Pepita Jimenez by Juan Valera - HTML preview

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—Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decirdisparates.

—¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee?

—¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres sonlos demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno deellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. Eluno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o elespíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amoresimpuros.

—Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan.

—¡Qué horror!... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es deun delirio.

—¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es por mi culpa lo contrario. Soyavarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridadque debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres,no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedoresa mi cariño. Dios me ha castigado; Dios ha permitido que ese tercerenemigo, de que Vd. habla, se apodere de mí.

—¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamoradaquizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate,pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo D. Pedro deVargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal D. Pedro! Te declaroque me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro comoestaba.

—Pero si no es D. Pedro de Vargas de quien estoy enamorada.

—¿Pues de quién entonces?

Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; mirópara ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercóluego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimasen los ojos, dijo casi al oído del buen anciano:

—Estoy perdidamente enamorada de su hijo.

—¿De qué hijo?—interrumpió el padre vicario, que aún no queríacreerlo.

—¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de D.Luis.

La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro delcándido y afectuoso sacerdote.

Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario:

—Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. D. Luis no tequerrá.

Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brillóun alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por latristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes yformando una sonrisa.

—Me quiere—dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento desatisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de susescrúpulos.

Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre vicario.Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar yhubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no sehubiera el vicario consternado tanto. Todavía miró a Pepita conincredulidad, como dudando de que aquello fuese cierto y no unaalucinación de la vanidad mujeril. Tan de firme creía en la santidad deD. Luis y en su misticismo.

—¡Me quiere!—dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédulamirada.

—¡Las mujeres son peores que pateta!—dijo el vicario—. Echáis lazancadilla al mismísimo mengue.

—¿No se lo decía yo a Vd.? ¡Yo soy muy mala!

—¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios esinfinita. Cuéntame lo que ha pasado.

—¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero, que le amo, que le adoro; queél me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez loconsiga; y que Vd., sin saberlo, tiene mucha culpa de todo.

—¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa?

—Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho Vd. más quealabarme a D. Luis, y tengo por cierto que a D. Luis le habrá Vd. hechode mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había desuceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte años?

—Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuidopoderosamente a esta obra de Lucifer.

El padre vicario era tan bueno y tan humilde que, al decir lasanteriores frases, estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo yPepita el juez.

Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y puntomenos que autor principal de su falta al padre vicario, y le habló deesta suerte:

—No se aflija Vd., padre mío; no se aflija usted, por amor de Dios.¡Mire Vd. si soy perversa!

¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacerresponsable de ellos al mejor y más virtuoso de los hombres! No han sidolas alabanzas que Vd. me ha hecho de D. Luis sino mis ojos y mi pocorecato los que me han perdido. Aunque Vd. no me hubiera hablado jamás delas prendas de D. Luis, de su saber, de su talento y de su entusiastacorazón, yo lo hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo nosoy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de supersona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de susmodales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, ensuma, que me parece amable y deseable. Los elogios de Vd. han venidosólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle. Me han encantadoporque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, hartoamortiguado y debilísimo, de lo que yo pensaba. El más elocuente encomioque me ha hecho Vd. de D. Luis no ha llegado, ni con mucho, al encomioque sin palabras me hacía yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentrodel alma.

—¡No te exaltes, hija mía!—interrumpió el padre vicario.

Pepita continuó con mayor exaltación:

—¡Pero qué diferencia entre los encomios de usted y mis pensamientos!Vd. veía y trazaba en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote, delmisionero, del varón apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadasregiones y convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzarla cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y lacarencia de virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio,me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí,consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, midulce compañero.

Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba conrobársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, queroba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer este robo hedesechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galasprofanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mí a lasgentes; he procurado estar hermosa; he cuidado con infernal esmero detodo este cuerpo miserable, que ha de hundirse en la sepultura y ha deconvertirse en polvo vil; y he mirado, por último, a D. Luis con miradasprovocantes, y al estrechar su mano he querido transmitir de mis venas alas suyas este fuego inextinguible en que me abraso.

—¡Ay, niña, niña! ¡Qué pena me da lo que te oigo! ¡Quién lo hubierapodido imaginar siquiera!

—Pues hay más todavía—añadió Pepita—. Logré que D. Luis me amase. Melo declaraba con los ojos. Sí; su amor era tan profundo, tan ardientecomo el mío. Su virtud, su aspiración a los bienes eternos, su esfuerzovaronil trataban de vencer esta pasión insana. Yo he procuradoimpedirlo. Una vez, después de muchos días que faltaba de esta casa,vino a verme y me halló sola. Al darme la mano lloré; sin hablar meinspiró el infierno una maldita elocuencia muda, y le di a entender midolor porque me desdeñaba, porque no me quería, porque prefería a miamor otro amor sin mancilla. Entonces no supo él resistir a la tentacióny acerco su boca a mi rostro para secar mis lágrimas. Nuestras bocas seunieron. Si Dios no hubiera dispuesto que llegase Vd. en aquel instante,¿qué hubiera sido de mí?

—¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüenza!—dijo el padre vicario.

Pepita se cubrió el rostro con entrambas manos y empezó a sollozar comouna Magdalena. Las manos eran, en efecto, tan bellas, más bellas que loque D. Luis había dicho en sus cartas. Su blancura, su transparencianítida, lo afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y brillante de lasuñas de nácar, todo era para volver loco a cualquier hombre.

El virtuoso vicario comprendió, a pesar de sus ochenta años, la caída otropiezo de D. Luis.

—¡Muchacha—exclamó—, no seas extremosa! ¡No me partas el corazón!Tranquilízate. D.

Luis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado.Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios os perdonará y os hará unossantos. Cuando D. Luis se va pasado mañana, clara señal es de que lavirtud ha triunfado en él, huye de ti, como debe, para hacer penitenciade su pecado, cumplir su promesa y acudir a su vocación.

—Bueno está eso—replicó Pepita—; cumplir su promesa... acudir a suvocación... ¡y matarme a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por qué me haengreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca, fue hierro candentecon que me señaló y selló como a su esclava. Ahora, que estoy marcada yesclavizada, me abandona, y me vende, y me asesina. ¡Feliz principioquiere dar a sus misiones, predicaciones y triunfos evangélicos! ¡Noserá! ¡Vive Dios que no será!

Este arranque de ira y de amoroso despecho aturdió al padre vicario.

Pepita se había puesto de pie. Su ademán, su gesto tenían una animacióntrágica. Fulguraban sus ojos como dos puñales; relucían como dos soles.El vicario callaba y la miraba casi con terror. Ella recorrió la sala agrandes pasos. No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leona.

—Pues qué—dijo encarándose de nuevo con el padre vicario—, ¿no haymás que burlarse de mí, destrozarme el corazón, humillármele,pisoteármele después de habérmelo robado por engaño? ¡Se acordará de mí!¡Me la pagará! Si es tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué me miroprometiéndomelo todo con su mirada? Si ama tanto a Dios, ¿por qué hacemal a una pobre criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es religión esto?No; es egoísmo sin entrañas.

La cólera de Pepita no podía durar mucho. Dichas las últimas palabras,se trocó en desfallecimiento. Pepita se dejó caer en una butaca,llorando más que antes, con una verdadera congoja.

El vicario sintió la más tierna compasión; pero recobró su brío al verque el enemigo se rendía.

—Pepita, niña—dijo—, vuelve en ti: no te atormentes de ese modo.Considera que él habrá luchado mucho para vencerse; que no te haengañado; que te quiere con toda el alma, pero que Dios y su obligaciónestán antes. Esta vida es muy breve y pronto se pasa. En el cielo osreuniréis y os amaréis como se aman los ángeles. Dios aceptará vuestrosacrificio y os premiará y recompensará con usura. Hasta tu amor propiodebe estar satisfecho. ¡Qué no valdrás tú cuando has hecho vacilar y aunpecar a un hombre como D. Luis! ¡Cuán honda herida no habrás logradohacer en su corazón! Bástete con esto. ¡Sé generosa; sé valiente!Compite con él en firmeza. Déjale partir; lanza de tu pecho el fuego delamor impuro; ámale como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guarda suimagen en tu mente, pero como la criatura predilecta, reservando alCreador la más noble parte del alma. No sé lo que te digo, hija mía,porque estoy muy turbado; pero tú tienes mucho talento y muchadiscreción, y me comprendes por medias palabras. Hay además motivosmundanos poderosos que se opondrían a estos absurdos amores, aunque lavocación y promesa de D. Luis no se opusieran. Su padre te pretende;aspira a tu mano, por más que tú no le ames. ¿Estará bien visto quesalgamos ahora con que el hijo es rival del padre? ¿No se enojará elpadre contra el hijo por amor tuyo? Mira cuán horrible es todo esto, ydomínate por Jesús Crucificado y por su bendita Madre María Santísima.

—¡Qué fácil es dar consejos!—contestó Pepita sosegándose un poco—.¡Qué difícil me es seguirlos, cuando hay como una fiera y desencadenadatempestad en mi cabeza! ¡Si me da miedo de volverme loca!

—Los consejos que te doy son por tu bien. Deja que D. Luis se vaya. Laausencia es gran remedio para el mal de amores. Él sanará de su pasiónentregándose a sus estudios y consagrándose al altar. Tú, así que estélejos D. Luis, irás poco a poco serenándote, y conservarás de él ungrato y melancólico recuerdo, que no te hará daño. Será como una hermosapoesía que dorará con su luz tu existencia. Si todos tus deseos pudierancumplirse... ¿quién sabe?... Los amores terrenales son pococonsistentes. El deleite que la fantasía entrevé, con gozarlos yapurarlos hasta las heces, nada vale comparado con los amargos dejos.¡Cuánto mejor es que vuestro amor, apenas contaminado y apenasimpurificado, se pierda y se evapore ahora, subiendo al cielo como nubede incienso, que no el que muera, una vez satisfecho, a manos delhastío! Ten valor para apartar la copa de tus labios, cuando apenas hasgustado el licor que contiene. Haz con ese licor una libación y unaofrenda al Redentor divino. En cambio, te dará él de aquella bebida queofreció a la Samaritana; bebida que no cansa, que satisface la sed y queproduce vida eterna.

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno es usted! Sus santas palabras meprestan valor. Yo me dominaré; yo me venceré. Sería bochornoso, ¿no esverdad que sería bochornoso que D. Luis supiera dominarse y vencerse, yyo fuera liviana y no me venciera? Que se vaya. Se va pasado mañana.Vaya bendito de Dios. Mire Vd. su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse consu padre y no le he recibido. Ya no le veré más. No quiero conservar niel recuerdo poético de que Vd. habla.

Estos amores han sido unapesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí.

—¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgica, valiente.

—¡Ay, padre mío! Dios ha derribado mi soberbia con este golpe; miengreimiento era insolentísimo, y han sido indispensables los desdenesde ese hombre para que sea yo todo lo humilde que debo. ¿Puedo estar máspostrada ni más resignada? Tiene razón D. Luis: yo no le merezco. ¿Cómo,por más esfuerzos que hiciera, habría yo de elevarme hasta él, ycomprenderle, y poner en perfecta comunicación mi espíritu con el suyo?Yo soy zafia aldeana, inculta, necia; él no hay ciencia que nocomprenda, ni arcano que ignore, ni esfera encumbrada del mundointelectual a donde no suba. Allá se remonta en alas de su genio, y amí, pobre y vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo, incapazde seguirle ni siquiera con una levísima esperanza y con misdesconsolados suspiros.

—Pero Pepita, por los clavos de Cristo, no digas eso ni lo pienses. ¡SiD. Luis no te desdeña por zafia, ni porque es muy sabio y tú no leentiendes, ni por esas majaderías que ahí estás ensartando! Él se vaporque tiene que cumplir con Dios; y tú debes alegrarte de que se vaya,porque sanarás del amor, y Dios te dará el premio de tan grandesacrificio.

Pepita, que ya no lloraba y que se había enjugado las lágrimas con elpañuelo, contestó tranquila:

—Está bien, padre; yo me alegraré; casi me alegro ya de que se vaya.Deseando estoy que pase el día de mañana, y que, pasado, venga Antoñonaa decirme cuando yo despierte: «Ya se fue D.

Luis». Vd. verá cómorenacen entonces la calma y la serenidad antigua en mi corazón.

—Así sea—dijo el padre vicario, y convencido de que había hecho unprodigio y de que había curado casi el mal de Pepita, se despidió deella, y se fue a su casa, sin poder resistir ciertos estímulos devanidad al considerar la influencia que ejercía sobre el noble espíritude aquella preciosa muchacha.

Pepita, que se había levantado para despedir al padre vicario, no bienvolvió a cerrar la puerta y quedó sola, de pie, en medio de la estancia,permaneció un rato inmóvil, con la mirada fija, aunque sin fijarla enningún objeto, y con los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado a un poetao a un artista la figura de Ariadna, como la describe Catulo, cuandoTeseo la abandonó en la isla de Naxos. De repente, como si lograsedesatar un nudo que le apretaba la garganta, como si quebrase un cordelque la ahogaba, rompió Pepita en lastimeros gemidos, vertió un raudal dellanto, y dio con su cuerpo, tan lindo y delicado, sobre las losas fríasdel pavimento. Allí, cubierta la cara con las manos, desatada ya latrenza de sus cabellos, y en desorden la vestidura, continuó en sussollozos y en sus gemidos.

Así hubiera seguido largo tiempo, si no llega Antoñona. Antoñona la oyógemir, antes de entrar y verla, y se precipitó en la sala. Cuando la viotendida en el suelo, hizo Antoñona mil extremos de furor.

—¡Vea Vd.—dijo—, ese zángano, pelgar, vejete, tonto, que maña se dapara consolar a sus amigas! Habrá largado alguna barbaridad, algún buenpar de coces a esta criaturita de mi alma, y me la ha dejado aquí mediomuerta, y él se ha vuelto a la iglesia, a preparar lo conveniente paracantarla el gorigori, y rociarla con el hisopo y enterrármela sin más nimás.

Antoñona tendría cuarenta años, y era dura en el trabajo, briosa y másforzuda que muchos cavadores. Con frecuencia levantaba poco menos que apulso una corambre con tres arrobas y media de aceite o de vino y laplantaba sobre el lomo de un mulo, o bien cargaba con un costal de trigoy lo subía al alto desván, donde estaba el granero. Aunque Pepita nofuese una paja, Antoñona la alzó del suelo en sus brazos, como si lofuera, y la puso con mucho tiento sobre el sofá, como quien coloca laalhaja más frágil y primorosa para que no se quiebre.

—¿Qué soponcio es éste?—preguntó Antoñona—. Apuesto cualquier cosa aque este zanguango de vicario te ha echado un sermón de acíbar y te hadestrozado el alma a pesadumbres.

Pepita seguía llorando y sollozando sin contestar.

—¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes. ¿Qué te ha dicho elvicario?

—Nada ha dicho que pueda ofenderme—contestó al fin Pepita.

Viendo luego que Antoñona aguardaba con interés a que ella hablase, ydeseando desahogarse con quien simpatizaba mejor con ella y máshumanamente la comprendía, Pepita habló de esta manera:

—El padre vicario me amonesta con dulzura para que me arrepienta de mispecados; para que deje partir en paz a don Luis; para que me alegre desu partida; para que le olvide. Yo he dicho que sí a todo. He prometidoalegrarme de que D. Luis se vaya. He querido olvidarle y hastaaborrecerle. Pero mira, Antoñona, no puedo; es un empeño superior a misfuerzas. Cuando el vicario estaba aquí juzgué que tenía yo bríos paratodo, y no bien se fue, como si Dios me dejara de su mano, perdí losbríos, y me caí en el suelo desolada. Yo había soñado una vida venturosaal lado de este hombre que me enamora; yo me veía ya elevada hasta élpor obra milagrosa del amor; mi pobre inteligencia en comuniónperfectísima con su inteligencia sublime; mi voluntad siendo una con lasuya; con el mismo pensamiento ambos; latiendo nuestros corazonesacordes. ¡Dios me lo quita y se le lleva, y yo me quedo sola, sinesperanza ni consuelo!

¿No es verdad que es espantoso? Las razones delpadre vicario son justas, discretas... Al pronto me convencieron. Perose fue y todo el valor de aquellas razones me parece nulo; vano juego depalabras, mentiras, enredos y argucias. Yo amo a D. Luis, y esta razónes más poderosa que todas las razones. Y si él me ama, ¿por qué no lodeja todo, y me busca, y se viene a mí, y quebranta promesas y anulacompromisos? No sabía yo lo que era amor. Ahora lo sé: no hay nada másfuerte en la tierra y en el cielo. ¿Qué no haría yo por D. Luis? Y élpor mí nada hace.

Acaso no me ama. No, D. Luis no me ama. Yo me engañé:la vanidad me cegó. Si D. Luis me amase, me sacrificaría sus propósitos,sus votos, su fama, sus aspiraciones a ser un santo y a ser una lumbrerade la Iglesia; todo me lo sacrificaría. Dios me lo perdone... eshorrible lo que voy a decir, pero lo siento aquí en el centro del pecho,me arde aquí, en la frente calenturienta; yo por él daría hasta lasalvación de mi alma.

—¡Jesús, María y José!—interrumpió Antoñona.

—¡Es cierto; Virgen santa de los Dolores, perdonadme, perdonadme...estoy loca... no sé lo que digo y blasfemo!

—Sí, hija mía: ¡estás algo empecatada! ¡Válgame Dios y cómo te hatrastornado el juicio ese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera que tú nolo tomaría contra el cielo, que no tiene la culpa; sino contra elmequetrefe del colegial, y me las pagaría o me borraría el nombre quetengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traértele aquí de una oreja yobligarle a que te pida perdón y a que te bese los pies de rodillas.

—No, Antoñona. Veo que mi locura es contagiosa y que tú delirastambién. En resolución, no hay más recurso que hacer lo que me aconsejael padre vicario. Lo haré aunque me cueste la vida.

Si muero por él, élme amará, él guardará mi imagen en su memoria, mi amor en su corazón; yDios, que es tan bueno, hará que yo vuelva a verle en el cielo, con losojos del alma, y que allí nuestros espíritus se amen y se confundan.

Antoñona, aunque era recia de veras y nada sentimental, sintió al oíresto que se le saltaban las lágrimas.

—Caramba, niña—dijo Antoñona—, vas a conseguir que suelte yo el trapoa llorar y que berree como una vaca. Cálmate, y no pienses en morirte,ni de chanza. Veo que tienes muy excitados los nervios. ¿Quieres quetraiga una taza de tila?

—No, gracias. Déjame... ya ves como estoy sosegada.

—Te cerraré las ventanas, a ver si duermes. Si no duermes hace días,¿cómo has de estar? ¡Mal haya el tal D. Luis y su manía de meterse cura!¡Buenos supiripandos te cuesta!

Pepita había cerrado los ojos; estaba en calma y en silencio, harta yade coloquio con Antoñona.

Esta, creyéndola dormida, o deseando que durmiera, se inclinó haciaPepita, puso con lentitud y suavidad un beso sobre su blanca frente, learregló y plegó el vestido sobre el cuerpo, entornó las ventanas paradejar el cuarto a media luz y se salió de puntillas, cerrando la puertasin hacer el menor ruido.

Mientras que ocurrían estas cosas en casa de Pepita, no estaba másalegre y sosegado en la suya el señor D. Luis de Vargas.

Su padre, que no dejaba casi ningún día de salir al campo a caballo,había querido llevarle en su compañía; pero D. Luis se había excusadocon que le dolía la cabeza, y D. Pedro se fue sin él.

D. Luis habíapasado solo toda la mañana, entregado a sus melancólicos pensamientos ymás firme que roca en su resolución de borrar de su alma la imagen dePepita y de consagrarse a Dios por completo.

No se crea, con todo, que no amaba a la joven viuda. Ya hemos visto porlas cartas la vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola conlos mismos afectos piadosos y consideraciones elevadas de que en lascartas da larga muestra y que podemos omitir aquí para no pecar deprolijos.

Tal vez, si profundizamos con severidad en este negocio, notaremos quecontra el amor de Pepita no luchaban sólo en el alma de D. Luis el votohecho ya en su interior, aunque no confirmado, el amor de Dios, elrespeto a su padre de quien no quería ser rival, y la vocación, en suma,que sentía por el sacerdocio. Había otros motivos de menos depuradosquilates y de más baja ley.

D. Luis era pertinaz, era terco: tenía aquella condición que biendirigida constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada habíaque le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y deconducta. El propósito de toda su vida, lo que había sostenido ydeclarado ante cuantas personas le trataban, su figura moral, en unapalabra, que era ya la de un aspirante a santo, la de un hombreconsagrado a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimesfilosofías religiosas, todo esto no podía caer por tierra sin granmengua de D. Luis, como caería, si se dejase llevar del amor de PepitaJiménez. Aunque el precio era sin comparación mucho más subido, a D.Luis se le figuraba, que si cedía iba a remedar a Esaú y a vender suprimogenitura, y a deslustrar su gloria.

Por lo general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias;nos dejamos llevar de la corriente y no nos dirigimos sin vacilar a unpunto. No elegimos papel, sino tomamos y hacemos el que nos toca; el quela ciega fortuna nos depara. La profesión, el partido político, la vidaentera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de locaprichoso y no esperado de la suerte.

Contra esto se rebelaba el orgullo de don Luis con titánica pujanza.¿Qué se diría de él, y sobre todo qué pensaría él de sí mismo, si elideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todossus planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición, sedesvaneciesen en un instante, se derritiesen al calor de una mirada, porla llama fugitiva de unos lindos ojos, como la escarcha se derrite conel rayo débil aún del sol matutino?

Estas y otras razones de un orden egoísta militaban también contra laviuda, a par de las razones legítimas y de sustancia; pero todas lasrazones se revestían del mismo hábito religioso, de manera que el propioD. Luis no acertaba a reconocerlas y distinguirlas, creyendo amor deDios, no sólo lo que era amor de Dios, sino asimismo el amor propio.Recordaba, por ejemplo, las vidas de muchos santos, que habían resistidotentaciones mayores que las suyas, y no quería ser menos que ellos. Yrecordaba, sobre todo, aquella entereza de san Juan Crisóstomo, que supodesestimar los halagos de una madre amorosa y buena, y su llanto y susquejas dulcísimas y todas las elocuentes y sentidas palabras que le dijopara que no la abandonase y se hiciese sacerdote, llevándole para ello asu propia alcoba y haciéndole sentar junto a la cama en que le habíaparido. Y después de fijar en esto la consideración, D. Luis no sesufría a sí propio en no menospreciar las súplicas de una mujer extraña,a quien hacía tan poco tiempo que conocía, y el vacilar aún entre sudeber y el atractivo de una joven, tal vez más que enamorada, coqueta.

Pensaba luego D. Luis en la alteza soberana de la dignidad delsacerdocio a que estaba llamado, y la veía por cima de todas lasinstituciones y de las míseras coronas de la tierra: porque no ha sidohombre mortal, ni capricho del voluble y servil populacho, ni irrupcióno avenida de gente bárbara; ni violencia de amotinadas huestes movidasde la codicia, ni ángel, ni arcángel, ni potestad criada, sino el mismoParáclito quien la ha fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de unamozuela, por una lagrimilla quizás mentida, despreciar esa dignidadaugusta, esa potestad que Dios no concedió ni a los arcángeles que estánmás cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la obscura plebe,y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor, atando y desatando enla tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y perdonando lospecados, regenerando a las gentes por el agua y por el espíritu,adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible, dictandosentencias que el Señor de las Alturas ratifica luego y confirma, siendoiniciador y agente de tremendos misterios, inasequibles a la razónhumana, y haciendo descender del cielo no como Elías, la llama queconsume la víctima, sino al Espíritu Santo, al Verbo hecho carne y eltorrente de la gracia que purifica los corazones y los deja limpios comoel oro?

Cuando D. Luis reflexionaba sobre todo esto, se elevaba su espíritu, seencumbraba por cima de las nubes en la región empírea, y la pobre PepitaJiménez quedaba allá muy lejos, y apenas si él la veía.

Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación y el alma de D. Luistocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tancandorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contrasus más fuertes y arraigados propósitos, y D. Luis temía que diese altraste con ellos.

Así se atormentaba D. Luis con encontrados pensamientos que se dabanguerra, cuando entró Currito en su cuarto, sin decir oxte ni moxte.

Currito, que no estimaba gran cosa a su primo, mientras no fue más queteólogo, le veneraba, le admiraba y formaba de él un conceptosobrehumano desde que le había visto montar tan bien en Lucero.

Saber teología y no saber montar desacreditaba a D. Luis a los ojos deCurrito; pero cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y sobre todoaquello que él no entendía, si bien presumía difícil y enmarañado, eraD. Luis capaz de sostenerse tan bizarramente en las espaldas de unafiera, ya su veneración y su cariño a D. Luis no tuvieron límites.Currito era un holgazán, un perdido, un verdad