Peñas Arriba by José María de Pereda - HTML preview

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—¡Celso!—rugió aquí don Pedro Nolasco, dando patadas en el borde de lameseta en que apoyaba los pies, calzados con zapatillas de cintosnegros, lo mismo que el señor Cura y que mi tío.

Y entonces me fijé yo en que debajo de las zapatillas calzaba mediasalagartadas, verdes, con grandes pintas negras.

—Eso es lo único que te afea, salvo la cara—díjole mi tíoserenamente—: el genial... En ese punto eres una jabalina celosa, a lomejor de una chanza. Salimos de una chamusquina, y ya te quieres meteren otra...

—¡Barájolas!—exclamó don Pedro Nolasco santiguándose—.

¿Ustedes hanvisto otra como ella? Trapalón de los demonios,

¿pues me he metido yocontigo ni tanto así, desde que se acabó lo otro?

Mi tío no le hizo caso, y me preguntó a mí:

—¿Le has visto ya bien? Pues con esas cerdas y todo, es el vecino másnoblón del pueblo y el mejor amigo de sus amigos, y además es uva de lanuestra cepa. Lleva el corazón en la mano, y dará la piel cuando notenga capa que partir con el pobre. Te lo digo yo, Marmitón de losdemonios, aunque me pegues—añadió encarándose con el gigante—; te lodigo yo, ¡cuartajo!, yo, que tengo buenas pruebas de ser verdad: y te lodigo con el alma y vida. Si quieres creerme, me crees, y si no, peorpara ti. ¿No es así, Cura?

Est Deus in nobis—respondió éste moviendo la cabeza de un lado aotro, como quien afirma algo bueno que es además indiscutible—. No hayque darle vueltas, est Deus in nobis, semper et ubique. Y si no fueraasí, pobres de nosotros a cada chapucería de las que arma Satanás en lasdisputas de los hombres.

—Pues bueno—repuso mi tío volviéndose hacia su amigo que no chistabani se movía, con los ojazos clavados en la lumbre—.

Ahora quiero que tequedes a cenar con nosotros, no por mí, que no lo merezco, sino porhonrar a mi sobrino.

—¡A buen tiempo!—murmuró el gigante revolviendo un poco la miradahacia don Celso y descargando mucho los celajes de su faz.

—¿Lo dices porque has cenado ya?—le replicó mi tío.

—Naturalmente.

—Pues por eso mismo, porque lo presumía, te convido yo. En estómagoscomo el tuyo, ceba llama ceba... Y para animarte más y hacerla redonda ycabal esta noche, también te convido a ti, Cura.

—Eso ya es otra cosa—dijo entonces don Pedro Nolasco, entrando defrente a la porfía—: si él se queda...

Negábase el Cura a ello de todas veras; pero a fuerza de insistir mi tíoy de empeñarme yo también, aceptó al cabo.

—¿Lo has oído, Tona?... Pues llévale el cuento a Facia para que pongados platos más en la mesa, y añade tú lo que falte, si es que falta algoen la cocina.

Tona respondió que sobraba con lo que había arrimado a la lumbre,siempre que cada cual comiera «como Dios mandaba»; y mi tío, mientras elhombrón recibía con carraspeos la condicional que la sirviente habíaechado hacia allá con los ojos, dio por rematada la historia y mandó quese tratara de otra más divertida.

No lo fueron ni tanto siquiera, para mi gusto, las pocas que salieron arelucir después, mientras la mocetona rubia, y Facia, la mujer gris, queentraba y salía a menudo, daban los últimos toques a los condumiosarrimados al fuego. Por mi parte, y «para ir tirando de la conversación»tuve que suministrar, a instancias del Cura y de don Pedro Nolasco,cuatro vaguedades sobre «esos mundos de Dios», por los que tanto habíarodado, al decir de los mismos señores; y menos interesado ya que alprincipio en lo que allí se trataba, y pudiendo llevar mi atención aotros términos del cuadro, observé, entre otras cosas, que Tona y Chiscono tomaban parte en ello más que con los ojos y alguna que otraexclamación o risotada, y que la tal sirvienta, por su cara y por sutalle, de pies a cabeza, en fin, era lo que se llamaba una buena moza.

—Ya ves—llegó a decirme mi tío—, que aquí no se pasa el rato del todomal, después de hecho el hombre a estas cosas tan diferentes de las de«allá». Y mejores se pasan todavía, como irás viendo, porque esta nocheno hace regla: no es sazón de ello hoy por hoy, en que no aprieta elfrío y está mucha de la maíz sin deshojar, y hay que deshojarla, porquelo primero es lo primero; pero déjate que corran días y empiece aempardecerse el cielo y a

«rebombar» el pozón de Peña Sagra, ¡trastajo!y verás acudir gente a esta cocina, hasta haber noche de no caber enestos bancos, cada cual con su avío y con su tema... toda gente montuna,por de contado: puros jastialones. Hay que armarse a veces de muchoaguante, eso sí, porque en un rebaño, ¡zancajo!

no todas las bestias sonde una misma condición; pero las mejores de éste son las más; y con talde no pedir castañas al camueso... Vamos, que te ha de entretener, si esque te avezas a ello... y Dios lo haga así.

—¡Pues no ha de jacerlu!—exclamó don Pedro Nolasco, asombrado de quese pusiera en duda lo que él tenía por indudable.

A custodia matutina usque ad noctem speret Israel inDomino—confirmó don Sabas—, sin contar con lo que tengo dicho y no mecansaré de repetir: est Deus in nobis; y por eso no hay que desesperarde nada que sea honrado, conveniente al hombre de bien y conforme a lasanta ley de Dios.

Cuando llegó el momento de irnos a cenar, preguntó don Pedro Nolasco muysorprendido:

—¿Pero, cómo?... ¿No cenamos aquí?

—¡No señor!—respondió mi tío empujándonos hacia la puerta.

—Pero ¿por qué?—insistió aquél erguido sobre el fogón.

—Curiosón de los demonios—replicó el otro volviéndose hacia él desdela mitad de la cocina—. En primer lugar, a zoquete regalado no debierasponerle tachas; y, por último, has de saberte, traga-aldabas del jinojo,que ni todos los tiempos corren unos, ni todos los hombres son iguales.¿Me entiendes ahora?

Esto ocurría en el instante en que Chisco, por mandato de Tona, seacercaba a la pared que yo había tenido enfrente, a la cual estabaadaptado un tablero, soltaba la taravilla que le sujetaba por arriba, lehacía girar sobre el eje que tenía en el lado de abajo, y le dejaba enposición horizontal sostenido por un tentemozo. Pidiendo informes sobreel uso de aquel aparato, averigüé que era la mesa «perezosa» a quienhabía aludido mi tío en el comedor.

—Y ¿para qué la ponen ahora?—preguntéle.

—Para cenar los criados en cuanto nosotros nos larguemos deaquí—respondióme.

Me gustó el artefacto, que quedaba armado a muy corta distancia delfogón; tentóme la novedad aquella, y desde luego uní mi parecer al biennotorio de don Pedro Nolasco.

—Pues por mí—dijo mi tío con firme resolución—, que levanten losmanteles de la otra mesa y los tiendan en ésta. Por regalarte el gusto,mandé que se cenara allá: ya sabes que el mío es muy diferente. Además,para lo que he de cenar yo... Conque si te gusta más esto...

Convinimos, a mis ruegos, en que por aquella noche quedaran las cosascomo estaban, cenando en adelante en la perezosa y dejando la mesa delsalón para la comida del mediodía; bajóse de su pedestal don PedroNolasco, y salimos de la cocina los cuatro comensales en ringlera,siguiendo a Tona que nos alumbraba el camino con el candil que habíadescolgado de la campana de la chimenea.

Y sucedió lo que yo estaba temiendo rato hacía, por lo que había idoobservando alrededor de la lumbre y en los trajines de la repolludacocinera; que la cena dispuesta en honor mío era para servir de espantomás que de tentación y de consuelo a un comensal de mis tragaderas,hecho y avezado a las sabrosas parvidades de la cocina mundana.Comenzando a contar por los cubiertos y dos cucharones de plata deanticuada forma, una torta de pan «casero», ocho vasos de cristalverdoso y un botellón muy negro, todo cuanto había y fue apareciendosobre la mesa era

macizo

y

grande

y

abundante

hasta

lo

increíble.Primeramente, un cangilón de sopas de leche, después una fuente muyhonda, de un potaje de nabos en ensalada; luego una tortilla detorreznos, seguida de una asadura picante, y, por último, una compotadescomunal de manzanas, y mucho queso curado de ovejas. Lo único queescaseaba allí eran la luz y el calor, porque la de las mechas del velóncasi se perdía en el negro espacio antes de llegar a la mesa, y elchamuscón que yo me había dado en la cocina sólo me servía en el comedorpara sentir doblemente la glacial temperatura de aquel páramo.

El Cura, contra lo que yo esperaba de su tamaño, comía nada más queregularmente, y era limpio y reposado en el comer. Mi tío probaba detodo sin gustarle nada, y yo satisfice mi necesidad, más que apetito, dedoce horas, casi tanto con la vista de tan copiosos alimentos, como conlas parvidades que de ellos tomé... ¡Pero don Pedro Nolasco!... No teníacalo ni medida su estómago de buitre; devoraba hasta con los ojos; ymucho de lo que no le cabía en la boca mientras funcionaba su gaznate,corríale en regatos por el exterior hasta sumirse bajo la sobarba entrecuero y camisa, o mezclarse gota a gota con la mugre del chaleco.

Se habló poco en la mesa, y de esto poco la mayor parte fue de mi tíopara decir injurias al glotón, que no le contestaba, ni creo que le oía,y para ponderarme su asombro por lo melindroso que le parecí en elcomedor, y muy especialmente por el «plan» de cena mía, para enadelante, que le tracé. No podía comprender el buen señor que un mozo demis años y con mi salud, no comiera cuanto se le pusiera delante acualquier hora del día o de la noche. «Abundante y sustancioso» era ladivisa del bien comer entre los hombres rumbosos del pelaje de mi tío.

Andando en esto y «regoldando» ya el gigante por no tener su estómagocosa de más jugo en que entretenerse, oyóse una campanada de reló hacialo más obscuro y remoto de la estancia.

—¡Las diez y media!—dijo mi tío revolviéndose en el banco—. Me pareceque ya es hora de que te dejemos en paz. El viaje te habrá molido bienlos huesos, y tendrás ganas de tumbarlos en la cama. Por lo demás, no tecreas: entre el laberinto del ganado abajo, y la tertulia de arribadespués de rezar el Rosario, rara es la noche en que nos acostamos mástemprano... Ya verás, ya verás, ¡pispajo! cómo sabemos vivir aquí,aunque montunos y pobres, a uso de pudientes de ciudad... Conque¿entendístelo, Marmitón? Pues, ¡jorria! ya que estás jartu, y a su casael que la tenga.

Levantámonos todos, dio gracias el Cura, respondímosle cumplida ydevotamente, y se fue con don Pedro Nolasco, no sin haberme hecho volvera ver las estrellas con los apretones de manos que me dieron pordespedida.

Poco tiempo después, encerrado yo en mi cuarto, paseábame a lo largo deél intentando pensar en muchas cosas sin llegar a pensar con fundamentoen nada, no sé si porque realmente no quería, o porque no podía pensarde otra manera. Con esta oscuridad en mi cerebro y el continuo zumbardel río en su cañada, acabé por sentirme amodorrado, y me acosté.

Blanca de ropas y limpia como un sol era mi cama; pero ¡qué fría... yqué dura me pareció!

V

Sin embargo, dormí toda la noche de un solo tirón; pero soñando mucho ysobre muchas cosas a cual más extravagante.

Recuerdo que soñé con el osodel Puerto; con desfiladeros y cañadas que no tenían fin, y tan angostasde garganta, que no cabía yo por ellas ni aun andando de medio lado.Obstinado en pasar huyendo de la fiera que me seguía balanceándose sobresus patas de atrás y relamiéndose el hocico, tanto forzaba la cuña de micuerpo, que removía los montes por sus bases y oscilaban allá arriba,¡muy arriba! las cúspides pedregosas, y hasta se desplomaban muchas deellas sobre mí, pero sin hacerme daño.

También soñé con mi tío bailandoen la cocina, junto a la lumbre, unas seguidillas que cantaba la mujergris tañendo una sartén muy grande; y después con don Pedro Nolasco, elcual comía becerros crudos y troncos de abedul y peñascos de granito conbardales, mientras iban comiéndome a mí, fibra a fibra y muy poco apoco, el Tedio y la Melancolía, un matrimonio de lo más horrible, quevivía en el fondo de un abismo sin salida por ninguna parte.

Quizás por haber sido éste mi último sueño de la noche, fue tan tristemi despertar por la mañana. ¡Porque fue triste de veras!

Pero me habíadormido con la curiosidad recelosa de conocer de vista la tierra en quevoluntariamente acababa de sepultarme; y sintiendo revivir de golpeaquel vehemente deseo al ver un poco de luz que se filtraba por losresquicios de las puertas, levantéme de prisa, lavéme tiritando de frío,envolvíme en el abrigo más espeso de los varios que tenía a mi alcance,y me asomé al mismo balcón a que me había asomado por la noche.

Ya no llovía; pero estaba el mezquino retal de cielo que se veía desdeallí levantando mucho la cabeza, cargado de nubarrones que pasaban atodo correr por encima del peñón frontero y desaparecían sobre el tejadode la casa. Entre nube y nube y cuando se rompía algún empalme de los dela apretada reata,

asomaba

un

jironcito

azul,

salpicado

de

veladurasanacaradas; algo como esperanza de un poco de sol para más tarde, si porventura regían en aquella salvaje comarca las mismas leyesmeteorológicas que en el mundo que yo conocía.

Dejando este punto en duda, descendí con la mirada y la atención a loque más me interesaba por el momento: lo que podía verse de la tierra entodas direcciones desde mi observatorio de piedra mohosa con barandillade hierro oxidado.

¡Bien poco era ello, Dios de misericordia!

Delante y casi tocándole con la mano, un peñón enorme que se perdía devista a lo alto, y aún continuaba creciendo según se alejaba cuestaarriba hacia mi izquierda, al paso que hacia la derecha decrecíalentamente y a medida que se estiraba, cuesta abajo, hasta estrellarse,convertido en cerro, contra una montaña que le cortaba el pasoextendiendo sus faldas a un lado y a otro.

Rozando las del peñón y ladel cerro hasta desaparecer hacia la izquierda por el boquete quequedaba entre el extremo inferior del cerro y la montaña, bajaba el ríoa escape, dando tumbos y haciendo cabriolas y bramando en su cauceangosto y profundo, cubierto de malezas y de misterios. Inclinado haciael río, entre él y la casa, debajo, enfrente y a la izquierda delbalcón, un suelo viscoso de lastras húmedas con manchones de césped,musgos, ortigas y bardales. A la derecha y casi a plomo del balcón, elprincipio de un corral que seguía fachada abajo y daba vuelta en ángulorecto hacia la otra, lo mismo que el cobertizo que le cercaba por ellado del río, y estaba destinado, por las muestras visibles, a cuadras,leñeras y pajares. Por el estorbo de estos tejadillos y de la largalínea de fachada de la casona, sólo se alcanzaba a ver, por la derecha,una estrecha faja de terreno cultivado, paralela al río y pertenecienteal valle que, según todas las trazas, se extendía hacia aquella parte,es decir, a la derecha del río. Y a todo esto, el patio y sus tejados, yel terreno de afuera, y las zarzas y los helechos y la baranda delbalcón, en fin, cuanto se veía o se palpaba desde mi observatorio,húmedo, reluciente y goteando.

No habiendo cosa más risueña en que poner la vista por aquel lado, fuimea la otra fachada, la que correspondía al claro frontero a mi alcoba.Por esta puerta salí a un largo balcón o

«solana», de madera encajonadaentre dos «esquinales» o mensulones de sillería, llamados también«cortafuegos». En el de mi derecha resaltaba el grueso y tallado cantode un escudo de armas, cuyo frente no podía ver por lo que sobresalía elesquinal de la baranda del balcón. No pudiendo ver tampoco desde allí, ypor idéntico motivo, el resto de la fachada, supuse, y no sinfundamento, que la parte de edificio habitada por mí formaba un cuerposaliente. El balcón caía sobre un huerto del mismo ancho que aquellafachada de la casa, y muy poco más de largo, con sus correspondientesinclinaciones hacia ella y hacia el río; una docena de frutales enesqueleto; un cuadro de repollos medio podridos; algunas matas de ruda,de mejorana y de romero; un rosal vicioso y en barbecho lo demás; unmuro viejo para cercarlo todo; y por encima del muro, surgiendo lasmoles de un negro anfiteatro de fragosos montes, que allá se andaban enaltura con el peñón de la derecha, que formaba parte de él. Y

no se veíaotra cosa.

Por la dirección de la luz y otras señales bien fáciles de estimar, dipor seguro que aquella fachada de la casa miraba al Sur, y que por ellastral que bajaba a mi izquierda, es decir, al Este, entre la pared delhuerto y el monte de aquel lado desde un alto desfiladero que se veíaalgo lejano, había venido yo la noche antes. Por este viento nada teníaque observar, pues bien a la vista estaba la montaña que corría paralelaa la casa asombrándola con su mole. Había, pues, que buscar por el Nortedel «solar de mis mayores» la perspectiva del valle entero, que leparecía a Chisco «punto menos que la gloria».

Con este propósito me retiré de la solana de mi aposento, y salí alcomedor. Estaban abiertos los dos claros de él que daban al exterior dela casa. Acerquéme a uno de ellos, y vi que correspondían ambos a otrasolana muy escondida al socaire de la pared de mi habitación que,efectivamente, sobresalía mucho de la línea general de la fachada. Entreesta pared y otro mensulón mucho menos saliente que ella al extremoopuesto, corría la solana, a la que daba también una puerta deldormitorio de mi tío.

Estaba abierta y me colé dentro. No había allí más que una cama delmismo estilo que la mía, pero grande, de las llamadas de matrimonio; uncrucifijo y una benditera en la pared del testero, una cómoda, dosperchas, un palanganero, un sillón de vaqueta, dos sillas y un felpudo.La cama estaba ya hecha, el suelo barrido y todas las cosas en orden,señal de que mi tío había madrugado más que yo. Me asomé a una ventanaabierta en la pared del Este junto a una alacena, y vi lo que ya mehabía imaginado: el peñascal negro, jaspeado de grietas con vegetacionessilvestres y separado de la casa por un callejón pendiente, de lastrasresbaladizas.

Al volver al comedor por la salona, halléme con mi tío que entraba en élpor la puerta de enfrente. Llegaba fatigoso y se apoyaba en un bastón. Ala luz del día parecíame su traza muy otra de lo que me había parecido ala luz artificial. El blanco y fino cutis de su cara tenía un matizazulado, y había en sus ojos y en su boca una muy marcada expresión deanhelo. Sin embargo, su «humor» era el de siempre; y si era disimulo delo contrario, no se le conocía. Se admiró de hallarme levantado tantemprano.

Venía a ver qué era de mí; si se me oía revolverme en la cama,para entrar, en este caso, a abrirme los balcones, si lo deseaba, y sino, para tener el gusto de darme los buenos días. Le agradecí mucho sucuidado, y después de abrazarle le pregunté cómo había pasado la noche ypor qué madrugaba tanto.

—Como siempre, hijo del alma—contestóme entre toses y jadeos—. Y nome las dé Dios peores. En buena salud, me levantaba con el alba; desdeque tengo tan mal dormir, madrugo mucho más que el sol, y con todo y conello, me sobra tiempo de cama.

Parecióme que el relente frío de las madrugadas no debía de sentarlebien, y así se lo dije, aconsejándole que se guardara de él.

—Eso será entre vosotros—me contestó con su aire chancero decostumbre—, avezados a vivir entre cristales; ¡pero entre los montunosde por acá!... ¡Pobre de tu tío Celso el día en que no pueda desayunarsecon una tripada de esa gracia de Dios! Pero, vamos a ver, ¿y tú? ¿te hasdesayunado ya con algo más de tu gusto? Porque no falta de ello en casa,como te dije anoche. Y si no has pensado en eso, ¿en qué trastajo haspensado?... ¡Mira que como sea falta de franqueza!...

Díjele en qué me estaba entreteniendo desde que me había levantado y loque llevaba visto ya, y me replicó, agarrándome por un brazo al mismotiempo y tirando de mí hacia los carrejos interiores:

—¡Por vida del ocho de copas, hombre!... Pues, mira, en parte me alegrode que hayas empezado por donde empezaste: así te queda lo mejor para loúltimo... ¡Ven acá, ven acá!

Y me llevó a remolque hasta la cocina, donde me hallé a la mujer gris, aTona y a Chisco, sentados a la perezosa y almorzando unas fritangas conborona. Diéronme risueños los buenos días, levántandose muy corteses, yapenas me dejó tiempo mi tío para cambiar con ellos algunas palabras;porque tan pronto como abrió una puerta cercana a la mesa y en la mismapared, comenzó a llamarme a su lado.

Obedeciéndole, salí a un balcón de madera de mucha línea y muy volado,la mitad del cual caía sobre el patio de las cuadras, que no pasaba delcentro de aquella fachada, y la otra mitad afuera. De este modo podíaver el panorama completo y sin estorbos. Formaban la barrera de enfrentela montaña atravesada delante del cerro de la izquierda, y otra que laseguía hacia mi derecha, bien poblada de vegetación en su base, de colorpardo muy obscuro en la mitad, de alto abajo, de lo que pudiera llamarsesu tronco; de verde crudísimo en la otra mitad, y con la enorme cabezagris, como un cráneo despellejado y seco, entornada hacia el hombroizquierdo, con la blanca osamenta al aire también. Me hacía el efectoaquella vasta mancha verde, fina y jugosa, iluminada entonces casi defrente por un rayo de sol, de un remiendo de terciopelo riquísimo en unvestido de tosco sayal. Formando ángulo con esta montaña y quedando unboquete entre las dos, terminaba, coronada de crestas y picachos, la quedescendía por el Este de la casa rozándola el costado con sus bardales.

Dentro de todo este marco, que parecía una contradanza de colososencapuchados, se extendía una tierra de labor tijereteada en pedazos, depradera y de boronales, los primeros de un verde aterciopelado, y lossegundos con la nota pajiza que les daban los tallos secos, aún nocortados, del maíz recién cogido. Entre mi observatorio y esta mies, quedescendía en rampa hacia los montes de enfrente, y muy inclinada almismo tiempo hacia el río, un pedregal erizado de malezas y surcado desenderos y camberas de comunicación con el pueblo, cuyas casitas seveían, hechas un rebaño, en lo más alto de la mies, con la iglesia enmedio, que parecía, y lo era en sustancia, su pastor. En todos aquellosedificios, con las fachadas muy lavaditas y las puertas y ventanas depar en par, veía yo otras tantas caras de seres desdichados yenfermizos, con la boca y los ojos muy abiertos, ávidos de aire y de luzque les iban faltando. Y entre aquellas caras las había de variasexpresiones, desde el patético compasible, hasta el cómico y elgrotesco. Daba gana de echar a algunas de ellas una limosna, paracalmarles las angustias del estómago, o un sombrero de desecho parasustituir la ruinosa chimenea, y a todas un asidero para sostenerse, sinrodar hasta el monte, en la postura violenta en que yo las veía.

Tan embebido me hallaba en este linaje de visiones, que ni siquiera meenteraba de los informes que iba dándome mi tío sobre cada cosa de lasprincipales del cuadro. Parecíame todo el valle, relativamente a laaltura de su marco, de una pequeñez asfixiadora, y considerábame caídode las nubes en el fondo de un dedal enorme. ¿Qué idea tendría Chisco dela Gloria celestial, cuando la ponía solamente un punto más arriba queaquello en la escala de lo hermoso y admirable?

¡Dios eterno, qué envidia tuve entonces a los pájaros porque volaban!

—Dígame usted, tío—preguntéle de golpe, y sin reparar en que lecortaba a lo mejor un entusiástico discurso precisamente sobre laanchura y salubridad del valle—, ¿por dónde se sale de aquí?

—¿Jacia ónde?—me preguntó él a su vez.

—Pues... hacia... hacia fuera, hacia el mundo, vamos—

respondíle yoaturullado como un chicuelo imprudente, temeroso de que me descubrieralos pensamientos que me habían arrancado la pregunta.

—¡Jacia el mundo!—repitió él soltando una carcajada—. Pues me hacegracia la ocurrencia, ¡pispajo! ¿Estamos aquí en el limbo, o qué?

—He querido decir—repuse celebrando con una risotada contrahecha lapregunta de mi tío—, que cuáles son las salidas principales...

—Ya, ya: ya te había calado yo el pensamiento—respondióme él, dejandode pronto el aire jaranero—, sino que como la ocurrencia tuya seacaldaba bien en una chanza, y yo soy así...

Pues te diré: una de lassalidas principales es el camino por donde tú has venido anoche, éste deal lado nuestro.

—Corriente.

—Y la otra es la que se ve allá abajo, a la mano izquierda: la mismasalida del río. ¿No ves un camino que va por encima de él siguiendo todala ladera? El puente está aquí a la izquierda, entre aquellos jarales.Puede que le confundas con ellos por lo viejo que es... Pues por esecamino se va...

—¿Hasta dónde?

—¡Hasta dónde!... ¡Trastajo! hasta la mar, si te conviene.

—Bien; pero ¿por dónde?

—Pues río abajo, río abajo... de pueblo en pueblo. ¿Quieres que te losnombre uno a uno?

—No hay necesidad.

—Hasta que llegas a un camino real. Si quieres seguirle por la derecha,porque te jale lo mundano, le sigues; y si te contentas con menos, lecruzas; y no apartándote de la vera del río, en un dos por tres daráscon los jocicos en la mar... Mira, hombre, aquí donde me ves y con losaños que tengo, no llegan a cuatro las veces que he estado en Santander.La primera con tu tía, recién casado con ella. Entonces no había elcamino real de que te hablo, que es de ayer, y había que ir a buscarlemás lejos. Íbamos a caballo, como siempre se ha ido desde aquí por lospudientes.

Ella, en un sillón de terciopelo azul y clavillossobredorados, con las galas de novia, a la moda de entonces. Campaba deveras, porque era guapetona de firme... ¡trastajo, si lo era! No noscomía la prisa y jicimos noche en la villa de San Vicente, que al otrodía abrió puertas y ventanas para vernos salir... Mira, hombre, poco másde un mes antes había salido de España, a tiro limpio, el último ladrónde los de Pepe Botellas... Cabalmente.

Pues bueno: paramos poco en laciudad, porque no nos gustó aquello. La segunda vez fue a raíz de lo delveintitrés, con un pariente de los de Promisiones, que deseaba, como yo,ver cómo andaban las cosas del mundo, después de la taringa que habíanllevado los botarates de la «Pitita». ¡Cuartajo, qué cumplida se ladieron... y qué merecida la tenían los arrastrados!

Pues la tercera fueayer, como quien dice, no más que por el gusto de saber por mí propioqué era eso del camino de fierru que acababa de estrenarse... Y para decontar, después de enterarte de que no pasan de doce las que he salidodel valle más allá de dos leguas... Y te aseguro que nunca que dormífuera de él, jice sueño con arte, y toda comida que no sea la de micasa, me ha sabido siempre a condumio sin sustancia; y en no viendo yoestos picachones encima de la cabeza por donde quiera que ando, me hagocuenta que no veo cosa de gusto ni de traza, y hasta la mar de la costame parece una pozuca, comparada con las anchuras de este valle... De lascasas en ringle no se me hable, ¡trastajo! porque solamente de mentarlasme falta la respiración y me ajoga el hipo... La verdad, Marcelo... Cadauno a lo suyo, y con su cada cual. Y a este respective, has de saberteque hay en este valle gentes que se caen de viejas sin haber salid