Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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¡Pepet!... ¡Atlot!

Una voz femenina sonó a lo lejos, como un cristal, cortando el densosilencio de las primeras horas de la tarde, cargado de vibraciones decalor y de luz. Sonaba cada vez más fuerte, al repetirse, como si seaproximase a la torre.

Pepet abandonó su posición de bestezuela en descanso, libertando laspiernas encogidas del anillo de los brazos para erguirse de un salto...Era Margalida la que llamaba...

Su padre debía reclamarle para algúntrabajo, en vista de su tardanza.

El señor le retuvo por un brazo.

—Déjala que venga—dijo sonriendo—. Hazte el sordo, para que grite.

El Capellanet enseñó los nítidos dientes en la obscuridad de su carabronceada. Sonrió el pillete, satisfecho de esta inocente complicidad, yquiso aprovecharse de ella, hablando al señor con atrevida confianza.

¿De veras que pediría para él, al siñó Pep, el cuchillo del abuelo? ¡Ay, el gabinet del güelo! Estaba siempre presente en su memoria.

—Sí, lo tendrás—dijo Jaime—. Y si tu padre no te lo da, yo tecompraré el mejor que encuentre en Ibiza.

El muchacho se frotó las manos, brillándole los ojos con fulgoressalvajes.

—Es sólo para que seas hombre como los otros—

continuó Febrer—; pero¡nada de usarlo! Un simple adorno nada más.

Pepet, ansioso de realizar cuanto antes su deseo, contestó con enérgicosmovimientos de cabeza. Sí; un adorno nada más... Pero sus ojos seobscurecieron con una duda cruel...

Un adorno; pero si alguien leofendía llevando tal compañero, ¿qué debe hacer un hombre?...

¡Pepet!... ¡Atlot!

La voz de cristal sonó ahora al pie de la torre. Febrer esperaba oírlamás cerca, ver aparecer la cabeza de Margalida y luego todo su cuerpo enel hueco de entrada.

En

vano

aguardó

largo

rato:

la

voz

fue

haciéndoseapremiante,

con

graciosos

temblores

de

impaciencia, pero sin aproximarsemás.

Febrer se asomó a la puerta y vio a la muchacha al pie de la escalera,algo empequeñecida por la distancia, con hinchada falda azul y unsombrero de paja del que pendían cintas a flores. Sobre el fondo de lasamplias alas del sombrero, iguales a una aureola, destacábase su rostro,de una palidez de rosa, en el que parecían temblar las gotas negras delos ojos.

¡Salut, Flo d'enmetllé! —dijo Febrer con cierta inseguridad en lavoz, pero sonriendo.

«¡Flor de almendro!...» Al oír la muchacha este nombre en boca delseñor, el carmín de una expansión sanguínea ocultó momentáneamente lasuave blancura de su tez...

«¿Ya sabía don Jaime este nombre?... ¿Un señor como él se enteraba detales tonterías?...»

Febrer sólo vio ya la copa y las alas del sombrero de Margalida. Habíabajado la cabeza, y en su turbación jugueteaba con las puntas deldelantal, avergonzada como una niña que se da cuenta de pronto de lasignificación de su sexo y escucha el primer requiebro.

III

El domingo siguiente, Febrer fue por la mañana al pueblo. El tíoVentolera no podía acompañarle al mar, pues consideraba indispensable supresencia en la misa, para responder con voz chillona a las palabras delsacerdote.

Falto de ocupación, Jaime emprendió la marcha hacia el pueblo porsenderos de tierra roja que ensuciaba la blancura de sus alpargatas. Erauno de los últimos días estivales. Las alquerías de nítida blancuraparecían reflejar como espejos el fuego de un sol africano. Zumbaban enel ambiente los enjambres de insectos. En la sombra verdosa de lashigueras, amplias, bajas y redondas, apoyadas en un círculo de estacascomo un techo de verdura, caían los higos abiertos por el calor,reventando en el suelo como enormes gotas de azúcar purpúreo. Laschumberas alzaban sus muros de pinchosas palas a ambos lados del camino,y entre sus raíces polvorientas correteaban, medrosas y ebrias de sol,pequeñas bestias ondeantes, de larga cola y verde esmeralda.

Por entre la columnata negra y retorcida de los olivos y los almendrosveíanse a lo lejos, siguiendo otros senderos, grupos de payeses quetambién marchaban hacia el pueblo.

Delante iban las atlotas de trajedominguero, con pañuelos rojos o blancos y faldas verdes, brillando alsol sus grandes cadenas de oro. Junto a ellas caminaban lospretendientes, escolta tenaz y hostil que se disputaba una mirada o unapalabra de preferencia, asediando varios a la vez a la misma moza.Cerraban la marcha los padres de las muchachas, envejecidos antes detiempo por las fatigas y sobriedades de la vida del campo, pobresbestias de la tierra, sumisas, resignadas, negras de piel, con losmiembros secos como sarmientos, y que en la modorra de su menterecordaban cual una vaga y remota primavera los años del festeig.

Cuando Febrer llegó al pueblo se dirigió rectamente a la iglesia. Loformaban seis u ocho casas con la alcaldía, la escuela y la taberna entorno del templo. Éste erguíase soberbio y poderoso, como nexo de uniónde todo el caserío esparcido por valles y montes en algunos kilómetros ala redonda.

Jaime, despojándose del sombrero para limpiarse el sudor de la frente,se refugió bajo las arcadas de un pequeño claustro que precedía a laiglesia. Allí experimentó la misma sensación de bienestar del árabe quese acoge a un solitario morabito tras la marcha por el arenal inflamadocomo un horno.

La blancura de la iglesia, enjalbegada de cal, con sus arcadas frescas ysus ribazos de piedra seca coronados de nopales, hacía pensar en unamezquita africana. Tenía más de fortaleza que de templo. Sus tejadosestaban ocultos por el borde superior de los muros, especie de reductosobre el cual habían asomado muchas veces escopetas y trabucos.

La torreera un torreón de guerra coronado todavía de almenas: su vieja campanahabía volteado en otro tiempo con la fiebre del rebato.

Esta iglesia, en la que los payeses del cuartón entraban a la vida conel bautismo y salían de ella con la misa de difuntos, había sido durantesiglos el refugio de sus pavores, la fortaleza de sus resistencias.Cuando las atalayas de la costa anunciaban con fogatas o humaredas unbarco de moros, de todas las alquerías de la parroquia corrían lasfamilias hacia el templo, los hombres cargando su escopeta, las mujeresy niños arreando las cabras y los asnos o llevando a cuestas con laspatas atadas en manojo todas las aves de corral. La casa de Dios seconvertía en establo guardador de la fortuna de sus adeptos. El cura, enun rincón, rezaba con las mujeres, siendo cortadas sus oraciones porchillidos de angustia y llantos de niños, mientras en los tejados y latorre los escopeteros exploraban el horizonte, hasta que llegaba noticiade que las aves de rapiña del mar se habían alejado. Entoncesreanudábase la existencia normal, volviendo cada familia a suaislamiento, con la certeza de repetir el viaje angustioso pocassemanas después.

Febrer permaneció bajo las arcadas viendo cómo iban llegando los gruposde payeses a toda prisa, espoleados por el último toque del esquilón quevolteaba en lo alto de la torre. El interior de la iglesia estaba casilleno. Por la puerta entreabierta llegaba hasta Jaime una densa bocanadade respiraciones ardorosas, de sudor y ropas burdas.

ExperimentabaFebrer cierta simpatía por estas buenas gentes cuando las tropezaba porseparado, pero la muchedumbre inspirábale aversión, y permanecía lejosde su contacto.

Muchos domingos bajaba al pueblo para quedarse en la puerta de laiglesia, sin entrar en ella. La soledad habitual en su torre de la costale hacía necesario ver gentes. Además, el domingo resultaba para él,hombre sin ocupaciones, un día monótono, fastidioso, interminable. Estedescanso de los demás era su tormento. No podía ir al mar por falta debarquero, y los campos solitarios, con sus casas cerradas, por hallarselas familias en la misa o en el baile de la tarde, le comunicaban laimpresión penosa de un paseo por un cementerio. La mañana pasábala enSan José, y uno de sus placeres era permanecer en el claustro de laiglesia viendo entrar y salir al gentío, gozando de la fresca sombra delos arcos, mientras unos pasos más allá ardía la tierra con lareverberación solar, mecían sus ramas los árboles lentamente, comoangustiadas por el calor y el polvo que cubría sus hojas, y el ambientedenso parecía ser mascado antes de descender a los pulmones.

Llegaban las familias retrasadas, pasando ante Febrer con una mirada decuriosidad y un leve saludo. Todos le conocían en el cuartón. Estasbuenas gentes, al verle en el campo podían abrirle la puerta de su casa;pero su afabilidad no iba más allá, siendo incapaces de aproximarse a élpor impulso propio. Era un forastero. Además, era un mallorquín. Sucondición de señor creaba una misteriosa desconfianza en la genterústica, que no podía explicarse su permanencia en el aislamiento de unatorre.

Febrer quedó solo. Llegó hasta sus oídos el repiqueteo de unacampanilla, el rumor de la gente al arrodillarse o al ponerse de pie, yuna voz conocida, la voz del tío Ventolera, lanzando en tono cantablelas respuestas de la misa con el estridor de su boca sin dientes. Lagente aceptaba sin reírse estas ingerencias de su locura senil. Estabahabituada, años y años, a oír los latinajos del antiguo marinero, quedesde su banco apoyaba a gritos las respuestas del ayudante. Todos dabancierto carácter sagrado a estos desvaríos, como los orientales, que venen la demencia un signo de santidad.

Fumó Jaime en la entrada de la iglesia para entretenerse.

Unos palomosse arrullaban sobre los arcos, cortando con el rumor de sus caricias laslargas pausas de silencio. Tres colillas de cigarro estaban a los piesde Febrer, cuando sonó en el interior del templo un largo murmullo comode cien respiraciones contenidas que se exhalan al fin con un suspiro desatisfacción. Luego ruido de pasos, voces ahogadas de saludo, chocar desillas, chirrido de bancos, arrastre de pies, y la puerta quedóobstruida por las gentes que intentaban salir todas a un tiempo.

Comenzaron a desfilar los fieles, saludándose como si se vieran porprimera vez al encontrarse en pleno sol, fuera de la luz crepuscular deltemplo.

¡Bon dia!... ¡Bon dia!...

Salían en grupos las mujeres: las viejas vestidas de negro, esparciendoel interno olor de sus innumerables zagalejos y faldas; las jóveneserguidas en su estrecho corsé, que les aplastaba los pechos y borrabalas curvas salientes de las caderas, ostentando con nobiliario orgullo,sobre el pañuelo multicolor, las cadenas de oro y los enormescrucifijos. Eran cabezas morenas o verdosas con grandes ojos dedramática expresión; vírgenes cobrizas con el pelo brillante y aceitosopartido por una raya que iba ensanchando cada vez más la rudeza delpeine.

Los hombres deteníanse un momento en la puerta para colocarse sobre larapada cabeza, con luengos rizos en su parte delantera, el pañuelo quellevaban bajo el sombrero, a uso mujeril. Era una prenda con la quesuplían el capuchón del antiguo jaique del país, usado ya únicamente encircunstancias extraordinarias.

Luego, los viejos sacaban de la faja una pipa rústica fabricada porellos mismos, llenándola de tabaco de pota cultivado en la isla,hierba de acre olor. Los mozos se alejaban de ellos. Salían del atriopara adoptar fieras posturas, con las manos en la faja y la cabezaerguida, ante los grupos de mujeres. En ellos estaban las amadas atlotas fingiendo indiferencia y contemplándolos al mismo tiempo conel rabillo de un ojo.

Poco a poco iba disolviéndose esta masa de gentío.

¡Bon dia!... ¡Bon dia!...

Muchos no volverían a verse hasta el domingo siguiente.

Por todos lossenderos se alejaban grupos multicolores: unos obscuros, sin escoltaalguna, marchando lentamente, como si se arrastrasen, con la miseria dela ancianidad; otros bulliciosos, de faldas inquietas y pañuelosondeantes, seguidos a distancia por una tropa de atlots, que gritaban,relinchaban y corrían para advertir su presencia a las muchachas.

Aún quedaba gente dentro de la iglesia. Febrer vio salir a unas mujeresvestidas de negro, tétrico grupo de tapadas, que apenas sí enseñaban através de la abertura del manto su nariz enrojecida por el sol y un ojode brasa velado por las lágrimas. Iban cubiertas con el abrigais, chalde invierno, envoltura tradicional de gruesa lana, cuya vista producíauna sensación de tormento y asfixia en aquella mañana bochornosa deverano. Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que sehabían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lanaburda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevabansueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrandopor la abertura sus rostros tostados de piratas.

Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes. Lanumerosa familia, que habitaba en distintos puntos del cuartón,habíase reunido, según costumbre, en la misa del domingo para recordaral muerto, y al verse estallaba su dolor con africana vehemencia, comosi aún tuviesen ante sus ojos el cadáver. La costumbre exigía que secubrieran con sus prendas de ceremonia, con sus vestidos de invierno,encerrándose en ellos cual si fuesen cáscaras de dolor. Lloraban ysudaban bajo las envolturas, y al reconocer cada uno a los parientes queno había visto en algunos días, estallaba su pena con nuevorecrudecimiento. Salían suspiros de agonía de entre los espesos mantos;las rudas caras, encuadradas por el capuchón, contraíanse concrispaciones de dolor infantil, exhalando lamentos de pequeñueloenfermo. El dolor se licuaba con una incesante secreción, mezcla desudor y lágrimas. De todas las narices—la parte más visible de estosfantasmas doloridos—pendían gotas que iban a caer sobre los plieguesdel paño burdo.

Un hombre hablaba con bondadosa autoridad, exigiendo calma, en medio delestrépito de las voces femeniles que rugían broncas de pena y de lossuspiros masculinos atiplados por el dolor. Era Pep el de CanMallorquí, lejano pariente del muerto, en esta isla donde todos sehallaban más o menos unidos por los cruces de la sangre. El vagoparentesco, aunque le impulsaba a participar del dolor, no le habíaobligado a ponerse el jaique de las grandes solemnidades. Iba vestido denegro y se cubría con un manteo de ligera lana y un fieltro redondo, quele daban cierto aire eclesiástico. Su mujer y Margalida, que no secreían unidas por el parentesco a esta familia, manteníanse aparte, comosi las alejase la diferencia entre sus alegres ropas domingueras y aquelaparato de dolor.

El bondadoso Pep fingía enfadarse por los extremos de desesperación,cada vez más vehementes, de los enlutados...

«¡Ya había bastante! Cadauno a su casa, a vivir muchos años, para encomendar el muerto al Señor.»

Estallaron más fuertes los sollozos bajo los mantos y los capuchones.«¡Adiós! ¡adiós!» Se estrechaban las manos, se besaban las bocas, seretorcían los brazos, como si todos se despidieran para no verse más.«¡Adiós! ¡adiós!» Se alejaron por grupos, cada uno en distintadirección, hacia las montañas cubiertas de pinos, hacia las alquerías delejana blancura medio ocultas entre higueras y almendrales, hacia losrojos peñascos de la costa; y era un espectáculo absurdo e incoherentever bajo el ardor del sol, al través de los campos verdes y espléndidos,cómo marchaban con paso tardo estos fantasmas espesos y sudorosos,incansables lloradores de la muerte.

La vuelta a Can Mallorquí fue triste y silenciosa. Pepet abría lamarcha con el bimbau en los labios, que le acompañaba en su caminatacon un zumbido de moscardón.

De vez en cuando deteníase para echarpiedras a los pájaros o a los lagartos hinchados y negruzcos queasomaban entre las chumberas. ¡Lo que a él le importaba la muerte!...Margalida caminaba junto a su madre, silenciosa, abstraída, con los ojosmuy abiertos: unos ojos de vaca hermosa que miraban a todas partes sinver, sin reflejar pensamiento alguno. Parecía no darse cuenta de quetras ella caminaba don Jaime, el señor, el reverenciado huésped de latorre.

Pep, abstraído también, delataba el curso de sus pensamientos conpalabras sueltas dirigidas a Febrer, como si necesitase hacer partícipea alguien de sus ideas.

«¡La muerte! ¡Qué cosa tan fea, don Jaime!... Y allí estaban ellos, enun pedazo de tierra rodeado por las olas, sin poder escapar, sin poderdefenderse, aguardando el momento en que les echase la zarpa.» El payéssentía sublevarse su egoísmo ante esta gran injusticia. Bueno que alláen tierra firme, donde las gentes son felices y gozan mucho, se ensañasela muerte... ¿Pero aquí? ¿También aquí, en el último rincón del mundo?¿No había límite ni excepción para la gran entrometida?...

Era inútil imaginarse obstáculos. Ya podía el mar embravecerse entre lascadenas de islotes y escollos que van de Ibiza a Formentera. Los freoseran hervideros de olas, los peñones se cubrían de espuma, los rudoshombres de mar retrocedían vencidos, los barcos se refugiaban en lospuertos, el paso se cerraba para todos, las islas quedaban apartadas delresto del mundo... Pero esto nada significaba para la marinerainvencible de cráneo pelado, para la caminante de piernas de hueso, quepodía correr con gigantescos saltos por encima de montañas y mares.

No había tempestad que la detuviese; no existía alegría que la hicieraolvidar; estaba en todas partes; se acordaba de todos. Ya podía lucir elsol, y mostrarse hermosos los campos, y ser buena la cosecha...¡Engañifas para entretener al hombre en sus fatigas y que le fuesen mástolerables!

¡Mentirosas promesas, como las que se hacen a los niños paraque se sometan de buen grado al tormento de la escuela!... Y había quedejarse engañar; la mentira era buena. No debían acordarse de este malinevitable, de este último peligro sin remedio alguno, que entristece lavida, quitando su sabor al pan, su alegre topacio al líquido de laparra, su jugo al blanco queso, su sabor de azúcar a los higospurpúreos, y su energía picante a la sobreasada, entenebreciendo yamargando todas las cosas buenas que Dios puso en la isla para consuelode las gentes de bien.

«¡Ay, don Jaime, qué miseria!...»

Febrer comió en Can Mallorquí, para evitar a los hijos de Pep lasubida a la torre. La comida empezó con cierta tristeza, como si aúnvibrasen en sus oídos los lamentos de los encapuchados en el atrio de laiglesia. Poco a poco, en torno de la mesita baja y su gran cazuela dearroz fue difundiéndose cierta alegría. El Capellanet hablaba delbaile de la tarde, olvidado totalmente de su vida de seminarista yosando arrostrar los ojos de Pep. Margalida recordaba las miradas del Cantó y la arrogante postura del Ferrer cuando ella había pasadoante los atlots al entrar en misa. La madre suspiraba:

¡Ay, Siñor!... ¡Ay, Siñor!...

Nunca había dicho más, acompañando con la misma exclamación de suconfuso pensamiento hacia Dios las alegrías y los dolores.

Pep había dado varios tientos al jarro de vino, lleno del zumo sonrosadode las mismas parras que extendían un toldo de pámpanos ante el porche.Su rostro cetrino se coloreó con una aurora alegre. «¡Al diablo lamuerte y sus miedos! ¿Iba un hombre honrado a pasar la existencia enteratemblando por su llegada?... Podía presentarse cuando lo tuviese a bien.¡Mientras tanto, a vivir!...» Y

manifestó esta voluntad de vidadurmiéndose en un poyo, con sonoros ronquidos que no lograban asustar alas moscas y avispas revoloteantes en torno de su boca.

Febrer se marchó a la torre. Margalida y su hermano apenas se fijaron enel señor. Habían abandonado la mesa para hablar más libremente del bailede la tarde, con una alegría de muchachos a los que estorba la presenciade una persona grave.

En la torre se tendió en su jergón y quiso dormir. ¡Solo!...

Se dabacuenta de su aislamiento, rodeado de personas que le respetaban, que talvez le amaban, pero al mismo tiempo sentían la irresistible atracción deunas alegrías sencillas, insípidas para él. ¡Qué tormento el de losdomingos!

¿Adonde ir? ¿Qué hacer?...

En su firme deseo de suprimir el martirio del tiempo, de alejarse de unavida sin objeto inmediato, acabó por dormirse y despertó a media tarde,cuando el sol empezaba a descender lentamente, más allá de la línea deislotes, entre una lluvia de oro pálido que parecía dar a las aguas unazul más intenso y profundo.

Al bajar a Can Mallorquí vio cerrada la alquería. ¡Nadie!

Ni siquieraexcitaron sus pasos el ladrido del perro que estaba siempre bajo elporche. El vigilante animal había ido también a la fiesta con lafamilia.

«Están todos en el baile—pensó Febrer—. ¿Si yo fuese al pueblo?...»

Dudó largo rato. ¿Qué podía hacer allá?... Repugnábanle estasdiversiones, en las que su presencia de forastero parecía despertarcierta molestia entre los payeses. Aquellas gentes preferían versesolas. ¿Iba él a bailar con una atlota a sus años y con su aspectomalhumorado que infundía respeto y frialdad?... Tendría que permanecercon Pep y otros, aspirando el olor del tabaco de pota, hablando de laalmendra y del miedo a que se helase, esforzándose por abatir supensamiento al nivel del de estas gentes.

Al fin se decidió a ir al pueblo. Tenía miedo a la soledad.

Antes quepasar solo el resto de la tarde, prefería la conversación lenta ymonótona de las gentes simples, una conversación refrescante, como éldecía, que no le obligaba a reflexionar y dejaba su pensamiento en dulcecalma animal.

Cerca de San José vio la bandera española flotando sobre el tejado de laalcaldía, y llegaron a sus oídos los golpes secos del parche deltamboril, el bucólico gorjeo de la flauta y el repiqueteo de lascastañolas.

El baile era frente a la iglesia. La gente joven formaba grupos, de pie,cerca de los músicos, que ocupaban silletas bajas. El tamborilero, consu redondo instrumento acostado en una rodilla, golpeaba el parchecadenciosamente, mientras su compañero soplaba en la larga flauta demadera, adornada con tallas de primitiva rudeza hechas a cuchillo.

El Capellanet repicaba las castañolas, enormes como las conchas quecogía en la playa el tío Ventolera.

Las atlotas, agarradas del talle o apoyadas unas en los hombros deotras, miraban con virtuosa hostilidad a los mozos, que se pavoneaban enel centro de la plaza, las manos metidas en el cinto, el ancho castoreñoechado atrás para dejar al descubierto las rizos de su frente, el cuelloenvuelto en bordado pañuelo o corbata de cintas, y las alpargatas deinmaculada blancura casi ocultas por la boca del pantalón de pana enforma de pata de elefante.

A un lado de la plaza estaban sentadas sobre un ribazo, o en sillas dela inmediata taberna, las casadas y las viejas; mujeres anémicas ytristes en su relativa juventud por una procreación excesiva y por lasfatigas de su existencia campestre, con los ojos hundidos en un cercoazul que parecía revelar desarreglos interiores, guardando sobre supecho las cadenas de oro de sus tiempos de atlotas y adornadas lasmangas con botones de oro. Las ancianas, cobrizas y arrugadas, vistiendotrajes obscuros, suspiraban lastimeramente al ver la alegría de la gentemoza.

Febrer, luego de contemplar un buen rato a toda esta concurrencia, queapenas fijó en él una mirada distraída, fue a colocarse junto a Pep enun corro de payeses viejos.

Hicieron sitio al siñor de la torre conrespetuoso silencio, y después de lanzar algunas bocanadas de humo desus pipas cargadas de pota, reanudaron la lenta conversación sobre losrigores probables del invierno próximo y la suerte de la futura cosechade almendra.

Seguía repicando el tamboril, sonaba la flauta, tableteaban las enormescastañuelas, pero ninguna pareja se lanzaba al centro de la plaza. Los atlots parecían consultarse con indecisión, como si todos temiesen serlos primeros.

Además,

la

inesperada

presencia

del

señor

mallorquínintimidaba a las vergonzosas muchachas.

Jaime sintió que le tocaban en un codo. Era el Capellanet, que lehablaba misteriosamente al oído al mismo tiempo que señalaba con undedo... Aquél era Pere el Ferrer, el famoso verro. Y designaba a unmozo de estatura menos que mediana, pero arrogante y jactancioso en suactitud. Los atlots se agrupaban en torno del héroe. El Cantó lehablaba sonriente, y él oía con protectora gravedad, escupiendo de vezen cuando por las comisuras de la boca, y admirándose a sí mismo por ladistancia a que enviaba el chorro de secreción.

De pronto, el Capellanet saltó al medio de la plaza tremolando susombrero... «Pero ¿es que iban a pasar la tarde oyendo la flauta sinbailar?» Corrió al grupo de atlotas y agarró por las manos a la másgrande, tirando de ella.

«¡Tú!...» Esto bastaba para la invitación.Cuanto más rudo era el manotazo, más cariñoso parecía y digno deagradecimiento.

El travieso atlot quedó frente a su pareja, moza arrogante y fea, derudas manos, pelo aceitoso y cara negra, que le llevaba de estatura casitoda la cabeza. El muchacho protestó, encarándose con los músicos. Nadade llarga; quería bailar la curta. La «larga» y la «corta» eran losdos únicos bailes de la isla. Febrer no había llegado nunca adistinguirlos: una simple variación de ritmo, pues la música y la danzasiempre parecían iguales.

La moza, con un brazo doblado sobre la cintura en forma de asa ypendiente el otro a lo largo de la hueca faldamenta, comenzó a girar. Nodebía hacer más: ésta era toda su danza. Bajaba los ojos, fruncía laboca, como era de rigor, con un gesto de virtuoso desprecio, cual sibailase contra su voluntad, y así giraba y giraba, trazando en susevoluciones sobre el suelo grandes números ochos. El bailarín era elhombre. Reproducíase en esta danza tradicional, inventada sin duda porlos primeros pobladores de la isla, rudos piratas de la edad heroica, laeterna historia de los humanos, la persecución y la caza de la hembra.Ella giraba fría e insensible, con la altivez asexual de una virtudruda, huyendo de los saltos y contorsiones varoniles, presentando laespalda con gesto de desprecio, y el fatigoso trabajo de él consistía encolocarse siempre ante sus ojos, en ponerse ante su paso, en salirle alencuentro para que le viera y le admirase. El bailarín saltaba y saltabasin regla alguna, sin otra disciplina que la del ritmo de la música,rebotando sobre el suelo con incansable elasticidad. Unas veces abríalos brazos con gesto agresivo de dominador, otras los replegaba sobre laespalda, echando los pies en alto.