Transfusión by Enrique de Vedia - HTML preview

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ENRIQUE DE VEDIA

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TRANSFUSIÓN

BUENOS AIRES

1914

Derechos reservados.

Imp. de LA NACIÓN.—Buenos Aires

PRÓLOGO

La novela cuya publicación iniciamos hoy significa un triunfo para suautor y una conquista para las letras nacionales. Don Enrique de Vedia,acreditado ya como escritor didáctico y publicista vigoroso, tambiénhabía hecho apreciar en varias ocasiones sus cualidades de narrador ysus dotes de inventiva.

Con todo, en el género puramente artístico yliterario, no había producido aún la obra que era dable esperar y quehoy llega con TRANSFUSIÓN, como un resumen de energías y una síntesisde belleza.

Es una novela autóctona en la más estricta acepción del vocablo, perolo es a la manera de las que soportan traslaciones a idiomas extraños yello merced a la universalidad del asunto.

Este es muy original. Loconstituye un problema de psicología individual. En su desarrollo elautor muestra el descenso de un alma virtualmente generosa y, comocontraste, el renacer de otras embebidas en la substancia de aquélla. Yen la notación de este doble proceso moral, el señor Vedia aguza elanálisis hasta sorprender los movimientos menos perceptibles delespíritu en su crisis progresiva. Los personajes no se ocultan a susatisbos de observador, que sin abstraerse jamás, logra adueñarse a vecesde todo un carácter, merced a un sólo rasgo distintivo.

De ahí que el novelista llegue a objetivarlos con intenso calor dehumanidad. Se animan y andan, y a medida que accionan y discurren seadvierte en ellos las modalidades de sus tendencias, de sus estados dealma, según las condiciones que los determina.

Son seres reales, por esoviven en la novela, porque antes vivieron en la realidad, donde fueronsorprendidos. De pronto parece que se va a dar con ellos. Tal es laimpresión de su verdad esencial. No nos referimos sólo a los caracterescentrales de la novela, a los que forman el núcleo de su acción íntima,sino también a las figuras de segundo término, o episódicas.

El señor Vedia ha matizado TRANSFUSIÓN con algunos trozosdescriptivos que pueden citarse como páginas de primer orden. Y cuandodel diálogo que tiene el sesgo de la frase hablada, el novelista pasa adescribir y eleva la forma, pone en ello gradaciones tan armónicas quela transmisión se efectúa insensiblemente. Y ora evoque el despertar dela ciudad o los vastos

panoramas

agrestes

o

los

cuadros

de

costumbrescamperas, siempre ajusta a su naturaleza el estilo.

Y ello en una forma ágil y fácil, siempre viva, animada siempre. De ahíque el interés no decae un solo instante, sostenido aquí por la ternura,allí por lo patético, allá por el drama íntimo, acullá por un revuelolírico y en todas partes por un perfecto acuerdo entre el mundo evocadoy la energía evocadora.

LA NACIÓN.

Junio 10 de 1908.

Entre los juicios que esta obra mereció, cuando vio la luz pública, seencuentra el siguiente, que expresa, con particular acierto, el conceptoideológico y la finalidad moral a que

«Transfusión» responde:

«Rosario, julio 15 de 1908.—Señor Enrique de Vedia.—

Buenos Aires.—Midistinguido amigo: Su bella concepción dramática, publicada en forma deromance, ha terminado de una manera

original

y

novedosa,

dejándonos

conganas.

Efectivamente, acostumbrados en este género de producciones a quese aten todos los cabos para cerrar el ciclo de los acontecimientosreferidos (artificio más que verdad), uno no se resigna a que deje decontársele que Anastasio vino una noche a matar a Melchor, por ejemplo;que Clota, desesperada, entró en un convento; que los padres delprotagonista murieron en un hospital porque éste les derrochó toda sufortuna, concluyendo él mismo sus días en el manicomio, degenerado eimbécil, en un acceso de delirium tremens o maniatado por la parálisisgeneral progresiva.

»La fuerza del hábito hace que uno espere el número siguiente paracontinuar la fácil y agradable lectura que se realiza como si se oyeraun fonógrafo invisible que reproduce para el oído lo que los

cuadrosadmirablemente

trazados

reproducen

cinematográficamente en laimaginación y casi diríamos en la pantalla retiniana.

»Ese final, en que queda Melchor, afirmado en la tranquera, con susimbólico ramito de fresco cedrón, viendo partir a sus amigos, que sellevan jirones de su psicología, es de una naturalidad tal, que recuerdaa los grandes maestros del arte literario cuando con los más sencilloselementos realizan verdaderas creaciones.

»Tan cierto es que un simple gesto, o una pose revelan muchas vecestodo un mundo interno oculto al ojo vulgar que sólo ve la superficie.

»Hay tal revelación de recóndita onomatopeya entre este sujeto asíplasmado en aquel ambiente todo nuestro, y el estado de su ánimo ante lametamorfosis que el alcohol por una parte, el contagio moral por otra ysu indudable receptividad psíquica han producido en él, que al terminaruno la lectura del capítulo, se queda inconscientemente en una actitudanáloga, con la vista clavada en un punto del espacio y una sonrisa deaplomo dibujándose en los labios.

»La transfusión está hecha, ¿para qué más? Sutil e inadvertidamente lasalud espiritual de Melchor ha sido absorbida por Ricardo y por Lorenzo,los que a su vez le han dado a respirar sus almas enfermas, como lasflores, que al ampararse del oxígeno, que es la vida, exhalan el ácidocarbónico, que es la muerte.

»El lector pudiera exigir que el fenómeno hubiese ido produciéndoseocasionalmente a su vista y con casos concretos que le documenten, comoen un boletín clínico en que se anotan todas las modalidades de unpadecimiento cuyo curso insidioso o normal se sigue prolijamente,catalogando epifenómenos y detalles de escrupulosa minuciosidad, pero¿podría hacerse eso sin menoscabo del arte, generalizados porexcelencia, para producir el efecto emocional y convincente que sebusca?

»El alcohol y la Venus son, por otra parte, auxiliares eficaces deconsumo orgánico y de degeneración, de que el autor echa mano con hábilingenio para producir el caso clínico observado y existente, sin dudaalguna en gran número, en este inmenso nosocomio del mundo.

»Pinturas que son verdaderas fotografías con movimiento hay en suromance, y Baldomero, representante genuino de nuestros hombres decampo, de verba pintoresca y tranquilo razonar ecuánime, ha sidoarrancado de la realidad él mismo, en medio de aquella naturalezagenuinamente argentina, de horizontes dilatados y soberanamagnificencia.

»No tengo por delante su trabajo; el folletín vuela y muchas bellezasescapan al ojear los recuerdos. Dejo, además, como usted ve, correr lapluma en el natural desaliño epistolar, como que estamos conversandofamiliarmente sobre las facciones de su primogénito.

»Espero ver pronto en forma de libro su bella concepción, tan sencilla yeficazmente presentada, para decirle en letras de molde todo lo que creodebe decirse de ella al público. Desde luego, el deseo de verla hechacarne y hueso en la escena de un teatro, me obsesiona desde el primermomento.

»¿La va a teatralizar? Bien lo merece. Aquel: «Yo estoy con Dios así»...vale un Perú. Su afectísimo amigo,

»Alejandro V. Murguiondo.»

TRANSFUSIÓN

[Publicada, por primera vez, en el folletín de «LA NACIÓN» en los mesesde junio y julio de 1908.]

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—¿Suicidarte? ¿Pero comprendes bien lo que dices?

—Y en definitiva, ¿para qué debo vivir? ¿Qué misión me espera? ¿Quéideal puede estimularme ya?...

—No te diré cuál es la razón filosófica de tu existencia, porque laignoro; pero, puesto que vives, ¡vive! qué diablos.

—Como cualquier animal...

—¡Supongámoslo!... ¿y quién te ha dicho que los animales sufren en sucondición de tales?...

—Tú echas todo a la broma y a la jarana, porque eres feliz.

—No, Ricardo, yo no soy feliz en el concepto en que tú y todosentienden la felicidad, porque la felicidad comprende un cúmulo decircunstancias que jamás se encuentran reunidas; lo que hay es que yo noquiero ser desgraciado y... ¡no lo soy!

—Porque la desgracia no te agarra...

—¡Me agarra a cada rato! ¡Me ha agarrado mil veces! pero la desgraciase aburre conmigo.

—No te entiendo.

—¡Pues es claro! La desgracia es como una persona seria que se fastidiaen compañía de quien ríe constantemente.

—Lo difícil, lo imposible es eso; reír siempre...

—¡Qué ha de ser difícil! Todo es cuestión de resolverse, no sólo endefensa propia, te diría, sino en homenaje a la risa que es, sindisputa, nuestra patente de racionales.

—Tampoco te entiendo.

—¡Sí, hombre! Nosotros, los humanos, somos los únicos animales quereímos y observa que la diferencia positiva que nos distingue de losdemás bichos de la creación es la de reír.

—¿Y la de sufrir?...

—¿Y quién te ha dicho que las gallinas de tu casa no sufrenhorriblemente cuando se hace guiso de pollos? ¿O que los gatos denuestros tejados no se sumergen en un mar de tristeza cada vez quenuestros fonderos ofrecen a sus clientes el «civet de liebre»?... ¿Sabeslo que sucede?...

—No sé adonde vas.

—A esto: los animales sufren lo mismo que nosotros, pero no lesimporta.

—Eso dices tú.

—No, Ricardo; esto lo demuestran los mismos animales, y si no observa alas vacas, por ejemplo; ¿tú crees que una vaca a la que el tambero lequita la leche que ella formó para su ternero no sufre? ¡Sufre, che!pero se resigna. ¿Y sabes cómo lo demuestra?... ¡Comiendo de nuevo paratener leche otra vez, en la esperanza de que le alcance al hijo de susentrañas!...

—Comen para satisfacer una necesidad.

—¡Justamente! y nosotros debemos hacer lo mismo; ¿o tú crees que nonecesitamos nutrirnos para seguir viviendo?

—No sólo de pan vive el hombre.

—¡Ya lo creo! pero así como nuestra economía animal nos exige alimentosque se llaman pucheros, bifes, carbonada, locro—¿te gusta el locro?¿qué rico es con pedacitos de cordero, eh?—bueno, pues lo mismo nuestroser moral reclama sus alimentos espirituales, que se llaman:resignación, esperanza, jovialidad, ¡risa, ché! ¡risa!... ¡mucha risa!

—Es muy fácil decirlo.

—¡Y hacerlo! Yo lo hago, sin dejar de rendir mi obligado tributo a losdolores morales; pero cuando uno de éstos me manifiesta intenciones demolestarme demasiado, metiéndoseme muy adentro o quedándose en mí mástiempo del tolerable, ¡me le planto delante, le suelto una carcajada yle señalo la puerta: a embromar a otro! Lo mismo que con las personas;como que hay

«personas-dolor» y «personas-alegría». A una de éstas ledigo:

¡Cuánto gusto! ¡Adelante! Tome asiento;—a las otras les hagodecir con mi sirviente que no estoy.

—¿Y qué haces cuando una de esas que llamas «personas-dolor» tesorprende y te agarra sin poder evitarlo?

—¿A qué hora?

—¿Cómo a qué hora?

—Sí, pues; porque según la hora será el rumbo que tome; si es de día lallevo al club, a la Bolsa, a la casa de gobierno o a cualquier sitio quetenga salas de espera y puertas de escape; si es de noche, al teatro yen el primer entreacto ¡zas! me le escabullo.

—Eso puede hacerse con las personas; pero no con los dolores morales.

—¡Se hace lo mismo! Y aun es más fácil desprenderse de una pena que deciertas personas profesionales de la impertinencia.

¿Ignoras acaso queel alcohol es un irresistible anestésico para todo dolor moral?

—Sin duda; pero el remedio es peor que la enfermedad.

—La tarea, pues, está en encontrar remedios que curen sin enfermar.

—¿Cuáles serían?...

—En tu caso ya te lo he dicho y repetido cien veces, y es necesario queaceptes el tratamiento que te receto: te vienes con Lorenzo y conmigo ala estancia del viejo; pasamos allá una temporada, cuanto más prolongadamejor. Comes buenos churrascos; andas a caballo; tomas aire puro y,contagiado por mí, acabarás por reírte de todo ese mundo de cosasdeleznables y subalternas que actualmente te tienen envuelto ennieblas...

¡Contra las nieblas: sol, sol y mucho sol! y después vendrásola, vibrante, sonora, la risa, la sana, la enérgica, la invencible, lafecunda, la suprema demostración de que no somos tan...

animales...¡Ríete!... ¡no seas pavo!... ¡¡Ríete!!... ¡Como yo!...

¡Así...!

—Es que oyéndote a ti acaba uno por ver todo color de rosa.

—¡Como tú quieras! ¿pero irás con nosotros, eh?... Ya ves que Lorenzoha resuelto acceder a mi pedido... y tú no puedes desairarme... por otraparte, la partida depende de ti y... ¡sin ti no me voy!... e impedirásque el pobre Lorenzo se cure también de sus males que son más o menoslos tuyos...

—¿Y qué precisión hay en que yo les acompañe?

—La de curarte y, sobre todo, ¡caramba! ya basta de explicaciones: ¿vaso no? A esto he venido... por última vez...

—Bueno, ¡iré!

—¡Bravo!... ¡Venga un abrazo!... ¡Ya ha empezado tu mejoría!

—Mi mejoría... Tú eres muy bueno, Melchor.

—¡Ah!... ¡Soy una monada!...—contestó éste riendo de nuevo como lohabía hecho durante todo el diálogo sostenido con su amigo de lainfancia Ricardo Merrick, cuyo estado moral combatía desde algunosmeses, como combatía también el de otro amigo, Lorenzo Fraga, con quienconservaba desde la escuela un hondo afecto, realmente fraternal.

Ganada la batalla con Ricardo y convenida definitivamente la partidapara el campo, se dirigió a casa de Lorenzo a darle la buena noticia, yluego a la suya, a la que ansiaba llegar pronto para darla también, comolo hizo, en un verdadero estallido de su inconmensurable altruismo.

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—Ya no eres un niño, Melchor—le dijo su madre,—y debes saber lo quehaces; pero yo creo que extremas un poco las obligaciones de tu amistadpara con Lorenzo y Ricardo.

—¡Pero, mamá! ¡Gran cosa!

—Pues es nada, hijo: dejas tus ocupaciones por un tiempo que tú mismono sabes cuánto será; dejas a tu novia y nos dejas a nosotros por irte acuidar a dos amigos.

—Están enfermos, mamá, y yo creo que puedo curarlos.

—¿De cuándo acá eres médico?

—El mal de ellos no lo cura un médico, sino un amigo.

—Pues deja que los cure otro; ¿por qué razón has de ser tú?

—Ellos no tienen ningún amigo como yo; así como yo no tengo ningúnamigo como ellos, mamá.

—Todo eso está muy bueno; pero ¿qué quieres? yo no me resigno a que tevayas así y a que cargues con esa responsabilidad.

—¿Que me vaya cómo?

—Pero dime, Melchor, ¿cuánto tiempo vas a faltar de aquí?—

dijo laseñora quitándose los anteojos con que cosía.

—Dos o tres meses.

—¡Qué! Eso no lo sabes y aunque así fuera, tú también tienesobligaciones a que «antes» no habrías faltado.

—¡Si no voy a faltar! Mira: en la oficina me dan licencia,reemplazándome el subjefe, un excelente compañero, mientras dure miausencia.

—¿Y el sueldo?

—¡Es claro que lo cobrará él!

—¿De modo que tú no figurarás para nada?

—Figuraré con licencia; y Clota... también me ha dado licencia—agregóMelchor, riendo y abrazando cariñosamente a su madre.

—Pero yo no te la he dado todavía—replicó ella, mientras le miraba conuna de esas miradas con que sólo una madre sabe decir: ¡bendito seas!

—¿Y serías capaz de negármela, cuando voy a realizar una obra buena?

—Yo no puedo darte ni negarte licencia—dijo la señora cambiando eltono de su voz;—tú tienes veintiocho años.

—¡Todavía no!—interrumpió Melchor;—los cumplo en febrero—yagregó:—¡qué afán de echarme edad!

—¿Y tu padre, qué dice a todo esto?

—¿Él? ¡él es el primero en alentarme!

—¡Hum!—moduló la señora, agregando, como en un suspiro, al ponerse denuevo los anteojos:—¡En fin!...

—Mira, mamita: déjate de «en fines», ¿eh? ¡No falta más sino quereniegues de tu propia obra!

—¿Qué obra?

—¡Haberme hecho como soy!

—Sí... mucho...

—¡Pues es claro! ¿Vas a negarme que soy tu vivo retrato?...¡Mírame!—dijo Melchor irguiéndose en cómica actitud, y agregó:—bueno,ahora hay que preparar todo.

—¡Melchor!... ¡Melchor!... ¡Melchor!...—entró gritando desaforadamentesu hermanita menor:—¡Te han traído un baúl lindísimo y nuevo!

—Que lo pongan en mi cuarto, nena.

—¡Y qué lindo es! ¡qué nuevo!—repetía la nena hondamente impresionadaante el flamante baúl, que fue puesto en el cuarto de Melchor, ycontemplado escrupulosamente por toda la familia.

Cuando Melchor quedó solo, abrió el baúl para empezar la tarea depreparar su viaje, aproximó una silla y sentado en ella quedócontemplando la luciente caja vacía.

—¡Un baúl!—se decía Melchor,—¡un baúl es lo más parecido a unapersona!... ¡Pero si es cierto!... No hay nada tan parecido a loshombres como los baúles... Un baúl nuevo como éste es igual, igualito aun recién nacido... ¿Qué se le va a poner adentro...? ¡Psh!... ¡tantascosas...! A éste le toca recibir ropa limpia ahora; pero cuando vuelva,¿cómo vendrá esta ropa?...

¿habré usado toda?... ¿volverá sucia?...¿traerá toda?... ¿traerá menos?... ¿se le agregará ropa ajena?... acasosucia... quizá limpia... ¡quién sabe!... ¡Pero cómo se parece un baúl auna persona!... Por lo pronto éste es igual a mí: le cabe en suerterecibir ropa limpia... algunos libros de ideas sanas y servir para unviaje proyectado con la mejor intención...

«Lo mismo que mis padres hicieron conmigo: me llenaron de cosaslimpias... me pusieron dentro ideas sanas y generosas...

¡me pusieron loúnico que tienen!... y me prepararon para un viaje de buenasintenciones...

»¡Y qué diablos! Voy cumpliéndolas... ¡es la verdad!... en el fondo deeste baúl que se llama Melchor Astul... en el fondo, es decir, en laconciencia, no guardo ningún agravio... ninguna ofensa... ningúnremordimiento... he hecho todo el bien que he podido... y sigohaciéndolo... he pasado por tonto muchas veces; pero no he sentidoenvidia por quienes me consideraron así... y ahora mismo sigo mi viajede buenas intenciones... y lo seguiré hasta el fin... ¡hasta que el baúlse rompa!... o hasta que se acabe todo lo que tiene adentro... o loroben los hombres... ¡o lo ensucie el uso!...

»...O lo ensucie el uso... ¡las cosas que dice uno de repente!...

O loroben los hombres... O... lo... ensucie... el... uso...»

*

* *

Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientosde dormido.

Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que lassombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de unaamarillenta luna en su último menguante.

Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños,pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más francairradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.

Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvíasconductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y aintervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, alsalir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle,conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige velozhacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisiónde hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio decada mañana.

La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles yhaciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada,mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintesblanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.

Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, delenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altoscampanarios, mientras—como surgiendo de entre las apretadas piezas delentarugado—pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pannuestro de cada día»...

Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los«nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilacionesque parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.

De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios quepululan llenando las calles—como esas bandadas de avecillas que en elbosque cantan cuando el día llega,—y es de admirar el contraste queofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón llenoproclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el ladodel «repartidor de diarios»

que, silencioso y grave, va echando porentre buzones, celosías y rendijas la doblada hoja impresa que aquéllospregonan a gritos.

Las puertas de calle se abren pesadamente, dando paso a esa emanaciónpeculiar que bien pudiera llamarse el regüeldo matinal de las casas,mientras la sirvienta que abrió la puerta, se alisa el despeinadocabello, como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, elrepartidor de pan o el mucamo de enfrente...

Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósferade la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador secoloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómenode sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los máspadecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa,mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras deldesacierto.

Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o delerror nos envuelve...

El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celestediafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primerinstante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su pasoel rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de lainextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez delcielo.

Es la hora de las grandes honestidades...

El que pasa la noche bajo las supremas angustias del juego—

ése, paraquien la acción y el fin de la vida están en las astucias del tapete yen sus éxitos repugnantes,—se alza bravamente ante los distinguidostahures o «clubmen» que le rodean y palpitante de emoción o de angustia,proclama:

—¡Caballeros! ¡No juego más; ya es de día!

Más allá, alguien—acaso en ausencia del que abandona la carpeta,—hadicho también temblorosamente y en voz sibilante, como el vago chirridode un puñal que sale de la herida:

—Bueno, basta; ya viene el día...

Mientras tanto, el jornalero, el honesto jornalero de brazo nervudo y detórax fuerte y levantado como su conciencia, sale para el trabajo,dejando en su modesto hogar a la compañera en la sencilla labor de cadadía, y, en el divino sueño de la infancia sana, los hijos de la salud yel amor.

Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana deenero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabely el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran lavictoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.

La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desdehoras antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual hanintervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientosde la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante escuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo dedientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; lapasta dentífrica; el betún, etc., etc.

Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac deMelchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano—segúnlo aconsejó burlescamente su hermana mayor,—por si se daba algún baileen el pueblo».

—Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata queno me despido otra vez por no despertarlo, y escriban,

¡eh! y no seolviden del frac—y luego, dirigiéndose al cochero:—vamos a casa deMerrick, ¿sabes? en la avenida.

—El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.

—¡Ah! entonces vamos allá.

Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana alromper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si laregulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada dela lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor,que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedorde diarios que descendía de un tranvía:

—Dame Nación y