Pepita Jimenez by Juan Valera - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limitoa ser buen jinete, sin estudiar esas otras artes, tan impropias de losclérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles lassaben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin deque la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica.

Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable conirreverencia y burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijorespetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos untanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque no acierto acalificarlos bien. En el fondo, mi padre es buen católico y esto meconsuela.

Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar muy animado. En cada callehubo seis o siete cruces de Mayo llenas de flores, si bien ninguna tanbella como la que puso Pepita en la puerta de su casa. Era un mar deflores el que engalanaba la cruz.

Por la noche tuvimos fiesta en casa de Pepita. La cruz, que había estadoen la calle, se colocó en una gran sala baja, donde hay piano, y nos dioPepita un espectáculo sencillo y poético que yo había visto cuando niño,aunque no lo recordaba.

De la cabeza de la cruz pendían siete listones o cintas anchas, dosblancas, dos verdes y tres encarnadas, que son los colores simbólicos delas virtudes teologales. Ocho niños de cinco o seis años, representandolos Siete Sacramentos, asidos de las siete cintas que pendían de lacruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien ensayada. El bautismoera un niño vestido de catecúmeno con su túnica blanca; el orden otroniño de sacerdote; la confirmación, un obispito; la extremaunción, unperegrino con bordón y esclavina llena de conchas; el matrimonio, unnovio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de espinas, lapenitencia.

El baile, más que baile, fue una serie de reverencias, pasos,evoluciones, y genuflexiones al compás de una música no mala, de algocomo marcha, que el organista tocó en el piano con bastante destreza.

Los niños, hijos de criados y familiares de la casa de Pepita, despuésde hacer su papel, se fueron a dormir muy regalados y agasajados.

La tertulia continuó hasta las doce, y hubo refresco; esto es, tacillasde almíbar, y, por último, chocolate con torta de bizcocho y agua conazucarillos.

El retiro y la soledad de Pepita van olvidándose desde que volvió laprimavera, de lo cual mi padre está muy contento. De aquí en adelante,Pepita recibirá todas las noches, y mi padre quiere que yo sea de latertulia.

Pepita ha dejado el luto, y está ahora más galana y vistosa, con trajesligeros y casi de verano, aunque siempre muy modestos.

Tengo la esperanza de que lo más que mi padre me retendrá ya por aquíserá todo este mes. En Junio nos iremos juntos a esa ciudad; y ya Vd.verá cómo libre de Pepita, que no piensa en mí, ni se acordará de mípara malo ni para bueno, tendré el gusto de abrazar a Vd. y de lograr ladicha de ser sacerdote.

7 de Mayo.

Todas las noches, de nueve a doce, tenemos, como ya indiqué a Vd.,tertulia en casa de Pepita.

Van cuatro o cinco señoras y otras tantasseñoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis osiete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas.Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.

La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como sidijéramos, de los altos funcionarios: de mi padre, que es el cacique,del boticario, del médico, del escribano y del señor vicario.

Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor vicario y con algúnotro.

Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy con la gente joven estorbo conmi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estadomayor, tengo que hacer el papel de mirón en una cosa que no entiendo. Yono sé más juegos de naipes que el burro ciego, el burro con vista, y unpoco de tute o brisca cruzada.

Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia: pero mi padre se empeña enque vaya. Con no ir, según él, me pondría en ridículo.

Muchos extremos de admiración hace mi padre al notar mi ignorancia deciertas cosas. Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera altresillo, le tiene maravillado.

—Tu tío te ha criado—me dice—debajo de un fanal, haciéndote tragarteología y más teología, y dejándote a obscuras de lo demás que hay quesaber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no podrás bailar nienamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué vasa hacer, desdichado?

A estos y otros discursos por el estilo he tenido que rendirme, y mipadre me está enseñando en casa a jugar al tresillo, para que, no bienlo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita. También, como ya le dije aVd., ha querido enseñarme la esgrima, y después a fumar y a tirar lapistola y a la barra; pero en nada de esto he consentido yo.

—¡Qué diferencia—exclama mi padre—, entre tu mocedad y la mía!

Y luego añade riéndose:

—En sustancia, todo es lo mismo. Yo también tenía mis horas canónicasen el cuartel de guardias de Corps: el cigarro era el incensario, labaraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones yejercicios más o menos espirituales.

Aunque Vd. me tenía prevenido acerca de estas genialidades de mi padre,y de que por ellas había estado yo con Vd. doce años, desde los diez alos veintidós, todavía me aturden y desazonan los dichos de mi padre,sobrado libres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer? Aunque no puedocensurárselos, tampoco se los aplaudo ni se los río.

Lo singular y plausible es que mi padre es otro hombre cuando está encasa de Pepita. Ni por casualidad se le escapa una sola frase, un solochiste de estos que prodiga tanto en otros lugares.

En casa de Pepita esmi padre el propio comedimiento. Cada día parece además más prendado deella y con mayores esperanzas del triunfo.

Sigue mi padre contentísimo de mí como discípulo de equitación. Dentrode cuatro o cinco días asegura que podré ya montar en Lucero, caballonegro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta deGuadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todolinaje de corvetas.

—Quien eche a Lucero los calzones encima—dice mi padre—, ya puedeapostarse a montar con los propios centauros; y tú le echarás calzonesencima dentro de poco.

Aunque me paso todo el día en el campo a caballo, en el casino y en latertulia, robo algunas horas al sueño, ya voluntariamente, ya porque medesvelo, y medito en mi posición y hago examen de conciencia. La imagende Pepita está siempre presente en mi alma. ¿Será esto amor?, mepregunto.

Mi compromiso moral, mi promesa de consagrarme a los altares, aunque noconfirmada, es para mí valedera y perfecta. Si algo que se oponga alcumplimiento de esa promesa ha penetrado en mi alma, es necesariocombatirlo.

Desde luego noto, y no me acuse Vd. de soberbia porque le digo lo quenoto, que el imperio de mi voluntad, que Vd. me ha enseñado a ejercer,es omnímodo sobre todos mis sentidos. Mientras Moisés en la cumbre delSinaí conversaba con Dios, la baja plebe en la llanura adoraba rebeldeel becerro. A pesar de mis pocos años, no teme mi espíritu rebeldíassemejantes. Bien pudiera conversar con Dios con plena seguridad, si elenemigo no viniese a pelear contra mí en el mismo santuario. La imagende Pepita se me presenta en el alma. Es un espíritu quien hace guerra ami espíritu; es la idea de su hermosura en toda su inmaterial pureza laque se me ofrece en el camino que guía al abismo profundo del alma dondeDios asiste, y me impide llegar a él.

No me obceco, con todo. Veo claro, distingo, no me alucino. Por cima deesta inclinación espiritual que me arrastra hacia Pepita está el amor delo infinito y de lo eterno. Aunque yo me represente a Pepita como unaidea, como una poesía, no deja de ser la idea, la poesía de algo finito,limitado, concreto, mientras que el amor de Dios y el concepto de Diostodo lo abarcan.

Pero por más esfuerzos que hago, no acierto a revestirde una forma imaginaria ese concepto supremo, objeto de un afectosuperiorísimo, para que luche con la imagen, con el recuerdo de labeldad caduca y efímera que de continuo me atosiga. Fervorosamente pidoal cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa y cree unasemejanza, un símbolo de ese concepto que todo lo comprende, a fin deque absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta mujer. Es vago, esoscuro, es indescriptible, es como tiniebla profunda el más altoconcepto, blanco de mi amor; mientras que ella se me representa condeterminados contornos, clara, evidente, luminosa con la luz velada queresisten los ojos del espíritu, no luminosa con la otra luz intensísimaque para los ojos del espíritu es como tinieblas.

Toda otra consideración, toda otra forma, no destruye la imagen de estamujer. Entre el Crucifijo y yo se interpone; entre la imagen devotísimade la Virgen y yo se interpone; sobre la página del libro espiritual queleo viene también a interponerse.

No creo, sin embargo, que estoy haciendo de lo que llaman amor en elsiglo. Y aunque lo estuviera, yo lucharía y vencería.

La vista diaria de esa mujer y el oír cantar sus alabanzas de continuo,hasta al padre vicario, me tienen preocupado; divierten mi espírituhacia lo profano y le alejan de su debido recogimiento; pero no, yo noamo a Pepita todavía. Me iré y la olvidaré.

Mientras aquí permanezca, combatiré con valor. Combatiré con Dios paravencerle por el amor y el rendimiento. Mis clamores llegarán a él comoinflamadas saetas y derribarán el escudo con que se defiende y oculta alos ojos de mi alma. Yo pelearé como Israel en el silencio de la noche,y Dios me llagará en el muslo y me quebrantará en ese combate, para queyo sea vencedor siendo vencido.

12 de Mayo.

Antes de lo que yo pensaba, querido tío, me decidió mi padre a quemontase en Lucero. Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en estahermosa fiera, como le llama mi padre, y me fui con mi padre al campo.Mi padre iba caballero en una jaca alazana.

Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuesto en aquel soberbio animal, quemi padre no pudo resistir a la tentación de lucir a su discípulo, ydespués de reposarnos en un cortijo que tiene a media legua de aquí, y aeso de las once, me hizo volver al lugar y entrar por lo más concurridoy céntrico, metiendo mucha bulla y desempedrando las calles. No hay queafirmar que pasamos por la de Pepita, quien de algún tiempo a esta partese va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en una ventana baja,detrás de la verde celosía.

No bien sintió Pepita el ruido y alzó los ojos y nos vio, se levantó,dejó la costura que traía entre manos y se puso a miramos. Lucero, que,según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer piernas cuandopasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a levantarseun poco de manos. Yo quise calmarle, pero como extrañase las mías, ytambién extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se alborotó más ymás y empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunosbotes; pero yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo,castigándole con la espuela, tocándole con el látigo en el pecho yreteniéndole por la brida. Lucero, que casi se había puesto de pie sobrelos cuartos traseros, se humilló entonces hasta doblar mansamente lasrodillas haciendo una reverencia.

La turba de curiosos, que se había agrupado alrededor, rompió enestrepitosos aplausos. Mi padre dijo:

—¡Bien por los mozos crudos y de arrestos!

Y notando después que Currito, que no tiene otro oficio que el depaseante, se hallaba entre el concurso, se dirigió a él con estaspalabras:

—Mira, arrastrado; mira al teólogo ahora, y, en vez de burlarte,quédate patitieso de asombro.

En efecto, Currito estaba con la boca abierta, inmóvil, verdaderamenteasombrado.

Mi triunfo fue grande y solemne, aunque impropio de mi carácter. Lainconveniencia de este triunfo me infundió vergüenza. El rubor colorómis mejillas. Debí ponerme encendido como la grana, y más aún cuandoadvertí que Pepita me aplaudía y me saludaba cariñosa, sonriendo yagitando sus lindas manos.

En fin, he ganado la patente de hombre recio y de jinete de primeracalidad.

Mi padre no puede estar más satisfecho y orondo; asegura que estácompletando mi educación; que usted le ha enviado en mí un libro muysabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él está poniéndome enlimpio y encuadernándome.

El tresillo, si es parte de la encuadernación y de la limpieza, tambiénestá ya aprendido.

Dos noches he jugado con Pepita.

La noche que siguió a mi hazaña ecuestre, Pepita me recibióentusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido ahacer conmigo: me alargó la mano.

No crea Vd. que no recordé lo que recomiendan tantos y tantos moralistasy ascetas; pero, allá en mi mente, pensé que exageraban el peligro.Aquello del Espíritu Santo de que el que echa mano a una mujer se exponecomo si cogiera un escorpión, me pareció dicho en otro sentido. Sin dudaque en los libros devotos, con la más sana intención, se interpretanharto duramente ciertas frases y sentencias de la Escritura. ¿Cómoentender, si no, que la hermosura de la mujer, obra tan perfecta deDios, es causa de perdición siempre? ¿Cómo entender tampoco, en sentidogeneral y constante, que la mujer es más amarga que la muerte? ¿Cómoentender que el que toca a una mujer, en toda ocasión y con cualquierpensamiento que sea, no saldrá sin mancha?

En fin, yo respondí rápidamente dentro de mi alma a estos y otrosavisos, y tomé la mano que Pepita cariñosamente me alargaba y laestreché en la mía. La suavidad de aquella mano me hizo comprender mejorsu delicadeza y primor, que hasta entonces no conocía sino por los ojos.

Según los usos del siglo, dada ya la mano una vez, la debe uno darsiempre, cuando llega y cuando se despide. Espero que en esta ceremonia,en esta prueba de amistad, en esta manifestación de afecto, si seprocede con pureza y sin el menor átomo de livianidad, no verá Vd.

nadamalo ni peligroso.

Como mi padre tiene que estar muchas noches con el aperador y con otragente de campo, y hasta las diez y media o las once suele no verse libreyo le sustituyo en la mesa del tresillo al lado de Pepita. El señorvicario y el escribano son casi siempre los otros tercios. Jugamos adécimo de real, de modo que un duro o dos es lo más que se atraviesa enla partida.

Mediando, como media, tan poco interés en el juego, lo interrumpimoscontinuamente con agradables conversaciones y hasta con discusionessobre puntos extraños al mismo juego, en todo lo cual demuestra siemprePepita una lucidez de entendimiento, una viveza de imaginación y una tanextraordinaria gracia en el decir, que no pueden menos de maravillarme.

No hallo motivo suficiente para variar de opinión respecto a lo que yahe dicho a Vd.

contestando a sus recelos de que Pepita puede sentircierta inclinación hacia mí. Me trata con el afecto natural que debetener al hijo de su pretendiente D. Pedro de Vargas, y con la timidez yencogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias; que no essacerdote aún, pero que pronto va a serlo.

Quiero y debo, no obstante, decir a Vd., ya que le escribo siempre comosi estuviese de rodillas delante de Vd. a los pies del confesionario,una rápida impresión que he sentido dos o tres veces; algo que tal vezsea una alucinación o un delirio, pero que he notado.

Ya he dicho a Vd. en otras cartas que los ojos de Pepita, verdes comolos de Circe, tienen un mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que ellaignora el poder de sus ojos y no sabe que sirven más que para ver.Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y pura la dulceluz de su mirada, que, en vez de hacer nacer ninguna mala idea, pareceque crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato a las almasinocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las almas que nolo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos dePepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada.

Pues bien, a pesar de esto, yo he creído notar dos o tres veces unresplandor instantáneo, un relámpago, una llama fugaz devoradora enaquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida porel mismo demonio?

Me parece que sí: quiero creer y creo que sí.

Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, me induce a conjeturar que no hatenido nunca realidad extrínseca; que ha sido ensueño mío.

La calma del cielo, el frío de la indiferencia amorosa, si bien templadopor la dulzura de la amistad y de la caridad, es lo que descubro siempreen los ojos de Pepita.

Me atormenta, no obstante, este ensueño, esta alucinación de la miradaextraña y ardiente.

Mi padre dice que no son los hombres sino las mujeres las que toman lainiciativa, y que la toman sin responsabilidad, y pudiendo negar yvolverse atrás cuando quieren. Según mi padre, la mujer es quien sedeclara por medio de miradas fugaces, que ella misma niega más tarde asu propia conciencia si es menester, y de las cuales, más que leer,logra el hombre a quien van dirigidas adivinar el significado. De estasuerte, casi por medio de una conmoción eléctrica, casi por medio de unasutilísima e inexplicable intuición se percata el que es amado de que esamado, y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya sobre seguro y conplena confianza de la correspondencia.

¿Quién sabe si estas teorías de mi padre, oídas por mí, porque no puedomenos de oírlas, son las que me han calentado la cabeza y me han hechoimaginar lo que no hay?

De todos modos, me digo a veces, ¿sería tan absurdo, tan imposible quelo hubiera? Y si lo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo quecomo amigo, si la mujer a quien mi padre pretende se prendase de mí, ¿nosería espantosa mi situación?

Desechemos estos temores fraguados sin duda por la vanidad. No hagamosde Pepita una Fedra y de mí un Hipólito.

Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y plena seguridad de mipadre. Perdone usted, pídale a Dios que perdone mi orgullo; de vez encuando me pica y enoja la tal seguridad.

Pues qué, me digo, ¿soy tanadefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta santidad,o por mi misma supuesta santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, aPepita?

Hay un curioso raciocinio, que yo me hago, y por donde me explico, sinlastimar mi amor propio, el descuido paterno en este asunto importante.Mi padre, aunque sin fundamento, se va considerando ya como marido dePepita, y empieza a participar de aquella ceguedad funesta que Asmodeo uotro demonio más torpe infunde a los maridos. Las historias profanas yeclesiásticas están llenas de esta ceguedad, que Dios permite, sin dudapara fines providenciales. El ejemplo más egregio quizás es el delemperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan liviana y viciosa comoFaustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo, nunca advirtiólo que de todas las gentes que formaban el imperio romano era sabido;por donde, en las meditaciones o memorias que sobre sí mismo compuso, dainfinitas gracias a los dioses inmortales porque le habían concedidomujer tan fiel y tan buena, y provoca la risa de sus contemporáneos y delas futuras generaciones. Desde entonces, no se ve otra cosa todos losdías, sino magnates y hombres principales que hacen sus secretarios ydan todo su valimiento a los que le tienen con su mujer.

De esta suerteme explico que mi padre se descuide, y no recele que, hasta a pesar mío,pudiera tener un rival en mí.

Sería una falta de respeto, pecaría yo de presumido e insolente, siadvirtiese a mi padre del peligro que no ve. No hay medio de que yo lediga nada. Además, ¿qué había yo de decirle? ¿Que se me figura que una odos veces Pepita me ha mirado de otra manera que como suele mirar?

¿Nopuede ser esto ilusión mía? No; no tengo la menor prueba de que Pepitadesee siquiera coquetear conmigo.

¿Qué es, pues, lo que entonces podría yo decir a mi padre? ¿Había dedecirle que yo soy quien está enamorado de Pepita, que yo codicio eltesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es verdad; y sobre todo, ¿cómodeclarar esto a mi padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia y por miculpa?

Lo mejor es callarme; combatir en silencio, si la tentación llega aasaltarme de veras; y tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y devolverme con Vd.

19 de Mayo.

Gracias a Dios y a Vd. por las nuevas cartas y nuevos consejos que meenvía. Hoy los necesito más que nunca.

Razón tiene la mística doctora Santa Teresa cuando pondera los grandestrabajos de las almas tímidas que se dejan turbar por la tentación: peroes mil veces más trabajoso el desengaño para quienes han sido, como yo,confiados y soberbios.

Templos del Espíritu Santo son nuestros cuerpos, mas si se arrima fuegoa sus paredes, aunque no ardan, se tiznan.

La primera sugestión es la cabeza de la serpiente. Si no la hollamos conplanta valerosa y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse ennuestro seno.

El licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele serdulce al paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno deáspides.

Es cierto: ya no puedo negárselo a Vd. Yo no debí poner los ojos contanta complacencia en esta mujer peligrosísima.

No me juzgo perdido; pero me siento conturbado.

Como el corzo sediento desea y busca el manantial de las aguas, así mialma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé reposo, yanhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo ímpetu alegra elParaíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la nieve; pero unabismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el cieno queestá en el fondo.

Sin embargo, aún me quedan voz y aliento para clamar con el Salmista:¡Levántate, gloria mía!

Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerácontra mí?

Yo digo a mi alma pecadora, llena de quiméricas imaginaciones y de vagosdeseos, que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserable de Babilonia;bienaventurado el que te dará tu galardón: bienaventurado el que desharácontra las piedras a tus pequeñuelos!

Las mortificaciones, el ayuno, la oración, la penitencia serán las armasde que me revista para combatir y vencer con el auxilio divino.

No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con laardiente mirada de que ya he hablado a Vd. Sus ojos están dotados de unaatracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan enella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con unallama funesta; como los de Amón cuando se fijaban en Tamar; como los delpríncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina.

Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levantaen el fondo de mi espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandecesobre toda hermosura; los deleites del cielo me parecen inferiores a sucariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranzainfinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas, quepasan cual relámpago.

Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo solo en mi cuarto, en el silenciode la noche, reconozco todo el horror de mi situación, y formo buenospropósitos, que luego se quebrantan.

Me prometo a mí mismo fingirme enfermo, buscar cualquier otro pretextopara no ir a la noche siguiente en casa de Pepita, y sin embargo voy.

Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin sospechar lo que pasa en mi alma,me dice cuando llega la hora:

—Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego que despache al aperador.

Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto, y en vez decontestar;—no puedo ir—, tomo el sombrero y voy a la tertulia.

Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todomi ser se muda.

Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y ya nopienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo quien provoca las miradassi tardan en llegar. La miro con insano ahínco, por un estímuloirresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevasperfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya lablancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya lapequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modeladode la garganta.

Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bienentro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente queestoy dominado por una maga, cuya fascinación es ineluctable.

No es ella grata a mis ojos solamente, sino que sus palabras suenan enmis oídos como la música de las esferas, revelándome toda la armonía deluniverso y hasta imagino percibir una sutilísima fragancia, que sulimpio cuerpo despide, y que supera al olor de los mastranzos que crecena orillas de los arroyos y al aroma silvestre del tomillo que en losmontes se cría.

Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, nidiscurro con juicio, porque estoy todo en ella.

Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestrasalmas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen ycompenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de amor, allí secomunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse, y serecitan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones queno hay voz que exprese ni acordada cítara que module.

Desde el día en que vi a Pepita en el Pozo de la Solana, no he vuelto averla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y sin embargo nos lohemos dicho todo.

Cuando me sustraigo a la fascinación, cuando estoy solo por la noche enmi aposento, quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veoabierto a mis pies el precipicio en que voy a sumirme, y siento que meresbalo y que me hundo.

Me recomienda Vd. que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sinoen la mía. Me recomienda Vd. que piense en lo inestable, en lo insegurode nuestra existencia, y en lo que hay más allá. Pero esta consideracióny esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de temer lamuerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos. Unsentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y mellama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por elobjeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporartoda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme muertomirándola, aunque me condene.

Lo que es aún eficaz en mí contra el amor, no es el temor, sino el amormismo. Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepitame inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino, en consurrecciónpoderosa. Entonces todo se cambia en mí, y aun me promete la victoria.El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi mente como elsol que todo lo enciende y alumbra llenando de luz los espacios; y elobjeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambientey que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor, todo suatractivo, no es más que el reflejo de ese sol increado, no es más quela chispa brillante, transitoria, inconsistente, de aquella infinita yperenne hoguera.

Mi alma, abrasada de amor, pugna por criar alas, y tender el vuelo, ysubir a esa hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de impuro.

Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante. No sé cómo elmal que padezco no me sale a la cara. Apenas me alimento; apenas duermo.Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar azorado, como si mehallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de ángeles buenos.En esta batalla de la luz contra las tinieblas, yo combato por la luz;pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor infame;y oigo la voz del águila de Patmos que dice:

«Y los hombres prefirieronlas tinieblas a la luz»; y entonces me lleno de terror y me juzgoperdido.

No me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar elmes, mi padre no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como unladrón; me fugo sin decir nada.