Su Único Hijo by Leopoldo Alas - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

La murmuración de sus amigas se equivocaba al ver un fingimiento en estaoposición terca de la Valcárcel a la fatalidad de las cosas; no, no lahalagaba ser madre a tales horas; el terror del peligro, que le parecíasupremo, no le dejaba lugar para vanidades de ningún género.

Laenfermedad, la muerte..., eso, eso veía ella. «Yo no podré parir; me loda el corazón. Yo no paro», pensaba, con escalofríos, cuando a solascomenzaba a rendirse a la evidencia. «¡A mi edad! ¡Primeriza a mi edad!¡Qué horror! ¡Qué horror!... ¡Los huesos tan duros!...».

Emma se encerraba en su alcoba; se miraba en el espejo de cuerpo entero,en ropas menores, hasta sin ropa..., se examinaba detenidamente, semedía, se comparaba con otras, sacaba proporciones de ancho y de largode su torso y de cuantas partes de su cuerpo creía ella, en sus vagasnociones de tocología instintiva, que eran capitales para el arduo paso.Y arrojándose desnuda, sin miedo al frío, en una butaca, rompía allorar, furiosa; a llorar sin lágrimas, como los niños mimados, ygritaba: «¡Yo no quiero! ¡Yo no puedo! ¡Yo no sirvo!».

La muerte era probable, la enfermedad segura, los dolores terribles,insoportables..., matemáticos; por bien que librara, los dolores teníanque venir. ¡No! ¡No! ¡Jamás! ¿Para qué?

¡Otra vez la cama, otra vez elcuerpo flaco, el color pálido, la calavera estallando debajo del pellejoamarillento; la debilidad, los nervios, la bilis..., y el tremendoabandono de los demás, de Bonis, del tío, de Minghetti! ¡Oh, sí!Minghetti, como todos, la dejaría morir, la dejaría padecer, sin padecerni morir con ella... ¡El parto! Crueldad inútil, peligro inmenso... paranada: ¡qué estupidez! Las mujeres felices, las mujeres entregadas a laalegría, al arte..., a... los barítonos..., las mujeres superiores, noparían, o parían cuando les convenía, y nada más. ¡Parir! ¡Qué necedad!¿Cómo no había previsto el caso? Se había dejado sorprender.... Pero,¿quién hubiera temido?... Y su cólera, como siempre, iba a estrellarsecontra Bonis. El cual tuvo que desistir de sus ensayos deenternecimiento a dúo con motivo del próximo y feliz suceso, porqueEmma, ni en broma, toleraba que se hablase del peligro que corría comode acontecimiento próspero.

Por fin llegó a ser una afectación inútil, ridícula, el negar la próxima catástrofe, pues por tal la tenía ella. Emma dejó de apretarse el corsé,dejó de defenderse; si en los primeros meses había sido poco ostensibleel embarazo, al acercarse el trance saltaba a la vista. No era unaexageración, decía Marta, pero era; allí estaba el parvenu, como lellamaba ella en francés, riéndose con malicia, segura de que sóloMinghetti podía entenderla. Sebastián le llamaba, también con risitas yen sus coloquios maliciosos con Marta, el inopinado.

La Valcárcel, los primeros días de su derrota, cogía el cielo con lasmanos; no podía ya negar, pero protestaba. Mas aquella situación empezóa ser tolerable; se fue acostumbrando a la idea del mal necesario, segastó el miedo, y por algún tiempo se quejó por rutina con un vago temortodavía, pero como si el día de la crisis se alejara en vez deacercarse. La primera vanidad que tuvo no fue la de ser madre, sino lade su volumen. Ya que era, que fuera dignamente. Y

ostentaba al fin, sintrabas, con alardes de su estado, lo que quería ocultar al principio.Además, notaba que su rostro no empeoraba; aquellos diez años que el díadel susto se le habían vuelto a la cara, ya no estaban allí; estabamejor de carnes; la tirantez de las facciones y el color tomado no lasentaban mal, se veía lo que era, pero hasta parecía bien.«Efectivamente, como ser, el estado era interesante».

Pero estos consuelos eran insuficientes. De todas maneras, aquello erauna atrocidad preñada de peligros, de inconvenientes, de futurosmales... y de males presentes.

Con Minghetti jamás hablaba de lo que se le venía encima. Era un tema deque huían los dos en sus conversaciones. El barítono estaba contrariado,sin duda alguna. Sentía despecho, que le hacía sonreír con cínicaamargura; se sentía metido en una atmósfera de ridículo. Si no fueraporque no había tales contratas, porque el mundo del arte le habíaolvidado, acaso hubiera preferido dejar aquella vida regalada, susemolumentos de director de la Academia de Bellas Artes, los gastos desecretaría, como le decía Mochi, antes de marchar... todo. Los amigos dela casa, hasta Marta y hasta las de Ferraz, cada cual según su género,hablaban con Gaetano del incidente de Emma con frases maliciosas, consonrisas medio dibujadas; y Minghetti disimulaba mal la molestia que lecausaba la conversación. «¡Qué discreto!», decían todos. «Así hacensiempre los Tenorios verdaderos, los afortunados de veras». Nadie habíapodido sorprender en Minghetti el menor gesto, siquiera, de jactancia.Hasta se notó que miraba a Bonifacio con mayor respeto que nunca. Enefecto; se le había sorprendido muchas veces contemplando al marido deEmma con extraña curiosidad, con una expresión singular, en que nadiepodría adivinar ni una ráfaga de burla. Era, en fin, decían todos, lasuma discreción.

La única vez que Minghetti y Emma hablaron del embarazo, sirvió paratormento de Bonis y del Sr. Aguado. Emma se empeño en que debía darbaños de mar; era la época, y aquello todavía esperaría un poco; habíatiempo de ir y volver. Por aquel tiempo los baños de mar todavía no erancosa tan corriente como en el día. En el pueblo de Emma, aunque a pocasleguas de la costa, era escaso el número de familias que buscaban el marpor el verano.

Emma, por lo mismo que la cosa era de distinción, se empeñó en ella.

El médico no negaba que el baño de ola sería por lo menos inofensivo;pero, según y conforme: la cosa podía estar más cerca de lo que secreía, y en tal caso, sería una temeridad....

Pero lo peor no era eso...,lo peor, lo verdaderamente peligroso, temerario, era el traqueo delcoche... viaje de ida y vuelta... por aquellos vericuetos, con aquellosbaches. ¡Absurdo!

—Pero Minghetti ha dicho....

—Señora, Minghetti que cante sus arias y sus romanzas, pero que no semeta en la Renta del Excusado.

—Minghetti ha viajado....

—Sí; pero no en estado interesante.

—No es eso. Digo que ha viajado, que ha visto mucho, y asegura que....

—Que las señoras comm'il faut no deben parir. Sí; ya conozco la teoría.

Contra los consejos de Aguado, los de Reyes fueron a baños.

Bonis estuvo tentado a oponerse, a inaugurar aquella energía que estabadecidido a poner en práctica en adelante, pues estaba asegurada, o pocomenos, la descendencia. Mas era tal la cólera que se pintaba en elrostro de Emma en cuanto su esposo indicaba siquiera el deseo de que sepesaran con detenimiento las razones del médico, que el infeliz Reyescontinuó aplazando su resolución de tomar el mando de la casa y ser elmarido de su mujer para después del parto.

«No; no perdamos lo más por lo menos. No la irritemos; un malparto seríauna catástrofe horrorosa; la catástrofe de mis esperanzas, de mi vidaentera. Después del parto, ya hablaremos».

«Pero Nepomuceno, Körner, el primo Sebastián, Marta, las de Ferraz,Minghetti, no iban a parir; ¿por qué no se atrevía con ellos? ¿Por quéno echaba de casa a los parásitos? ¿Por qué no ponía orden en losgastos, y orden en las costumbres de su hogar, inundado por aquelholgorio perpetuo?... Sobre todo, ¿por qué no se encerraba conNepomuceno y le decía:—¡Eh, eh, amiguito; hasta aquí hemos llegado! Aver, por lo menos explíqueme usted eso de la ruina inminente...».

«¿Por qué no se atrevía con el tío y con los amigos de la casa?». Elviaje a la costa vino a darle una tregua, que era todo un sofisma de lavoluntad.

«Ahora nos vamos y no puedo yo ponerme al frente de todo eso. A lavuelta, ¡oh!, lo que es a la vuelta, tendré una explicación con el tío».

Lo único que había osado Bonis antes de irse a baños, había sidoolfatear un poco en los negocios de la familia. Tímidamente se atrevió aproponer a Körner y al tío que le llevaran consigo a ver la fábrica, queestaba a una legua de la ciudad, una legua de carretera llena de baches.Nadie sospechó que el viaje fuera malicioso, un espionaje. La ineptitudde Bonis para toda clase de negocio serio, industrial, económico, eratal, que oía hablar al tío y al alemán como si fuera griego todo lo quedecían. Hablaban en su presencia del mal estado del negocio antiguo sinque comprendiera palabra. El negocio nuevo era otra cosa. Pero en ese notocaban pito los fondos Valcárcel, como los llamaba el ingeniero,despreciándolos ya completamente. La fábrica de productos químicoslanguidecía; lo de sacarles a las algas sustancia se había abandonadocasi por completo; en teoría, el negocio era infalible; en la práctica,una calamidad. No se abandonaba por completo por tesón. El materialadquirido, a costa de grandes e improductivos sacrificios, de los fondosValcárcel, se empleaba en otras aplicaciones de tanteos aventurados,locos, desde el punto de vista económico; en pruebas que le servían aKörner para ensayar las novedades que veía en los periódicos técnicos,pero que en el comercio, en el triste comercio español, sobre todo enaquel rincón de España, sin comunicaciones apenas, sin ferrocarriltodavía, resultaban desastrosas, una locura. En estas aventuras deromanticismo químico se empleaba poco dinero... porque ya no lo había;no lo había del caudal que hasta entonces había provisto a todo. Pero laindustria nueva era otra cosa. Nada de vaguedades, nada de variedad deensayos sin contar con las salidas probables; esto otro era... unafábrica de pólvora, la primera y única por entonces en la provincia.Körner la dirigía como ingeniero, y Nepomuceno estaba al frente de laSociedad comanditaria que le daba el jugo crematístico. A los Valcárcel,agotados, les habían dejado algo, muy poco, y sin saberlo ellos apenas.

La fábrica de pólvora estaba implantada en los terrenos de la vieja,como llamaban ya a la fábrica primitiva. No se sabía por qué para laantigua industria se habían comprado tantas hectáreas; pero ello habíasido una fortuna... para la industria nueva, que, a bajo precio, habíapodido adquirir lo que la fábrica de pólvora necesitaba y lo que a laotra no le servía para nada. Aquel tejemaneje industrial yadministrativo en que por fas o por nefas siempre figuraban Körner yNepomuceno manejándolo todo, les había costado no pocas reyertas, y nopocas componendas... y no pocos cuartos, por la necesidad de vencerescrúpulos de la ley y de la Administración pública, representada por elpersonal respectivo; pero hoy una comilona, mañana otra, regalitos,palmadas en el hombro, recomendaciones y otros expedientes, habían idoallanándolo todo.

Bonis, en la visita a las fábricas, no sacó nada en limpio más que elmiedo invencible, que le tuvo ocupado el ánimo todo el tiempo quepermanecieron cerca de la pólvora. La idea de volar, mucho más verosímilallí que a una legua lejos, no le dejó un momento. En cuanto a lafábrica vieja, la de productos químicos—así, vagamente, en general—, nole pareció tan en los últimos como creía. Pensaba ver una ruinamaterial, las paredes cuarteadas, la maquinaria podrida, las chimeneassin humo. No había tal cosa; todo estaba entero, casi nuevo, con vida,había ruido, había calor, había, aunque pocos, operarios... ¿Dóndeestaba la ruina? No se atrevió a preguntar por ella, porque no queríaque los otros sospechasen que él sabía algo del estado del negocio.

«Cuando volvamos de los baños y yo le pida cuentas al tío, averiguaré siesto nos produce algo o nos arruina en efecto».

Volvió, dando saltos como una codorniz, dentro del coche, y entró en laciudad, decidido a no plantear nunca por propia cuenta una industria tanpeligrosa como la de la pólvora.

Körner y el primo Sebastián, de quien ahora estaba enamorado el tíoNepomuceno, que le metió en sus negocios de muy buen grado, y haciéndoleque se interesara en ellos por motivos de lucro, notaron a un mismotiempo, y se comunicaron la observación, que hacía algunas semanasBonifacio oía muy atento sus conversaciones acerca de las fábricas, yhasta rondaba las mesas del escritorio y miraba de soslayo los papelesque traían y llevaban.

—Ese imbécil parece que quiere enterarse—dijo Körner.

—Sí, eso he notado. Pero, ¿no ve usted qué cara de estúpido pone? Noentiende una palabra.

—Sí; pero... no me fío. Tiene miradas... así, como de espía. Hay queespiarle a él también.

Un día el tío, oyéndoles insistir en comentar la curiosidad inútil deReyes, se quedó pensativo.

No dijo nada, pero se dedicó a observar también al sobrino por afinidad.En la mesilla de noche de su alcoba vio unos libros que le dieron quepensar.

No eran versos, ni novelas, ni psicologías lógicas y éticas, que era loque solía leer Bonis. Allí estaba un tomo de Los cien tratados,enciclopedia popular, que junto a un curso abreviado de la cría degallinas y otras aves de corral, mostraba un compendio de Derecho civil.Sobre este tomo vio otro que decía: Laspra, Práctica forense, y otro conel rótulo: Código mercantil comentado.

¿Qué significaba aquello?

Al día siguiente Ferraz, el magistrado alegre, encontró a Nepomuceno enla calle, y le dijo:

—¿Van ustedes a tener algún pleito?

—¿Cómo pleito? ¿Con quién?

—Lo digo porque todas las tardes veo a Bonifacio echar grandes párrafosen La Oliva con el Papiniano de la quintana, con Cernuda el joven.

—¡Hola! ¿Con que esas tenemos?—pensó don Nepo; pero se guardó dedecirlo. Y en voz alta, echando a broma el aviso, que en realidad lehabía alarmado, dijo:

—Pensará hacerse abogado y estará dando lección con Cernuda. Amigo,ahora que va a ser padre, quiere ser un sabio; estudia mucho.

Los dos rieron la gracia, y sobre todo la malicia. Pero a don Nepo otrale quedaba. Lo de Cernuda era grave. Había que vivir prevenido.

Körner, Marta, Sebastián y el tío aconsejaron a Emma que cuanto antes seechase al agua.

Minghetti vencía. Se buscó una carretela de buenosmuelles, se encargó que fuera al paso, y el matrimonio y Eufemia sefueron a la orilla del mar.

Emma quería sentir algo extraño con el movimiento del coche; esperaba deaquel viaje imprudente una especie de milagro... natural. Que el hijo sele deshiciera en las entrañas sin culpa de ella. Gaetano había dicho queel viaje podría hacer fracasar el temido parto. La Valcárcel deseabaabortar, sin ningún remordimiento. No era ella; era el traqueo, elvaivén, las leyes de la naturaleza, de que tanto hablaba Bonis.

El cual iba aburriendo al cochero con sus precauciones, con sus avisoscontinuos.

—¡Cuidado! ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Un bache? ¡Maldito brinco! Despacio..., alpaso, al paso..., no hay prisa... ¿Cómo te sientes, hija? ¡Estosingenieros de caminos! ¡Qué carreteras! ¡Qué país!

Y Emma, ignorante del peligro, pensaba: «Sí, sí; el país, losingenieros; ríete de cuentos; las leyes, las leyes de la naturaleza, quea ti te parecen inalterables y muy divertidas, esas, esas son las que tevan a dar un chasco...».

Se quedó adormecida, y medio soñando, medio imaginando voluntariamente,sentía que una criatura deforme, ridícula, un vejete arrugadillo, queparecía un niño Jesús, lleno de pellejos flojos, con pelusa de melocotóninvernizo, se la desprendía de las entrañas, iba cayendo poco a poco enun abismo de una niebla húmeda, brumosa, y se despedía haciendo muecas,diciendo adiós con una mano, que era lo único hermoso que tenía; unamano de nácar, torneadita, una monada.... Y ella le cogía aquella mano, yle daba un beso en ella; y decía, decía a la mano que se agarraba a lassuyas: «Adiós... adiós...; no puede ser... no puede ser...; no sirvo yopara eso.

Adiós... adiós...; mira, las leyes de la naturaleza son lasque te hacen caer, desprenderte de mi seno.... Adiós, hija mía, manecitamía; adiós... adiós.... Hasta la eternidad». Y la figurilla, que por lovisto era de cera, se desvanecía, se derretía en aquella brumacaliginosa, que envolvía a la criaturita y a ella también, a Emma, y lasofocaba, la asfixiaba.... Abrió los párpados con sobresalto, y vio aBonis que, con la mirada de Agnus Dei, como ella decía, enternecida,clavaba sus ojos claros en el vientre en que iba su esperanza.

Llegaron sin novedad a la costa. Emma se bañó al día siguiente, con loscuidados que el médico del pueblo, consultado por Bonis, aconsejó. Poraquel doctor supo la Valcárcel, horrorizada, cuando se trató de dar lavuelta a la ciudad, que lo que ella creía aborto, en aquellascircunstancias podía ser mucho más peligroso que el parto en su día...,porque ya sería otra cosa: un verdadero parto antes de la cuenta, perono aborto en rigor. Un sietemesino de vida precaria, y gran peligro ygrandes pérdidas de la madre... eso era lo que podía producir el viaje ala ciudad si no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló, cogió elcielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti, y a D. Basilio,ausentes. ¡Ella que creía engañar a la naturaleza!

¡Huía de un peligro ybuscaba otro mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en casa?

—Pero, mujer, ¿no te advertimos Aguado y yo?...

—Aguado hablaba de perder la criatura, no de perderme yo. ¡Dios mío! Yono me muevo; pariré aquí, en esta aldea... me moriré aquí... Yo no doyun paso más....

Costó gran trabajo meterla en el coche. El médico del pueblo tuvo queasegurarle bajo palabra de honor que él respondía de que no habríanovedad si se tomaban las medidas de precaución que él señalara.... Sehizo todo al pie de la letra. Se pidió prestado su mejor coche a unacondesa de las cercanías; el cochero tuvo que jurar que los caballos nodarían un paso más largo que otro; el carruaje se llenó de almohadones.Emma iba casi suspendida. Tuvo que confesar que no sentía el movimientoapenas. Durante el viaje, que duró tres horas más que el de ida, sedurmió también, y se quedó con las manos apretadas sobre el vientre.Cuando despertó, vio a Bonis con la mirada grave, de expresión intensa,fija sobre el mismo sagrado bulto que oprimían los dedos de ella. Se loagradeció; sonrió al esposo que la ayudaba a no soltar antes de tiempola carga de sus entrañas, y le mostró, avergonzada de la caricia, comosiempre que tenía estas debilidades, le mostró su gratitud dándole unsuave puntapié en la espinilla. Y Bonis, que sentía lágrimas cerca delos párpados, pensó: «Lo mejor sería amar al hijo... y amar a la madre».

Al bajar del coche, junto al portal de su casa, Emma exigió que laayudasen dos, que habían de ser Bonis y Minghetti; se dejó caer sobreellos con todo su cuerpo, segura de no ser abandonada a su pesadumbre.Después, mientras Bonis y D. Nepo y los demás que habían acudido arecibirla daban órdenes para subir a casa el equipaje, ella emprendió lamarcha escalera arriba, colgada del brazo de Gaetano. En el primerdescanso se detuvo, respiró con dificultad, miró al barítono con fijeza,y acabó por decir:

—¿Y si me hubiera muerto en el camino... por culpa tuya?

—¡Bah!

—¡Sí, bah! Podía desangrarme; son habas contadas.

—No, hija mía, no. Parirás sin dolor, y tendrás un robusto infante.

Emma se puso muy encarnada. Minghetti, como distraído, le soltó elbrazo, y siguió subiendo, delante, sin más cortesía, con las manos enlos bolsillos del pantalón, silbando una cavatina con un silbido deculebra, que era una de sus habilidades. La Valcárcel acabó de subirsola, agarrada al pasamanos, y sujetando el vientre, como si temieraparir en la escalera.

Se acostó, e hizo venir a D. Basilio. Exigió un reconocimiento, del cualresultó que no había novedad y que el tremendo trance de Lucina llegaríapor sus pasos contados, o no contados en aquella ocasión, a su debidotiempo.

Los de allá, como llamaban a Mochi y a la Gorgheggi, todos los de laalegre compañía, escribieron preguntando con gran interés por la saludde Emma.

Minghetti era el encargado de aquella correspondencia por parte de losde acá. A La Coruña iban pocas cartas; pero de La Coruña venían conabundancia. Los ausentes sentían nostalgia de la vita bona que habíandejado. Serafina era la que más abusaba de la escritura. En unahermosísima letra inglesa, escribía pliegos y pliegos de literaturapolíglota; inglés, a veces, para las cosas más difíciles de decir, y quese quedaban sin entender si no acudían Körner o Marta a traducirlas;italiano a menudo, y por lo común español. Aun en castellano habíaparrafillos que no comprendían los corresponsales de acá, no por laspalabras, sino por los conceptos. Eran alusiones disimuladas y de muchoartificio que iban derechas al corazón y a los recuerdos de Bonis. Este,a pesar de sus remordimientos, escribía de tarde en tarde a Serafina,que se lo había exigido. Tenía la cantante una pasión verdadera por lasexpansiones epistolares, y era muy capaz de mantener la constancia deuna llama amorosa, más o menos mortecina, a fuerza de acumular paquetesde pleguezuelos perfumados llenos de letra menuda, cruzada como untejido sutil. Pero si Bonis había consentido en continuar sus relaciones por escrito, se había opuesto en absoluto a que la cómica le escribiesea él directamente. Aunque era seguro que Emma había llegado a saber quesu esposo era o había sido amante de su amiga la Gorgheggi, y hacía lavista gorda, al fin no había que estirar la cuerda; tal vez si sedesafiaba su dignidad de esposa burlada, pensaba y decía a su cómpliceBonifacio, tal vez estallase la cuerda y hubiese una de pópulo bárbaro.A esto había contestado Serafina con extraña sonrisa: «Pero si tu mujervive a lo gran señora, despreocupada, y sabe lo que es el mundo...».

Esta idea de la tolerancia perversa de su mujer sublevaba lossentimientos morales de Bonis; no admitía la hipótesis. «No; su mujer nopodía despreciarle ni despreciarse hasta ese punto». En fin, notransigió. A él no se le podía escribir cartas de amor, que de fijocaerían en poder de Nepomuceno y de Emma, porque de seguro no se lerespetaría la correspondencia, como no se le respetaban los demásderechos individuales. La Gorgheggi tuvo que resignarse, y se contentabacon escribir no sólo a Minghetti, en su nombre y el de Mochi, sino aEmma, su carísima amiga; y hasta en las cartas a esta habíacontestaciones veladas, intercaladas con un disimulo que revelabagrandísimo arte, a los más esenciales conceptos de las escasas cartas deBonis. Cuando el futuro padre vio aquellos pliegos en que se aludía alpróximo alumbramiento de su mujer, y se aludía con misteriosasoscuridades, que no eran contestación a nada de lo que él había escrito,y más parecían malicias inextricables, sintió hasta repugnancia moral, ycortó por lo sano. Dejó de escribir a Serafina. «Así como así, todoaquello tenía que concluir pronto. En cuanto naciese el hijo». Más hubo.Reyes se hizo supersticioso a su manera; y si bien desechó por absurda,aunque simpática y bella, la idea de hacer una promesa a la Virgen delCueto, imagen milagrosa de las cercanías, decidió sacrificar al buenéxito del parto todos sus vicios, todos sus pecados. «La estrictamoralidad, pensó, será para mí, como si dijéramos, Nuestra Señora delBuen Parto». Hizo examen de conciencia, y no encontró más pecado gordoque el de las cartas adúlteras. Suprimió las cartas. Serafina, a laspocas semanas, se quejó con el esoterismo epistolar de costumbre; peroBonis no se dio por enterado, y acabó por no leer siquiera las cartasque venían de la Coruña primero, y después de Santander. Así es quesupo, porque la misma Emma se lo dijo, y se lo dijo después Minghetti,que Serafina estaba en situación poca halagüeña, pues trueno tras detrueno, Mochi, aburrido, se había marchado a Italia sin un cuarto, perolleno de deudas; y ella, su amiga y discípula, quedaba en Santander sincontrata, sin dinero y con fundados temores de que su maestro y babboespiritual no volviera a buscarla, aunque se lo había prometido.

Minghetti y Emma, que con el miedo a morirse a plazo fijo se sentía muycaritativa y compadecía mucho las desgracias ajenas a ratos perdidos,trataron en conferencia cómo se podía proteger a Serafina de modocompatible con la dignidad de la cantante. Se consultó con el tíotambién, y este no ocultó la frialdad con que acogía aquel interés quese tomaba su sobrina por la protegida de Mochi. Dijo, secamente, que nose podía hacer nada por ella, ni con dignidad, ni sin dignidad, puestoque de todas suertes había de ser sin dinero.

A Bonis no se le habló de estos proyectos de socorro; primero, por lainveterada costumbre de no contar con él para nada; y después, porquetanto a Minghetti como a Emma se les ocurrió, sin comunicárselo, que erademasiada desfachatez y falta de aprensión tratar con Bonifacio desemejante negocio.

Un día, cuando según los cálculos más probables, ya se aproximaba la catástrofe que horrorizaba a la Valcárcel, y en opinión de don Basiliose debía estar preparado a tenerla encima de un momento a otro, Reyes seencontró en el portal de su casa, al salir, con el cartero. No traía másque una carta.

—Para usted es, señorito—dijo el hombre con voz solemne, como dando granimportancia a lo extraordinario del caso.

—¡Para mí!—Bonis se apoderó del papel como de una presa, como si se lodisputaran; miró azorado a la escalera y hacia la calle temiendo queaparecieran testigos; y cuando ya el cartero tomaba la puerta, le dijoasustado, temblando ante el temor de que no se le hubiera ocurridollamarle:

—Oiga usted, cartero.... El cuarto, el cuarto, hombre.

—No, señorito; no es puñalada de pícaro; otro día cobraré.

—No, no; si tengo yo. Tome usted. Las cuentas claras. Tome usted.—Y leentregó una pieza de dos cuartos.

—Sobra uno, señorito; queda en cuenta, ¿eh?, para mañana. Ya que ustedes tan puntual, yo también....

—¡No, no!, de ninguna manera. Quédese usted con el otro o delo a unpobre.

El cartero se fue riendo.

—Riéndose va de mí—pensó Bonis—; ¡creerá que he querido comprar susilencio con dos maravedís!

No había leído el sobre de la carta, que guardó azorado en el bolsillo.Pero no necesitaba leer nada. Estaba seguro; era de Serafina. En efecto;en el café de la Oliva leyó aquel pliego, en que la Gorgheggi se lequejaba como una Dido muy versada en el estilo epistolar. ¡Quéelocuencia en los reproches! Toda aquella prosa le llegó al alma. Sequejaba de su largo silencio; sabía, por las cartas de Emma, que él,Bonis, ya no leía las suyas, las de su querida Serafina. Por eso sinduda no la había ofrecido ni un consuelo en la terrible situación a quehabía llegado. Tal vez él no creía en tal penuria; tal vez, como unmiserable, pensaba que ella podía entregarse a cierta clase deaventuras, que le facilitarían suficientes medios para vivir en laabundancia. Pues, no, no.

Creyéralo o no, ella no podía dejar de volverlos ojos a la vida tranquila, serena, que él la había enseñado apreferir, penetrando sus verdaderos goces.

Venía a decirle, a su modo, con muchas frases románticas, pero consinceridad, por lo que al presente se refería, que aquel tiempo pasadoen el pueblo de Bonis la había transformado, y no podía lanzarse a lavida alegre en que su hermosura la prometía triunfos y provecho.Ocultaba, como siempre, las aventuras antiguas, pero no mentía en cuantoa la actualidad.

En la Coruña, en Santander, había resistido a todas las seducciones deldinero, únicas que, en verdad, se le habían presentado. Pudo teneramantes ricos, y no quiso.

Era fiel a Bonis como una buena casada que no ama a su esposo, pero lerespeta, le estima, y estima y respeta, sobre todo, la honradez. ASerafina le había sabido a gloria la vida de señora de pueblo que habíahecho junto a Reyes; de una señora con unas relaciones prohibidas, esosí, pero sólo aquellas.

«El maestro, seguía diciendo la carta, ha prometido volver a buscarme encuanto haya una contrata acep