Un Antiguo Rencor by Georges Ohnet - HTML preview

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—¡Bah! En mi larga carrera he contribuído á separar más de doscientas parejas que se adoraban y á los cuales sus padres han probado que no podían vivir juntos!

—Entonces, ¿me secundarás?

—¿Puedes dudarlo?

—¡Ah! Tú eres un verdadero amigo....

—Y sin embargo, no has parecido creerlo. Si hubieras entregado Herminia á mi hijo....

—No volvamos á eso, interrumpió Clementina con fastidio; ya no es tiempo.

—Si, lo es, si rompes el matrimonio.

—En efecto, es verdad.

La señorita Guichard creyó necesario dejar esta esperanza á su cómplice. "Me servirá mejor, pensó, si trabaja para sí mismo al mismo tiempo que para mi."

—¿Y qué instrucciones me das? preguntó Bobart.

—Vigila atentamente á Roussel cuando venga y trata de saber lo que prepara. Pero sé prudente.

Yo velaré por mi parte ... Y todo lo que haya de hacerse lo decidiré yo sola ... No llamemos la atención de Mauricio y de Herminia con una conversación demasiado larga ... Volvamos al salón.

El número de los convidados había crecido durante aquellos tempestuosos debates. Los parientes alojados en la casa y en los pabellones se habían puesto de veinticinco alfileres. Los notables del país, invitados á comer, iban llegando. Clementina tuvo que pensar en su atavío. En las angustias de su situación, había olvidado que el tiempo pasaba y que era preciso sacrificarse por el decoro.

Pasó rápidamente entre los convidados, á quienes Mauricio y Herminia hacían los honores de la casa, y encontró que ya se había propagado el rumor de la reconciliación. En el ardor de su alegría, los recién casados no habían podido contenerse y habían difundido la buena noticia.

Todos los amigos que conocían las antiguas diferencias y los recientes malos tratos, estaban llenos de curiosidad. Una vaga esperanza de alguna sorpresa de efecto germinaba en los espíritus. Aquel cordial acuerdo, tan repentino, ¿era sincero? ¿No se podía presagiar que la armonía, difícilmente restablecida, no duraría mucho tiempo? Las caras sonreían; las palabras aprobaban; pero cada cual, allá, en su interior, hacía las necesarias reservas....

Encontrando el terreno preparado, la señorita Guichard, con la firmeza habitual de su carácter, no evitó las explicaciones. Se multiplicó para dar testimonios de alegría. Sí, una enemistad antigua, había terminado. La boda de aquellos queridos hijos había sido la ocasión de perdonar las injurias. El señor Roussel había llegado con los brazos abiertos pidiendo que todo se olvidase y ella no había creído que debía negarse á la indulgencia. Tal conducta no hubiera sido propia de una mujer ni de una cristiana. Perdonaba, pues, y todos iban á vivir en adelante en la más perfecta concordia. El señor Roussel había ido á su casa para vestirse y volvería para comer con la familia y los amigos de la señorita Guichard.

Algunos de los presentes no conocían á Fortunato; otros le conocían sólo de vista. Muchos le consideraban como un hombre muy importante por su fortuna y por su posición social. Todos tenían gran deseo de verle de cerca y de presenciar aquella comedia de la cesación de una hostilidad inveterada.

El doctor Truchelet aventuró una alusión sabia á las bodas de Pirito, ensangrentadas por el combate de los Centauros y de Lapites, y felicitó á la señorita Guichard por no haber renovado las luchas de las Amazonas contra Hércules y Teseo. Acaso la comparación con Hércules hubiese agradado á Roussel, pero el ser asimilada con las Amazonas extrañó singularmente á Clementina, quien por vez primera empezó á sospechar que un académico podía muy bien ser un imbécil, y deploró que esta desagradable excepción recayese precisamente en su familia.

Desapareció para ir á ponerse un traje muy historiado. Pero jamás era pesada en su atavío y al dar las seis, volvía á entrar en el salón. Era tiempo, porque á la sazón llegaba Roussel. Éste no se había puesto de negro; se presentó con un pantalón gris, chaleco blanco y frac azul, con botones de oro. Estaba en realidad muy elegante de este modo y produjo una favorable impresión en la parte femenina de la concurrencia. Los hombres intentaron criticarle, pero fracasaron ante la admiración de sus compañeras. La señorita Guichard se puso amarilla de despecho. Puso, sin embargo, á mal tiempo buena cara, y adelantándose hacia su primo, le presentó á los convidados.

Roussel se sometió con gracia á sufrir este mal paso y se mostró sencillo y cordial, con un cierto matiz de altanería que á Clementina le pareció que contrapesaba desagradablemente la ventaja que ella había obtenido públicamente de la sumisión de aquel rebelde. Creyó que se levantaba un poco deprisa y vió en esta actitud un indicio del doblez con que, á su juicio, se había conducido.

Si hubiera podido penetrar en la mente del buen señor, hubiera quedado asombrada, pues no hubiese hallado ninguno de los pensamientos amenazadores que le atribuía. Roussel no pensaba sino en regocijarse, en gozar de la hora presente y en tratar de que se arreglase el porvenir de un modo soportable. La astucia que Clementina le imputaba como un crimen, era supuesta, ilusoria y quimérica. La mala fe de Fortunato no existía más que en la imaginación de Clementina.

Herminia y Mauricio eran todo expansión y todo sonrisas. Se encontraban dichosos entre aquellos dos enemigos reconciliados por ellos y á quienes amaban tan sinceramente.

El jefe de comedor se presentó y pronunció las importantes palabras:

—¡La señorita está servida!

Entonces Clementina, con aire de reina, se adelantó hacia Mauricio y después, adoptando el ceremonial en uso, dijo en tono imperioso:

—Herminia, toma el brazo del señor Roussel.

Y pasaron en comitiva al comedor, que debía servir por la noche de salón de baile, y que ostentaba en su centro una gran mesa. Un toldo de tela rayada, adornada con plantas verdes, adornaba todo el patio y tres arañas difundían una viva claridad. El mantel estaba resplandeciente de cristalería y de plata; unas guirnaldas de flores serpenteaban alrededor de la mesa y servían de marco á un espléndido servicio de postres de antigua porcelana de la China, que procedía del tío Guichard. Roussel le dirigió una mirada de antiguo amigo; era la única cosa que hubiera deseado de la herencia tan espléndidamente abandonada á su prima.

La señorita Guichard se sentó entre Mauricio y el sabio Truchelet; Roussel á la derecha de Herminia, porque Clementina había adjudicado doblemente la presidencia á las señoras en su persona y en la de su sobrina. Roussel estaba transportado de júbilo: le hubieran colocado en una esquina de la mesa y no hubiera chistado. Se encontraba al lado de Herminia y radiante, rejuvenecido, empezó desde luego á hacer la corte en toda regla á su nuera de adopción.

Siempre había sido amable, con cierto aire florido, un tanto pasado de moda; pero en esta ocasión se excedía á sí mismo y todo en él tendía hacia este fin: agradar á aquella niña, de la que quería hacerse amar. No tenía, por otra parte, grandes esfuerzos que hacer; la puerta que pretendía forzar estaba abierta de par en par para él. Aquel joven corazón se ofrecía con ternura filial y no habla que hacer más que apoderarse de él.

Herminia escuchaba á Roussel con placer no disimulado. Le encontraba galante, gracioso, encantador. Fortunato tuvo la habilidad de hablarle de Mauricio y de referirle episodios de su infancia y con tan agradable historia la tuvo atenta toda la velada. Clementina, separada de ellos solamente por la mesa, no les quitaba ojo. Veía á Roussel desplegar todas sus gracias y pensaba:

"No pierde el tiempo para apoderarse de la muchacha; ¡cómo la engatusa! La pobre se dejará coger por sus hermosas palabras, porque no le conoce, pero yo la ilustraré acerca de ese zorro viejo y ella volverá al justo conocimiento de las cosas."

La señorita Guichard escuchaba distraidamente las protestas afectuosas de Mauricio; cuanto el joven le decía era para ella letra muerta. Consideraba su amabilidad como un ardid de guerra y la consideraba nula. Todo lo que Mauricio le hablaba de cariño y de reconocimiento no tenía más efecto que distrerla desagradablemente de la conversación de Roussel con Herminia.

En cuanto á Truchelet, disertó en vano acerca de los epitalamios, porque Clementina no le oía siquiera.

El fin de la comida, amenizado por variados brindis, pareció mortalmente largo á la dueña de la casa; y como el joven Héctor Bobart, que estaba un poco achispado con el Champagne, anunció que en su condición de testigo reclamaba la liga de la desposada, Clementina, con una mirada fulminante, levantó la sesión y condujo á sus convidados al salón mientras se quitaba la mesa para transformar el sitio del banquete en salón de baile.

Sin embargo, el joven oficial de húsares, no dándose por vencido después del primer fracaso, se había aproximado al grupo que formaban Herminia, Roussel y Mauricio y, alegremente, pedía indemnizaciones; por lo menos la primera contradanza, puesto que Mauricio debía abrir el baile con la señorita Guichard. Pero Fortunato hizo valer oportunamente sus derechos y el hijo del abogado tuvo que contentarse con un vals ... Mauricio sentía una instintiva hostilidad hacia aquel mozo tan insignificante, ya porque le hiciese responsable de la cautelosa oposición de su padre, ó ya porque le desagradasen sus maneras familiares con Herminia, y no pudiendo contenerse, hizo observar á la señorita Guichard la actitud un poco descomedida del heredero Bobart. Clementina respondió melosamente:

—¡Oh! Eso no tiene importancia; Herminia y él se han criado juntos.

Esta respuesta tan sencilla y tan natural, tuvo, sin embargo, el privilegio de irritar á Mauricio, que estaba sin duda un poco nervioso aquella noche. Pero razonó friamente y se dijo "¡Soy un tonto! ¿Voy á preocuparme por este majadero, cuya existencia mi mujer no tiene trazas de sospechar siquiera?" Pero sus nervios no se calmaron y su cara expresó un descontento que llamó la atención de Clementina hasta el punto de pensar si el mal humor de Mauricio no sería ventajosamente explotable.

¿Por qué no fomentar aquel pequeño acceso de celos, en vez de disiparlo? ¡Quién sabe si podría obtener de ese modo algún provecho! Después de todo, Héctor Bobart era un pretendiente desdeñado y ... de repente vino á la memoria de Clementina el recuerdo de las cartas que aquél había dirigido á Herminia y vió en aquellas delgadas hojas de papel el medio de prender un incendio. Hacerlas caer diestramente en manos de Mauricio, provocar una explicación entre Herminia y él, una escena acaso, ¿no era medio de excitar la discordia? ¡Es tan fácil irritar las pasiones y tan difícil calmarlas! El orgullo, la cólera, obran tan pronto sus efectos y hacen tales estragos en un cerebro humano, que es imposible saber hasta donde puede ir un incidente así comenzado. De todos modos, si el resultado no era como ella esperaba, ella se encargaría de imprimirle el impulso decisivo.

Reflexionando así, subió á su cuarto y dió instrucciones á la doncella para que los últimos regalos ofrecidos á Herminia fuesen llevados á las nuevas habitaciones, y ella misma se propuso entregar á su sobrina un cofrecillo que contenía sus joyas de soltera y algunos pequeños recuerdos cuidadosamente conservados.

Al cogerle, le ocurrió una idea que la hizo sonreir. Abrió su escritorio, buscó en un cajón y sacó cinco ó seis pliegos de papel, doblados. Eran las cartas dirigidas por Héctor á Herminia y que ésta había entregado á la señorita Guichard sin leerlas: cartas insignificantes de un buen muchacho á una prima á quien quiere inflamar y que no salían del nivel de la medianía en achaque de amplificaciones sentimentales.

Sin dudar ante la atrocidad de la acción que cometía y disculpándose, acaso, en el fondo, por la necedad misma de aquellas epístolas, Clementina cogió las cartas y las colocó muy á la vista en el cofrecillo, encima de todos los objetos cuidadosamente arreglados por Herminia. Después cerró la caja y quitando la llave, descendió al salón.

Los invitados llegaban en montón y el salón de baile rebosaba. Todos los alrededores habían enviado lo más escogido de sus habitantes. La música de la Celle, reforzada por la señorita Guichard, no esperaba más que la señal del alcalde, señor Tournemine, para hacer sonar sus trompetones. El tendero había preparado petardos y los bomberos, igualmente aptos para apagar que para encender, se habían encargado de las bengalas que debían iluminarlas arboledas del jardín.

El salón pequeño había sido prudentemente reservado por la señorita Guichard para el caso de que alguien se sintiera fatigado ó indispuesto en medio de aquellos regocijos, y allí fué á donde ella se dirigió. Puso el cofrecillo sobre la chimenea y después de dirigir una última mirada á su máquina infernal, se fué con admirable tranquilidad á reunirse con aquellos á quienes soñaba con hacer sus víctimas.

CAPÍTULO VII

EL RAPTO.

El aspecto del salón de baile era encantador. En un tablado, al fondo, estaban colocados los músicos. Todo alrededor, sillones para la gente seria y sillas para los bailarines. El jardín, iluminado con faroles á la veneciana, aparecía invadido por los invitados. La señorita Guichard se vió en seguida rodeada por sus parientes y por sus amigos. Á una señal de Bobart se desencadenó la tempestad instrumental y exaltó á la concurrencia. Si Clementina hubiera tenido libre el espíritu, ¡qué satisfacción hubiera experimentado en este instante en que dominaba á toda aquella reunión por en medio de la cual se paseaba majestuosamente siendo el blanco de todas las miradas y el objeto de todas las sonrisas! Pero su alegría estaba envenenada por preocupaciones malvadas, y sin dejar de recibir saludos, Clementina pensaba:

—¿Conseguiré destruir esta dicha que todos proclaman, elogian y envidian?

Vió á Mauricio que hablaba alegremente con Herminia, mientras Roussel, en un círculo de señoras, prodigaba sus gracias y sus amabilidades. Una nube oscureció la frente de la solterona.

Con una señal llamó al joven y cogiéndole del brazo le dijo con tono indiferente.

—Acabo de hacer llevar á vuestras habitaciones los últimos regalos recibidos por Herminia, porque ahora no debo guardar nada suyo....

—Excepto ella misma, interrumpió galantemente Mauricio.

—¡Oh! Pertenece á usted por completo, replicó la señorita Guichard observando al joven.

—Nos la repartiremos, respondió éste.

Clementina pensó: "¡Hipócrita! intenta engañarme, pero no sabe que estoy apercibida: sus astucias no tendrán efecto." Y en voz alta añadió:

—En el saloncillo, sobre la chimenea, encontrará usted un cofrecillo que contiene los recuerdos de soltera de Herminia. Ábrale usted mismo; he aquí la llave.

Mauricio la cogió, la guardó en el bolsillo del chaleco y respondió:

—Voy enseguida. Pero hubiera usted podido, mi querida tía, esperar á mañana para entregarnos esas cosas. En parte alguna ese tesoro hubiera estado más seguro que en el sitio donde usted le ha puesto ...

—¡No! ¡no! ¡es preciso hacer las cosas con regularidad!

—Como usted guste.

Mauricio le dirigió su más amable sonrisa y se encaminó hacia el saloncillo, sin sospechar el lazo que se le tendía. Entró en la habitación, á la sazón desierta, y vió el cofrecillo sobre la chimenea. Era una caja de forma cuadrada con incrustaciones de marfil, como se hacen tantas en Florencia. Debajo, vió Mauricio al volverla, grabadas en la madera, estas palabras: "Pellegrini, via Maggio." Conocía muy bien aquella via Maggio y en el momento acudieron á su memoria el Ponte-Vecchio, con sus tiendas y el Arno cenagoso, corriendo entre sus muelles de piedra.

Tenía en la mano el cofrecillo y un ruido metálico se produjo en el interior, como el sonido de anillos de oro. Mauricio pensó: "Son las joyas de Herminia; sus adornos de soltera." Y un gran deseo de verlos se apoderó de él. No pensó que fuese grande la indiscreción que cometía; lo que había visto la tía, podía muy bien verlo el marido. La llave pareció ponerse espontáneamente entre sus dedos como si una adversa y misteriosa influencia mandase á su voluntad. Abrió la caja y al levantar la tapa vió desde luego las cartas acusadoras.

Las tomó, sin sospechar nada malo. "Alguna correspondencia de colegiala, pensó; dulces y sencillos secretos de la infancia." Desdobló uno de los pliegos y le echó una mirada, sin intención de leerlo. Pero aquella letra de hombre cambió enseguida sus disposiciones. Sintió primero asombro, después sorda irritación y por último un ardiente deseo de saber lo que aquello significaba. Leyó y, á medida que avanzaba en la lectura, su frente se contraía con sombrío descontento. Nada más vulgar que aquella carta, clásica declaración de un oficial de curia á una obrera florista, y firmada "Héctor," sin apellido. Pero no había duda posible; era del hijo de Bobart, del oficial de húsares, del comensal, un poco atrevido, del banquete de boda.

El primer movimiento de Mauricio, como Clementina había previsto con toda exactitud, fué cerrar el cofrecillo, volver al salón de baile, llevarse á Héctor á un rincón solitario y allí aplicar sobre su nutrida cara un buen par de bofetadas. Pero resistió esta tentación y juzgó más razonable hacer á su tutor árbitro de la situación. Se metió las cartas en el bolsillo, cerró la caja y salió de la habitación. Á veinte pasos de él, Roussel hecho como siempre un héroe de madrigal, completaba la conquista de las mujeres, jóvenes y viejas, cuya seducción se había propuesto hacer. En su alegría, hubiera seguido la misma conducta hasta con Clementina. Su sorpresa fué, pues, desagradable, cuando sintió que le tocaban en el hombro y vió á su lado la fisonomía alterada de Mauricio. Más por muy amortiguadas por la alegría que estuviesen sus desconfianzas, tuvo enseguida el presentimiento de que alguna cosa anormal había ocurrido y apartándose con su hijo algunos pasos, preguntó:

—¿Qué hay?

—Venga usted conmigo y lo sabrá.

Atravesaron la multitud, entraron en el saloncillo y, una vez solos, dijo Mauricio, entregándole una carta:

—¡Lea usted!

—Roussel recorrió vivamente la carta, frunció las cejas y volviendo á tomar toda su gravedad, dijo:

—¿Dónde has encontrado esto?

—En ese cofrecillo.

—¿Y quién te le ha entregado?

—La señorita Guichard; hace un instante.

—¿Con la llave?

—Sí.

—¿De qué modo estaban colocadas las cartas, encima, muy á la vista?

—¿Cómo lo sabe usted?

—¡Desdichado! ¿Es difícil de adivinar? Es esa malvada Clementina la que ha dado el golpe.

—¡Padrino!

—Es capaz hasta de haber falsificado las cartas.

—Pero, ¿con qué objeto?

—Con el de producir un disturbio entre tu mujer y tú. Por medio de una querella, de una riña, de una explicación, cuenta con arrojar la cizaña entre vosotros, apoderarse de Herminia y ... ¿quién sabe? ¡acaso separaros para siempre!

—¿Es serio lo que usted habla? ¿Sospecha usted de la señorita Guichard?

—Y tú, ¿sospechas de tu mujer? replicó con energía Roussel. Tienes que escoger: ó Herminia es una farsante que tiene por cómplice al ejército francés representado por el hijo de Bobart, ó Clementina es una bribona que ha aprovechado una casualidad, si es que ella misma no la ha provocado, para ponerte ante los ojos una correspondencia que debía impulsarte á algún acto violento. Por mi parte, mi elección está hecha; acuso á Clementina.

—¿Pero Herminia ... padrino mío?...

—¡Herminia! Es posible que ni siquiera conozca esas cartas ... En todo caso es preciso tener el valor de preguntárselo.

Á esta declaración Mauricio palideció.

—¡Qué! ¿Ponerla al corriente de esta infamia? ¿Interrogarla sobre tal asunto?

—Sí, ponerla al corriente; no interrogarla: consultarla lealmente como persona leal que es. Y

verás como, si está inocente de todo compromiso, y esto me atrevo á jurarlo, aprecia tu franqueza y tu confianza.

—Sea, pues. Así como así, no puedo soportar por más tiempo una sospecha semejante. Hágame usted el favor de enviármela.

—¿De enviártela? No, por cierto: yo te la traeré. Quiero asistir, si me lo permites, á vuestra conversación, aunque no sea más que para impedir que digas tonterías....

—¡Padrino!

—Pues qué, ¿no habías empezado á decirlas hace un momento?

—Sí, tiene usted razón. Permanezca usted y sea mi consejero y mi apoyo, como siempre.

—Puedes estar tranquilo. Seré aún más moderado por tu cuenta que lo he sido por la mía.

Espéranos aquí.

Y salió. Mauricio quedó solo, sumergido en dolorosas reflexiones. Veía sombrío el porvenir; pensó por primera vez que acaso su tutor no había exagerado las malas acciones de que le había hecho víctima Clementina, y no estuvo lejos de creer que la tía de Herminia fuese un monstruo.

Estimó, en todo caso, que la perfidia con que acababa de obrar le dispensaba de toda gratitud y le devolvía su libertad de acción, y se propuso, no devolverla mal por mal, pero al menos impedirla que siguiese haciéndole daño.

Sin embargo, por muy culpable que apareciese la señorita Guichard, había un hecho que no se la podía atribuir y era la correspondencia misma, punto de partida del incidente. Pensara Roussel lo que quisiera, las cartas procedían efectivamente del hijo de Bobart; había, pues, existido un amorcillo entre Herminia y él, y este solo pensamiento le exasperaba. Y, no obstante, no podía imaginar siquiera a la Virgen del Bordado cambiando amores tiernos con aquel húsar. Esto no estaba dentro del orden de las cosas admisibles, ni en armonía con su naturaleza delicada ni con el tono de sus cándidos ojos. Había evidentemente una pérfida maniobra en todo aquello ... ¡Pero ella había recibido las cartas!

No tuvo tiempo de llevar más lejos sus inducciones, porque Herminia entraba con Roussel. El joven no tuvo tiempo de abrir la boca para formular una pregunta; su tutor exclamó, apenas hubo cerrado la puerta:

—¡Todo está aclarado! Ni siquiera ha leído las cartas, la pobre niña; se las entregó cerradas á su tía.

¡Cerradas! Mauricio tuvo tal acceso de alegría, que saltó al cuello de Fortunato, pero éste dijo sonriendo y defendiéndose mal del apretón:

—¡No es á mi á quien debes abrazar, majadero!

Y les impulsó el uno hacia el otro.

Por primera vez Mauricio, cogiendo á Herminia en los brazos, la estrechó contra su corazón y desfloró con sus labios aquella rubia cabellera.

—¡Había que ser verdaderamente maligno para adivinar que Clementina os preparaba esta emboscada! Hijos míos, la situación es grave. Juzgad por lo que acaba de hacer como principio de juego, de lo que es capaz si no consigue enseguida separaros....

—¡Separarnos!

Y al decir esto formaron tan hermoso conjunto, que Roussel no pudo menos de sonreir.

—¡Vamos! He aquí una unanimidad tranquilizadora! Pero desconfiad, queridos hijos; estáis en peligro ... En el estado de mis relaciones con la señorita Guichard, no me es posible daros un consejo; parecería que abogaba contra ella y en favor mío. Es evidente que mi repentina intrusión es lo que ha modificado las intenciones y cambiado los proyectos de Clementina. Ha realizado un formidable cambio de frente y trata á Mauricio como enemigo en vez de considerarle como aliado. Ya estáis advertidos. Tomad una resolución, pero que sea adoptada por vuestras propias inspiraciones. No veáis sino vuestro interés y no me tengáis en cuenta para nada, pero contad conmigo. Cuando hayáis resuelto, pondré tanta energía en apoyaros como reserva he empleado en daros consejos. Ahora, os dejo. Os amáis; defended vuestra dicha.

Herminia y Mauricio quedaron solos y se miraron un instante sin hablar. Después, el marido cogió la mano de su mujer y atrayéndola hacia sí, dijo:

—Mira como estamos; y no hace veinticuatro horas que me perteneces; ¿qué nos prepara, pues, el porvenir? Una serie incesante de dificultades, de luchas que no habremos hecho nada para suscitar y á las que no podremos sustraernos. ¡Qué tristeza, Herminia, después de la esperanza de tantas alegrías!

—Pero Mauricio, ¿es posible que mi tía lo haya hecho ver esas cartas que yo ni conocía?

—¡Ay! Herminia; es muy cierto; pero no la acuses; ha obrado bajo la influencia de la cólera y no de su corazón.

—¿ Tú la disculpas? Y sin embargo, contra ti estaba tramada esta horrible maniobra ... Pero qué locura inspira el odio para que en un momento haya cambiado completamente una mujer tan buena, que ha sido para mi una verdadera madre....

—Me aborrece ahora, bien lo ves, tanto como á mi padrino. No tiene más que una idea; separarnos. No lo ha conseguido esta vez, poro volverá á empezar hasta que en una ocasión más favorable....

—¿Podrá encontrarla?

—La hará nacer, como hoy.

—Entonces ¿qué va á pasar?

—¿Tienes confianza en mí, Herminia?

—Absoluta.

—¿Crees que mi único deseo, fuera de toda consideración extraña á nosotros, es nuestra propia dicha?

—Lo creo.

—¿Y piensas que aquí, entre mi tutor y tu tía, podremos escapar á los disturbios y á las malas influencias?

—Creo que no.

—Entonces, deduce tú misma la consecuencia. La joven permaneció un instante pensativa y con la rubia cabeza inclinada y algunas lágrimas rodaron por sus ojos. Después murmuró:

—¡Es preciso huir!

—Sí, marcharnos, niña querida; salvarnos, para ser el uno del otro, lejos de todo lo que no sea confianza y ternura.

—Pero eso, ¿no será mostrarme ingrata hacia la mujer que me ha educado y que ha sido excelente para mí?

—Eso será mostrarte fiel al que te ama y al que tú habrás de amar.

—Y al que amo ya, Mauricio, dijo Herminia, sonriendo á través de sus lágrimas. Pero yo no soy más que una mujer y no tengo valor para decidir entre lo que me parece mi deber y lo que es mi deseo ... Tú, que tienes la firmeza necesaria, manda; yo obedeceré.

Mauricio movió la cabeza.

—No, Herminia; yo no puedo hacer lo que pides. Por graves que hayan sido las faltas de la señorita Guichard hacia mí, no me considero como absolutamente desligado de los compromisos que con ella contraje. He prometido no obligarte jamás á separarte de ella; te dejo, pues, en libertad. Si quieres quedarte, nos quedamos. Si partimos, es preciso que sea por que hayas dicho:

"¡Quiero partir!"

—¡Oh! Mauricio, ¿qué exiges de mi?

—Que salves tú misma, y sola, nuestra dicha. ¿Es mucho? Reflexiona acerca de lo que sucede enderredor. Aquí está el desorden donde perecerá nuestro reposo; fuera de aquí, la calma, la libertad de amarnos. Herminia, ¡tenemos tanto tiempo delante, y tan hermoso! Algunos días bastarán para que la que nos ha hecho tanto daño recobre la razón y nos llame, y entonces podremos volver y gozar en paz de la tranquilidad que tan bien habremos ganado. ¿Es esto tan espantoso? ¿Prefieres correr los riesgos de una guerra en la que todos los tiros vendrán á herirnos en el corazón?

—Mauricio....

Herminia dudaba. Mauricio se puso á sus plantas y mirándola hasta el fondo del alma, añadió:

—Herminia, un minuto de resolución; una palabra decisiva, y todo se ha salvado. ¿Tienes mie