Morsamor Peregrinaciones Heroícas y Lances de Amor y Fortuna de Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda by Juan Valera - HTML preview

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Al oír Morsamor aquel relato, reflexionó melancólicamente que loslaureles incruentos que él había imaginado acaso eran imposibles enaquella edad en que él vivía. Pensó que sin duda era menester regarloscon sangre: que el temple de voluntad de quien los cultivase había deser como el del acero y las entrañas como las del tigre. Así se absolvióde su pecado, si le hubo, en la muerte de Tomás Cardoso. Así se calificóhasta de benigno. No por eso en absolución fue acompañada de alegría,sino que sintió pesar más negro en el fondo del alma al imaginar cuándifícil era, sin culpa, sin estrago y muerte, conquistar por la acciónla suspirada gloria.

Sustrayéndose luego a las tristes reflexiones de su harto exageradopesimismo, Morsamor preguntó a Juan de Cartagena:

—¿Y quién es este que Magallanes dejó abandonado en tu compañía?

—Este—respondió Juan de Cartagena—fue quien más nos solevantó yalborotó con sus discursos. Es un fraile cordobés, llamado Fray Blas deVillabermeja.

Morsamor fijó entonces su atención en el fraile, le reconoció, fue haciaél y le echó los brazos al cuello.

—¡Querido Paisano!—le dijo—. Cuánto me alegro de poder servirte yvalerte en esta ocasión.

Tú eres de un lugar que apenas dista un cuartode legua de mi patria, Zuheros.

Morsamor y también Tiburcio reconocieron en el fraile abandonado a unantiguo colega del mismo convento en que ellos habían vivido, pero elfraile no reconocía a ninguno de los dos por más que maravillado loscontemplaba. Se lo impedían el mágico remozamiento del uno y la gallardae insolente apostura del otro, tan distinta de la humildad claustral quehabía afectado cuando era novicio. Pero sin que le importase muchoreconocerlos o no, Fray Blas de Villabermeja se dejó querer y agasajar ydio gracias al cielo que de su abominable destierro le libertaba.

Después de tan raro encuentro, la historia de la navegación de la nueva Argo nada notable ofrece ni refiere durante más de cuarenta días. Sólose sabe que Morsamor fue tan venturoso, que navegó con velocidadincreíble. Al fin vino a hallarse a corta distancia, casi a la vista deSagres, como si la Providencia dispusiese que en el punto que habíahecho famoso el Infante don Enrique, iniciador de los grandesdescubrimientos, terminase su viaje el hombre que iba a cerrar el cicloy a dar comienzo a nueva Era.

-XL-

No todas las dificultades se habían allanado. Nadie hasta el fin puedecantar victoria. A veces el más hábil auriga, al ir a alcanzar la palmasalvando la meta, suele tocar en ella y dar lastimoso y mortíferovuelco.

De repente vieron Morsamor y los de su nave un gravísimo peligro quevenía sobre ellos, de que ya no podían esquivarse con la fuga y que eramenester arrostrar con heroica y casi sobrehumana valentía.

Una enorme galera se aproximaba dándoles caza. En su proa y en su popatenía sendas bombardas, y tres falconetes en cada costado. Estrecho erael barco de babor a estribor, y la longitud de su eslora hacía quehendiese rápidamente las olas a impulso de los treinta remos que llevabaen cada banda.

Lorenzo Fréitas no dudó ni un instante de que aquella nave era decorsarios argelinos.

—Salvarse huyendo—decía—sería un milagro que no debemos esperar de labondad divina.

Nuestra artillería vale poco o nada, y, si la empleamos,sólo conseguiremos provocar y enojar al cosario, que con la suya nosechará pronto a pique, sobreponiéndose su cólera a la codicia que lemueve a apoderarse de la presa. Rica debe de imaginársela. Nuestro barcono tiene aspecto guerrero, sino trazas de lo que es: de nave mercanteque vuelve de la India. En su imaginación verá ya el corsario los ricostesoros de que pronto va a hacerse dueño. Podemos pelear y defendernos,pero sin esperanza. Señor Miguel de Zuheros, creo de mi deber deciros miopinión con franqueza.

—Yo la acepto y la estimo—respondió Morsamor—. Y con la mismafranqueza voy a exponer mi parecer, aunque ya en forma de órdenesimperativas e ineludibles, porque no hay tiempo para discusiones

nidiscursos.

Espero

que

todos

cumpliréis

con

vuestro

deber,

me

obedeceréisciegamente y haréis con puntualidad y exactitud lo que yo prescriba.

Soldados y marineros juraron obedecer a su capitán. Morsamor entoncesdispuso las cosas con arreglo al plan que había concebido y dividió entres partes sus fuerzas: la marinería al mando del piloto; al mando deTiburcio lo mejor de la hueste, contándose en ella Juan de Cartagena yFray Blas de Villabermeja, a quienes excitó para que se luciesen,pagando así la franca hospitalidad con que los había acogido. Él guardóbajo su inmediato gobierno a veinticuatro de sus más leales, astutos yvalientes aventureros, en cuyo número figuraban los mestizosmongoles-castellanos.

En seguida dio Morsamor sus instrucciones a los jefes y ordenó queocupase su puesto cada uno. La nueva Argo siguió huyendo, pero conmuestras de desesperación y de miedo, sin desplegar más velas, como sipareciese resignada ya a entregarse al enemigo.

El corsario, impaciente, lanzó, no obstante, tres disparos de falconetepara que la nueva Argo se rindiera. Una de las balas tocó en el cascodel buque y abrió en él ancho agujero, aunque por fortuna muy sobre lalínea de flotación, cerca de la popa. Sólo con mar muy alborotado y conarfar muy violento podría la nave hacer agua. Nada contestó Morsamor aaquel daño y a aquel ultraje. Su nave, inerme, dejó que se le aproxímasela galera, que la prendiese con enormes garfios, y que los corsarios,armados de hachas, se lanzasen al abordaje, o más bien, confiados en supoder incontrastable, a tomar posesión de la nave sin recelarresistencia alguna.

Así fue en un principio. Morsamor y los veinticuatro capitaneados por élcejaron como amedrentados, aunque sin desordenarse ni separarse. Loscorsarios, con su capitán al frente, llenaban ya la cubierta. El grupode Morsamor se arrinconó hacia la popa; hacia la proa, Fréitas y susmarineros. En el barco no parecía haber más tripulantes. El aspecto deambos grupos inspiraba compasión y fomentaba la confianza y el descuidode los corsarios. Sin duda Morsamor y Fréitas querían rendirse anhelandosólo las menos duras condiciones. No intentaban hacer uso de las armas,aunque las tenían en las manos. A fin de que las entregasen, loscorsarios se dividieron, dirigiéndose a un grupo y a otro.

En la pequeña cámara de Morsamor, que estaba sobre cubierta, no parecíaposible que hubiese capacidad bastante para que en ella se ocultasenmuchos hombres armados. En ella, no obstante, estaban hacinados yapretados Tiburcio y su tropa.

De súbito abrieron la puerta de la cámara y salieron con inauditarapidez. Todos corrieron hacia el lado opuesto al en que estabanMorsamor y Fréitas y hacia el punto en que la nueva Argo estaba asidaal barco corsario. Con prodigiosa agilidad y con tal prontitud que nodieron tiempo para que se apercibiesen y cerrasen paso, saltaron todosen la galera. Y entonces, más listos y expeditos aún, dieron muerte alos cómitres, quitaron grillos y cadenas y pusieron en libertad a losgaleotes, que eran más de sesenta cristianos cautivos. Estos hallaronsin dificultad armas de que apoderarse.

Tarde semi-comprendió el capitán corsario la estratagema que le habíanurdido, mas no desmayó por eso. Antes bien, arremetió impetuoso contrael grupo de Morsamor, mientras que otro buen golpe de su gente caíasobre Fréitas y sus marineros, los cuales tuvieron por desgracia queluchar proporcionalmente contra mayor número de contrarios. Fréitas fueuno de los primeros que perdieron la vida, abierta su cabeza de unhachazo. Otros ocho de su tropa sucumbieron también, al principio caside la pelea.

Morsamor, entre tanto, parecía invulnerable, pero también sus enemigoseran más que los hombres de que él disponía. Acorralados Morsamor y lossuyos se mantenían a la defensiva.

Todo esto, no obstante, fue obra de pocos minutos. Tiburcio supo darseprisa. En la galera corsaria dejó a Juan de Cartagena y a Fray Blas condiez hombres más de su fuerza y con veinte galeotes, ya libres yarmados, y se precipitó en la nueva Argo con todos los demás que leseguían y que eran más de sesenta. Ansiosos de combatir se sentíantodos, y particularmente los ya libres forzados, a quienes aguijoneabael rencor e impulsaba el deseo de curar con la sangre de los corsarioslas llagas y los verdugones que la penca del cómitre había hecho en susespaldas desnudas.

Atacados los corsarios por todas partes, no pudieron resistir. Aunquevendieron caras sus vidas, perecieron los más valientes y el capitánargelino, rindiéndose a discreción los otros, que fueron aherrojados yconvertidos en nueva chusma.

Morsamor pasó en triunfo a la conquistada galera. Resonar de clarines,vivas, altos aplausos y el estampido de algunos disparos de losfalconetes solemnizaron la victoria. Con lamentos y hasta con lágrimasse deploró la muerte de Fréitas y de las otras víctimas.

Para escarmiento ejemplar y para dar testimonio del brillante éxito deaquella lucha, Morsamor mandó colgar el cadáver del capitán argelino enel mástil de la galera, sobre el cual dispuso que se izase la bandera deCastilla.

Rodeado de Tiburcio, Cartagena, Fray Blas y otros, se hallaba Morsamorpresenciando aquella maniobra y recibiendo plácemes, cuando a deshoraapareció una rubia y majestuosa dama, vestida de luto, y se arrojó enlos brazos de Morsamor y cubrió su rostro de besos, exclamandoentusiasmada:

—¡O givia ed orgoglio del mio core! ¡O coraggioso mio drudo!

-XLI-

Más sorprendido que complacido vio Morsamor la aparición de donnaOlimpia de Belfiore, pues no era otra la dama enlutada que le saludó contanto entusiasmo y cariño.

Hermosa como siempre estaba donna Olimpia. El tiempo no imprimía ladestructora huella en su rostro, en el cual se notaba mayor majestad queantes y honda tristeza.

Donna Olimpia no había aparecido sola. Teletusa, tan regocijada como decostumbre, apareció con ella. Y aparecieron igualmente entre loslibertados galeotes, siendo de los que mejor pagaron la libertadcombatiendo a los corsarios, los dos fieles y robustos escuderos aquienes llamaban Asmodeo y Belcebú, más por broma que con suficientemotivo.

Para satisfacer la curiosidad natural de Morsamor y de Tiburcio, donnaOlimpia, en presencia de Teletusa y del doncel, no tardó en contar agrandes rasgos sus aventuras. Y como donna Olimpia era tan latina y tanabastada de erudición clásica, empezó diciendo como el Eneas deVirgilio:

¡In fandum, Morsamor, jubes renovare dolorem!

Traía ella consignados en precioso manuscrito todos los peregrinossucesos de que había sido testigo, agente o paciente. Con ellos,imitando a César, se proponía dar al público sus comentarios. Esindudable que si los hubiese publicado y si no se hubiesen perdido,serían casi tan interesantes como los del Dictador romano. Si nosotroslos poseyésemos o pudiésemos reconstruirlos, compondríamos con ellos unahistoria no menos extensa que la presente, pero aquí deben entrar comoepisodio, y el episodio no debe extenderse más que el principal asunto.Para no faltar a esta regla de los preceptistas y cumplir con el semperad aventum festina de Horacio, nos abstendremos de referir las cosascon la pausa con que las refirió donna Olimpia, y las referiremos tan enresumen, que más parezcan el plan o el índice de la historia que lahistoria misma.

Con la presencia en Melinda de nuestras dos damas, la corte estababrillantísima: las fiestas y diversiones se sucedían sin tregua:cacerías, banquetes, cabalgatas, simulacros de batallas, o algo a modode bárbaros torneos, todo se sucedía con grande lujo y no menoresgastos. El pueblo, negro y tacaño, se hartó de tanta magnificencia yhalló que le costaba muy cara. Donna Olimpia tuvo indicios de que seconspiraba contra ella y contra el rey. Para aquel generoso príncipetemió un mal percance y para ella fin no menos trágico que el de lafamosa Raquel, judía de Toledo, o que el de doña Inés de Castro, tancelebrada más tarde por los poetas épicos y dramáticos portugueses.

Donna Olimpia sabía eclipsarse y evadirse a tiempo. En esta ocasión nole faltó su habilidad.

Con raro disimulo ganó el corazón y hechizó alcapitán de una nave lusitana que tocó en Melinda de paso para Massauá adonde iba a reunirse con la flota, que había llevado a don Rodrigo deLima y que debía volver a la India con dicho señor y con toda su pomposaEmbajada, después que hubiesen visitado al Preste Juan, o sea al monarcade Abisinia o por otro nombre de la alta Etiopía.

No tenemos espacio para describir aquí aquel país desconocido hastaentonces de los europeos ni para relatar los peligros y trabajos quepasaron y los triunfos que obtuvieron nuestras dos atrevidas viajeras.

La Etiopía alta era y es a modo de inmensa fortaleza natural, de navadilatadísima, que se levanta, sostenida por abruptos cerros, muy sobreel nivel de las otras circunstantes tierras africanas. Allíencastillado, resistiendo a la creciente inundación del Islamismo,vivía, desde muy antiguo, un pueblo cristiano, y había un reino un tantodecaído ya, pero en otro tiempo muy poderoso que se extendía por Arabiay por otras regiones.

Hacía ya más de treinta años que Pedro de Covillán había sido enviado aaquel reino por el príncipe perfecto don Juan II. Aquel varón simpáticoy astuto se había ganado la voluntad de los etíopes y singularmente lade la sapientísima reina Elena, quien le tuvo por consejero y muy por suprivado. Pedro de Covillán se había hecho abisinio, Grande del reino yGobernador o más bien príncipe feudatario de fértiles y dilatadascomarcas. Él influyó para que viniese a Lisboa y viviese en la corte dedon Manuel el ilustre señor Mateo, Embajador del rey David y de la reinaElena.

En respuesta a dicha Embajada, había ido a visitar al Preste Juan el yamencionado don Rodrigo de Lima con gran pompa y séquito. En el séquitodescollaba el Reverendo Padre Fray Francisco Álvarez, elocuente yverídico historiador de la Embajada misma, a cuya narración nosremitimos, y alma además de las negociaciones diplomáticas, porque eltal don Rodrigo era muito parvo, si hemos de dar crédito a lashablillas y murmuraciones de sus subordinados. Todo esto, no obstante,importa tan poco a nuestra historia, que debiéramos pasarlo en silencio.Bástenos decir que donna Olimpia se ingenió de tal suerte y se dio tanbuena maña, que se hizo amiga de Pedro de Covillán, de don Rodrigo, y detodo el personal de la Embajada. Por este medio fue presentada en lacorte que iba siempre vagando de un lugar a otro y habitaba bajohermosas tiendas en campamento vastísimo capaz de contener y quecontenía más de veinte mil personas, desde el Abuna o Patriarca, laclerecía, las princesas de la sangre y los altos dignatarios, hasta lossoldados y sirvientes.

En fin, y para no cansar a los lectores, consignaremos sin más preámbuloque el Preste Juan o soberano de aquella tierra que se llamaba entoncesDavid, se enamoró perdidamente de donna Olimpia, y acabó por casarse conella.

David era ya casado, pero esto no era óbice, porque allí el rey podía ysolía tener dos mujeres legítimas: una se llamaba cuan-baaltihat oreina de la mano derecha, y la otra, gerâ—baaltihat o reina de lamano zurda. Esta última dignidad fue la que obtuvo donna Olimpia, mas nopor eso fue menos considerada, y según la etiqueta de la corte, severa yminuciosa por todo extremo, donna Olimpia fue tratada, respetada yatendida como esposa del Negus Nagat, o Rey de reyes y Soberano Señorde Aksum, de Homer, de Raydan, de Habaset, de Sabá, de Silhi, de Tiyam,de Kas, de Bega y de otros Estados, de la mayor parte de los cuales, ya in partibus infidelium, sólo quedaba el título.

Algo influyó donna Olimpia en la renaciente cultura de los abisinios, yde ello con razón se jactaba. Censuró y condenó las muy frecuentesborracheras de onfacomeli, bebida de que se abusaba mucho en Abisinia, yde cuya composición, tal como la explica el diccionario de la RealAcademia Española, tantos donaires y chistes acertó a decir nuestroamigo don Manuel Silvela. Con más eficaz energía se opuso aún a que lossúbditos de su esposo comiesen carne cruda, y sobre todo, a que losrefinados y sibaríticos la comiesen invirtiendo los trámites, o sea (nolo creeríamos si no nos lo contasen autores de grave autoridad yrespeto), cortando la carne del buey vivo para que, sazonada con sal ypimienta, entrase en la boca conservando aún el calor vital inimitable ydelicioso.

Nuestra heroína logró modificar también el desorden abominable con quesolían terminar los banquetes, cuando se abusaba del onfacomeli y delbuey vivo. El desenfreno era tal, que el pudor de donna Olimpia hubo desublevarse, transmitiendo tan honrada sublevación a su esposo. Como enaquel país hay muchísimas hienas, que tan cobardes como carnicerasdevoran las bestias de carga y tienen miedo del hombre, aunque rodean einvaden a veces el campamento regio, cada personaje de la corte y elmismo rey van siempre armados de un látigo para osear y castigar lashienas con que tropiezan a su paso. De este látigo se valió, pues, elrey David, incitado por donna Olimpia, para infundir recato y composturaa sus cortesanos y hasta a las princesas de la real familia en una deaquellas orgías endemoniadas.

Un poco atenuó también donna Olimpia lo sobrado servil de algunasetiquetas o ceremonias de aquel ambulante palacio, impidiendo que en losucesivo se pusiesen todos de rodillas, besasen la tierra yprorrumpiesen en jaculatorias o breves y fervorosas oraciones, no sólocuando aparecía el Negus, sino cuando cualquier rumor, como suspiro,tos o estornudo, indicaba su cercanía.

Con tales mejoras, con tan buenos consejos y con el ameno trato de donnaOlimpia, el rey estaba cada día más prendado de ella. El nacimiento deun Principito puso el colmo a la ventura de amantes esposos. Pero el reyenfermó y creyó a pies juntillas que era llegada su última hora.

No había que vacilar ni que retardarse. Muerto el rey, le sucedería alpunto su primogénito, hijo de la reina de la mano derecha, príncipe muyapegado a los antiguos usos y muy receloso además. De seguro que no bienempuñase el cetro, encerraría a donna Olimpia y a su vástago en ciertocastillo, levantado a este propósito encima de muy alta y escarpadaroca, a donde sólo podía subirse por estrecha escalera abierta en losduros peñascos y muy bien defendida y custodiada. En aquel retiro, a finde evitar contiendas civiles, eran encerrados cuantos podían tener algúnderecho a la sucesión de la corona, arrancándoles a menudo los ojos consabia cautela.

Era menester evitar tan ruda catástrofe. El Negus tenía que enviar unEmbajador al bajá que, derribado ya el poder anárquico de los mamelucos,gobernaba en el Cairo. El Abuna, al mismo tiempo, tenía que enviar unmensajero y parte del diezmo al Patriarca de Alejandría, de quien erasufragáneo. Se aprovechó, pues, aquella excelente ocasión, y con lalucida y bien custodiada caravana, se largó de Abisinia donna Olimpia,en compañía del Principito, de Teletusa y de sus dos fieles escuderosque nunca la abandonaron.

En su tránsito por Egipto, vio y admiró donna Olimpia la esfinge, laspirámides y multitud de otros monumentos del tiempo de los Faraones.

Llegada sana y salva a Alejandría, se embarcó con su gente en un barcomercante de Venecia, que navegaba con diploma o patente del gran turcoSolimán, a quien para obtener tales diplomas pagaba un considerabletributo anual la Señoría.

A la vista ya de la costa occidental de Italia ocurrió la enormedesventura de que el barco veneciano fuese apresado por el corsario omás bien por el feroz y desalmado pirata cuya merecida y trágica muertehemos ya narrado. El diploma del gran Sultán de los osmanlíes, aunquefue exhibido, estaba escrito en vítela con letras de púrpura y oro y erauna maravilla caligráfica, no sirvió absolutamente de nada. El pícarocorsario supuso que era falso a fin de no darle cumplimiento y se llevóa remolque el barco veneciano, transbordando a su galera y hasta a sucamarote a donna Olimpia y a Teletusa.

-XLII-

Terrible situación era esta para una reina, aunque fuese de Abisinia yde la mano zurda.

Según los anales etiópicos, allá en tiempo del Rey Salomón, hubo enEtiopía una señora llamada Makeda que no fue otra sino la misma reina deSabá, la cual visitó al monarca de Israel, examinó y tomó el pulso a susabiduría poniéndole mil acertijos y enigmas, y le enamoró además, hastael punto de volver ella a su país muy ilustrada y en estado interesante.El augusto niño que nació de resultas, se llamó Menilek o Menelik y fueantiquísimo y reverendísimo tronco de la dinastía a la sazón reinante,en cuya comparación eran frescas, plebeyas de ayer y de mañana todas lasdinastías de Europa.

Ansiosa estaba donna Olimpia de rivalizar con la señora Makeda y aun deobscurecer la gloria de otra reina de Etiopía llamada Candace que sehizo cristiana y difundió la verdadera religión entre sus súbditos,inducida a ello por su virtuoso valido, aquel eunuco a quien convirtióel diácono Felipe, explicándole un texto obscuro de Isaías.

Donna Olimpia proyectaba criar y educar a su Principito con el mayoresmero por monjes benedictinos, ya que todavía ni San Ignacio de Loyola,ni San José de Calasanz habían fundado escuelas; y luego que estuviesebien educado y crecido, enviarle a conquistar la Abisinia y a sacarla dela barbarie en que había caído.

El corsario argelino había venido en mal hora a contrariar tan altosproyectos.

Durante dos o tres días, sin embargo, renació la esperanza de donnaOlimpia.

El Mediterráneo se hallaba a la sazón surcado de continuo por muchasgaleras de los Caballeros de San Juan de Jerusalem, los cuales vagabansin hogar de un punto a otro. Acababan de perder la isla de Rodas queera su dominio. Solimán, poderoso monarca de los osmanlíes, habíadirigido todas sus fuerzas contra aquella isla, la cual, después delargo asedio y de una defensa pasmosamente heroica en que perecieron másde cien mil turcos, tuvo necesidad de rendirse. Honrosa fue lacapitulación que firmó el Gran Maestre Felipe de Villiers de Lisle Adan,quien salió con armas y banderas desplegadas y con cinco mil personasque le siguieron. La noble emulación entre los Caballeros de las ocholenguas, su espíritu militar y su ardiente fe religiosa, dieron aspectode triunfo a aquella pérdida, hermoseándola con palmas y laureles.

Los expulsados Caballeros de Rodas vagaban por el Mediterráneo en susgaleras, ansiosos de tomar en los corsarios algún desquite.

Dos galeras de los Caballeros de Rodas avistaron la galera del corsarioy la persiguieron con ahínco; pero la galera del corsario era ligerísimay despiadados sus cómitres. El rebenque, cayendo sobre las espaldas delos forzados, acrecentó su fuerza locomotora, y el corsario logróescapar de la persecución, aunque sin arribar a Argel, sino llegando ensu fuga hasta cerca de las costas de Málaga. Desde este puerto,divisaron el bajel corsario barcos de guerra de Castilla que salieron adarle caza. Acosado el corsario por todas partes, pasó el Estrecho deGibraltar para ponerse en cobro.

En aquellos días de angustia, el corsario, como era natural, estaba muyrabioso y se sentía capaz de toda suerte de atrocidades.Infortunadamente, el Principito estaba muy empalagoso con los dolores ymolestias de la dentición. De noche, sobre todo, tomaba estruendosasperras, berreaba mucho y no dejaba que ni donna Olimpia, ni Teletusa, niel corsario, pegasen los ojos.

El corsario, durante tres noches, loaguantó todo por galantería; pero en la noche cuarta, se puso tannervioso y tan frenético que apenas nos atrevemos a decir lo que hizo,tanto es el horror que nos causa. Imitando, o mejor diremos,prefigurando al héroe de una novela de Gabriel d'Anunnzio, aunque sinpremeditación ni alevosía, sin sutilezas psicológicas y sin celosretrospectivos, sino en el arrebato y en la excitación del insomnio,agarró al Principito y lo arrojó al mar por la ventana del camarote.

Desgarradores fueron los gritos que en aquella ocasión lanzó donnaOlimpia, al considerar que se ahogaban sus más bellas esperanzas. DonnaOlimpia tuvo, sin embargo, que callarse, porque el corsario, brutal eiracundo, la amenazó con arrojarla también al mar si no se callaba.

De lo que ocurrió al día siguiente ya hemos dado cuenta. Ya sabemos cómoel corsario pagó de una vez todos sus delitos.

Cuando Morsamor supo los lastimeros ocasos que acabamos de referir, secompadeció de donna Olimpia y procuró consolarla; pero el cuidado de sunave le preocupaba más todavía. Y

como iba ya acercándose a la costa,Fréitas había muerto y no era muy de fiar el contramaestre, Morsamorvelaba y sólo por breve rato entraba a reposar en la cámara.

-XLIII-

Antes de amanecer, se levantó Morsamor y fue sobre cubierta.

Fresco vientecillo de Poniente empujaba la nave hacia la costa. Era deesperar que, al rayar el alba llegase la nave a la desembocadura delTajo y penetrando y subiendo por el río, se presentase frente a Lisboa.

En pos de la nave de Morsamor iba el barco del vencido corsarioargelino, brillante trofeo de la recién alcanzada victoria.

Tiburcio de Simahonda había tomado en él el mando. La bandera deCastilla, izada en el mastelero de gavia, continuaba allí en señal deposesión, a pesar de la noche. De las entenas pendían, cual horribleadorno y para ejemplar escarmiento, los cadáveres del capitán argelino yde ocho satélites suyos, cada uno de ellos colgando por el pescuezo conun lazo escurridizo.

Densísima niebla lo envolvía todo. En la vaga penumbra del crepúsculosólo se percibía la forma indecisa del bajel apresado, como negro bultoque se destacaba sobre un fondo de color de ceniza.

Ni los cercanos montes de la costa, ni las pálidas y moribundasestrellas, ni mar ni cielo se percibían con claridad. Si algo sevislumbraba era como a través de muy tupido velo.

Morsamor triunfante se engreía y deleitaba en la contemplación de sugloria, sólo compartida acaso por Fernando de Magallanes. ¿Habría estelogrado o iría pronto a lograr su propósito después de pasar el Estrechodonde encontró Morsamor el rastro y las muestras de su cruel energía?Morsamor se lo preguntaba y no acertaba a responderse. Pero fuera cualfuera la respuesta que diese al cabo el destino, la gloria de Morsamor,aunque compartida, no menguaba.

Él había circunnavegado el planeta,obtenido experimental conocimiento de su magnitud y de su forma, ycerrado el ciclo de los grandes descubrimientos y navegaciones.

Soberbio, engreído estaba Morsamor por todo ello. Y sin embargo, en vezde ensancharse su corazón y de regocijarse, se sentía abrumado enaquellos momentos por amarga tristeza. Un enjambre de pensamientosdesconsoladores acudían a su espíritu y le atormentaban y picaban conponzoñoso estímulo. Y en aquel estímulo ponzoñoso había, como en elestro de los poetas, la eficacia de revestir de imágenes lo pensado,prestándoles movimiento y vida y poblando y animando con ellas elambiente de nieblas que a Morsamor circundaba.

No, no era arco triunfal el que acababa de erigir y por dondegloriosamente se entraba en la edad moderna. Era más bien puerta con queél cerraba y terminaba un inmenso periodo histórico, una larga serie demás de treinta siglos, durante los cuales los pueblos que habitan entorno del Mar Mediterráneo habían sido guías, iniciadores, maestros yhierofantes del humano linaje.

Egipto, Fenicia, Grecia, Italia y España,habían tenido sucesivamente el primado, el cetro y la virtudcivilizadora.

El mismo orgullo de Morsamor, el superior valer que atribuía a sushechos se revolvía en daño suyo y servía para deprimirle. Acabada por élla obra que incumbía a los pueblos meridionales de nuestro continente,la fuerza, el imperio y la inteligenc