Un Viaje de Novios by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

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—¿A Vichy directamente? ¿No pensaban ustedes detenerse en alguna parte?

—Sí tal, en Bayona. Allí descansaríamos.

—¿Está usted bien segura?

—Segurísima. Me lo explicó cien veces el señor de Miranda.

—Pues en ese caso, diré a usted lo que opino. Indudablemente, su maridode usted, detenido por una circunstancia cualquiera, que no hace alcaso, se quedó en Venta de Baños anoche. Por medida de precaución, leharemos, si usted quiere, un telegrama desde Hendaya; pero lo que yosupongo es que tomará el primer tren que vea salir para Francia,corriendo en busca de usted.

Si retrocedemos, se expone usted a cruzarsecon él en el camino, y a perder tiempo, y a molestarse más. Si se quedausted en la primera estación que encontremos, para esperarle allí....

—Eso, eso sería lo mejor.

—No, porque como él no lo sabe, y como han pasado horas y ya estaráandando quizá para unirse a usted, y no podremos avisarle, y el tren sedetiene brevísimos momentos en esas estaciones... no me parece acertado.Además, que tendrían ustedes acaso que quedarse los dos en una estaciónmezquina, esperando otro tren.... Ese recurso no es aceptable.

—Pues discurra usted...—dijo la niña con empeño y confianza, animadapor el «si retrocedemos...» del viajero, que le prometía implícitamenteasistencia y auxilio.

—Seguir a Bayona, señora: es lo único que cabe. Creo que su marido deusted se dirigirá desde luego allí. Nosotros llegamos en el tren de latarde y él en el de la noche. Cuando no ha telegrafiado avisando a ustedde que se vuelva (cosa que pudo hacer), es que sigue.

No puso Lucía objeciones. Ignorante de la ruta, sintió placer singularen entregarse a la ajena experiencia. Callada, se inclinó a laventanilla y siguió la línea escabrosa de la sierra, que se recortaba enel cielo despejado. El tren andaba más despacio cada vez: estabanllegando a una estación.

—¿Qué es esto?—dijo volviéndose a su compañero.

—Miranda de Ebro—contestó él lacónicamente.

—¡Qué sed tengo!—murmuró Lucía—. Diera por un vaso de agua....

—Bajémonos: beberá usted en la fonda—respondió Artegui, a quien elimprevisto suceso comenzaba a sacar de su abstracción. Y saltando elprimero, ofreció el brazo a Lucía, que se apoyó sin ceremonias, y aimpulsos de la sed, echó a correr hacia la cantina, donde algunasbotellas empezadas, naranjas a medio exprimir, tarros de horchata yjarabe, frasquitos de azahar, se disputaban un mostrador cubierto dezinc y unos estantes pintados de amarillo.

Sirviéronle el agua, y sindar tiempo a que se disolviese el bolado, la bebió a sorbetones, deprisa; sacudió los mojados dedos, limpiándose después con su pañolito.

Artegui pagó.

—Muchas gracias—dijo ella mirando a su taciturno acompañante—. Agloria me ha sabido.

Cuando hay sed.... Muchas gracias, señor don....¿cómo se llama usted?

—Ignacio Artegui—pronunció él con visos de extrañeza.

La ingenuidad suele parecerse al descaro, y sólo el candor de aquellosojos límpidos que se clavaban en él pudo hacer que el viajerodistinguiese entre ambas cosas.

—¿No quiere usted algo más?—murmuró—. ¿Desayunarse? ¿Café ochocolate?

—No, no... lo que es por ahora, no siento apetito.

—Pues espéreme en el coche. Voy a arreglar el asunto de su billete deusted.

Volvió en breve, y el tren comenzó de nuevo su marcha, que de nocheparecía vertiginosa y fatigosa de día. El sol iba ascendiendo a sucenit, y el calor se anunciaba por ráfagas tibias y pesadas, alientos defuego que encendían la atmósfera. Ligero polvillo de carbón, procedentede la máquina, entraba por las ventanas, depositándose en losblanquecinos cojines y en el velo de percal que preservaba el respaldode los asientos. A veces, contrastando con el tufo penetrante del carbónde piedra, venía una bocanada del agreste perfume de los encinares y laspraderías, extendidas a uno y otro lado del tren. Tenía el país muchocarácter: eran las Vascongadas, rudas y hermosas. Por todas partesdominaban el camino amenazantes alturas, coronadas de recias casamatas ofuertes castillos recientemente construidos allí para señorear aquellosindomables cerros. En los flancos de la montaña se distinguían anchaszanjas de trincheras o líneas de reductos, como cicatrices en un rostrode veterano. Altos y elegantes chopos ceñían las bien cultivadasllanuras, verdes e iguales, a manera de un collar de esmeraldas. Deentre el blanco y limpio caserío se destacaban las torres de loscampanarios. Lucía se signaba al verlas.

Al pasar por delante de Vitoria un recuerdo acudió a su mente. Se lotrajeron las largas alamedas que adornan y cercan la ciudad.

—Parecen los árboles de León—murmuró suspirando.

Y añadió en voz más baja, como hablándose a sí misma:

—¡Qué hará ahora el pobre papá!

—¿Se ha quedado su padre de usted en León?—preguntó Artegui.

—Sí, en León.... Si él supiese lo que pasa, tendría un terribledisgusto. ¡Él, que me hizo tantos cientos de encargos y advertencias!Que tuviésemos cuidado con los ladrones... con las enfermedades... conno tomar sol... con no mojarnos.... Vamos, cuando lo pienso....

—¿Es anciano su padre de usted?

—Viejecito, viejecito... pero muy guapo y bien conservado, más hermosoque un oro para mí.

Yo logré la suerte de tener el mejor padre de todaEspaña... no ve sino por mis ojos el pobre.

—¿Es usted única, acaso?

—Sí, señor... y huérfana de madre desde que era así—explicó Lucíabajando la extendida mano y colocándola a la altura de sus rodillas—.¡Qué! ¡si aún mamaba cuando se murió mi madre! Y mire usted, esa fue laúnica desgracia que yo tuve; porque por lo demás, personas habráfelices, pero más de lo que yo lo fui....

Artegui posó en ella sus ojos dominadores y profundos.

—¡Era usted feliz!—repitió, como un eco del pensamiento de la niña.

—¡Vaya! Sí que lo era. El Padre Urtazu me decía a veces: cuidado,chiquilla; mira que Dios te lo está pagando todo adelantado, y después,cuando te mueras, ¿sabes tú lo que va a decir? Que no te debe nada.

—¿De suerte que usted—preguntó Artegui—nada echaba de menos en sutranquila existencia de León? ¿No deseaba usted nada?

—Deseaba, sí... algunas veces, sin saber qué. Ahora pienso que lo quedeseaba era esto: salir, variar algo de vida. Pero no me impacientaba,porque me parecía que, tarde o temprano, llegaría a lograrlo; ¿no escierto? El Padre Urtazu solía reírse de mí, exclamando: paciencia, quecada otoñillo trae su frutillo.

—El Padre Urtazu.... ¿es jesuita?

—¡Jesuita... y más sabio! Entiende de cuanto Dios crió. Yo algunasveces, por desesperar a doña Romualda, que es la directora de micolegio, le decía: De mejor gana aprendería con el Padre Urtazu, que conusted.

—¡Y ahora—pronunció Artegui, con la brutal curiosidad de unos dedosque abren a viva fuerza un capullo de flor—, sería usted más feliz quenunca! ¡Digo! ¡Casarse nada menos!

No percibió Lucía el tono irónico que dieron a aquella frase los labiosde su acompañante, y respondió con sinceridad:

—Le diré a usted.... Siempre deseé casarme a gusto del viejecito, y noafligirlo con esos amoríos y esas locuras con que otras muchachasdesazonan a sus padres.... Mis amigas, digo algunas, veían pasar pordelante de su ventana a un oficial de la guarnición.... ¡zas! ya estabantodas derretidas, y carta va y carta viene.... Yo me asombraba de eso deenamorarse así, por ver pasar a un hombre.... Y como al fin nada se medaba de los que pasaban por la calle, y al señor de Miranda ya leconocía, y a padre le gustaba tanto... calculé: ¡mejor! así me libro decuidados, ¿no es verdad? cierro los ojos, digo que sí y ya está hecho...Padre se pone muy contento y yo también.

Artegui se quedó mirándola tan fijamente, que Lucía sintió, digámosloasí, el peso y el calor de aquellos ojos en sus mejillas, y encendiosetoda en rubor, murmurando:

—¡Le cuento a usted cada tontería! Como no tenemos de qué hablar....

Seguía él escudriñando con la vista el franco y juvenil semblante, comouna hoja de acero registra la carne viva. Harto sabía que el desahogo ylibertad revelan quizá más ausencia de malicia que la cautelosa reserva;mas con todo eso, le maravillaba la extremada sencillez de aquellacriatura. Era preciso, para entenderla, observar que la salud poderosadel cuerpo le había conservado la pureza del espíritu. Nuncaenlanguideciera la fiebre aquellos ojos de azulada córnea; nunca secaraaquellos fresquísimos labios la calentura que consume a las niñas en ladifícil etapa de diez a quince. La imagen más adecuada para representara Lucía, era la de un cogollo de rosa muy cerrado, muy gallardo,defendido por pomposas hojas verdes, erguido sobre recio tronco.

Agobiaba el calor, cada vez más sofocante. Al llegar a Alsasua, quejosenuevamente Lucía de sed, y Artegui, ofreciéndole el brazo, la condujo alcomedor de la fonda, recordándole que era razón tomar algo, puesto quetantas horas habían transcurrido desde la cena.

—Dos almuerzos—gritó al mozo, palmoteando para que le atendiesen.

El mozo se acercó, servilleta al hombro; tenía una cara tostada,amilitarada, que reñía con los escarpines de charol y el pelo atusadocon bandolina, librea que el público impone a sus servidores en taleslugares. Hacíale aún más marcial ancha cicatriz, que naciendo en la guíaizquierda del bigote, iba a perderse en el cuello. Miraba el mozofijamente a Artegui, con ojos muy abiertos; hasta que dando un grito, omás bien una especie de alegre latido perruno, exclamó:

—¡Él o el diablo en su figura! ¡Señorito Ignacio! ¡¡Dichosos losojos!!...

—¿Tú por aquí, Sardiola?—murmuró reposadamente Artegui. Almorzaremosbien, porque pondrás cuidado en servirnos.

—Pues sí, señorito, yo por aquí... Después—dijo recalcando la frasey bajando la voz—, como todo lo mío lo encontré arrasado... la casahecha cenizas, y el campo perdido... me di a ganar la vida como pude....Y usted, señorito.... ¿Sigue usted a Francia?

—A Francia voy; pero con tu charla nos vamos a quedar sin comer.

—No faltaría más....

Sardiola dirigió a uno de sus compañeros de servilleta algunas palabrasen eúskaro, erizadas de zetas, kas y tes. Fueron al punto servidosArtegui y Lucía, mientras el mozo se apoyaba en el respaldo de la silladel primero.

—¡Con que a Francia! ¿Y la señora doña Armanda? ¿Se conserva bien?

—No muy bien...—contestó Ignacio, nublado más que de costumbre elceño—. Padece mucho.... Cuando la dejé estaba, sin embargo, másaliviada.

—Con su vuelta de usted se pone buena del todo.

Y mirando a Lucía y dándose una razonable puñada en la frente, gritó depronto Sardiola:

—Cuanto más, que.... ¡Bobo de mi!; pues claro que va a sanar la señoradoña Armanda, cuando vea la alegría que se le entra por las puertas. ¡Ayqué gusto verle a usted casado, señorito!

¡Y con tan linda muchacha!¡Para bien sea!

—Majadero—dijo Ignacio, bronco y desapacible—; esta señora no es mimujer.

—Pues es lástima—contestó el vasco, mientras Lucía le mirabarisueña—. Harían ustedes una pareja, que ya, ya.... Ni escogidos. Sóloque la señorita....

—Acabe usted—suplicó Lucía, divertida hasta lo sumo y ocupada enquitar a una mandarina su cubierta de papel de seda.

—¿Lo digo, señorito Ignacio?

Artegui se encogió de hombros. Sardiola, creyéndose autorizado, seexplayó.

—La señorita tiene cara de estar de buen humor siempre... y usted..,¡Usted siempre está así, como si le hubiesen dado cañazo! En eso noemparejarían ustedes bien.

Soltó Lucía la carcajada y miró a Artegui, que sonreía complaciente, locual aún la animó a reír más. El almuerzo prosiguió en el mismo tonocordial, alegrado por la charla de Sardiola, por el infantil regocijo deLucía. Hasta la misma puerta del departamento les siguió el mozo cuandose volvieron a su coche; y a ser Lucía dueña de los brazos de Artegui,los hubiera echado al cuello de Sardiola, a tiempo que éste repetía,entornados los ojos y en el tono con que se reza, si se reza de veras:

—La Virgen de Begoña vaya con usted, señorito..., que encuentre ustedbien a doña Armanda.... Mándeme usted como si fuese un perro, un perrosuyo.... Mire usted, que estoy aquí....

—Bien, bien—dijo Artegui, vuelto ya a su displicente reserva.

Rompió el tren a andar, y quedose Sardiola de pie en el andén, agitandola servilleta en señal de despedida, sin mudar de actitud hasta que elhumo de la chimenea se borró en el horizonte.

Lucía miraba a Artegui, yhervíanle las preguntas en los labios.

—Mucho le quiere a usted ese pobre hombre—murmuró al fin.

—He tenido la desgracia de hacerle un favor—contestó Ignacio—, ydesde entonces....

—¡Oiga! ¿A eso llama usted desgracia? Pues muy desgraciado está ustedsiendo desde esta mañana, porque me hizo usted cien favores ya.

Sonriose Artegui de nuevo y miró a la niña.

—No consiste la desgracia—dijo—en hacer el favor, sino en que se loagradezcan a uno tanto.

—Pues yo también padezco del achaque de Sardiola.... ¡y a muchahonra!—declaró Lucía—;

¡ya verá usted!

—¡Bah!... ¡Sólo falta que también me salgan agradecidos sincausa!—respondió Artegui en el mismo tono festivo—. Pase aun cuandohay algún motivo, como con ese infeliz de Sardiola....

—¿Qué hizo usted por él?—preguntó Lucía, incapaz de sellar sus labiospreguntones.

—Poca cosa: curarle una herida, bastante grave.

—¿Aquella cicatriz que tiene que le cruza la mandíbula?

—Justamente.

—¿Es usted médico?

—De afición.... Y por casualidad.

Calló Artegui, y no osó inquirir más Lucía. El calor iba en aumento, máspegajoso cada vez.

Parecía el día de otoño sofocante jornada estival, yel polvillo del carbón, disuelto en la candente atmósfera, ahogaba.Intrincábase el país, haciéndose cada vez más montañoso y quebrado.

Decuando en cuando penetraban en un túnel, y entonces la obscuridad, elcrujido fuerte del tren, un aire húmedo de subterráneo, colándose en eldepartamento, consolaban algo de la tórrida temperatura.

Lucía se abanicaba con un periódico dispuesto por Artegui en forma deconcha, y leves gotitas transparentes de sudor salpicaban su rosadanuca, sus sienes y su barbilla: de cuando en cuando las embebía con elpañuelo: los mechones del cabello, lacios, se pegaban a su frente.Desabrochose el cuello almidonado, se quitó la corbata, que laestrangulaba, y se recostó, dando indicios de gran desmadejamiento, enla esquina. A fin de refrescar un poco el interior, corrió Artegui lascortinillas todas ante los bajos vidrios, y una luz vaga y misteriosa,azulada, un sereno ambiente, formaban allí, algo de gruta submarina,añadiendo a la ilusión el ruido del tren, no muy distinto del mugir delOcéano. Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco,se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los vallesprofundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería. Fue rápido y fugazel cuadro, pero no tanto que no distinguiese a la gente siguiendo elsendero angosto, escapulario al cuello, a pie o en carretas de bueyes,cubiertos con boina roja o azul los hombres, las mujeres tocadas conpañolitos blancos. Parecía el desfile la bajada de los pastores en unNacimiento; el sol claro, alumbrando plenamente las figuras, les daba lacrudeza de tonos de muñecos de barro pintado. Artegui llamó a Lucía, quealzando la cortina a su vez, echó el cuerpo fuera, hasta que unarevuelta del camino y la rapidez del tren borraron el cuadro.

Acontecía que los pícaros de los túneles se solazaban en taparles adredelos mejores puntos de vista de la ruta. Que aparecía un otero, risueño,un grupo de frondosos árboles, una amena vega,

¡paf! el túnel. Y sequedaban inmóviles al vidrio, sin osar hablar, ni moverse, cual si depronto entrasen en una iglesia. Algo familiarizada Lucía ya con elcalor, interesábanle mucho los accidentes de paisaje que a uno y otrolado del tren se extendían. Le agradaron las fábricas de fósforos,altas, enyesadas, limpias, con su gran letrero en la frente; y enHernani batió palmas al divisar a la izquierda un magnífico parqueinglés, con sus macizos de flores resaltando sobre el verde césped, ysus coníferas elegantes, de ramaje simétrico y péndulo. En Pasajes, trasde la monotonía fatigosa de las montañas reposaron al fin los ojos,viendo extenderse el mar azul, un tanto rizado, mientras los buques,fondeados en la bahía, se columpiaban con oscilación imperceptible, yuna brisa marina, acre y salitrosa, estremecía las cortinillas detafetán del coche, aventando el sudor de la frente de los cansadosviajeros. Lucía se quedó embobada ante el Océano, nunca de ella vistohasta entonces, y cuando el túnel—de sopetón y sin pedirpermiso—

cubrió el espectáculo con negro velo, permaneció de codos en laventanilla, absorta, las pupilas dilatadas, entreabiertos de admiraciónlos labios.

A medida que corrían las horas y la jornada avanzaba iba Arteguiperdiendo un poco de su estatuaria frialdad, y cada vez máscomunicativo, explicaba a Lucía las vistas de aquel panorama móvil.Escuchaba la niña con el género de atención que tanto agrada y cautiva alos profesores: la del discípulo entusiasta y sumiso a la vez. Arteguiera elocuente, cuando a hablar se resolvía; detallaba las costumbres delpaís, contaba pormenores de los pueblecitos, hasta de los caseríosentrevistos al paso. A su voz, respondían unas pupilas fijas y atentas,un rostro que escuchaba todo él, mudando de expresión según el narradorquería. Fue de suerte, que al bajarse en Irún y oír las primeras sílabaspronunciadas en idioma extraño, Lucía murmuró como con pena:

—¿Pero qué? ¿Hemos llegado ya?

—A Francia, casi—respondió Artegui—; pero aún nos falta un trechoregular hasta Bayona.

Aquí se registran los equipajes: es la aduana deIrún. No nos molestarán mucho: los que vienen de Francia a España, sonvíctimas de los carabineros, de nosotros, que vamos de España a Francia,nadie supone que llevemos contrabando, ni ropa nueva....

—Pues yo si la llevo—exclamó Lucía—. Mis galas.... ¿Ve usted aquelmundo grande que han puesto sobre el mostrador? Es el mío... y aquelotro, el de Miranda... y la sombrera....

—Déme usted el talón y las llaves para que registren.

—¿Cómo? ¿El recibo dice usted y las llaves? ¡Si todo lo llevaba consigoMiranda! No tengo nada de eso.

—En tal caso, está usted sin equipaje. Tendrá que quedarse aquí hastaque su marido de usted lo recoja.

Lucía miró a Artegui, el rostro un tanto compungido, y casiinstantáneamente soltó la risa.

—¡Sin equipaje!—repitió.

Y redoblaba el arpegio de sus carcajadas, pareciéndole donosísimoincidente el de quedarse sin equipaje alguno. Hallábase, pues, como unacriatura que se pierde en la calle, y a la cual recogen por caridadhasta averiguar su domicilio. Aventura completa. Niña como era Lucía,así pudo tomarla a llanto como a risa; tomola a risa, porque estabaalegre, y hasta Hendaya no cesó la ráfaga de buen humor que regocijabael departamento. En Hendaya prolongó la comida aquel instante decordialidad perfecta. El elegante comedor de la estación de Hendaya,alhajado con el gusto y esmero especial que despliegan los francesespara obsequiar, atraer y exprimir al parroquiano, convidaba a laintimidad, con sus altos y discretos cortinajes de colores mortecinos surevestimiento de madera obscura, su enorme chimenea de bronce y mármol,su aparador espléndido, que dominaba una pareja de anchos y barrigudostibores japoneses, rameados de plantas y aves exóticas; fulgurante deargentería Ruolz, y cargado con montones de vajillas de china opaca.Artegui y Lucía eligieron una mesa chica para dos cubiertos, dondepodían hablarse frente a frente, en voz baja, por no lanzar el sonidoduro y corto de las sílabas españolas entre la sinfonía confusa y ligadade inflexiones francesas que se elevaba de la conversación general en lamesa grande. Hacia Artegui de maestresala y copero, nombraba los platos,escanciaba y trinchaba, previniendo los caprichos pueriles de Lucía,descascarando las almendras, mondando las manzanas y sumergiendo en elbol de cristal tallado lleno de agua, las rubias uvas. En su semblanteanimado parecía haberse descorrido un velo de niebla y sus movimientos,aunque llenos de calma y aplomo, no eran tan cansados y yertos comoantes.

Al subir ellos al tren, caía la tarde y el sol descendía con la rapidezpropia de los crepúsculos del otoño. Cerraron las ventanillas de unlado, y los rayos del Poniente vinieron a reflejarse un instante en eltecho del departamento, retirándose después como niños que acaban dehacer alguna jugarreta. Las montañas se ennegrecían, los celajes másremotos eran de color de brasa; luego se apagaban unos tras otros comouna rosa de fuego que fuese soltando sus pétalos encendidos.

Languidecióla conversación entre Artegui y Lucía, y ambos se quedaron silenciosos ymustios, él con su acostumbrado aspecto de fatiga, ella sumida enprofundo recogimiento, dominada por la melancolía del anochecer. Crecíala sombra, y de uno de los vagones, venciendo el ruido de la lentamarcha del tren, brotaba un coro apasionado y triste en lengua extraña,un zortzico, entonado a plena voz, por multitud de jóvenes vacos, que,juntos, iban a Bayona. A veces una cascada de notas irónicas y risueñascortaba el canto, después la estrofa volvía, tierna, honda, cual ungemido, elevándose hasta los cielos, negros ya como la tinta. Lucíaescuchaba, y el convoy, despacioso, hacía el bajo, sosteniendo con sutrepidación grave, las voces de los cantores.

La llegada a Bayona sorprendió a Artegui y Lucía como el despertar deprolongado sueño.

Artegui retiró aprisa su mano de la asilla del vidrio,donde la apoyaba, y la niña miró atónita a su alrededor. Notó que hacíafresco, y abrochó su cuello y anudó su corbata. Hombres con boina, mozascon el pañolito atado tras del moño, una marea de viajeros de diversacatadura y condición social, se empujaba, se codeaba y bullía en laancha estación. Artegui dio el brazo a su compañera por no perderla enaquel remolino.

—¿Había elegido su marido de usted algún hotel en Bayona?—le preguntó.

—Me parece...—murmuró Lucía recordando—que le oí hablar de una fondade San Esteban.

Me fijé porque yo tengo de ese santo una estampa muybonita en mi libro de misa.

—Saint Etienne—dijo Artegui al cochero del ómnibus que, desde elpescante, vuelta la cabeza, aguardaba la orden.

Arrancaron los caballos a su pesado trote percherón, y fueron rodandopor las calles bien enlosadas, hasta detenerse ante un portal estrecho,con sus tiestos de plantas raquíticas, su escalerilla de mármol y susclaros faroles de gas.

Una mujer alta, rubia, limpia, de gorra planchada y encañonada, acudiósolícita a la puerta, apresurándose a dar el maletín de Artegui a unmozo.

—Los señores querrán una habitación—murmuró en francés con su vozmelosa y complaciente.

—Dos—contestó Artegui lacónico.

—Dos—repitió ella en español, si bien con acento transpirenaico—. ¿Ylas quierren los señoress cuntas?

—Independientes del todo.

Tout a fait... Serrán servidos.

La dueña llamó a una camarera, no menos que ella pulcra y servicial, ytomando ésta dos llaves de la tabla numerada en que colgaban todas lasdel hotel, echó delante por las escaleras enceradas, y la siguieronArtegui y Lucía.

En el tercer piso se detuvo, no sin algún sobrealiento, y abriendo laspuertas de dos gabinetes contiguos, pero independientes, encendió conpajuelas las bujías colocadas, sobre la chimenea, y fuese. Artegui yLucía permanecieron unos segundos callados, de pie, en la puerta de lashabitaciones. Al fin pronunció él:

—Es natural que quiera usted lavarse y quitarse el polvo, y descansarun rato. La dejo a usted.

Llame usted a la camarera, si necesita algo;aquí todas hablan su poco de español.

—Hasta luego—contestó mecánicamente ella.

Así que el batir de la puerta hubo anunciado a Lucía que estaba sola deltodo, y que sus ojos se fijaron en la habitación desconocida, malalumbrada por las bujías, desvaneciósele la especie de mareo del viaje;recordó su cuartico de León, sencillo, pero primoroso como una taza deplata, con su pila, sus santos, sus matas de reseda, su costurero y suarmario de cedro, monumental y atestado de ropa limpia. Vinósele tambiéna la memoria su padre, Carmela, Rosarito, todo el dulce pasado. Sintioseentonces triste, muy triste; la asaltaron miedos y terroresindefinibles, pero fortísimos; pareciole su situación extraña ypeligrosa, preñado de amenazas el presente, obscuro el porvenir. Dejosecaer en una butaca y clavó en las luces la mirada fija y vacía de losque se absorben en penosa meditación.

-V-

Sería pasada una hora, o quizás hora y media, cuando oyó Lucía herir conlos nudillos a la puerta de su cuarto, y abriendo, se halló cara a caracon su compañero y protector, que en los blancos puños y en no sé quéleves modificaciones del traje, daba testimonio de haber ejercido esedetenido aseo, que es uno de los sacramentos de nuestro siglo. Entró, ysin sentarse, tendió a Lucía un portamonedas, amorcillado de purorelleno.

—Aquí tiene usted—dijo—dinero suficiente para cuanto puedaocurrírsele, hasta la llegada de su marido. Como estos días suelen lostrenes sufrir mucho retraso, creo que no vendrá hasta la madrugada; perode todas suertes, aunque no llegase en diez días o en un mes, le alcanzaa usted para esperar.

Mirábale Lucía cual si no comprendiese, y no alargaba la mano para tomarel portamonedas. Él se lo introdujo en el hueco del puño.

—Yo tengo que salir ahora a unos asuntos.... Después cogeré el primertren que salga. Adiós, señora—añadió ceremoniosamente: y dio dos pasoshacia la puerta.

Entonces ya la niña, comprendiendo, y descolorida y turbada, le asió dela manga de la americana, exclamando:

¿Pero qué... cómo? ¿Qué quiere decir eso del tren?

—Lo natural, señora—pronunció con su ademán cansado el viajero—. Quesigo mi ruta; que voy a París.

—¡Y me deja usted así... sola! ¡Sola aquí, en Francia!—gimió Lucía conel mayor desconsuelo del mundo.

—Señora... esto no es ningún desierto, ni corre usted el riesgo menor,tiene usted dinero, es lo único que hace falta en tierra francesa;estará usted muy bien servida y atendida, yo se lo fío....

—Pero.... ¡Jesús, sola, sola!—repetía ella sin soltar la manga deArtegui.

—Dentro de breves horas estará aquí su marido de usted.

—¿Y si no viene?

—¿Por qué no ha de venir? ¿De dónde saca usted que no vendrá?

—Yo no digo eso—balbució Lucía—; sólo digo que si tardase....

—En fin—murmuró Artegui—, yo tengo también mis ocupaciones.... Esfuerza que me vaya.

No contestó Lucía cosa alguna; antes le soltó, y desplomándose otra vezen el sillón, ocultó el rostro entre ambas manos. Artegui se llegó aella, y vio que su seno se alzaba a intervalos desiguales, como