Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—¡Pillo!... ¿qué nueva farsa de sociedad secreta es esa? ¿qué tramatraes tú ahora entre mano?

—Poco a poco... pase lo de trama; pero no lo de farsa.

—¿Quién te paga?

—Mucho ahondas, ¡palitroques! Has de comprar mi franqueza con tubenevolencia, no con tus burlas, y si persistes en negarme tu apoyo, notendrás de mí ni una palabra. Cosas podría decirte que te dejaríanpasmado; pero ya sabes... no se dan gratis los secretos como los buenosdías.

Venga tu voluntad y abriré el pico.

—Es que no puedo dar mi voluntad no conociendo a quién la doy ni por quéla doy.

Aviraneta insistió en que su pensamiento era unir a los liberales parapreparar una acción común; pero esto, si no encerraba una intencióndistinta, era de lo más inocente que se podía ocurrir por aquellos díasa hombre nacido, y Aviraneta, justo es decirlo, tenía de todo menos deespíritu puro. Por más que el guipuzcoano se diera aires de inventor deaquel plan sapientísimo, se podía jurar que sólo era instrumento de unavoluntad superior, maquinilla engrasada por el oro y movida por una manomisteriosa. Sobre esto no quiso decir una sola palabra que no fuese lamisma confusión; pero Monsalud, que era listísimo y además tenía laexperiencia de aquellos líos, supo sacar la verdad de entre tantamentira. Su creencia era que D.

Eugenio había recibido de altas regionesla misión de desunir a los liberales y enzarzarlos en disputas sin fin;pero no podía fácilmente averiguarse si el impulso partía del cuarto deMaría Cristina o del gabinete ministerial de Zea Bermúdez. Salvador hizouna y otra pregunta caprichosa para coger por sorpresa el principalsecreto de su amigo; mas este era tan diestro en aquellas artes, queevadió los lazos con extremada gracia.

Este señor Aviraneta fue el que después adquirió celebridad fingiéndosecarlista para penetrar en los círculos más familiares de la gentefacciosa y enredarla en intrigas mil, sembrando entre ella discordias,sospechas y recelos, hasta que precipitó la defección de Maroto,preparando el convenio de Vergara y la ruina de las facciones.Admirablemente dotado para estas empresas, era aquel hombre un colosalgenio de la intriga y un histrión inimitable para el gigantescoescenario de los partidos. Las circunstancias y el tiempo hiciéronle ungran intrigante; otra época y otro lugar hubieran hecho de él quizás elprimer diplomático del siglo. Ya desde 1829 venía metido en oscurosenredos y misteriosos trabajos, y por lo general su maquinación eradoble, su juego combinado. Probablemente en la época de este encuentroque con él tenemos, durante el invierno de 1833, las incomprensiblesdiabluras de este juglar político constituían también una labor fina ydoble, es decir, revolver los partidos en provecho del ministerio yvender el ministerio a los partidos.

La fundación de la sociedad isabelina servíale de pretexto para entraren tratos con gente diversa, con cándidos patriotas o políticos ladinos,poniéndose también en relación con militares bullangueros; y así,hablando del bueno del Sr. Rufete, dijo a Salvador:

—Este infeliz ayacucho es una alhaja que no se paga con dinero. Él sepresta desinteresadamente a entusiasmarse y a entusiasmar a un centenarde oficiales como él. Se morirá de hambre antes de cobrar un céntimo porsus servicios secretos al Sistema, y se dejará fusilar antes que hacerrevelaciones que comprometan a la sociedad. Es un prodigio de inocenciay de lealtad. El pobre Rufete trabaja como un negro, y se pasa la vidahaciendo listas de sospechosos, listas de traidores, listas de tibios ylistas de calientes. En su compañía pasa por un Séneca empalmado en unCatón. Los sargentos lo adoran y son capaces de meterse con él en unhorno encendido, si les dicen que es preciso salvar del fuego elprecioso código. ¡Oh! amigo, respetemos y admiremos la buena fe y lavalentía de esta gente. ¡Si en todas las clases sociales se encontraranmuchos Rufetes!... ¡Pero hay tanta canalla indomesticable de esa que nosirve sino para hacer pueblo, para gritar, para meter bulla, de esaque en los días solemnes desacredita las mejores causas, entregándose ala ferocidad que le inspiran su cobardía y su apetito!...

Entre estos y otros dichos y observaciones, llegaron a la calle delDuque de Alba, porque Salvador, no pudiendo sacar cosa limpia y concretade las confusas indicaciones de D. Eugenio, había decidido retirarse asu casa. Echaban el último párrafo en el portal de esta, cuando del dela inmediata vieron salir a un hombre silbando el estribillo de unacanción político-tabernaria. A pesar del embozo, Aviraneta le conoció almomento y Salvador también.

—Tablillas—dijo D. Eugenio—, cuartéate aquí, que somos amigos.

El atleta se acercó, examinando con atención recelosa a los doscaballeros.

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—Señor Vinagrete y la compañía, buenas noches.... Estaba encandilado yno les conocía.

—¿Está durmiendo ya el Sr. D. Felicísimo?

—Todavía están en brega. Han venido tantos señores esta noche queaquello es la bóveda de San Ginés.

—¿Pues qué, se dan disciplinazos?

—Con la lengua... hablan por los codos, y todo se vuelve manotadas y perjuraciones.

—¿Qué entiendes tú por perjuraciones?

—Decir, pongo el caso, señores, muramos por el Trono legítimo.

—¿Y todavía están reunidos?

—Todavía.

—Pero di, ¿no ha venido esta noche la policía? Yo creí que a estas horasD. Felicísimo y su comunidad estaban echando perjuraciones en lacárcel de Corte.

—Vino la policía, sí señor; vinieron tres y llamaron tan fuerte que lacasa estuvo si cae o no cae. Los señores se asustaron, y D. Felicísimoles consolaba diciendo: «no hay nada que temer, la policía es lapolicía. Que entre el que llama». Yo bajé a abrir la puerta, y secolaron tres señores de cara de perro con bastones de porra. Subieron, yal entrar en la sala, se dejaron a un lado las porras y todo fuecortesía limpia y vengan esos cinco. D. Felicísimo me mandó traer vino ybizcochos, y bebieron, cosa la más desacostumbrada que puede verse enesta casa; y uno de los de porra alzó el vaso y dijo: «Por el triunfo dela monarquía legítima y de la religión sacratísima».

—Brindaron.

—Y los tres tomaron el olivo.

—¿Está Pipaón arriba?

—Es de los más lenguaraces. Cuando brindaron, D. Juan echó no sé cuantos loores...

—¿Y qué es eso?

—Que se sopló mucho, echando fuera toda la caja del pecho, y dijo loora esto, loor a lo otro.

—¿Se casa con Micaelita?

—Dios los cría y ellos se juntan.

—¿Y te retiras ya?

—Si, porque yo he dicho a D. Felicísimo que estoy enfermo.

—¿A dónde vas?

—Allá—replicó Tablas manifestando en la mirada recelosa que a Salvadordirigió, que no debía hablar con más claridad.

—Bien—dijo Aviraneta—. Nos veremos luego. ¿Y la Pimentosa cómo está?

—Agria.

—¿Qué es eso?

—Enojada, porque le pica la despensa.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué despensa es esa?

—El estómago.

—Es verdad que padece mi señora males de estómago.... Aguarda, que mevoy contigo.

Tablas, que había dado ya algunos pasos hacia San Millán se detuvo,mientras el guipuzcoano, estrechando con el más vivo afecto la mano desu amigo, lo dijo estas palabras:

—Mañana... y quien dice mañana dice el mes que viene o el año queviene... estarás conmigo en la Isabelina.

-VIII-

Las escenas y conversaciones de aquella noche dejaron en el espíritu deSalvador un dejo de amargura, y así se esforzaba en apartarlas de sumemoria, considerando que reproducían en pequeño cuadro lastimoso de laNación española. La confusión de pareceres, el incesante conspirar conrecursos misteriosos y fines mal determinados, las repugnantesconnivencias de la policía con los conspiradores de todas clases, noeran cosa nueva para él; pero había cobrado tal odio a estos fenómenospolíticos, manifestación morbosa de nuestra miseria, que de buena ganase marchara a los antípodas o a cualquier región apartada dónde no oyerani viera lo que allí mortificaba sus ojos y sus oídos.

La experiencia, el profundo conocimiento de las personas, los viajes yla desgracia, habíanle dado elementos bastantes para construir en supensamiento una patria muy distinta de la que pisaba, y la inmensasuperioridad de esta patria soñada en parangón con la auténtica era enél motivo constante de padecer y aburrimiento. Por eso decía:—«Mucho hande variar las cosas, mucho han de aprender los hombres para que lapolítica de mi desventurado país pueda llegar a serme simpática, y comoyo, por muchos años que Dios me conceda, no he de vivir lo bastante paraver a mis compatriotas instruidos en lo que es libertad, en lo que esley y en lo que es gobernar, lo mejor será que no me afane por esto, yque deje pasar, pasar, contemplando desde mi indiferencia los sucesosque han de venir, como se miran desde un balcón las figuras de unamascarada».

Estos propósitos no eran constantes, porque otras veces meditaba sobreel mismo tema y hacía las siguientes consideraciones, llenas de buensentido y de tolerancia.—«No puede sostenerse en las acciones de la vidael criterio pesimista, que suele ser el disimulo del egoísmo. ¿Quiénduda que existen en nuestro país, al lado de esa cáfila dealborotadores, cabecillas, intrigantes, charlatanes, aventureros, muchoscaracteres nobilísimos, innumerables hombres de buena fe, patriciosdesinteresados, verdaderos y leales que se aplicarían a la política yserían discretos en la idea, enérgicos en la acción y honrados en laconducta? Pues bien, si yo me siento capaz de inculcar a esos hombres unpensamiento feliz y de ayudarles en el desempeño, ¿por qué no he dehacerlo?».

Después de vacilar un momento se contestaba con amargura,—«Porque no mecreerían.

¿Cómo habían de creerme y hacer caso de mí, si yo también hesido alborotador, cabecilla, intrigante, aventurero y hasta un pococharlatán? ¿Si he sido todo lo que condeno, cómo han de fiar de mí alverme condenar lo que he sido? ¿Si exploté la industria del pobre eneste país, que es la conspiración, cómo han de ver en mí lo querealmente soy? No, yo he quedado inútil en esta refriega espantosa conla necesidad. Ha salido vivo, sí, pero sin autoridad, sin crédito paratomar en mis labios ese ideal noble, por donde van las vías rectas yfrancas del progreso de los pueblos.

Mi destino es callar yarrinconarme, sopena de que me tengan por un Aviraneta, cuando no por unRufete».

Al pensar esto, el propósito de condenarse a oscuridad perpetuatriunfaba en su ánimo de una manera completa. Pero esta oscuridad sinfamilia y sin afectos era el cenobitismo más triste que puedeimaginarse. Y aquí, en esta lóbrega caverna sin salida, terminaban lasexcursiones mentales del misántropo. Pero la salida no era absolutamenteimposible. Si hacía falta una familia, ¿por qué no la buscaba? Hayciertos bienes que valen más encontrados al azar que buscados concálculo, y es muy general que quien despreció la suerte cuando pasó a sulado, ande después a cabezadas tras ella, y no la encuentre ni siquierapintada, o halle cualquier falsificación del bien y la coja gozoso y laabrace y se desengañe y rabie, deplorando su torpe indolencia.

Quería vencer su extraordinario tedio frecuentando la sociedad. Habíarenovado mucho sus amistades, dando un poco de mano a las que lerecordaban su juventud de trapisondas y procurando contar entre susíntimos a personas de mayor fuste. Su buena figura, su conductaintachable, su instrucción, su entretenida palabra 8, tratándose dereferir viajes o verosímiles casos y peligros le dieron muchas simpatíasen todas partes. Había dejado de visitar a Genara y a D. Benigno Corderopor razones poderosas; pero en cambio frecuentaba otras muchas casasdecentes, a donde concurría en personal de ambos sexos lo más selecto dela Corte. Por las noches gustaba mucho de pasear un poco por las callesantes de retirarse a su casa, poniendo así entre la tertulia y el sueñoun trozo de meditación trans-urbana de más gusto para él que la másentretenida y docta lectura. La soledad sospechosa de algunas calles, elbullicio de otras, el rumor báquico de la entreabierta taberna, lacanción que de una calleja salía con pretensiones de trova amorosa, elcuchicheo de las rejas, el desfile de inesperados bultos, indicio delrobo perpetrado, del contrabando o quizás de una broma furtiva; ladisputa entre viejecillas terminada con estrépito de bofetadas... porotra parte el rodar de magníficos coches; la salmodia insufrible deldormido sereno que bostezaba la horas como un reló 9 del sueño,funcionando por misterioso influjo del aguardiente; el rechinar de laspuertas vidrieras de los cafés, por donde salían y entraban lospatriotas; el triste agasajo de las castañeras que se abrigaban con loque vendían tendiendo una mano helada para recibir los cuartos y otramano caliente para dar las castañas; las singulares sombras que hacíanlas casas construidas sin orden, unas arrumbadas hacia atrás, las otrasalargando un ángulo ruinoso sobre la vía pública; los caprichos declaridad y tinieblas que formaban las luces de aceite encendidas por elAyuntamiento y que podían compararse a lágrimas vertidas por la nochepara ensuciar su manto negro; el peregrino efecto de la escarcha en lascalles empedradas, que parecían cubrirse de cristal esmerilado conreflejos tristes; el mismo efecto sobre los tejados, en cuya superficiese veía como una capa de moho esmaltada por polvo de diamante, elgrandioso efecto de la helada, que en flechazos invisibles se desprendíadel cielo azul ante las miradas aterradoras de la luna, la deidadfunesta de Enero; la consideración del frío general hecha dentro de unacaliente pañosa; el estrépito de la diligencia al entrar en la calle,barquichuelo que navegaba sobre un mar de guijarros, espantando a losperros, ahuyentando a los chiquillos y a los curiosos;... el buen pasomarcial de los soldados que iban a llevar la orden prendida en lo altodel fusil; el coro sordo de los mercados al concluir las transacciones,cuando se cuenta la calderilla, se barre el puesto y se recogen losrestos; el olor de cenas y guisotes que salía por las desvencijadaspuertas de las casas a la malicia, y el rasgueo de guitarras que sonabaallá en lo profundo de moradas humildes; la puerta sobre la cual habíaun nombre de mujer groseramente tallado con navaja, o una cruz o uncartel de toros, o una insignia industrial, o una amenaza de asesinato,o una retahíla de palabras groseras, o una luz mortecina indicandoposada, o un macho de perdiz que cantará a la madrugada, o un cuadritode vacas de leche, o un objeto negro algo semejante a un zapato, o unaarmadura de fuegos artificiales pregonando el arte de polvorista, o unaalambrera cubierta con un guiñapo, señal de la industria de prendería, ouna bacía de cobre, o un tarro de sanguijuelas... todo esto, en fin, yotros muchos accidentes de la fisonomía urbana durante la noche, páginasvivas y reales, abiertas entre la vulgaridad de la tertulia y el tediode su casa solitaria, le cautivaban por todo extremo.

Pero una noche tuvo un encuentro triste. Al entrar en la Plaza deProvincia vio una persona, dos, tres. Eran un hombre cojo, bien envueltoen su capa, una mujer tan bien resguardada del frío, que sólo se leveían los ojos, y un niño con gabán y bufanda, mostrando la nariz húmeday los carrillos rojos de frío. Los tres iban en una misma fila: sedetenían en todos los escaparates para ver las mantillas, los lujososvestidos, las telas riquísimas, las joyas, y parecían muy gozosos yentretenidos de lo que veían. En la esquina había una castañera.Detuviéronse. El cojo sacó cuartos del bolsillo, la mujer un pañuelo,compraron, probó el chico y luego siguieron. La mujer agasajó el pañuelolleno de castañas, como para calentarse las manos con él....Avanzaron....

desaparecieron por una puerta.

Salvador se sintió estremecer de desesperación y envidia. El hombrecojo, el niño, la placentera unión de los tres, los cuartos sacados delbolsillo, los saltos del chico cuando se estaba haciendo el trato con lavendedora, las castañas, el pañuelo, las manos que tenían el pañuelo....En vista de las insolentes burlas del destino, juró no volver a pasarpor allí.

-IX-

El hombre cojo entró en su casa, como hemos dicho, y después de unligero altercado entre la familia por saber cuál había de acostarseprimero, retiráronse todos. La paz, el orden, el silencio, la quietud seampararon de todo el ámbito de la vivienda, y bien pronto no hubo enella un individuo que no durmiese, a excepción de aquel buen señor de lacojera, el cual, despierto en su lecho, daba vueltas a una idea como sila devanase, sacándola del enredado pensamiento al corriente ovillo deldiscurso.

—Cuanto más cerca veo el día—pensaba—, más indeciso y perplejo meencuentro. ¿Por qué dudo, decídmelo, Virgen Santa del Sagrario y tú, SanIldefonso bendito? ¿Por qué mi anhelo se ha trocado en vacilación y mife en temor de causar gravísimo daño? ¿Qué dices a esto, concienciapura, qué razones me das? ¿Sale acaso de ti esa voz que siento y que medice:

«detente, ciego?...». Y tú, caviloso Benigno, ¿has notado, porventura, frialdad en los afectos de ella, arrepentimiento en su voluntado siquiera desvío? Nada: ella es siempre la misma. Aún me parece máscariñosa, más apegada a mis intereses, más amante, más diligente....Entonces, mentecato, hombre bobísimo y pueril, digno de salir por esascalles con babero y chichonera,

¿por qué vacilas, por qué temes?...Adelante y cúmplase mi plan, que tiene algo, ¡barástolis! algo, sí, deinspiración divina.... ¡Ah! ya vienen los malditos dolores.... ¡todo seapor Dios! ¡Oh! ¿por qué te me has torcido en el camino del Cielo, ohpierna?...

Las historias están conformes en asegurar que D. Benigno, después dedecir «¡oh, pierna!»

lanzó un gran suspiro y se durmió como un santo. Ala mañana siguiente tenía la cabeza despejada, el humor alegre. Loprimero que leyó cuando le trajeron la Gaceta fue el decretoconvocando a la Nación en Cortes a la usanza antigua, para jurar a laprincesa Isabel, por heredera de la corona de ambos mundos. Esto le diomucho contento, y viendo la fecha del 20 de Junio marcada para aquelnotable suceso, dijo así:

—Para entonces, ya estaremos casados.... Es preciso fijardefinitivamente esta fecha que es mi martirio. Ella dice que cuando yoquiera, y yo digo que la semana que entra, y cuando entra la semana queentra, entran ¡ay! también mis escrúpulos como un tropel de acreedores,y así estamos y así vivimos.

Parte de los escrúpulos de hombre tan bueno provenían de sentirseachacoso. No era ya aquel hombre que engañaba al siglo con sus cincuentay ocho años disimulados por una salud de hierro, por alientos y espíritudignos de un joven de treinta, con ilusiones y sin vicios. Aquellafunesta rotura de la pierna había ocasionado en él pérdida brusca de lajuventud que disfrutaba, y se sentía entrar, con paso vacilante y cojo,en una región fría y triste que hasta entonces no había conocido. Conlas lluvias primaverales y los cambios de temperatura se le renovaronlos dolores, complicándose con pertinaz afección reumática, y el pobreseñor estuvo mes y medio sin poder moverse de un sillón.

«¿Apostamos, decía, a que llega también el 20 de Junio y se reúnen lasCortes y juran a la princesa, y yo no habrá soltado aún este grilleteque Dios se ha servido ponerme? ¿Qué presidio es este? ¿Temes, oh, Diosmío, que marche muy a prisa? ¿Esto es acaso para bien de mí alma,amenazada de correr demasiado y estrellarse?».

¡Y qué pesadas habrían sido las horas de aquella temporada, que élllamaba su condena, si no las aligerasen con su cariño y con milsolicitudes y ternezas las seis personas que él designaba con eldulcísimo nombre de la sacra familia! Sola le cuidaba como podríacuidarse a un niño enfermo, y de su cuenta corría todo lo relativo aaquella dichosa pierna averiada que no se quería componer sino a medias.Ella parecía haber robado a los ángeles de la medicina el delicado artedel apósito, y sus dedos eran tan conocidos del dolor que este les veíacerca de sí sin irritarse.

Cumplida esta obligación suprema, la futuraesposa del mejor de los hombres se ocupaba de todo lo de la casa con ladiligencia de siempre, con más diligencia, si cabe, pues sinsospecharlo, se había ido acostumbrando a considerarse partícipe deaquel trono doméstico y co-propietaria de tan dulces dominios.

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Por las noches, la familia se reunía en el comedor, en torno delpatriarca claudicante. Doña Crucita, que se había dedicado a bordarpájaros, despachaba semanalmente una bandada de aquellos preciososseres, y a veces el comedor parecía una selva americana, porque loshabía de todos colores, y además mariposas y florecillas, todo inventadopor la señora que creaba las especies con su rica fantasía, de tal modoque se viera muy perplejo Buffón ante tal maravilla.

Este interesanteautor era leído algunos ratos en voz alta por uno de los hijos mayores,pues no había lectura más sabrosa que aquella para D. Benigno, despuésde la de Rousseau; y todos se quedaban pasmados oyendo la magníficadescripción del caballo, la pintura del león, o la peregrina industriade los castores. El mismo muchacho o su hermano solía leer también las Gacetas para dar variedad a los conocimientos y saber lo que pasaba enHungría, Cracovia o Finlandia. Los sucesos de España eran los que jamásse sabían por Gacetas ni papelotes, y era preciso recibirlos por elvehículo del padre Alelí, amigo fiel sobre todos los fieles amigos, cadavez más perturbado de caletre y más difuso de explicaderas. Por élsupieron que D. Carlos se marchaba a Portugal, haciendo la comedia deque su esposa quería abrazar a D. Miguel (otro que tal) y a las infantasportuguesas; pero realmente por no verse en el caso de jurar aIsabelita. El mismo Tío Engarza Credos les informó de que en una casade la calle de Belén había sido sorprendida una junta carlista y presostodos los que la formaban. Si el interés político de las tertuliascorderiles estaba en estas noticias, su amenidad dependía de las graciasy atrevimientos de Juanito Jacobo, que con su media lengua decía más quesi la tuviera toda entera, y ya recitara fábulas o romances, ya sedespachara a su gusto con frasecillas y observaciones de su propiacosecha, hacía morir de risa a toda la familia, menos cuando le daba porenojarse, hacer pucheros y tirar a la cabeza de su hermano un zapato,libro, palmatoria, tintero o cualquier otro proyectil mortífero.

La tienda había sido traspasada por Cordero a otro comerciante, amigo ypariente suyo, y con esto quedó retirado absolutamente del comercio. Sucapital, si no muy grande, sólido como el que más, le aseguraba rentasmodestas y saneadas. Tenía vastos proyectos de ensanche y mejoramientoen los Cigarrales, y no esperaba sino a que aclarase el tiempo paratrasladarse allá con toda la familia.

En Mayo sintiose tan mejorado de su pierna que pensó era llegado elmomento de poner fin a sus vacilaciones. Era una tarde hermosa. Habíanconcluido de comer en paz y en gracia de Dios.

D. Benigno, dejando queAlelí se durmiera en el sillón del comedor y que Crucita hiciera lomismo en su cuarto, envió a los muchachos a la escuela, y a su cuarto aSola, entabló con ella una conversación de la cual es preciso no perderpunto ni coma.

—Querida Sola—le dijo—, tengo que dar a usted explicaciones acerca de unhecho que le habrá sorprendido y que tal vez (y esto es lo que mássiento) habrá lastimado su amor propio de usted.

Sola manifestaba grandísima sorpresa.

—El hecho es que, habiéndose resuelto desde que estuve en la Granjatodas las dificultades que se oponían a nuestro matrimonio, hayaaplazado yo varias veces desde aquella época un suceso tan lisonjeropara mí. Como usted podría sospechar que estos aplazamientossignificaban algo de mala gana, frialdad o escaso deseo de ser sumarido, y como nada sería más contrario a la verdad que esa sospecha deusted, tengo que explicarme, hija, tengo que revelar ciertospensamientos íntimos y ciertas cosillas.... ¿me entiende usted?

Con su verbosidad indicaba el héroe estar muy lleno de su asunto, comodicen los oradores, y es probable que desde la noche anterior hubiesepreparado en su cabeza y hasta construido algunas de las frases de aquelmemorable discurso.

—Pues bien, la causa de esta poca prisa... darémosle este nombre, que esel que más le cuadra... ha sido cierto escrúpulo que me ha asaltado,cierto temor de que nuestro matrimonio hiciera a usted desgraciada envez de hacerla feliz, como es mi deseo.

—¡Desgraciada!—exclamó Sola, recibiendo aquella idea como una ofensa.

—¡Oh! no apresurarse... falta mucho que decir. Estos escrúpulos ytemores no se refieren a cosa alguna que pueda menoscabar losextraordinarios méritos de la que elegí por esposa; son cosa pura yexclusivamente mía. Ha llegado el momento de hablar con absolutafranqueza, y de no ocultar idea alguna por penosa que sea para mí. Puesbien, hay una persona, un hombre, hija mía, que la aprecia a usted en lomucho que vale, que la conoce a usted desde su niñez, que la haprotegido, que la quiere, que la ama; hombre que tal vez, ¿por qué no?es amado de usted....

¡Ah! querida Sola, hija mía, me parece que hepuesto el dedo en una llaga antigua de ese corazón sin par, hecho aresistir y padecer como ninguno.... En su cara de usted veo....

Ella se había quedado pálida cual si tuviera por rostro una máscara decera, y miraba a su delantal, cuya punta tenía entre los dedos.

—Esa palidez—dijo D. Benigno conmovido—no indica en manera alguna queusted tenga que arrepentirse de nada, pues no se trata de faltas; indicaque yo he despertado un sentimiento que dormía, ¿no es verdad?

La palidez de Sola se disipó como un velo que se rasga dejando ver laclaridad que encubre, y así fue, por modo parecido al brusco descorrerde una cortina, como se encendió en ella un rubor vivísimo. Echándose allorar, murmuró estas palabras:

—Es verdad, sí señor. Usted es más bueno que los ángeles.

El de Boteros estuvo callado un mediano rato contemplándola.

—Pero yo no he faltado, yo no he mentido...—balbució Doña Sola y Monda entre suspiro y suspiro—. Lo que usted dice, muerto estaba y enterradoen mi corazón para no resucitar jamás.

—Lo sé, lo sé—dijo Cordero no menos turbado que su amiga—. ¡Oh! la vozaquella, la voz aquella blanda y un poco triste que hablaba aquí en miconciencia, ¡qué bien me lo decía! Pues oiga usted todo. En este tiempoque ha pasado desde que vine de la Granja, se puede decir que no hevivido sino para pensar en esto y hacer comparaciones. Sí, he vividocomparándome, querida hija, he vivido atormentado por un análisiscomparativo de las cualidades que creo tener y las que reúne el hombre aquien usted conoce mejor que yo, resultando que él esextraordinariamente superior a mí.

—¡Oh! no, cien veces no—replicó Sola con energía—. Es todo lo contrario.

—No violentemos la naturaleza, hija mía; no violentemos tampoco lalógica. Concedo que en honradez y en prendas morales no me aventaje, sibien no hay motivo para no reconocer que me iguala, pero en cambio, ¡quésuperioridad tan grande la suya en el exterior y los atractivos de lapersona!... Las cosas claritas.... ¿eh?... ¿por qué no se ha de decirque él es un hombre que cautiva, un hombre que despierta simpatías entodo aquel que le trata, mientras yo...?

—Usted también, usted también—dijo Sola prontamente. D. Benigno movía lacabeza con triste ademán.