Un Viaje de Novios by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

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Y continuaba el rezo:

Heu mihi, Domine, quia pecavi nimis in vita mea....

Un rayo de luz más vivo y directo se coló en la cámara, y fue a posarseen la difunta. Estaba Pilar consumida y hecha un mirlo de flaca; nimajestad ni hermosura añadía la muerte a aquel residuo de organismodevorado por la extenuación y la fiebre. La toca blanca hacía resaltarla verdosa palidez de su rostro chupado. Parecía haber encogido ymenguado en estatura. Su expresión era vaga, entre sonrisa y mueca.Veíansele los dientes de marfil. Sobre su pecho destelló, al reflejosolar, el latón de un crucifijo que el Padre Arrigoitia le había puestoentre las manos.

Bien rezarían el jesuita y la amiga cosa de una hora; pero al cabo deese tiempo se levantó el Padre, manifestando que para volver a velarla,necesitaba ir a su casa y despachar algunos urgentes asuntos que lereclamaban. Miró a Lucía, y viéndola descolorida y los ojos hinchados,le dijo bondadosamente:

—Retírese un poco, hija, a descansar... está usted del color de lamuerta. No ordena Dios tratarse así.

—Lo que haré, Padre—respondió Lucía—, será bajar un rato al jardín atomar el fresco....

Juanilla se quedará aquí.... Me arde la cabeza,necesito aire.

De nuevo fijó en ella su mirada el jesuita, y prontamente, acercándose asu oído y silabeando como en el confesonario, murmuró:

—Ahora que esa pobrecita se ha muerto... ya sabe usted mi consejo,¿verdad? ¡Tierra en medio, hija! Esta vecindad... estos aires no leconvienen. A León.... Si me envían allá... la he de felicitar.

Y como Lucía lo mirase elocuentisimamente, añadió:

—Sí, sí... tierra en medio. ¡Cuántas almitas enfermas he curado yo coneso solo! Vaya, hasta luego... hasta cuanto antes. Si, hijita querida,sí; esas cosas las apunta todas Dios en el cielo....

—Padre... quisiera ser aquella...—murmuró Lucía señalando a la muerta.

—¡Virgen mía! no, hija... vivir para servir a Dios... cumpliendo suvoluntad.... Hasta luego,

¿eh?

Cuando Lucía bajó al jardín, pareció éste a sus ojos fatigados dellorar, menos enteco y árido que de costumbre. Las yucas alzaban sucabeza majestuosa, perpetuamente coronada; las hiedras exhalaban levearoma campesino, siempre más grato que el tufo de la cera. El sol iba yaretirándose, pero aún doraba las moharras de las lanzas, en la verja.Sentose Lucía por costumbre bajo el plátano, que, pelado por elinvierno, ya se había quedado sin una mala hoja con que dar sombra. Elreposo de aquel rinconcillo solitario trajo de nuevo los pensamientosfamiliares.. No, Lucía no podía llorar más, sus ojos secos no conteníanlágrima alguna; lo que deseaba era descanso, descanso.... Habíanleprohibido Dios y la naturaleza pensar en la muerte; así es que empleandoingenioso subterfugio, pensaba en un sueño muy largo, que no tuviesefin.... Absorta, vio venir a Sardiola corriendo.

—Señorita... señorita....

El bueno del vasco se asfixiaba.

—¿Qué hay?—dijo ella, y levantó lánguidamente la cabeza.

—Está ahí—dijo Sardiola atragantándose.

—Está... ahí....

Lucía se irguió recta como una estatua y puso ambas manos sobre elpecho.

—El señorito... señorito Ignacio.... Llegó esta mañana... marcha estanoche... adónde no se sabe... no quiso recibirme.... Engracia dice queestá más demudado que cuando salió para Bretaña....

—Sardiola...—pronunció difícilmente Lucía, sintiendo el corazón nomayor que una nuez—.

Sardiola....

—Tengo que subir, me están necesitando a cada paso... con la desgraciade hoy, hay mil recados...¿Quiere usted algo, señorita?

Nada....

Y la voz sorda de Lucía expiró en su garganta. Zumbábanle los oídos ygiraban en torno suyo verja, paredes, plátano y yucas. Hay así en lavida momentos supremos en que el sentimiento, oculto largas horas, selevanta rugiente, y avasallador, y se proclama dueño de un alma. Éraloya; pero el alma lo ignoraba por ventura o barruntábalo solamente; hastaque repentina marca de hierro enrojecido viene a revelarle suesclavitud. Aunque el símil pueda parecer profano, diré que acontece conesto algo de lo que con las conversiones: flota indeciso el ánimo algúntiempo, sin saber qué rumbo toma, ni qué causa su desasosiego, hasta queuna voz de lo alto, una luz deslumbradora, de improviso, disipan todaduda. Pronto es el asalto, nula la resistencia, segura la victoria.

Descendía rápidamente el sol a su ocaso, caía sobre el jardín la sombra;Sardiola, el lebrel fidelísimo que había dado el ladrido de alarma, noestaba ya allí. Lucía miró en torno suyo con ojos vagos, y llevose lasmanos a la garganta oprimida. Después convirtió la vista a la fachada,cual si sus macizos muros pudiesen por mágico arte volverse cristal ytrasparentar lo que en su interior guardaban. Quedose fascinada,sofocando un grito antes que naciera. La puerta del comedor estabaentornada. Cosa era esta que sucedía muchas tardes, siempre que al amaEngracia se le ocurría tomar el fresco un rato en el umbral charlandocon Sardiola; pero en tal instante Lucía sintió que la puertaentreabierta la penetraba de terror glacial y de ardiente júbilo a untiempo. Su cerebro, vacío de ideas, sólo encerraba un sonsonete monótonoy cadencioso, repitiendo como la péndola de un horario: «Vino estamañana, se va esta noche...» Y al fin la repetición la irritaba de talmanera, que sólo oía la palabra «noche, noche, noche», palabra queparecía vibrar, como esos puntos luminosos que se ven en las tinieblas,durante el insomnio, y que se acercan y se alejan, sin movimiento detraslación, por el mero sacudimiento de sus moléculas. Apretose lassienes como para detener la tenaz péndola, y lentamente, paso a paso, seencaminó al vestíbulo de casa de Artegui. Al poner el pie en el primerpeldaño de la escalera, la música zumbadora de la sangre le cantaba enlos oídos, como un coro de cien moscardones.

Parece que le decía:

—No vayas, no vayas.

Y otra voz silbada y misteriosa, la voz del viento en las ramas secasdel plátano, le murmuraba con prolongado susurro:

—Sube, sube, sube.

Subió. Al llegar al segundo peldaño tropezó pisándose el traje pordelante, y sólo entonces echó de ver que su bata de merino negro,manchada por la asistencia, arrugada por las vigilias, era muy fea y decorte asaz descuidado. Vio, además, que tenía los puños de la chambrahechos un trapo, remojados de lágrimas, y la falda sembrada de hilitosde hacer labor. Se recorrió maquinalmente con ambas manos, sacudiendolos cabos de hilo, y estirose algo los puños, mientras llegaba a lapuerta. En ésta vaciló aún; pero la media obscuridad que ya reinaba ledio ánimos. Empujó las hojas y hallose en una gran pieza lóbrega a lasazón, que no era sino el comedor, y por tener cubiertos los muros deuna imitación del antiguo cuero cordobés, parecía harto más sombría,ayudando a ello los altos aparadores de roble esculpido, y sitiales delo mismo.

—Éste es el comedor—dijo en voz alta Lucía.

Y miró hacia todas partes buscando la puerta. La cual estaba en elfondo, frontera a la que al jardín salía, y Lucía alzó el tupidocortinón y puso la trémula mano en el pestillo, saliendo a un corredorcasi del todo tenebroso. Quedose sin respirar, y lo que es peor, sinsaber adónde se encaminase, y entonces maldijo mil veces de su terquedaden no haber querido visitar antes la casa. De pronto oyó un ruido, unostropezones sonoros, un choque de vajilla y loza.... El ama Engraciafregoteaba sin duda los platos en la cocina. ¿Cómo lo adivinó tan prestoLucía? El entendimiento se aguza en las horas críticas yextraordinarias. Guiada negativamente por el ruido, Lucía siguió andandoen dirección opuesta, hacia el extremo del pasillo, en que reinaba elsilencio. El piso alfombrado apagaba su andar, y con ambas manosextendidas palpaba las dos murallas buscando una puerta. Al fin, sintióceder el muro, y, siempre con las manos delante, penetró en una estanciaque le pareció chica, y donde al pasar tropezó en varios objetos, entreellos unas barras de metal que se le figuraron de una cama. De allí pasóa otra habitación mucho mayor, todavía iluminada por un leve resto deluz diurna, que entraba por alta vidriera.

Lucía no dudó ni un instantede su acierto: aquella cámara debía de ser la de Artegui.

Habíaestanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animalesarrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricasarmas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles endesorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván unretrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían. Medio desmayada sedejó caer Lucía en el diván, cruzando ambas manos sobre el senoizquierdo, que levantaban los desordenados latidos del corazón, ydiciendo en voz alta también:

—Aquí.

Estúvose así un rato, sin pensar, sin desear, entregada sólo al placerde hallarse allí, en donde moraba Artegui. La obscuridad crecía, y alfin viniera a ser completa si el resplandor de un reverbero fronterizono se quebrase en los cristales de la ventana. La vista de la luz hizosaltar en el diván a Lucía.

—Es de noche—exclamó siempre en alto.

Atropelláronse en su mente mil pensamientos. De seguro que ya habríanpreguntado en la fonda por ella. Puede que estuviese de vuelta el PadreArrigoitia; y se volverían locos buscándola en el jardín, en su cuarto,en todas partes. No sabía ella misma por qué se acordaba antes del PadreArrigoitia que de Miranda; pero es lo cierto que su temor principal eradarse de manos a boca con el afable jesuita, que le diría sonriendo:«¿De dónde bueno, hija?» Hostigada por tales imaginaciones, se levantótambaleándose, y diciendo entre dientes:

—No es justo que la muerta esté sola....

Y buscó la salida: pero de pronto se detuvo paralizada, como autómata aquien se acaba la cuerda.... Oyó pasos en el corredor, pasos que seacercaban, pasos fuertes y resueltos: no eran, no, los del ama Engracia.La puerta de la cámara grande se abrió, y entró una persona. Lucía sehallaba ya en la cámara chica, y se quedó detrás de la cortina. Noestaba ésta corrida del todo.

Por el resquicio vio que el recién llegadoencendía un fósforo y después la bujía de un candelero; mas la luzsobraba, y ya, sin ella, había conocido a Artegui.

Ahora lo distinguía perfectamente; era él, pero aun más abatido ydesmejorado que cuando por última vez lo vio; velaban su rostro tintascárdenas, y la negra barba lo sumía en un cerco de sombra; sus ojosbrillaban cual si tuviese calentura. Sentase al escritorio y escribiódos o tres cartas. Estaba frente por frente a Lucía y ella le devorabacon los ojos. A cada carta que cerraba Artegui, decíase:

—Ya le he visto; vámonos.

Y se quedaba. Por fin Artegui se levantó, e hizo una cosa rara; llegoseal retrato colgado sobre el diván, y lo besó. Miró Lucía afanosamente aaquel lugar, y viendo un rostro de dama, pero parecido al de Artegui,murmuró:

—Su madre.

Tras de lo cual, el pesimista abrió un cajón de su mesa-escritorio, ysacó un objeto reluciente y prolongado, que reconoció con el mayoresmero.... Estaba absorto en su ocupación, cuando sintió que le asíandel brazo con fuerza convulsiva, y vio ante sí a una mujer pálida, máspálida que él, ardientes y fijos los ojos como dos carbones encendidos,abierta la boca para hablar... pero muda, muda. Soltó la pistola, quecayó en la alfombra con ruido mate, y estrechó a la mujer.... Cedió eltalle de ésta como una flor tronchada, y hallose con Lucía exánime enlos brazos.

La colocó atónito en el diván, y trayendo de su cuarto de tocador unfrasco de lavanda, se lo vertió entero por sienes y pulsos, rompiéndoleal mismo tiempo los ojales de la bata, en la prisa con que queríaaflojarle el corsé. Ni un momento le ocurrió llamar al ama Engracia; alcontrario, murmuraba muy bajito:

—¿Lucía..., me oye usted? ¡Lucía.... Lucía..., soy yo, yo no más...,Lucía!

Ella abrió los ojos aun turbios y vagos, y contestó, muy quedo también,pero claro:

—Aquí estoy, Don Ignacio. ¿Dónde está usted?

—Aquí..., aquí mismo..., ¿no me ve usted?, aquí, a su lado....

—Sí, sí, ya veo.... ¿Es usted?

—Explíqueme usted este... este milagro, Lucía, por lo que más quiera.¿Cómo vino usted aquí?

—Explicar..., explicar, no puedo, Don Ignacio..., tengo así, lacabeza.... Como estaba usted aquí... quise verle... y yo decía: Pues hede verle.... No, yo no, lo decían cien mil pajaritos dentro de mí...Ellos lo dijeron. Y vine. No sé más.

—Descanse usted—dijo con dulcísima voz Artegui, hablando blandamente,como se habla a los niños—. Apoye usted la cabeza en el almohadón...¿Quiere usted té..., alguna cosa? ¿Se siente usted mejor?

—No, descansar, descansar. Así... así...—Lucía cerró los ojos, yrecostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadaslas pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro. Arreglole eldescompuesto traje, y le puso a los pies un taburete, estirándole labata de manera que se los tapase. Lucía seguía inmóvil, murmurandopalabras en voz baja, divagando un poco aún, pero ya con más ilación, ydiscurso más claro.

—Ni sé cómo llegué al cuarto... tenía miedo, mucho miedo de encontrarcon alguien... con el ama Engracia... pero yo decía: adelante: Sardiolaasegura que se marcha hoy... y si se marcha... tú también te irás aLeón... y ya, en toda la vida, y en la eternidad, Lucía, como no le veasen el cielo, no sé yo dónde le verás.... Cuando uno piensa cosas asítiene un valor... yo temblaba, temblaba como un azogado: puede que hayaroto algo en el cuartito chico... lo sentiría... y también sentiré queafeen mi conducta el Padre Urtazu y el Padre Arrigoitia... la afearán,sí que la afearán... yo les diré que sólo quería verle un minuto... comole daba la luz en la cara, le vi muy bien: está tan descolorido...¡siempre descolorido! También Pilar lo está... y yo... y todos... y elmundo, sí, el mundo se ha puesto de un color, que... antes era rosa yazul celeste... pero ahora...

bueno, pues como quería verle, entré....El comedor es grande. El ama Engracia lavaba la vajilla.... Bien quecorrí. Casualidad fue acertar con su cuarto. Es un cuarto muy bonito.Tiene el retrato de su madre: ¡pobre señora! Duhamel es un gran médico,pero hay males que sólo se curan, digo yo... en el hoyo. Allí todo secura. Qué bien se debe estar allí... y aquí también. Se está muy bien...dan ganas de dormir, porque....

—Duerme, Lucía, mi alma y mi vida—murmuró apasionada y vibrante voz—.Duerme, a mi amparo y no temas. Duerme: ni en el lecho de tu infancia,velada por tu madre, dormiste más segura. Que vengan, que vengan abuscarte aquí.

Como cierva herida a traición por una saeta, brincó Lucía al sonido deaquellas palabras, y abriendo los ojos y pasándose la mano por lafrente, quedose de pie ante Artegui, mirando a todos lados, encendidaspor súbito rubor las mejillas y clara ya la mirada y el entendimiento.

—Pero...—exclamó con tono diferente—yo aquí... sí, ya sé por quévine, y a qué vine, y cuándo... y ya recuerdo también.... ¡Ah, DonIgnacio, Don Ignacio! se asombrará usted y con razón de haberme halladocuando menos lo pensaba.... ¡En qué instante entré! Gracias, Virgen ymadre mía; ya tengo mis cinco sentidos y mi juicio cabal, y puedoecharme a los pies de usted, Don Ignacio, y decirle: por Dios señor, porla memoria de su señora madre, que está en el cielo, por.... ¡no sé porqué! Por todo, no vuelva usted.... ¡Prométame que no volverá a idearquitarse la vida, que puede emplearla tan bien!... Si yo supiese dediscursos, y fuese sabia como el Padre Urtazu, lo diría mejor, perousted me entiende.... ¿verdad que sí? Prométame usted... no volver...

novolver....

Y Lucía, desgreñada, patética, hermosa, se arrojó a los pies de Artegui,y abrazó sus rodillas, y se arrastró en la alfombra. A duras penas laalzó el pesimista.

—Usted sabe—dijo confuso—que yo estimaba poco la vida... digo más,que la aborrecía desde que llegué a entender su vacuidad y cuán inútilcarga es para el hombre... y ahora, muerta mi madre y sin tener a nadieque sintiera mi falta....

Dos arroyos de llanto y el anhelar de un pecho fueron la respuesta.Artegui subió a Lucía en vilo al diván y se sentó a su lado.

—No llores—dijo apeándole otra vez el tratamiento—, no llores,regocijate, porque has vencido. ¡Qué mucho, si representas la ilusiónmás cara al hombre, la ilusión única que vale cien realidades, lailusión que sólo se disipa en el regazo de la muerte! ¡La más tenaz einvencible de cuantas la naturaleza dispone para adherirnos a la vida yconservar nuestra especie! Escúchame.

No quiero decirte que tú eres paramí la felicidad, porque la felicidad no existe y yo no he de engañarte,pero lo que sí te afirmo es que por ti puede ser digno de un espíritunoble preferir la vida a la muerte. Entre los engaños que a la tierranos apegan, uno hay que ilude más dulcemente con mieles suavísimas, conregalos tan inefables y embriagadores, que es lícito al hombreentregarse a un bien que, con ser fingido, así embellece y dora laexistencia. Óyeme, óyeme. Huí siempre de las mujeres, porque, conocedordel triste misterio del inundo, del mal transcendente de la vida, noquería apegarme por ellas a esta tierra mísera, ni dar el ser acriaturas que heredasen el sufrimiento, único legado que todo ser humanotiene certeza de transmitir a sus hijos.... Sí, yo consideraba que eraun deber de conciencia obrar así, disminuir la suma de dolores y males;cuando pensaba en esta suma enorme, maldecía al sol que engendra en latierra la vida y el sufrimiento, las estrellas que sólo son orbes demiseria, el mundo este, que es el presidio donde nuestra condena secumple, y por fin, el amor, el amor que sostiene y conserva y perpetúala desdicha, rompiendo, para eternizarla, el reposo sacro de la nada...¡La nada!, la nada era el puerto de salvación a que mi combatidoespíritu quiso arribar.... La nada, la desaparición, la absorción en elUniverso, disolución para el cuerpo, paz y silencio eterno para elespíritu.... Si yo tuviese fe, ¡qué hermosísimo y atractivo y dulce meparecería el claustro! Ni voluntad, ni deseo, ni sentidos, nipasiones... un sayal, un muerto ambulante debajo.... Pero....

Artegui se inclinó a Lucía con inquietud.

—¿Me comprendes?—interrogó de pronto.

—Sí, sí...—dijo ella, y su cuerpo temblaba.

—Pero... pero te vi...—continuó Artegui—. Te vi por casualidad, y porazar también, y sin que de mí dependiese, estuve a tu lado algún tiempo,respiré tu aliento, y sin querer... sin querer...

comprendí que.... Noquise confesarme a mí mismo tu victoria, ni la conocí hasta que te dejéen ajenos brazos.... ¡Oh! ¡Cómo maldije mi necedad en no haberte llevadoconmigo entonces!

Cuando recibí tu carta de pésame, estuve a dos dedosde ir a buscarte....

Artegui hizo breve pausa.

—Tú fuiste la ilusión.... Sí, por ti hizo otra vez presa en mi alma lanaturaleza inexorable y tenaz.... Fui vencido.... No era posible yaobtener la quietud de ánimo, el anonadamiento, la perfecta ycontemplativa tranquilidad a que aspiraba... por eso quise poner fin ami vida, cada vez más insufrible....

Interrumpiose de nuevo, y añadió, viendo que Lucía callaba:

—Quizá no me comprendas bien.... Son cosas, aunque tan ciertas,obscuras para quien por vez primera las oye.... Pero me entenderás si tedigo llanamente que no moriré, porque te quiero, y me quieres, y ahora,suceda lo que suceda, vivo.

Dijo esto con ímpetu más violento aún que amoroso, y echó sus brazos alcuello de Lucía, y arrimola a sí con fuerza sobrehumana. Creyó ellasentir dos tenazas dulcísimas de fuego que la derretían y abrasabantoda, y reuniendo su vigor nervioso, se desprendió de ellas, quedándosetrémula y erguida ante el pesimista. Su alta estatura, su ademán deindignación suprema, la asemejaran a bello mármol antiguo, si la bata demerino negro no borrase la clásica semejanza.

—Don Ignacio—balbucía la leonesa—usted se engaña, se engaña.... Yo nole quiero a usted...

es decir, de ese modo, no, nunca.

—Atrévete a jurarlo—rugió él.

—No... no, me basta decirlo—replicó Lucía con creciente firmeza—. Esono.

Y dio dos pasos hacia la puerta.

—Escúchame un instante—insistió él deteniéndola—. Sólo un instante.Tengo fortuna sobrada; mi viaje, según cree todo el mundo, se verificaráesta noche. Estamos en un país libre, iremos a otro más libre aún. Enlos Estados Unidos nadie le pregunta a nadie de dónde viene, ni adóndeva, ni quién es, ni qué hace. Nos vamos juntos. La vida juntos ¿oyes? lavida. Mira, yo sé que tú lo deseas. Tú estás muriendo por decir que sí.Sé de fijo que no eres dichosa, ni estás bien casada, y que tedesmejoras, y sufres.... No pienses que no lo sé. Sólo yo te quiero, yte ofrezco....

Lucía dio otros dos pasos, pero fue hacia Artegui, y con uno de esosmovimientos rápidos, infantiles, festivos, que suelen tener las mujeresen las ocasiones más solemnes y graves, se apretó la holgada bata en lacintura, y manifestó la curva, ya un tanto abultada, de sus gallardascaderas. Sacudió la cabeza, y dijo:

—¿Cree usted eso? Pues Don Ignacio.... ¡ya mandará Dios quien mequiera!

Ignacio bajó la frente, abrumado por aquel grito de triunfo de lanaturaleza vencedora.

Pareciole que era Lucía la personificación de lagran madre calumniada, maldecida por él, que risueña, fecunda, próvida,indulgente, le presentaba la vida inextinguible encerrada en su seno, yle decía: «Tonto de pesimista, mira lo que puedes tú contra mí. Soyeterna.»

—No importa—murmuró él resignado y humilde—. Por lo mismo.... Yo leserviré de padre, Lucía; yo respetaré tus sacros derechos como no losrespetará tu marido, no. Seremos tres dichosos en vez de dos... nadamás.

Cogiola de la falda y la obligó blandamente a sentarse.

—Hablemos así, tranquilos.... Pero, ¿por qué no quieres? Yo no teentiendo—dijo con renovada vehemencia—. ¿No era amor, no era amor loque mostrabas en el camino y en Bayona?

¿No es amor venir aquí hoy...sola... por verme? ¡Oh! no puedes defenderte.... Urdirás mil sofismas,idearás mil sutilezas, pero.... ¡ello se ve! Mientes si lo niegas,¿sabes? No creí que en tu inocencia cupiese el mentir.

Alzó la frente Lucía.

—No, Don Ignacio; diré la verdad... creo que ya es mejor que la diga,porque tiene usted razón, he venido aquí.... Sí, señor; oígalo usted. Yole quiero como una loca, desde Bayona... no desde que le vi.... Ya looye usted. Yo no tengo la culpa; ha sido contra mi voluntad, bien losabe Dios.... Al principio creí que no era posible, que sólo me dabausted... lástima... y así... mucho agradecimiento por sus bondadesconmigo... Creía yo que una mujer casada sólo puede querer a sumarido.... Si alguien me dijese que era esto... le insultaría, defijo.... Pero a fuerza de cavilar...

no, yo no lo acerté, ni porpienso.... Fue otro, fue quien conoce y entiende más que yo de losmisterios del corazón.... Mire usted, si yo supiese que era usted feliz,me hubiera curado... y también si alguien me mostrase compasión a suvez.... ¡Caridad! ¡Compasión!... Yo la tengo de todo el mundo... y demí... nadie, nadie la tiene.... Así es que.... ¿Se acuerda usted de loalegre que era yo? Usted aseguraba que mi presencia le traíaregocijo.... Pues... ya me he acostumbrado a pensar cosas tan negrascomo usted.... Y a desear la muerte. Si no fuese por lo que espero...

medaría el mejor rato del mundo el que me pusiese donde está Pilar. Yo erafuerte y sana.... Ya no tengo ni una hora buena. Esto ha sido como si unrayo me abrasase toda.... Es un azote de Dios. Lo más amargo de todo espensar en usted... que ha de ser desdichado en este mundo, réprobo en elotro....

Artegui escuchaba entre jubiloso y compadecido.

—Entonces, Lucía...—dijo con expresión.

—Entonces, usted que es bueno y rebonísimo, porque si no lo fuese yo nole querría de tal modo, me va a dejar marchar... y en caso contrario, memarcharé yo, aunque salte por la ventana.

—¡Desdichada!—murmuró él torvamente, volviendo a su abatimientoantiguo—. ¡Das con el pie a la felicidad! es decir, a la felicidad no,pero al menos a su sombra, y sombra tan hermosa al fin....

Incorporose de pronto; sacudiéndose y retorciéndose como un león en laagonía.

—Dame una razón—gritó—. Si no, me mataré a tu vista. Sepa yo al menospor qué. ¿Es por tu padre? ¿es por tu marido? ¿es por tu hijo? ¿es porel mundo? ¿es?...

—Es—murmuró ella bajándose y con gran dulzura—. Es... por Dios.

—¡Dios!—gimió el pesimista—. Y si no lo hub....

Una mano le tapó la boca.

—¡Duda usted aún después de que hoy, por un milagro... usted lo dijo,por un milagro... ha preservado su vida!

—Pero tu Dios está enojado contigo—objetó él—. Le ofendiste alamarme; le ofendes al seguir amándome; viniendo aquí, le agraviastesmás....

—Con un pie en el borde del abismo para caer, con el cuerpo mediohundido ya en las llamas del infierno... mi Dios me salva y me perdona,si a él se convierte mi voluntad.... Ahora, ahora voy a pedirle que mesalve.

—Y no te salvará—repuso Artegui tomándole las manos—; no te salvará,porque adondequiera que vayas, aunque huyas de mí hasta ocultarte en elmismo centro de la tierra, aunque te escondas en la celda de unconvento, me querrás, me adorarás, le ofenderás recordándome. No, tusinceridad no te permite negarlo. ¡Ah! ¡Si se pudiese querer o no, avoluntad! pero harto te dice la conciencia que, hagas lo que hagas, yoestaré contigo siempre...

siempre. Mira: por lo mismo que tehorroriza... por lo mismo sucederá. Y te digo más: vendrá un día en que,como hoy, desearás verme, aunque sólo sea el espacio de un segundo... yatropellando por cuantos obstáculos se ofrezcan, y despreciando cuantastrabas te lo impidan, vendrás a mí... a mí.

Diciendo esto la sacudía por las muñecas, como el huracán sacude altierno arbusto.

—Dios—murmuraba ella débilmente—. Dios sabe más que usted, y que yo,y que todos.... Le pediré que me ampare, y lo hará; le conviene hacerlo;lo hará, lo hará.

—No—respondió Artegui con fuerza—. Sé que vendrás, que vendrásarrastrada como la piedra, por tu peso propio, a caer en este abismo...o en este cielo; vendrás, vendrás. Mira, estoy tan cierto de ello, queya no debes temer que me mate.... No quiero morir, porque sé que es laley de las cosas que un día vengas a mí, y ese día—que llegará—quieroestar aún en el mundo para abrirte así los brazos.

A no estar Lucía vuelta de espaldas a la luz, Artegui pudiera habervisto el júbilo que se difundía por su rostro, y sus ojos que un segundose alzaron al cielo dando gracias. Los brazos de Artegui, abiertosesperaban, Lucía se inclinó, y más rápida que las golondrinas, cuando alcruzar los mares rozan el agua, apoyó un instante la cabeza en loshombros de Artegui.

En seguida, y con presteza no menor, fue a la mesa, y tomando elcandelero y entregándoselo a Ignacio, dijo en voz entera y tranquila:

—Alumbre usted.

Artegui alumbró sin pronunciar palabra. Su sangre se había enfriado depronto, y sólo le quedaba, de la terrible crisis, cansancio y melancolíamás profundos que nunca. Cruzaron el dormitorio, el pasillo, sindespegar los labios. En el pasillo ya, Lucía se volvió un momento y miróaquel rostro como si quisiera grabarlo con indelebles y fortísimoscaracteres en su retina y en su memoria. La cabeza de Artegui, alumbradaen pleno por la luz que en la mano tenía, se destacaba sobre el fondoobscuro del cuero estampado que cubría la pared. Era una bella cabeza,más por la expresión y carácter que por la m