católicos, operó como reconocimientos decisivos e involuntarios de esta interferencia, que algunas personas al principio censuraron y menospreciaron, interferencia que manifestada en la dura voz de la opinión pública en Inglaterra y en otros lugares, produjo una correspondiente suspensión de la matanza y del pillaje; sin embargo, los asesinos y saqueadores quedaban aún sin castigar, e incluso eran aclamados y premiados por sus crímenes; y mientras que los protestantes en Francia sufrían las penas y castigos más crueles y degradantes por insignificantes faltas, los católicos, teñidos de sangre y culpables de numerosos y horrendos asesinatos, eran absueltos.
Quizá la virtuosa indignación expresada por algunos de los más ilustrados católicos contra estos abominables procedimientos tuvieron una parte no pequeña en refrenarlos.
Muchos protestantes inocentes habían sido condenados a galeras, o habían sido castigados de otras maneras, por supuestos crímenes basados en declaraciones bajo juramento de desalmados sin principios ni temor de Dios. M. Madier de Montgau, juez de la cour royale de Nimes y presidente del tribunal de Gard y Vaucluse, se sintió obligado en una ocasión a levantar la sesión antes de aceptar el testimonio de un monstruo sanguinario tan notorio como Truphemy. Dice este magistrado: ‘En una sala del Palacio de Justicia delante de aquella en la que yo me sentaba, varias desafortunadas personas perseguidas por la facción estaban siendo juzgadas, y cada testimonio tendiendo a su condena era aplaudida con gritos de ¡Vive le Roi!
Tres veces se hizo tan terrible la explosión de este terrible gozo que fue necesario llamar refuerzos de los cuarteles, y doscientos soldados eran a menudo insuficientes para refrenar a la multitud. De repente redoblaron los gritos y clamores de ¡ Vive le Roi!: Llegaba un hombre, vitoreado, aplaudido, llevado en ...... era el terrible Truphemy. Se acercó al tribunal. Había venido a testificar contra los prisioneros. Fue admitido como testigo... ¡Levantó la mano para que le tomaran juramento! Sobrecogido de horror ante aquel espectáculo, me precipité fuera de mi asiento, y entré en la sala de consejo. Me siguieron mis colegas; en vano me quisieron persuadir para que volviera a mi asiento. ‘¡No!ª, exclamé, ‘¡No voy a consentir que este miserable sea admitido para dar testimonio ante una corte de justicia en la ciudad a la que ha llenado de asesinatos; en el palacio, en cuyas escalinatas ha asesinado al desafortunado Burillon. No puedo admitir que rnate a sus víctimas con sus testimonios como con su puñal.
¡El un acusador! ¡El, testigo! No, jamás consentiré que este monstruo se levante en presencia de magistrados para dar un juramento sacrílego, con sus manos aún teñidas de sangre! ª
Estas palabras fueron repetidas fuera de la puerta; los testigos temblaron; los facciosos temblaron también; los facciosos que guiaban la lengua de Truphemy como habían guiado su brazo, que le dictaban calumnia tras haberle enseñado a asesinar. Estas palabras penetraron en los calabozos de los condenados, e inspiraron esperanza; dieron a otro valiente abogado la resolución de asumir la causa de los perseguidos; llevó las oraciones de inocencia y desgracia al pie del trono; allí preguntó si la evidencia de un Truphemy no era suficiente para anular una sentencia. El rey concedió un perdón pleno y libre.ª
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Resolución Final de las Protestantes en Nimes
Con respecto a la conducta de los protestantes, estos ciudadanos tan perseguidos, llevados a un extremado sufrimiento por sus perseguidores, sintieron al final que sólo les quedaba escoger la manera de morir. Decidieron unánimemente que morirían luchando en defensa propia. Esta firme actitud hizo ver a sus perseguidores que ya no podrían asesinar impunemente. Todo cambió de inmediato. Aquellos que durante cuatro años habían llenado a otros con terror, ahora lo sintieron ellos. Temblaban ante la fuerza que hombres, tanto tiempo resignados, hallaban en la desesperación, y su alarma se intensificó cuando supieron que los habitantes de las Cevennes, convencidos del peligro en que se hallaban sus hermanos, estaban dirigiéndose allíen auxilio de ellos.
Pero, sin esperar la llegada de estos refuerzos, los protestantes aparecieron de noche en el mismo orden y armados de la misma manera que sus enemigos. Los otros desfilaban por los Boulevards, con su usual ruido y furia, pero los protestantes se quedaron callados y firmes en los puestos que habían tomado. Tres días continuaron estos peligrosos y ominosos encuentros, pero se impidió el derramamiento de sangre por los esfuerzos de algunos dignos ciudadanos dis- tinguidos por su rango y fortuna. Al compartir los peligros de la población protestante, obtuvieron el perdón para un enemigo que ahora temblaba mientras amenazaba.
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Capítulo XXIV - El Comienzo de las Misiones Americanas en el Extranjero
SAMUEL J. Mills, mientras era estudiante en Williams College, reunió a su alrededor a un grupo de compañeros estudiantes, sintiendo todos la carga del gran mundo pagano. Un día en 1806, cuatro de ellos, alcanzados por una tempestad, se refugiaron bajo la cubierta de un pajar. Pasaron la noche en oración por la salvación del mundo, y resolvieron, si había oportunidad para ello, ir ellos mismos como misioneros. Esta ‘reunión de oración del pajarª
se hizo histórica.
Estos jóvenes fueron posteriormente al Seminario Teológico de Andover, donde se unió a ellos Adoniram Judson. Cuatro de ellos enviaron una petición a la Asociación Congregacional de Massachusetts en Bradford, del 29 de junio de 1810, ofreciéndose como misioneros y preguntando si podrían esperar el apoyo de una sociedad en este país, o si debían solicitarlo a una sociedad británica. Como respuesta a este llamamiento, se constituyó la Junta Americana de Comisionados para Misiones Extranjeras.
Cuando se solicitó un estatuto para la Junta, un alma incrédula objetó desde los bancos de los legisladores, alegando, en oposición a la petición, que el país tenía una cantidad tan pequeña de cristianos que no se podía prescindir de ninguno para exportación; pero otro, que estaba dotado de una constitución más optimista, le recordó que se trataba de un bien que cuanto más se exportara, tanto más aumentaría en la patria. Hubo mucha perplejidad acerca de la planificación y de los aspectos financieros, por lo que Judson fue enviado a Inglaterra para conferenciar con la Sociedad de Londres en cuanto a la factibilidad de la cooperación de las dos organizaciones para enviar y sostener a los candidatos, pero este plan quedó en nada.
Al final se consiguió suficiente dinero, y en febrero de 1812 zarparon para oriente los primeros misioneros de la Junta
Americana. El señor Judson iba acompañado de su mujer, habiéndose casado con Ann Hasseltine poco antes de emprender el viaje. Durante la larga travesía, el señor y la señora Judson y el señor Rice fueron llevados de alguna manera a revisar sus convicciones acerca del modo apropiado del bautismo, llegando a la conclusión de que sólo era válida la inmersión, y fueron rebautizados por Carey poco después de llegar a Calcuta. Este paso necesariamente cortó su relación con el cuerpo que les había enviado, y los dejó sin apoyo. El señor Rice volvió a América para informar de esta circunstancia a los hermanos bautistas. Ellos contemplaron la situación como resultado de una acción de la Providencia, y planearon anhelantes aceptar la responsabilidad que les había sido echada encima. Así, se formó la Unión Misionera Bautista. De esta manera el señor Judson fue quien dio ocasión a la organización de dos grandes sociedades misioneras.
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La Persecución del Doctor Judson
Después de trabajar por un tiempo en el Indostán, el doctor y la señora Judson se establecieron por fin en el Imperio Birmano en 1813. En 1824 estalló una guerra entre la Compañía de las Indias Orientales y el emperador de Birmania. El doctor y la señora Judson y el doctor Price, que estaban en Ava, la capital del Imperio Birmano, fueron, al comenzar la guerra, arrestados de inmediato y encerrados por varios meses. El relato de los sufrimientos de los misioneros fue escrito por la señora Judson, y aparece en sus propias palabras.
‘Rangún, 26 de mayo de 1826.
‘Mi querido hermano, ª
Comienzo esta carta con la intención de darte los detalles de nuestro cautiverio y sufrimientos en Ava. La conclusión de esta carta determinaráhasta cuando mi paciencia me permitirárecordar escenas desagradables y horrorosas. Había mantenido un diario con todo lo que había sucedido desde nuestra llegada a Ava, pero lo destruíal comenzar nuestras dificultades.
ªEI primer conocimiento seguro que tuvimos de la declaración de guerra por parte de los birmanos fue al llegar a Tsenpyu-kywon, a unas cien millas a este lado de Ava, donde habían acampado parte de las tropas, bajo el mando del célebre Bandula. Siguiendo nuestro viaje, nos encontramos con el mismo Bandula, con el resto de sus tropas, regiamente equipado, sentado en su barcaza dorada, y rodeado por una flota de barcos de guerra de oro, uno de los cuales fue mandado en el acto al otro lado del río para interpelarnos y hacemos todas las preguntas necesarias. Se nos permitió proseguir tranquilamente cuando el mensajero fue informado que éramos americanos, no ingleses, y que íbamos a Ava en obediencia al gobierno de su Majestad.
ªAl llegar a la capital, encontramos que el doctor Price estaba fuera de favor ante la corte, y que allíhabía más sospechas contra los extranjeros que en Ava. Tu hermano visitó dos o tres veces el palacio, pero encontró que el talante del rey para con él era muy diferente al que había sido anteriormente; y la reina, que antes había expresado deseos por mi pronta llegada, no preguntó ahora por mí, ni indicó deseo alguno de verme. Consiguientemente, no hice esfuerzo alguno por visitar el palacio, aunque era invitada casi a diario a visitar algunos de los parientes de la familia real, que vivían en sus propias casas, fuera del recinto de palacio.
Bajo estas circunstancias, creímos que lo más prudente sería proseguir nuestra intención original de construir una casa y de iniciar las operaciones misioneras según hubiera oportunidad, tratando asíde convencer al gobierno de que no teníamos nada que ver con la actual guerra.
ªDos o tres semanas después de nuestra llegada, el rey, la reina, todos los miembros de la familia real y la mayor parte de los oficiales del gobierno volvieron a Amarapora, a fin de acudir y tomar posesión del nuevo palacio en la forma acostumbrada.
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ªNo me atreveré a describir este espléndido día, cuando su majestad entró, con toda la gloria que le acompañaba, por las puertas de la ciudad dorada y puedo decir que entre las aclamaciones de millones, tomó posesión del palacio. Los saupwars de las provincias fronterizas con China, todos los virreyes y altos oficiales del reino estaban reunidos para la ocasión, vestidos en sus ropajes de estado, y adornados con la insignia de su oficio. El elefante blanco, ricamente ornamentado con oro y joyas, era uno de los objetos más hermosos en la procesión. Sólo el rey y la reina estaban sin adornar, vestidos en la simple vestimenta del país; entraron, tomándose la mano, en el jardín en el que había mos tomado asiento, y donde se preparó un banquete para su refrigerio. Todas las riquezas y la gloria del imperio fueron exhibidas aquel día. El número y el inmenso tamaño de los elefantes, los numerosos caballos, y la gran variedad de vehículos de toda descripción, sobrepasó con mucho a todo lo que había jamás visto o imaginado. Poco después que su majestad hubiera tomado posesión del nuevo palacio, se dio orden de que no se permitiera entrar a ningún extranjero, excepto a Lansago.
Nos sentimos algo alarmados ante esto, pero concluimos que era por motivos políticos, y que quizáno nos afectaría de manera esencial.
ªDurante varias semanas no sucedió nada alarmante para nosotros, y proseguimos con nuestra escuela. El señor Judson predicaba cada domingo, había mos conseguido todos los materiales para construir una casa de ladrillos, y los albañiles habían hecho considerable avance en la construcción del edificio.
ªEl veintitrés de mayo de 1824, cuando acabábamos nuestro culto en casa del doctor, al otro lado del río, llegó un mensajero para decirnos que Rangún había sido tomada por los ingleses. El conocimiento de esto nos produjo un choque en el que había una mezcla de gozo y de temor. El señor Gouger, un joven comerciante residente en Ava, estaba entonces con nosotros, y tenía más razones para temer que el resto de nosotros.
Sin embargo, todos volvimos de inmediato a nuestra casa y comenzamos a considerar qué debíamos hacer. El señor G. fue a ver al Príncipe Thar-yar-wadi, el hermano más influyente del rey, que le informó que no debía temer nada, pues él ya había tocado esta cuestión con su majestad, que había contestado que ‘los pocos extranjeros que había en Ava no tenían nada que ver con la guerra, y no debían ser molestados.ª ªEl gobierno estaba ahora en pleno movimiento. Un ejército de diez o doce mil hombres, bajo el mando de Kyi-wun-gyi, fue enviado al cabo de tres o cuatro días, a los que se debía unir Sakyer- wun-gyi, que había sido anteriormente designado virrey de Rangún y que estaba de camino hacia allí cuando le llegaron las noticias del ataque. No había dudas acerca de la derrota de los ingleses; el único temor del rey era que los extranjeros supieran el avance de las tropas birmanas, y que pudieran alarmarse tanto que huyeran a bordo de sus barcos y se fueran, antes que hubiera tiempo de tomarlos y someterlos a esclavitud. ‘Traedmeª, dijo un salvaje joven de palacio,
‘seis kala pyuª (extranjeros blancos para que remen mi barcaª; ‘y para mi’,ª dijo la dama de Wun-gyi, ‘enviadme cuatro extranjeros blancos para que dirijan los negocios de mi casa, porque sé que son siervos de fiar.ª Las barcas de guerra, con gran moral, pasaron delante de 366
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nuestra casa, cantando y danzando los soldados, y dando muestras del mayor regocijo. ¡Pobres chicos!, dijimos nosotros; probablemente nunca volveréis a danzar. Y asífue, porque pocos, o ninguno, volvieron a ver su casa natal.
ªAl final el señor Judson y el doctor Price fueron llamados a un tribunal de interrogatorios, donde se les hizo una estricta indagación acerca de lo que sabían. La gran cuestión parecía ser si habían tenido el hábito de comunicarse con extranjeros acerca del estado del país, etc. Ellos respondieron que siempre habían tenido la costumbre de escribir a sus amigos en América, pero que no tenían correspondencia con oficiales ingleses ni con el gobierno de Bengala. Después de ser interrogados, no fueron encerrados, como lo habían sido los ingleses, sino que se les permitió volver a sus casas. Al examinar las cuentas del señor G., se encontró que el señor J. y el doctor Price habían recibido sumas considerables de dinero de su parte. Ignorando como ignoraban los birmanos la manera en que recibíamos el dinero, por órdenes desde Bengala, esta circunstancia fue suficiente evidencia para sus mentes desconfiadas de que los misioneros estaban a sueldo de los ingleses, y que muy probablemente eran espías. Asíse presentó la cuestión ante el rey, que enfurecido ordenó el arresto inmediato de los ‘dos maestrosª.
ªEl ocho de junio, mientras nos preparábamos para la comida, entró precipitadamente un oficial, que tenía un libro negro, con una docena de birmanos, acompañados por uno al que, por su cara con manchas, supimos que era un verdugo e ‘hijo de la prisiónª. ‘¿Dónde estáel maestro?ª fue la primera pregunta. El señor Judson se presentó. ‘Eres llamado por el reyª, le dijo el oficial; ésta es una frase que siempre se emplea cuando se va a arrestar a un criminal. El hombre con las manchas de inmediato se apoderó del señor Judson, lo echó al suelo, y sacó la cuerda pequeña, el instrumento de tortura. Lo tomé del brazo: ‘Deténgaseª, le dije, ‘le daré dineroª. ‘Arréstala también a ellaª, dijo el oficial; ‘también es extranjeraª. El señor Judson, con una mirada implorante, rogó que me dejaran hasta que recibieran nuevas órdenes. La escena era ahora chocante más alláde toda descripción.
ªTodo el vecindario se había reunido los albañiles trabajando en la casa de ladrillos tiraron las herramientas y corrieron los niñitos birmanos estaban chillando y llorando los criados bengalíes se quedaron inmóviles al ver las indignidades cometidas contra su patrón y el endurecido verdugo, con gozo infernal, apretó las cuerdas, atando firmemente al señor Judson, y lo arrastró, no sabia yo a dónde. En vano rogué y supliqué a aquella cara manchada que tomara la plata y que aflojara las cuerdas, sino que escarneció mis ofrecimientos, y se fue de inmediato. Sin embargo, di dinero a Mounglng para que los siguiera, y volviera a intentar mitigar la tortura del señor Judson; pero en lugar de tener éxito, cuando se vieron a una distancia de la casa, aquellos insensibles hombres volvieron a echar al preso en tierra, y apretaron aún más las cuerdas, de manera que casi le impedían respirar.
‘El oficial y su grupo se dirigieron a la corte de justicia, donde estaban reunidos el gobernador de la ciudad y los oficiales, uno de los cuales leyó la orden del rey que el señor Judson fuera echado en la prisión de muerte, a la que pronto fue echado, la puerta cerrada y 367
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Moung Ing no vio ya más. ¡Qué noche fue aquella! Me retiré a mi habitación, y traté de lograr consuelo presentando mi causa a Dios, e implorando fortaleza y fuerzas para sufrir lo que me esperara. Pero no me fue concedido mucho tiempo el consuelo de la soledad, porque el magistrado del lugar había venido a la galería, y me estaba llamando para que saliera y me sometiera a su interrogatorio. Pero antes de salir destruítodas mis cartas, diarios y escritos de todo tipo, por si revelaban el hecho de que teníamos corresponsales en Inglaterra, y donde yo había registrado todos los acontecimientos desde nuestra llegada al país. Cuando hube terminado esta obra de destrucción, salíy me sometíal interrogatorio del magistrado, que indagó de manera muy detallada acerca de todo lo que yo sabia; luego ordenó que fueran cerrados los portones de las instalaciones, que no se permitiera entrar ni salir a nadie, puso una guardia de diez esbirros, a los que les dio orden estricta de guardarme con seguridad, y se fue.
ªEra ya oscuro. Me retiré a una estancia interior con mis cuatro pequeñas niñas birmanas, y atranqué las puertas. El guarda me ordenó en el acto desatrancar las puertas y que saliera, o derribarían la casa. Me negué obstinadamente a obedecer, y conseguíintimidarlos amenazándolos con quejarme de su conducta ante más altas autoridades por la mañana. Al ver que estaba decidida a no hacer caso de sus órdenes, tomaron los dos criados bengalíes, y los pusieron en cepos en una posición muy dolorosa. No pude soportar esto; llamé al cabo desde la ventana, y les dije que les haría un presente por la mañana a todos ellos si soltaban a los criados. Después de muchas discusiones y de muchas severas amenazas consintieron, pero parecían decididos a irritarme tanto como fuera posible. Mi estado desprotegido y desolado, mi total incertidumbre acerca de la suerte del señor Judson, y las terribles juergas y el lenguaje casi diabólico de la guardia, todo ello se unió para hacer de aquella con mucho la noche más angustiosa que jamás haya pasado. Puedes bien imaginar, querido hermano mío, que el sueño huyó de mis ojos, y de mi mente la paz y la compostura.
ªA la mañana siguiente, envié a Moung Ing para que supiera la situación de tu hermano, y que le diera alimentos, si todavía vivía. ¡Pronto volvió, con las noticias de que el señor Judson, y todos los extranjeros blancos, estaban encerrados en la cárcel de muerte, con tres pares de cadenas de hierro, y atado a una larga estaca, para impedir que se movieran! Mi motivo de angustia era ahora que yo misma era prisionera, y que no podía hacer nada por la liberación de los misioneros. Rogué y supliqué al magistrado que me permitiera ir a algún miembro del gobierno para defender mi causa; pero él me dijo que no osaba consentir, por temor de que yo huyera. Luego escribía una de las hermanas del rey, con quien había tenido una estrecha amistad, pidiéndole que empleara su influencia para la liberación de los maestros.
La nota fue devuelta con este mensaje: Ella ‘no lo comprendíaª, lo que era una cortés negativa a interferir; luego supe que había estado deseosa de ayudarnos, pero que no se atrevió por causa de la reina. El día fue pasando lentamente, y tenía ante mi otra terrible noche. Traté de suavizar los sentimientos de la guardia dándoles té y cigarros para la noche, de modo que me permitieron permanecer en mi estancia sin amenazarme como lo hicieron la noche anterior.
Pero la idea de que tu hermano estuviera estirado en un duro suelo en hierros y encerrado 368
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perseguía mi mente como un espectro, y me impidió dormir con tranquilidad, aunque estaba casi agotada.
ªAl tercer día envié un mensaje al gobernador de la ciudad, que tiene toda la dirección de las cuestiones carcelarias, para que me permitiera visitarlo con un presente. Esto tuvo el efecto deseado, y de inmediato envió orden a los guardias para que me permitieran ir a la ciudad. El gobernador me recibió agradablemente, y me preguntó qué deseaba. Le presenté la situación de los extranjeros, y en panicular la de los americanos, que eran extranjeros y que nada tenían que ver con la guerra. Me dijo que no estaba en su mano liberarlos de la cárcel, pero que podría hacer más cómoda su situación; había su oficial jefe, a quien tenía que consultar acerca de los medios. El oficial, que resultó ser uno de los escritores de la ciudad, y cuyo rostro presentaba a simple vista el más perfecto conjunto de pasiones unidas a la naturaleza humana, me llevó aparte, y trató de convencerme de que tanto yo como los prisioneros estábamos totalmente a su merced, que nuestro futuro bienestar iba a depender de la generosidad de nuestros presentes, y que estos tenían que ser dados de manera secreta, sin que lo supiera funcionario alguno del gobierno.
‘¿Qué debo hacer para mitigar los sufrimientos actuales de los dos maestros?ª, le pregunté.
‘Págueme doscientos tickals (alrededor de cien dólares), dos piezas de tejido fino, y dos piezas de pañuelosª. Yo había tomado dinero por la mañana, siendo que nuestra casa estaba a dos millas de la cárcel, y no podría volver fácilmente. Le ofrecíeste dinero al escritor, y le rogué que no me apremiara con los otros artículos, por cuanto no disponía de ellos. El dudó por cierto tiempo, pero temiendo perder de vista tanto dinero, decidió tomarlo, prometiendo aliviar a los maestros de su penosa situación.
ªLuego conseguíuna orden del gobernador para poder ser admitida en la prisión; pero las sensaciones producidas por mi encuentro con tu hermano en aquella situación terrible, horrenda, y la escena patética que siguió, no trataré de describirías. El señor Judson se arrastró hacia la puerta de la celda porque nunca se nos permitió entrar y me dio algunas instrucciones acerca de su liberación; pero antes de poder hacer ningún arreglo, aquellos endurecidos carceleros, que no podían soportar vernos gozar del mísero consuelo de vernos en aquel tétrico lugar, me ordenaron salir. En vano alegué la orden del gobernador para ser admitida; de nuevo repitieron, con dureza,
‘Vete, o te echamos fueraª. Aquella misma noche, los misioneros, junto con los otros extranjeros, que habían pagado una suma igual, fueron sacados de la cárcel común, y encerrados en un cubierto abierto del recinto de la prisión. Aquíse me permitió mandarles alimentos y esteras sobre las que dormir; pero no se me permitió volver a entrar por varios días.
ªMi siguiente objeto fue lograr presentar una petición a la reina; pero al no admitirse en palacio a nadie que estuviera en desgracia con su majestad, intenté presentarla por medio de 369
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la mujer de su hermano. La había visitado en mejores tiempos, y había recibido particulares marcas de su favor. Pero los tiempos habían cambiado: el señor Judson estaba en prisión, y yo angustiada, lo que era suficiente razón para que me recibiera fríamente. Llevé un presente de valor considerable. Ella estaba recostada en su alfombra cuando yo entré, y tenía a sus damas junto a ella. No esperé la pregunta usual hecha a un suplicante, ‘¿Qué queréis?ª, sino que de manera abierta, con voz intensa pero respetuosa, le expuse nuestra angustia y los males que nos habían sido hechos, y le rogué su ayuda. Ella levantó la cabeza un poco, abrió el presente que le había traído , y contestó fríamente: ‘Tu caso no es cosa desusada; todos los extranjeros reciben el mismo trato.ª ‘Pero si es desusado,ª le dije: ‘Los maestros son americanos, son ministros de religión, y nada tienen que ver ni con la guerra ni con política.
Nunca han hecho nada que merezca tales tratos; ¿y es justo tratarlos así?ª ‘El rey hace lo que le placeª, dijo ella; ‘yo no soy el rey, ¿qué puedo hacer yo?ª ‘Podríais presentar su causa al rey, y conseguir su liberaciónª, le contesté. ‘Poneos en mi situación; si vos estuvierais en América, y vuestro marido, inocente de cualquier crimen, fuera echado en la cárcel, en hierros, y vos una solitaria mujer sin protección, ¿qué haría?ª
‘Con un ligero sentimiento en su voz, dijo: ‘presentaré su petición, vuelva mañanaª.
Volvía casa con considerables esperanzas de que estaba a mano la pronta liberación de los misioneros. Pero al siguiente día fueron tomadas las propiedades del señor Couger, con un valor de cincuenta mil dólares, y llevadas a palacio. Los oficiales, a su regreso, me informaron educadamente que deberían visitar nuestra casa al día siguiente. Me sentíagradecida por esta información, y por ello hice preparativos para recibirlos escondiendo tantos artículos pequeños como fuera posible, junto con una considerable cantidad de plata, porque sabia que si la guerra se prolongaba nos veríamos en serio peligro de morir de hambre sin ella. Pero mi mente estaba terriblemente agitada, por si esto se descubría me echarían a míen la cárcel. Y
si me hubiera sido posible conseguir dinero de algún otro lugar, no me habría arriesgado a tomar este paso.
ªPor la mañana siguiente, el tesorero real, Príncipe Tharyawadis, el Jefe Wun, y Koung-tone Myu-tsa, que fue en el futuro nuestro firme amigo, acompañados por cuarenta o cincuenta seguidores, para tomar posesión de todo lo que teníamos. Los traté con cortesía, les di sillas para que se sentasen, y té y dulces para su refrigerio; y la justicia me obliga a decir que llevaron a cabo la actividad de la confiscación con más consideración hacia mis sentimientos que los que hubiera pensado que podían exhibir los funcionarios birmanos. Solo entraron los tres oficiales a la casa; sus acompañantes recibieron orden de esperar fuera.
Vieron que estaba profundamente afectada, y pidieron excusas por lo que iban a hacer, diciendo que les sabia mal tomar posesión de una propiedad que no era de ellos, pero que estaban obligados a hacerlo por orden del rey.
ª¿Dónde están su plata, su oro y sus joyas?ª preguntó el tesorero real. ‘No tengo oro ni joyas; pero aquítienen la llave de un baúl que contiene la plata-hagan lo que les parezcaª. Selló el baúl, y fue pesada la plata. ‘Este dineroª, dije yo, ‘fue recogido en América por los 370
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discípulos de Cristo, y enviado aquícon cl propósito de edificar un kyoung (el nombre de una casa de un sacerdote) y para nuestro sustento mientras enseñamos la religión de Cristo. ¿Es apropiado que se lo lleven?ª (Los birmanos son adversos a tomar lo que estádedicado desde una voluntad religiosa, lo que me hizo preguntarles esto.) ‘Manifestaremos estas circunstancias al reyª, dijo uno de ellos, ‘y quizálo restaurará. Pero ¿ésta es toda la plata que tiene?ª Yo no podía mentirles. ‘La casa estáen manos de ustedes,ª les contesté, ‘busquen por ustedes mismosª.
‘¿No habéis depositado plata con alguna persona conocida?ª ‘Mis conocidos están todos en la cárcel. ¿Con quién podría depositar plata?ª ªActo seguido, ordenaron examinar mi baúl y mis cajones. Sólo permitieron al secretario acompañarme en este registro. Todo lo bonito curioso que atraía su atención era presentado a los oficiales, para su decisión acerca de si había de ser tomado o dejado. Rogué que no se llevaran nuestros vestidos, porque sería deshonroso tomar ropas ya usadas en posesión de su majestad, y que para nosotros eran de enorme valor. Asintieron a esto, y se llevaron sólo una lista, y lo mismo hicieron con los libros, medicinas, etc. Rescaté de sus manos mi pequeña mesa de trabajo y mecedora, en parte con artificios y en parte por su ignorancia. También dejaron muchos artículos que fueron de gran valor durante nuestro largo encierro.
ªTan pronto como hubieron terminado su registro y se hubieron ido, me apresuré a ver al hermano de la reina, para saber cuál había sido la suerte de mi petición, pero ¡ay!, todas mis esperazas quedaron aplastadas por las frías palabras de su mujer, diciendo: ‘Presente su causa a la reina; pero su majestad contestó: Los maestros no morirán; que se queden como están. Mis expectativas habían estado tan elevadas que esta sentencia fue como el fragor de un trueno para mis sentimientos. Porque la verdad se me hizo evidente de que si la reina rehusaba ayudar, ¿quién osaría interceder por mí? Con el corazón oprimido, me fui, y de camino a casa traté de entrar a la prisión, para comunicar las tristes nuevas a tu hermano, pero me rehusaron ·speramente la entrada. Intentamos comunicamos por escrito, y después de haberlo logrado por varios días, se descubrió; el pobre hombre que llevaba las comunicaciones fue azotado y puesto en el cepo; y esta circunstancia me costó unos diez dólares, además de dos o tres días de agonía, por temor a las consecuencias.
ªLos oficiales que habían tomado posesión de nuestras propiedades se las presentaron a su majestad, diciendo: ‘Judson es un verdadero maestro; nada encontramos en su casa excepto lo que pertenece a los sacerdotes. Además de este dinero, había una gran cantidad de libros, medicinas, baúles con vestimentas, de lo que sólo hemos hecho una lista. ¿Lo tomaremos, o lo dejaremos?ª ‘Que sea dejadoª, dijo el rey, ‘y pon estas propiedades aparte, porque le serán restauradas si es hallado inocenteª. Esta era una alusión a la idea de que fuera un espía.
ªDurantc los dos o tres meses siguientes estuve sujeta a continuos hostigamientos, en parte debido a mi ignorancia de la manera de hacer de la policía, y en parte por el insaciable deseo de cada suboficial para enriquecerse por medio de nuestro infortunio.
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ªTú, mi querido hermano, que sabes mi intensa adhesión hacia mis amigos, y cuánto placer he experimentado hasta aquíen los recuerdos, podrás juzgar por las circunstancias expuestas cuán intenso era mi sufrimiento. Pero el punto culminante de mi angustia residía en la terrible incertidumbre acerca de nuestra suerte final. Mi opinión dominante era que mi marido sufriría una muerte violenta, y que yo, naturalmente, vendría a ser una esclava y languidecer una miserable aunque breve existencia en manos de algún monstruo sin sentimientos. Pero los consuelos de la religión, en estas circunstancias tan duras, no fueron
‘pequeñas ni pocasª. Me enseñó a mirar más alláde este mundo, a aquel reposo de paz y dicha, donde Jesús reina, y donde nunca entra la opresión.
ªAlgunos meses después del encarcelamiento de tu hermano, me permitieron hacer una pequeña habitación de bambú en los recintos de la prisión, y donde se me permitía pasar a veces dos o tres horas. Sucedió que los dos meses que pasó en este lugar fueron los más fríos del año, cuando hubiera sufrido mucho en el cubierto abierto que ocupaba antes. Después de nacer tu sobrinita, me fue imposible visitar la cárcel y al gobernador como antes, y descubríque había perdido la considerable influencia conseguida antes; porque ya no estaba tan bien dispuesto a oírme cuando había alguna dificultad, como antes. Cuando María tenía casi dos meses, su padre me envió recado una mañana de que todos los presos blancos habían sido puestos en la cárcel más interior, con cinco pares de cadenas cada uno, que su pequeña habitación había sido destrozada, y que los carceleros se habían llevado su estera, cojín, etc.
Esto fue para mi una sacudida terrible, porque pensé en el acto que era sólo un anuncio de peores males.
ªLa situación de los presos era ahora angustiosa más alláde toda descripción. Era el comienzo de la época estival. Había alrededor de cien presos encerrados en una estancia, sin aire excepto por unas grietas en los tablones. A veces me daban permiso para acudir a la puerta por cinco minutos, y mi corazón se encogía ante la miseria que contemplaba. Los presos blancos, debido a su sudoración incesante y a la pérdida de apetito, parecían más muertos que vivos. Hice ruegos diarios al gobernador, ofreciéndole dinero, pero lo rehusaba; todo lo que conseguífue permiso para que los extranjeros comieran su alimento fuera, y esto prosiguió durante muy poco tiempo.
ªDespués de continuar en la prisión interior durante más de un mes, tu hermano cayó enfermo de fiebres. Sentía la certeza de que no viviría mucho tiempo, a no ser que fuera sacado de aquel lugar pestilente. Para lograrlo, y a fin de estar cerca de la cárcel, me marché de nuestra casa y puse una pequeña estancia de bambú en el recinto del gobernador, que estaba casi delante de la verja de la prisión. Desde aquírogué incesantemente al gobernador que me diera una orden para sacar al señor Judson fuera de la prisión grande y ponerlo en situación más cómoda; el anciano, cansado al final de mis ruegos, me dio finalmente la orden en un documento oficial; también dio orden al carcelero jefe para permitirme entrar y salir, a todas las horas del día, para administrarle medicinas. Ahora me sentía dichosa, ciertamente, e hice que el señor Judson fuera en el acto llevado a una pequeña choza de bambú, tan baja que 372
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ninguno de los dos podía estar derecho dentro de ella pero era un palacio en comparación con el lugar que había dejado.
Traslado de los Presos a Oung-pen-laó Señora Judson los sigue: ªA pesar de la orden que el gobernador había dado para mi admisión en la cárcel, fue con la mayor dificultad que pude persuadir al sub carcelero que abriera la verja. Solía llevar yo misma la comida para el señor Judson, para poder entrar, y luego me quedaba una o dos horas, a no ser que me echaran. Habíamos disfrutado de esta cómoda situación sólo dos o tres días cuando una mañana, habiendo entrado el desayuno del señor Judson, el cual, debido a la fiebre, no pudo tomar, me quedé más tiempo de lo usual; entonces el gobernador mandó llamarme con mucho apremio. Le prometívolver tan pronto como supiera cuáles eran los deseos del gobernador, siendo que él estaba muy alarmado ante este insólito mensaje. Me sentípor tanto agradablemente aliviada cuando el gobernador me dijo que sólo me quería preguntar acerca de su reloj de pulsera, y pareció inusitadamente placentero y conversador.
Después descubrí que su única intención había sido retenerme hasta que terminara la terrible escena que estaba a punto de tener lugar en la cárcel. Porque cuando lo dejé para ir a mi estancia, uno de los criados vino corriendo, y con rostro empalidecido me dijo que todos los presos blancos estaban siendo trasladados.
ªNo quería creer la información, pero en el acto fui de vuelta al gobernador, que me dijo que acababa de saberlo, pero que no quería decírmelo. Salíprecipitadamente a la calle, esperando poder tener un atisbo de ellos antes que desaparecieran de mi vista, pero en vano.
Corríprimero a una calle, luego a otra, preguntando a todos los que vela, pero nadie me quería responder. Finalmente, una anciana me dijo que los presos blancos se habían dirigido al riachuelo; porque habían de ser llevados a Amarapora. Luego fui corriendo a la ribera del riachuelo, que estaba a una media milla, pero no los encontré. Luego volvía ver al gobernador, para preguntarle la causa de este traslado, y la probabilidad de su suerte futura. El anciano me aseguró que desconocía la intención del gobierno de trasladar a los presos hasta aquella mañana. Que desde que yo me había ido, él se había enterado que los presos habían sido enviados a Amarapora; pero no sabía con qué propósito. ‘Enviaré a un hombre de inmediato para ver qué es lo que debe hacerse con ellos. No puede hacer nada más por su maridoª, prosiguió él: Tenga cuidado de usted misma.
ªNunca antes había sentido tanto temor al atravesar las calles de Ava. Las últimas palabras del gobernador, ‘Tenga cuidado de usted mismaª, me hacían sospechar que había algún designio que yo desconocía. Vi también que tenía miedo de hacerme ir por las calles, y me aconsejó que esperara hasta que fuera oscuro, y me enviaría en un carro, y un hombre para abrir las puertas. Tomé dos o tres baúles con los artículos más valiosos, junto con el baúl de las medicinas, para depositarIo todo en casa del gobernador; y después de confiar la casa y las instalaciones a nuestro fiel Moung Ing y a un criado bengalí, que continuaba con nosotros (aunque no podíamos pagarle su sueldo), me despedí, como entonces pensaba probable, para siempre de nuestra casa en Ava.
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ªEl día era terriblemente caluroso, pero obtuvimos un barco cubierto, en el que estábamos tolerablemente cómodos, y llegamos hasta unas dos millas de la casa de gobierno.
Luego me procuré un carro; pero las violentas sacudidas, junto con el terrible calor y el polvo, casi me enajenaron. ¡Y cuál fue mi frustración cuando llegué al edilicio de la corte de justicia, y descubríque los presos habían sido ya enviados fuera hacía dos horas, y que tenía que ir de manera tan incómoda cuatro millas más con la pequeña María en mis brazos, a la que había sostenido todo el camino desde Ava! El carretero rehusó proseguir, y después de esperar una hora bajo el ardiente sol, conseguí otro, y me dirigí hacia aquel lugar que jamás podré olvidar, Oung-pen-la. Obtuve un guía de parte del gobernador, y me condujeron directamente al patio de la prisión.
ª¡Pero qué escena de miseria vi delante de mis ojos! La cárcel era un viejo edificio en ruinas, sin tejado; la valla estaba totalmente destruida; ocho o diez birmanos estaban encima del edilicio, tratando de hacer algo semejante a un refugio con las hojas, mientras que bajo una pequeña protección fuera de la cárcel se encontraban los extranjeros, encadenados juntos de dos en dos, casi muertos de sufrimiento y cansancio. Las primeras palabras de tu hermano fueron:
‘¿Por qué has venido? Esperaba que no me seguirías, porque no puedes vivir aquíª.
ªHabía oscurecido ahora. No tenía refrigerio para los sufrientes presos ni para mímisma, por cuanto había esperado conseguir todo lo necesario en el mercado de Amarapora, y no tenía refugio para la noche. Le pedía uno de los carceleros si podía levantar una pequeña casa de bambú cerca de los presos; ‘No, no es la costumbreª, me respondió él. Entonces le rogué que me procurara un refugio para la noche, y por la mañana me buscaría un alojamiento. Me llevó a su casa, en la que sólo había dos estancias pequeñas; en una vivía él con su familia; la otra, que estaba entonces medio llena de grano, me la ofreció; y en aquella sucia habitacioncilla pasé los siguientes seis meses de miseria. Conseguíalgo de agua medio hervida, en lugar de mi té, y vencida por la fatiga me eché sobre una estera extendida sobre el arroz, y traté de tener algo de descanso durmiendo. A la mañana siguiente tu hermano me contó lo que sigue acerca del brutal tratamiento que había recibido al ser sacado de la cárcel.
ªTan pronto como hube salido por la llamada del gobernador, uno de los carceleros se precipitó a la pequeña estancia del señor Judson, lo tomó violentamente del brazo, lo sacó afuera, lo desnudó de su ropa excepto por la camisa y los pantalones, tomó sus zapatos, y sombrero y toda su ropa de cama, le quitó las cadenas, le ató una cuerda alrededor de la cintura, lo arrastró a la casa del tribunal, adonde habían sido antes llevados los otros presos.
Fueron luego atados de dos en dos y entregados en manos del Lamine Wun, que fue delante de ellos a caballo, mientras sus esclavos conducían a los presos, sosteniendo cada esclavo una cuerda que ataba a dos presos juntos. Esto sucedió en mayo, uno de los meses más calurosos del año, y a las once de la mañana, con lo que el sol era verdaderamente intolerable.
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ªHabían caminado sólo media milla cuando los pies de tu hermano quedaron llenos de ampollas, y tan grande era su agonía, incluso en una etapa tan temprana del viaje, que al pasar el riachuelo anhelaba echarse al agua para librarse de sus sufrimientos. Sólo se lo impidió la culpa unida a tal acción. Les quedaban ocho millas de camino. La arena y la grava eran como carbones encendidos para los pies de los presos, que pronto quedaron despellejados; en este mísero estado fueron azuzados por sus implacables conductores. El estado de debilidad del señor Judson, a causa de la fiebre, y al no haber tomado alimentos por la mañana, lo hacia menos capaz de soportar aquellas dificultades que los otros presos.
ªA medio camino se detuvieron para beber, y tu hermano le rogó al Lamine Wun que le permitiera ir en su caballo por una o dos millas, porque no podía seguir en aquel terrible estado. Pero la única contestación que recibió fue una mirada maligna. Luego le pidió al Capitán Laird, que estaba atado con él, que le permitiera sostenerse en su hombro, porque se estaba derrumbando. Esto se lo concedió aquel gentil hombre por una o dos millas, pero luego encontró insoportable aquella carga añadida. Justo entonces se acercó a ellos el criado bengalídel señor Gouger, y viendo la angustia de tu hermano, se sacó su turbante, que estaba hecho de tejido, lo partió en dos, dio la mitad a su amo, y la mitad al señor Judson, que en el acto lo usó para vendar sus pies heridos, porque no se les permitía descansar ni un momento.
El siervo ofreció entonces su hombro al señor Judson, y asi le llevó el resto del camino.
ªEl Lamine Wun, al ver el estado lastimoso de los presos, y que uno de ellos había muerto, decidió que no proseguirían más aquella noche, pues si no hubieran seguido hasta llegar a Oung-pen-la aquel mismo día. Ocuparon un pequeño cubierto aquella noche para descansar, pero sin estera ni cojín, ni nada para cubrirse. La curiosidad de la mujer del Lamine Wun la indujo a visitar a los presos, cuyos sufrimientos suscitaron su compasión, y ordenó que se les diera algo de fruta, azúcar y tamarindos para alimentarlos. A la mañana siguiente se les preparó arroz, y pobre como era este alimento, fue para refrigerio de los presos, que el día anterior casi no habían tenido alimento alguno. También se prepararon carros para llevarlos, porque ninguno de ellos podía caminar Durante todo este tiempo los extranjeros desconocían totalmente qué iba a suceder con ellos; cuando llegaron a Oung-pen-la y vieron el estado de mina de la cárcel, todos, unánimes, llegaron a la conclusión de que iban a ser quemados, según un rumor que antes había circulado por Ava. Todos comenzaron a prepararse para el terrible fin que esperaban, y no fue hasta que vieron preparativos para reparar la cárcel que comenzaron a perder la terrible certidumbre de una muerte cruel y lenta.
Mi llegada tuvo lugar una o dos horas después de esto.
ªA la mañana siguiente me levanté y traté de encontrar algo de comida. Pero no había mercado, y no se podía conseguir nada. Sin embargo, uno de los amigos del doctor Price había traído algo de arroz frío y de curry desde Amarapora, lo que, junto con una taza de té del señor Lansago, sirvió de desayuno para los presos; para comer, hicimos un curry de pescado salado seco, que había traído un criado del señor Couger Todo el dinero que tenía en este mundo lo había traído conmigo, escondido por mis vestidos; asíque podrás juzgar cuáles eran nuestras 375
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perspectivas en caso de que la guerra se prolongara mucho. Pero nuestro Padre celestial demostró ser mejor para nosotros que nuestros temores, porque, a pesar de las constantes extorsiones de los carceleros durante los seis meses que estuvimos en Oung-pen-la, y de las frecuentes carencias a las que estuvimos sometidos, nunca sufrimos realmente por falta de dinero, aunque sífrecuentemente por falta de provisiones, que no podíamos procuramos.
ªAquíen este lugar comenzaron mis sufrimientos físicos personales. Mientras tu hermano estaba encerrado en la prisión de la ciudad, me habían permitido quedarme en nuestra casa, donde me quedaban muchas comodidades, y donde mi salud había continuado buena más alláde todas las expectativas. Pero ahora no tenía yo ninguna comodidad; ni siquiera una silla ni asiento de tipo alguno, excepto el suelo de bambú. La misma mañana después de mi llegada, Mary Hasseltine cayó enferma de viruela, de manera normal. Ella, aunque era muy joven, era la única ayuda de que yo disponía para cuidar a la pequeña María.
Pero ella demandaba ahora todo el tiempo que yo podía dedicarle al señor Judson, que seguía con fiebre en la cárcel, y cuyos pies estaban tan terriblemente estropeados que durante varios días fue incapaz de moverse.
ªNo sabía qué hacer, porque no podía conseguir asistencia de los vecinos, ni medicina para los enfermos, sino que estaba todo el día yendo de la casa a la cárcel con la pequeña María en brazos. A veces me sentía muy aliviada dejándola durmiendo durante una hora al lado de su padre, mientras volvía a casa para cuidarme de Mary, que tenía una fiebre tan alta que deliraba. Estaba tan cubierta de viruela que no se distinguía entre las pústulas. Como estaba en la misma habitación que yo, sabía que María se contagiaría. Por ello, se la inoculé de otro niño, antes que la de Mary llegara al estado de ser contagiosa. Al mismo tiempo inoculé a Abby y a los niños del carcelero, y todos la tuvieron tan leve que ni interrumpió sus juegos. Pero la inoculación en el brazo de mi pobre pequeña María no prendió; se contagió de Mary, y la sufrió de manera normal. Entonces sólo tenía tres meses y medio, y habría sido una niña muy saludable; pero tardó tres meses antes de recuperarse totalmente de los efectos de esta terrible enfermedad.
ªRecordarás que yo nunca había tenido la viruela, sino que había sido vacunada antes de salir de América. Como consecuencia de estar expuesta tanto tiempo a ella, se me formaron casi cien pústolas, aunque sin síntomas previos de fiebre, etc. Al tener los niños del carcelero la enfermedad en forma tan leve, como consecuencia de la inoculación, mi fama se extendió por todo el pueblo, y me trajeron a todos los niños, pequeños y mayores, que aún no la habían tenido, para que los inoculara. Y aunque yo no sabia nada de la enfermedad, ni la forma de tratarla, los inoculé a todos con una aguja, y les mandé que tuvieran cuidado con sus comidas; éstas fueron todas las instrucciones que les pude dar. El señor Judson fue mejorando de salud, y se encontró mucho más cómodamente situado que cuando estaba en la prisión de la ciudad.
ªLos presos fueron al principio encadenados de dos en dos; pero tan pronto como los carceleros pudieron conseguir suficientes cadenas, fueron separados, y cada preso tuvo sólo dos cadenas. La cárcel fue reparada, se hizo una nueva valla, y se erigió un gran y aireado 376
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cubierto delante de la cárcel, en donde se les permitía estar a los presos durante el día, aunque eran encerrados en la pequeña y atestada cárcel por la noche. Todos los niños se recuperaron de la viruela; pero mis velas y mi fatiga, junto con mi pobre comida, y más mísero alojamiento, trajo sobre mi una de las enfermedades del país, que casi siempre es fatal para los extranjeros.
ªMi constitución parecía destruida, y en pocos días quedé tan debilitada que apenas si podía caminar a la prisión del señor Judson. En este estado debilitado, mc dirigíen carro a Ava para conseguir medicinas, y algún alimento apropiado, dejando al cocinero para que tomara mi lugar. Llegué sana y salva a casa, y durante dos o tres días la enfermedad parecía detenida; después de ello me volvió a atacar violentamente, de manera que no me quedaron esperanzas de recuperarme; mi ansiedad era ahora volver a Oung-pen-la para morir cerca de la prisión.
Fue con gran dificultad que recuperé el baúl de medicinas de manos del gobernador, y entonces no tuve a nadie para administrar medicinas. Sin embargo, conseguíla udano, y tomando dos gotas cada vez durante varias horas, me detuvo la enfermedad hasta el punto de posibilitarme subir a bordo de un barco, aunque tan débil que no podía mantenerme en pie, y de nuevo me dirigía Oung-pen- Ta. Las últimas cuatro horas del viaje fueron penosas, en carro, y en medio de la estación lluviosa, cuando el fango casi entierra a los bueyes. Para que te formes una idea de un carro birmano, te diré que sus ruedas no están construidas como las nuestras, sino que son simplemente tablones redondos gruesos con un agujero en medio, a través del que pasa una estaca que sostiene la plataforma.
ªApenas si llegué a Oung-pen-la cuando pareció corno si se hubieran agotado todas mis fuerzas. El buen cocinero nativo salió a ayudarme a entrar a la casa, pero mi apariencia estaba tan alterada y demacrada que el pobre hombre prorrumpió en llanto al verme. Me arrastré sobre la estera en la pequeña estancia, en la que estuve encerrada durante más de dos meses, y nunca me recuperé perfectamente hasta que llegué al campamento inglés. En este período, cuando me vi incapaz de cuidarme a mi misma, o de cuidar al señor Judson, los dos hubiéramos muerto, si no hubiera sido por el fiel y afectuoso cuidado de nuestro cocinero bengalí. Un cocinero bengalínormal no estádispuesto a hacer nada más que la actividad simple de cocinar; pero pareció olvidar su casta, y casi sus propias necesidades, en sus esfuerzos por salvarnos. Procuraba, cocinaba y llevaba la comida de tu hermano, y luego volvía y se cuidaba de mí. He sabido que frecuentemente no tomaba comida hasta el anochecer, a causa de tener que ir tan lejos para conseguir leña y agua, y a fin dé tener la comida del señor Judson lista a la hora acostumbrada. Nunca se quejó; nunca pidió su paga, y nunca lo dudó un instante por ir a donde fuera, ni por actuar de la manera que deseáramos. Tengo gran agrado en hablar de la fiel conducta de este criado, que sigue estando con nosotros, y confío en que ha sido bien recompensado por sus servicios.
ªNuestra pequeña María fue la que más sufrió en este tiempo, al privarla mi enfermedad de su alimento usual, y no pudimos conseguir ni una nodriza ni una gota de leche en el pueblo; haciendo presentes a los carceleros, conseguípermiso para que el señor Judson saliera de la cárcel y llevara a la demacrada pequeña por el pueblo, para rogar algo de aliento de aquellas 377
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madres que tuvieran pequeños. Sus lloros en medio de la noche eran para partir el corazón, pero era imposible suplir sus necesidades. Ahora comencé a pensar que habían caído sobre mílas aflicciones de Job. Cuando estaba con salud pude soportar las varias vicisitudes y pruebas que fui llamada a soportar. Pero estar encerrada enferma e incapaz de ayudar a mis seres queridos, cuando estaban angustiados, era casi más de lo que podía sobrellevar; y si no hubiera sido por los consuelos de la religión, y por una convicción total de que cada prueba adicional estaba ordenada por un amor y una misericordia infinitos, me hubiera hundido ante la acumulación de sufrimientos. A veces nuestros carceleros parecían algo suavizados ante nuestros sufrimientos, y durante varios días dejaron que el señor Judson viniera a casa, lo que era para mi un indecible consuelo. Luego volvían a mostrarse con un duro corazón en sus exigencias corno si estuviéramos libres de sufrimientos, y en circunstancias de abundancia.
La irritación, las extorsiones, y las opresiones a las que nos vimos sometidos durante nuestros seis meses de estancia en Oung-pen-la están más alláde toda enumeración o descripción.
ªFinalmente llegó el tiempo de nuestra liberación de aquel odioso lugar, la cárcel de Oung-pen-la. Llegó un mensajero de nuestro amigo, el gobernador de la puerta norte de palacio, que era anteriormente Kung-tone, Myou-tsa, informándonos que se había dado una orden en palacio, la noche anterior, para la liberación del señor Judson. Aquella misma noche llegó una orden oficial; y con el corazón gozoso comencé a preparar nuestra partida para la siguiente mañana. Pero hubo un estorbo imprevisto, que nos hizo temer que yo debiera continuar siendo retenida como prisionera. Los avariciosos carceleros, mal dispuestos a perder su presa, insistieron en que mi nombre no estaba incluido en la orden, y que yo no debía partir.
En vano insistíen que yo no había sido enviada allícomo presa, y que ellos no tenían autoridad alguna sobre mí; siguieron decididos a que no me fuera, y prohibieron a los del pueblo que me dejaran un carro. El señor Judson fue entonces sacado de la cárcel, y llevado a la casa del carcelero, donde, con promesas y amenazas, consiguió finalmente su consentimiento, a condición que dejáramos la parte restante de nuestras provisiones que había mos recibido recientemente de Ava. Era mediodía cuando nos permitieron partir. Cuando llegamos a Amarapora, el señor Judson se vio obligado a seguir la conducción del carcelero, que lo llevó al gobernador de la ciudad. Tras haber hecho todas las indagaciones pertinentes, el gobernador designó otra guardia, que llevó al señor Judson al tribunal de Ava, lugar al que llegó en algún momento de la noche. Yo emprendími propio viaje, torné un barco, y llegué a casa antes de hacerse oscuro.
ªMi primer objeto a la mañana siguiente fue ir a buscar a tu hermano, y tuve la mortificación de encontrarlo de nuevo en prisión, aunque no la prisión de muerte. Fui de inmediato a ver a mi antiguo amigo el gobernador de la ciudad, que ahora había ascendido al rango de Wun-gye. Este me informó que el señor Judson dcbía ser enviado al campamento birmano, para actuar como traductor e intérprete, y que estaba confinado sólo durante un tiempo, mientras se solucionaran sus asuntos. Temprano a la mañana siguiente fui a ver de nuevo a este oficial, que me dijo que en aquellos momentos el señor Judson había recibido veinte tickals del gobierno, con órdenes de ir inmediatamente a un barco dirigido a Maloun, 378
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y que le había dado permiso para detenerse unos momentos en la casa, que le tomaba de camino. Me apresuré a ir de nuevo a la casa, adonde pronto llegó el señor Judson. Pero sólo se le permitió quedarse un breve tiempo, mientras yo le preparaba comida y ropa para uso futuro. Fue puesto en una barca pequeña, donde no tenía sitio ni para tumbarse, y donde su exposición a las frías y húmedas noches le causó una violenta fiebre, que casi puso fin a todos sus sufrimientos. Llegó a Maloun al tercer día, donde, enfermo como estaba, fue obligado a comenzar de inmediato el trabajo de traducir. Se quedó seis semanas en Maloun, sufriendo tanto como había sufrido durante el tiempo en que había estado encarcelado, aunque no estaba puesto en hierros, ni expuesto a los vejámenes de aquellos crueles carceleros.
ªDurante la primera quincena después de su partida, mi ansiedad fue menor que la que había sufrido en el tiempo anterior, desde el comienzo de nuestras dificultades. Sabía que los oficiales birmanos en el campamento considerarían invaluables los servicios del señor Judson, de manera que no emplearían medidas que amenazasen su vida. Pensé también que su situación sería más cómoda de lo que realmente fue; por esto mi ansiedad fue menor. Pero mi salud, que nunca se había recuperado desde aquel violento ataque en Oung-pen-la, fue ahora disminuyendo a diario, hasta que caíen la fiebre con manchas, con todos sus horrores. Sabía la naturaleza de esta fiebre desde su comienzo, y a causa del pobre estado de mi constitución, junto con la ausencia de asistentes médicos, estaba convencida de que el desenlace sería fatal.
El día que caíenferma, vino una nodriza birmana y ofreció sus servicios para María. Esta circunstancia me llenó de gratitud y confianza en Dios; porque aunque había hecho tantos esfuerzos durante tanto tiempo por conseguir una persona así, nunca había podido. Y en el mismo momento en que más necesitaba una, sin esfuerzo alguno se me hizo un ofrecimiento voluntario.
ªMi fiebre me atacó violentamente y sin ceder un momento. Comencé a pensar en arreglar mis asuntos terrenales, y en entregar mi pequeña María al cuidado de la mujer portuguesa, cuando perdíla razón y quedé insensible a todo lo que tenía a mi alrededor.
Durante este terrible período, el doctor Price fue liberado de la cárcel, y al oír de mi enfermedad consiguió permiso para venir a verme. Desde entonces me ha contado que mi condición era de lo más terrible que jamás él viera, y que no pensó entonces que yo fuera a sobrevivir muchas horas. Tenía el cabello afeitado, la cabeza y los pies cubiertos de ampollas, y el doctor Price ordenó al criado bengalíque se cuidaba de mi que tratara de persuadirme a tornar algo de alimento, lo cual yo había rehusado obstinadamente durante varios días. Una de las primeras cosas que recuerdo es ver a este fiel criado de pie a mi lado, tratando de convencerme para que tornara algo de vino y agua. De hecho, estaba tan debilitada que los vecinos birmanos que habían venido a verme dijeron: ‘Estámuerta; y si el rey dé los ángeles entrara aquí, no podría recuperarlaª.
ªLa fiebre, supe después, estuvo dominándome durante diecisiete días desde la aparición de las ampollas. Ahora comencé a recuperarme lentamente; pero pasó más de un mes antes que tener fuerzas para ponerme en pie. Mientras estaba en este estado de debilidad, el criado 379
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que había seguido a tu hermano al campamento birmano llegó y me informó de que su amo había llegado, y que estaba siendo conducido a la corte de justicia en la ciudad. Envié a un birmano a que observara los movimientos del gobierno, y a enterarse, si podía, de qué iban a hacer con el señor Judson. Pronto volvió y me dijo que había visto al señor Judson salir del patio de palacio, acompañado por dos o tres birmanos, que le llevaban a una de las cárceles en la ciudad; y que se rumoreaba por la ciudad que iba a ser vuelto a enviar a la cárcel de Oung-pen-la. Estaba demasiado débil para oír malas noticias de ningún tipo; pero este golpe tan terrible casi me destrozó del todo. Durante un tiempo apenas si podía respirar; pero al final recobré suficiente compostura para enviar a nuestro amigo Moung Ing a nuestro amigo, el gobernador de la puerta norte, y le rogué que hiciera otro esfuerzo por obtener la liberación del señor Judson, y que impidiera que fuera enviado de nuevo a la cárcel del campo, donde sabia que sufriría mucho, porque yo no podría seguirlo allí. Moung Ing fue luego en busca del señor Judson, y era ya casi oscuro cuando lo encontró dentro de una oscura prisión. Yo había enviado alimentos a hora temprana en la tarde, pero al no poder encontrarlo, el que la había llevado volvió con ellos, lo que añadió más a mi angustia, porque temía que fuera a ser enviado a Oung-pen-la.
ªSi jamás había sentido el valor y la eficacia de la oración, la sentíahora. No podía levantarme de mi lecho; nada podía hacer para conseguir a mi marido; sólo podía rogarle a aquel grande y poderoso Ser que ha dicho: ‘Invócame en el día de la angustia: Te libraré, y tú me honrarásª. …l me hizo sentir en esta ocasión esta promesa de manera tan poderosa que me puse muy serena, sintiendo la certeza de que mis oraciones serían contestadas.
ªCuando el señor Judson fue enviado de Maloun a Ava, fue con un plazo de cinco minutos y sin saber la causa. Mientras iba río arriba vio accidentalmente la comunicación que había enviado el gobierno acerca de él, y que sencillamente decía: ‘No tenemos más necesidad de Judson, y por ello lo devolvemos a la ciudad doradaª. Al llegar al tribunal sucedió que no había nadie familiarizado con el señor Judson. El oficial presidente preguntó acerca de desde dónde había sido enviado a Maloun. Le respondieron que desde Oung-pen-la. ‘Entoncesª, dijo el oficial, ‘que lo devuelvan allíª. Fue luego entregado a una guardia, para ser llevado al lugar mencionado, para quedarse allíhasta que pudiera ser conducido a Oung-pen-la. Mientras tanto, cl gobernador de la puerta del norte presentó una petición al alto tribunal del imperio, ofreciéndose como garantía de la seguridad del señor Judson, obtuvo su liberación, y lo llevó a su casa, donde lo trató con todas las bondades posibles, y a donde fui yo llevada cuando mi salud mejorada lo permitió.
ªFue en un anochecer fresco y con claro de luna, en el mes de marzo, que con corazones llenos de gratitud a Dios, y sobreabundantes de gozo ante nuestras perspectivas, pasamos Irrawaddy río abajo, rodeados por seis u ocho barcas doradas, y acompañados de todas nuestras pertenencias terrenas.
ªAhora, por vez primera en un año y medio, sentimos que éramos libres, y ya no más sujetos al opresivo yugo de los birmanos. ¡Y con qué sensación de deleite vi, a la siguiente 380
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mañana, los mástiles de un barco de vapor, el seguro presagio de estar dentro del ámbito de la vida civilizada! Tan pronto como nuestra barca llegó a la orilla, el Brigadier A. y otro oficial subieron a bordo, nos felicitaron por nuestra llegada, y nos invitaron a bordo del vapor, donde pasé el resto del día. Mientras tanto, tu hermano iba a ver al general que, con un destacamento del ejército, había acampado en Yandabu, unas pocas millas más río abajo. El señor Judson volvió por la tarde, con una invitación de Sir Archibald, para que acudiera de inmediato a su residencia, donde me presentaron a la mañana siguiente, y recibida con la mayor gentileza por el general, que había levantado una tienda para nosotros cerca de la suya, y que nos invitó a su mesa, tratándonos con la bondad de un padre más que como extranjeros de otro país.
ªDurante varios días esta sola idea ocupó mi mente de continuo: que estábamos fuera del poder del gobierno birmano, y una vez más bajo la protección de los ingleses. Nuestros sentimientos dictaban de continuo expresiones como ésta: ¿Qué pagaremos a Jehovápor todos sus beneficios para con nosotros?
ªPronto se concertó el tratado de paz, firmado por ambas partes, y se declaró públicamente el término de las hostilidades. Salimos de Yandabu, después de unas dos semanas de permanencia, y llevamos sanos y salvos a la casa de la misión en Rangún, después de una ausencia de dos años y tres meses.ª
A lo largo de todo este sufrimiento se conservó el precioso manuscrito del Nuevo Testamento birmano. Fue puesto en una bolsa y transformado en un cojín duro para el encarcelamiento del doctor Judson. Pero se vio obligado a mostrarse aparentemente descuidado acerca de él, para que los birmanos no pensaran que contenía algo valioso y se lo quitaran. Pero con ayuda de un fiel converso birmano, el manuscrito, que representaba tantos largos días de trabajo, fue guardado a salvo.
Al término de esta larga y trágica narración, podemos dar de manera apropiada el siguiente tributo a la benevolencia y a los talentos de la señora Judson, dado por uno de los presos ingleses que estuvieron encerrados en Ava con el señor Judson. Fue publicado en un diario de Calcuta al término de la guerra:
‘La señora Judson fue la autora de aquellos elocuentes e intensos alegatos al gobierno que los prepararon gradualmente para la sumisión a las condiciones de paz, que nadie hubiera esperado, conociendo la arrogancia e inflexible soberbia de la corte birmana.
ªY hablando de esto, el derramamiento de sentimientos de gratitud, en mi nombre y en el de mis compañeros, me llevan a añadir un tributo de gratitud pública a aquella amable y humanitaria mujer, que, aunque vivía a dos millas de distancia de nuestra cárcel, sin medios de transporte, y con muy precaria salud, olvidó su propia comodidad y debilidad, visitándonos casi cada día, buscándonos y ministrando a nuestras necesidades, y contribuyendo en todas las maneras a aliviar nuestra desgracia.
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ªMientras fuimos dejados sin alimentos por el gobierno, ella, con una perseverancia infatigable, por unos u otros medios, nos consiguió un constante suministro. ªCuando el estado haraposo de nuestras ropas evidenció la extremidad de nuestra angustia, ella se mostró dispuesta a sustituir nuestro escaso vestuario. ªCuando la insensible avaricia de nuestros guardas nos mantenía en el interior o los llevaba a poner nuestros pies en cepos, ella, como ángel servidor, nunca cesó en sus solicitudes al gobierno, hasta que era autorizada a comunicarnos las gratas noticias de nuestra liberación, o de un respiro de nuestras amargas opresiones.
ªAdemás de todo esto, fue desde luego debido, en primer término a la mencionada elocuencia y a las intensas peticiones de la señora Judson, que los mal instruidos birmanos fueron finalmente llevados a la buena disposición de asegurar el bienestar y la dicha de su país con una paz sincera.ª
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