Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas by Juan Álvarez Guerra - HTML preview

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CHAPTER II

CAPÍTULO II.

Horizontes intertropicales.—Suelo y cielo de Filipinas.—Panoramasindescriptibles.—La cascada del Botocan.—La grandiosidad antelos ojos del alma.—Evocaciones y recuerdos.—Un ateo.—El camaríndel Botocan.—Almuerzo al borde del abismo.—Chismografía alpor menor.—Cuentos y anécdotas.—Las mujeres filipinas.—Tipos yregistros.—Opiniones.—Amor desgraciado.—Leyenda y autógrafo.—

Caminode Tayabas.—Llegada á Lucban.

Hay panoramas en este país imposibles de describir ni pintar. La másfácil pluma y el más valiente pincel vacilan en la cuartilla y en lapaleta; ni en la primera se pueden coordinar ideas, ni en la segundacombinar colores que remotamente se aproximen á la realidad. Me decíaun pintor en una ocasión que presenciábamos la puesta del sol:—Veausted ese horizonte desconocido completamente fuera de las regionesintertropicales, y dígame si habrá quien pueda soñar esa clase detintas.—Aquel artista tenía muchísima razón. El pincel es impotenteante la insondable bóveda de los trópicos.

Si imposible es pintar el cielo de este país, tanto lo es el describiralgunos panoramas de su suelo. Muchas y magistrales descripciones dela cascada del Botocan conozco; respetables firmas suscriben aquellas;eminencias en la república de las letras la han admirado; buenospoetas le han consagrado sus inspiraciones, y hasta extraviados amantesla han popularizado haciendo á sus hirvientes espumas, cómplices deamargos desengaños; mas soy franco, ni la tradicional leyenda, ni elfugaz artículo, ni el profundo libro, ni el cuadro, ni la narración,ni nada de lo que hasta entonces había leído, visto ú oído referenteá la cascada, se evocó á mi memoria cuando llegamos al borde delgrandioso precipicio. La emoción y la sorpresa son instantáneas,pues la situación y configuración del terreno donde la masa deagua se precipita, tiene una depresión particular que no permiteal viajero apreciar detalle alguno, sino todo el conjunto. Una solavisual descorre el grandioso cuadro, y el estupor invade la materia,concentrando la admiración en el espíritu.

El vértigo, la grandiosidad, lo insondable, lo indefinido; masas deagua que se coloran, que chocan, que ensordecen; abismo que atrae y quefascina; transparentes trombas que se cristalizan, se retuercen, y porúltimo se esparcen en gigantescas cabelleras, cuyos hilos de plata alrozar en la roca se descomponen y se elevan en tenues vapores; millonesde preciosos cambiantes con los que se ilumina la granítica cárcel,en la que el Sumo Hacedor guarda una de sus más bellas creaciones;sombras queridas que forja la fantasía envueltas en transparentesencajes de espuma; tiernas evocaciones de otras edades y otros tiempos;gratas reminiscencias de seres amados; consoladoras fantasmas surgidasde las compactas brumas; misteriosos ruidos que suplican, amenazan,suspiran ó maldicen, es lo que instantáneamente se agolpa y embarganuestros sentidos al llegar al borde de aquel abismo, en cuyo negrofondo truena la grandeza del Dios del

Sinaí

, recordando á losmortales el terrible

Dios ira

de los inmutables y eternos fallos.

Todo lo grande despierta en el alma cuantos sublimes ensueños seelaboran en los misterios de la admiración. El espectador se encarnacon el cuadro que presencia, se paralizan sus sentidos y el éxtasisalienta las más tiernas creaciones. Un poeta ante la cascada delBotocan, resucita todos los colosos del sentimiento, y al murmuriode las ondas, recuerda sus inmortales producciones.

El artista aprecia con los ojos del alma las más sublimes imágenesy sueña con la realización de su ideal, viendo surgir de lastornasoladas espumas los rayos de luz que iluminaron la mente deMurillo y Rafael; las columnas monolíticas, imperecederas memorias deedades prehistóricas; las atrevidas afiligranadas ojivas moriscas,síntesis de la mas grande de las epopeyas; las medrosas siluetasde las esfinges faraónicas con sus impenetrables jeroglíficos; losderruídos circos romanos, compendio de la salvaje barbarie, al parque del sibaritismo de los antiguos imperios; los truncados altaresdruídicos con los tiernos recuerdos de sus

vestales

, y lo horriblede sus sacrificios; los almenados cubos de las feudales torres,con sus severas damas, sus tiernos trovadores, sus rientes bufones,sus turbulentos caballeros; la estalactítica gruta, débil remedodel sumo poder; el triunfo, el genio, la gloria, las aspiraciones,la esperanza, el amor, las titánicas empresas; todo, todo cuantoembellece la vida desfila ante el letárgico estupor á que predisponela contemplación de todo lo grande..

* * * * *

El plano por el que se precipitan las aguas del Botocan, no tienerampa, siendo perfectamente perpendicular.

Las paredes que forman el abismo, tienen casi la misma altura,y en cuanto á su circunferencia es muy limitada, tanto, que cuandolas aguas son caudalosas, rompen en el muro paralelo al en que seprecipitan, cubriéndose de vapores, tanto el total del fondo como laboca de la sima.

Hecha esta pequeña explicación, se comprende que no hay preparaciónalguna para el espectáculo; á cinco pasos del borde solo se ve unbello paisaje y un raquítico río, con un puente de bongas y cañas;percibiendo el oído el ruido repercutido, que llega muy amortiguadoal romper las ondas en las encadenadas rocas.

Muchas veces he admirado la cascada, y siempre su espectáculo meparece nuevo. Al borde de aquel precipicio, he pasado muchas horas decontemplación. Allí, por un poder misterioso y consolador, me creíamás cerca de Dios, y de los seres que sintetizan y compendian mi fe,mis esperanzas y mis amores.

No pocas veces el ruido atronador de lasaguas se ha mezclado con una oración murmurada por mis labios y unprofundo suspiro arrancado de mi alma, dirigiendo la primera al cielo,y el segundo al tranquilo y lejano hogar que guarda mi cuna. Una de lasveces que visité el Botocan, fuí acompañado de un amigo que tiene sus

ribetes

de ateo. Observé cuidadosamente las impresiones que reflejabasu cara á la vista de aquel cuadro, cuando de pronto se volvió á mí,diciéndome con una verdadera emoción:—«Hay misteriosos templos,fabricados en la insondable noche de los tiempos, ante los cuales larodilla se dobla, el espíritu se fortalece y el alma busca tras lodesconocido á quien los crea y alienta.»—La espontánea confesión demi amigo, resume la mejor definición de la cascada del Botocan.

Como todo tiene su término, también lo tuvo en la mañana á que merefiero la admiración de que estábamos poseídos, esparciéndose unospor aquí, y otros por allá, buscando los más la sombra de un rústicocamarín levantado en uno de los bordes más altos de la roca. Allí sesirvió el almuerzo, encontrándonos envueltos en los frescos efluvios,pudiendo jurar á mis lectores, que pocos recuerdo como aquel. ElBurdeos y el Champagne concluyeron de disipar las últimas nubes deemoción, sustituyéndolas por risueños horizontes de color de rosa.

Á los postres

acudieron

las anécdotas, los sucedidos, losapropósitos, la chismografía de buen género y todo el vocabulariode gente joven y de buen humor. Con las superfluidades y dicharachosdel momento vino el picaresco cuento con sus indispensables gallegosy andaluces, y tras la facundia de estos y el engaño de aquellos, serecordaron escenas amorosas. De relato en relato, de idilio en idilioy de desengaño en desengaño, vinimos á parar á las mujeres del país,y cada cual opinó á su manera. Unos decían que la india ama, que lamestiza española es indiferente y la china fría y calculadora; otros,que las mujeres en todas partes son lo mismo, y por último, despuésde barajarse la conversación por todos los tonos, tipos y registros,dijo uno en son profético y concluyente:

—Nada, caballeros, hay que desengañarse, en este país, ni las mujeresaman, ni los pájaros cantan, ni las flores huelen.

—¡Eh!—murmuró uno con la misma viveza que si le hubiera picado unaculebra.—¡Qué blasfemia ha dicho usted! En esa especie de aforismo,solo se compendia una de las muchas vulgaridades que se repiten eneste país, por quien no lo conoce.

—Que pruebe que las mujeres aman—dijo uno.—Que nos demuestre quelos pájaros cantan—gritó otro.

—Pues que justifique que las flores huelen—balbuceó un tercero.

—Que sí, que sí, que lo pruebe, que lo pruebe, que lo

pruebe

,—gritamos todos.

—Corriente, señores, dijo con gran calma el interpelado.—Alláva, no una leyenda, sino un verídico suceso: testigo de él nuestroamigo Tóbler.

Hace unos cuantos años, bajamos el Sr. Tóbler y yo al fondo de eseabismo; y ¿saben ustedes á qué? Pues á recoger los últimos restosde una pobre mujer que buscó en el suicidio el olvido á un amordesgraciado.

—No sería del país,—replicó uno.

—Del país, y muy del país; tanto que no cuento detalles, porque nolejos de aquí viven parientes muy allegados de aquella desgraciadajoven.

—¡Vaya unas pruebas!—añadió un tercero.

—¿No ha satisfecho? ¿No? pues escuchen.

Tras estas palabras,

tomó plaza

, en boca de mi amigo, una poéticaleyenda que hacía referencia á los sitios que pisábamos, á la cascada,á un grandioso puente sin concluir que se encuentra no lejos de aquellugar, y sobre todo á demostrar que en Filipinas las mujeres aman,los pájaros cantan y las flores huelen.

—La leyenda que concluyo de contar,—dijo mi buen amigo, una vez queterminó aquella,—no crean ustedes es de mi invención y prueba de elloque conservo el autógrafo de su autor, el cual me lo dejó como prendade amistad.—Oídos que tal oyen,—dije en mi interior.—Puesto queexiste autógrafo, y el tenedor de él es amigo, renuncio á repetirla leyenda, reservándome pedir el original y transcribirlo puntopor punto.

El sol marchaba á su ocaso, y aprovechando los compactos nubarronesque nos preservaban de sus rayos, montamos á caballo, dirigiéndonosá Lucban, primer pueblo de la provincia de Tayabas.

Á las seis de la tarde entramos en aquel pueblo por la calle deMajayjay, nombre que leímos en un tarjetón de madera clavado en laprimera casa. Á los pocos minutos parábamos ante la maciza y claveteadapuerta del convento.