Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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a

las

plantacionesnuevas.

Lo

que

decimos

a

veces

espontáneamente,

como

última

novedad

denuestro

pensamiento, es una idea de los otros enquistada en nuestrocerebro desde el nacimiento, y que de pronto rompe su envoltura. Losgustos, los caprichos, las virtudes, los defectos, las afinidades y lasrepulsiones, todo heredado, todo obra de los desaparecidos, que sesobreviven en nosotros.

¡Con qué terror pensaba Jaime en el poder de los muertos!... Ocultábansepara hacer menos cruel su despotismo, pero no habían muerto realmente.Sus almas estaban agazapadas y vigilantes en los límites del campo denuestra existencia, así como sus cuerpos formaban un campo atrincheradoen torno a las aglomeraciones humanas.

Nos espiaban con ojos severos,nos seguían, apartándonos con invisible zarpazo al menor intento dedesviación en la ruta. Se juntaban todos para tirar con fuerza diabólicade los rebaños de hombres que se lanzan a la conquista de un ideal nuevoy extraordinario, restableciendo con violenta reacción la calma de lavida, que aman silenciosa y plácida, con susurros de hierbas mustias yaleteos de mariposas blancas: una dulce calma de cementerio dormido bajoel sol.

El alma de los muertos llenaba el mundo. Los muertos no se van, porqueson los amos. Los muertos mandan, y es inútil resistirse a sus órdenes.

¡Ay! El hombre de las grandes ciudades, que vive vertiginosamente, nosabe quién hizo su casa, quién elaboró su pan, y no ve de la libreNaturaleza otras obras que los pobres árboles que adornan las calles,ignora la tiranía de los muertos. Ni siquiera llega a enterarse de quesu vida transcurre entre millones y millones de ascendientes que estánamontonados a pocos pasos de él y le espían y dirigen.

Obedececiegamente sus tirones, sin saber dónde termina el cabo de la cuerdaamarrado a su alma; cree todos sus actos—¡pobre autómata!—producto desu voluntad, cuando no

son

más

que

imposiciones

de

los

omnipotentesinvisibles.

Jaime, sumido en la existencia monótona de una isla tranquila,conociendo sus ascendientes uno a uno, sabiendo el origen y la historiade todo cuanto le rodeaba—objetos, ropas, muebles—y de aquella casaque parecía tener un alma, podía darse cuenta de esta tiranía mejor quelos demás.

Sí; los muertos mandan. La autoridad de los vivos, sus asombrosasnovedades, ¡todo ilusión! ¡engaños que sirven para hacernos sobrellevarla existencia!...

Febrer, mirando el mar, en cuyo horizonte se marcaba la débil columna dehumo de un vapor, pensó en los grandes trasatlánticos, pueblosflotantes, monstruos de velocidad, orgullo de la industria humana, quepueden dar en poco tiempo la vuelta al mundo... Sus remotos abuelos dela Edad Media, que iban a Inglaterra en una nave del tamaño de una barcade pesca, representaban algo más extraordinario. Y

los grandes capitanesdel presente, con sus interminables rebaños de hombres, no habíanrealizado mayores hazañas que el comendador Príamo con un puñado demarineros.

¡Ah, la vida! ¡Qué engaños, qué ilusiones bordamos sobre ella paraocultarnos la monotonía de su trama! Lo limitado de sus sensaciones y desus sorpresas resulta desesperante.

Igual es vivir treinta años quetrescientos. Los hombres perfeccionan los juguetes útiles para suegoísmo y su bienestar, las máquinas, los medios de locomoción; peroaparte de esto, lo mismo se vivía antes que ahora. Las pasiones, lasalegrías y las preocupaciones son las mismas: el animal humano nocambia.

Él se había creído un hombre libre, poseedor de un alma que llamaba«moderna», suya, toda suya, y ahora descubría en ella un confuso amasijode las almas de sus ascendientes.

Podía reconocerlas porque las habíaestudiado, porque estaban guardadas en una habitación inmediata, en elarchivo, como esas flores secas que se conservan aplastadas entre lashojas de un libro viejo. La mayoría de los humanos que sólo guardanmemoria, cuando más, de sus bisabuelos; las familias que no conocendetalladamente la historia de su pasado al través de los siglos, no sepueden dar cuenta de la vida ancestral que perdura en su alma, tomandocomo inspiraciones propias los gritos que los ascendientes lanzan dentrode ellos. Nuestra carne es carne de los que ya no existen; nuestrasalmas son fragmentos de las almas de otros muertos.

Jaime sentía vivir en su interior al grave abuelo don Horacio, y con éllos escrúpulos del Inquisidor Decano, el de la tarjeta horripilante, ylas almas del famoso comendador y otros ascendientes. Su mentalidad dehombre moderno guardaba algo de la de aquel regidor perpetuo queconsideraba como una raza aparte y envilecida a los judíos conversos dela isla.

Los muertos mandan. Ahora se explicaba la repugnancia que había sentidoal ponerse en contacto con aquel don Benito tan obsequioso y atento...¡Y estos sentimientos eran irresistibles! Se los imponían otros que eranmás fuertes que él. Los muertos le mandaban, y debía obedecer.

Este pesimismo le hizo recordar su situación presente.

¡Todo perdido!...Él no servía para los pequeños negocios, para las transacciones yarreglos que sacan adelante una vida de apuros. Renunciaba a aquellaboda que era su única salvación, y los acreedores, así que se enterasende esta renuncia que desvanecía sus esperanzas, caerían sobre él.

Iba averse expulsado de la casa de sus abuelos, y la gente le compadeceríacon una lástima más aflictiva para él que el insulto. Sentíase sinfuerzas para presenciar el naufragio definitivo de su raza y su nombre.¿Qué hacer?... ¿Adonde ir?...

Permaneció gran parte de la tarde contemplando el mar, siguiendo elcurso de las blancas velas que se ocultaban tras el cabo o se perdían enel dilatado horizonte de la bahía.

Al retirarse de la terraza, Febrer, sin saber cómo, se vio abriendo lapuerta del oratorio, una puerta antigua y olvidada, que al chirriarsobre sus pernos oxidados esparció polvo y telarañas. ¡Cuánto tiempo queno había entrado allí!... En este ambiente denso de pieza cerrada creyópercibir un vago olor de esencias, de bote de perfumes abierto yabandonado; un olor que le hizo recordar a las solemnes damas de lafamilia cuyos retratos estaban en el recibimiento.

A través de un rayo de luz que se filtraba por los ventanillos de lacúpula danzaban en espiral ascendente millones de corpúsculos de polvoinflamados por el sol. El altar, de talla antigua, brillabadiscretamente en la penumbra con reflejos de oro viejo. Sobre la mesasagrada había unos zorros y un cubo, olvidados allí hacía años, desde laúltima limpieza.

Dos reclinatorios de viejo terciopelo azul parecían guardar aún lahuella de señoriales y delicados cuerpos que ya no existían. Quedabansobre sus pupitres, como olvidados, dos libros de oraciones con laspuntas roídas por el uso. Jaime reconoció uno de estos libros. Era de sumadre, la pobre señora pálida y enferma que compartía su vida entre elrezo y la adoración a un hijo para el que había soñado las mayoresgrandezas. El otro tal vez había pertenecido a su abuela, aquellaamericana de los tiempos del romanticismo, que aún parecía estremecer elcaserón con el roce de sus blancos vestidos y los susurros de su arpa.

Esta aparición del pasado, todavía latente en la capilla abandonada, elrecuerdo de aquellas dos damas, la una toda piedad, la otra idealista,elegante y soñadora, acabó de trastornar a Febrer. ¡Y pensar que dentrode poco las manazas de la usura vendrían a profanar tanta cosavenerable!... Él no podría presenciarlo. ¡Adiós!

¡adiós!...

Al anochecer buscó en el Borne a Toni Clapés. Con la confianza amistosaque le inspiraba el contrabandista, le pidió dinero.

—No sé cuándo podré devolvértelo. Me voy de Mallorca.

Que se hundatodo, pero que yo no lo vea.

Clapés dio a Jaime más dinero que el que éste le pedía.

Toni quedaba enla isla, y con ayuda del capitán Valls intentaría arreglar sus asuntos,si aún era posible. El capitán entendía de negocios y sabía desenmarañarlos más confusos. Febrer y él estaban reñidos desde el día anterior;pero no importaba: Valls era un verdadero amigo.

—No digas a nadie que me voy—añadió Jaime—. Sólo debes saberlo tú...y Pablo. Tienes razón al decir que es un amigo fiel.

—¿Y cuándo te vas?...

Esperaba el primer vapor que saliese para Ibiza. Aún poseía allá algo:un montón de rocas con hierbajos y conejos; una torre ruinosa del tiempode los piratas. Lo sabía por casualidad desde el día anterior: se lohabían dicho unos payeses de Ibiza que había encontrado en el Borne.

—Lo mismo es estar allí que en otra parte... Tal vez mucho mejor.Cazaré, pescaré; voy a vivir sin ver gente.

Clapés, recordando sus consejos de la noche anterior, apretó satisfechola mano de Jaime. ¡Se acabó lo de la chueta!... Su alma de payés sealegraba de esta solución.

—Haces bien en irte. Lo otro... lo otro era una locura.

Segunda parte

I

Febrer contemplaba su imagen, sombra transparente, de flotantescontornos por el estremecimiento de las aguas, a través de la cualveíase el fondo del mar con lácteas manchas de arena y bloques obscurosdesprendidos de la montaña que se habían cubierto de costras vegetales.

Las hierbas marinas ondeaban temblorosas sus verdes cabelleras; frutosredondos semejantes a los higos chumbos agrupábanse blancuzcos en lasaristas de las rocas; flores que parecían de nácar brillaban en laprofundidad de las aguas verdes; y entre esta vegetación de misteriodestacaban las estrellas de mar sus puntas de colores, apelotonábase elerizo como un borrón negro lleno de púas, nadaban inquietos loscaballitos del diablo, y un chisporroteo de plata y púrpura, de colas ynadaderas, pasaba veloz entre torbellinos de burbujas, surgiendo de unacueva para perderse en otra boca de insondable misterio.

Estaba Jaime inclinado sobre la borda de una pequeña embarcación quetenía su vela caída. En una mano sustentaba el volantí, largo hilo convarios anzuelos que casi tocaba el fondo del mar.

Era cerca de mediodía. El barquichuelo estaba en la sombra. A espaldasde Jaime extendíase con grandes sinuosidades de puntas salientes yprofundas escotaduras la costa bravia de Ibiza. Ante él erguíase elVedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura,que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra delcoloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más alláde su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo laluz del sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiarfuego.

Jaime venía a pescar todos los días de calma en un estrecho canal, entrela isla y el Vedrá. Era en los días buenos un río de agua azul, conpeñascos submarinos que asomaban sobre la superficie sus cabezas negras.El gigante se dejaba abordar, sin perder por eso su aspecto imponente,duro y hostil. Así que refrescaba el viento, las cabezas mediosumergidas se coronaban de espuma, lanzando rugidos; montañas de aguapenetraban sordas y lívidas en la marítima garganta, y había que izar lavela y huir cuanto antes de este callejón, caos ruidoso de remolinos ycorrientes.

En la proa de la barca estaba el tío Ventolera, viejo marinero que habíanavegado en buques de diversas naciones, y era el acompañante de Jaimedesde que éste llegó a Ibiza. «Cerca de ochenta años, señor», y nodejaba un solo día de embarcarse para pescar. Ni enfermedades ni miedoal mal tiempo. Tenía el rostro curtido por el sol y el aire salitroso,pero con pocas arrugas. Las piernas, enjutas y al descubierto bajo unospantalones arremangados, tenían la piel fresca y tirante de los miembrosvigorosos. La blusa, abierta sobre el pecho, dejaba ver una pelambreragris, del mismo color que su cabeza, cubierta con una gorranegra—

recuerdo de su último viaje a Liverpool—, con una borlaencarnada en el vértice y ancha cinta a cuadritos blancos y rojos.Llevaba adornado el rostro con estrechas patillas y de sus orejaspendían unos aretes de cobre.

Jaime, al conocerle, había sentido curiosidad por estos adornos.

—De chico fui grumete en una goleta inglesa—dijo Ventolera en sudialecto ibicenco, cantando las palabras con vocecita dulce—. El patrónera un maltés muy arrogante, con patillas y pendientes. Y yo me decía:«Cuando sea hombre, he de ser igual al patrón...» Aunque usted me veaahora así, yo he sido muy pinturero y me ha gustado imitar a laspersonas que valen.

Los primeros días que Jaime pescó en el Vedrá olvidábase de mirar alagua y al aparejo que tenía en la mano, para fijarse en el coloso que sealza sobre el mar, despegado de la costa.

Amontonábanse las rocas, soldadas unas a otras, y al remontarse en elespacio, obligaban al espectador a echar la cabeza atrás para alcanzarcon sus ojos la aguda cumbre.

Los peñascos de la orilla del agua eranabordables.

Penetraba el mar entre ellos, sumiéndose en las bajasarcadas de cuevas submarinas, refugio en otros tiempos

de

corsarios

ydepósitos

ahora

de

los

contrabandistas algunas veces. Podía caminarsesaltando de peñasco

en

peñasco,

entre

cabinas

y

otras

vegetacionessilvestres, por una parte de la orilla del Vedrá; pero más adentro laroca se elevaba recta, lisa, inabordable, en pulidas paredes grisescortadas a pico. A enorme altura existían algunas mesetas cubiertas deverde, y tras de ellas volvía a elevarse el peñón en su cortaduravertical, hasta llegar a la cumbre, aguda como un dedo. Algunoscazadores habían escalado una parte de esta ciudadela, aprovechando comosenderos las aristas entrantes de la piedra para llegar de este modo alas primeras mesetas. Más allá sólo había ido, según el tío Ventolera,cierto fraile desterrado por el gobierno como agitador carlista, quehabía construido en la costa de Ibiza la ermita de los Cubells.

—Era un hombre duro y atrevido—continuó el viejo—.

Dicen que puso unacruz en lo más alto, pero hace tiempo que se la llevaron los malosvientos.

Febrer veía saltar sobre las oquedades del gran peñón gris, sombreadaspor el verde de las sabinas y los pinos marítimos, unos puntos de color,semejantes a pulgas rojas o blanquecinas, de incesante movilidad. Eranlas cabras del Vedrá;

cabras

salvajes

por

el

aislamiento,

abandonadashacía muchos años, y que se reproducían lejos del hombre, habiendoperdido todo hábito de domesticidad, huyendo monte arriba conprodigiosos saltos apenas una barca abordaba el peñón. En las mañanastranquilas, sus balidos,

agrandados

por

el

silencio

agreste,

extendíansesobre la superficie del mar.

Un amanecer, Jaime, que había traído su escopeta, disparó dos tiroscontra un grupo de cabras que estaban a gran distancia, seguro de notocarlas, por el placer de verlas saltar en su huida. Los estampidos,agrandados por el eco del canal, poblaron el espacio de chillidos yaleteos. Eran centenares

de

gaviotas

viejas

y

enormes

que

abandonabansus guaridas espantadas por el estruendo. El islote, estremecido,arrojaba fuera a sus alados habitantes.

En lo más alto, como puntosnegros, volaban hacia la isla grande otros pájaros fugitivos: loshalcones que se refugiaban en el Vedrá y daban caza a las palomas deIbiza y Tormentera.

El viejo marinero señaló a Febrer ciertas cuevas abiertas como ventanasen las paredes más rectas e inaccesibles del islote. Ni las cabras nilos hombres podían llegar a ellas. El tío Ventolera sabía lo que seocultaba más adentro de sus negras gargantas. Eran colmenas; colmenasque tenían siglos y siglos, refugios naturales de las abejas que,pasando el estrecho entre Ibiza y el Vedrá, venían a refugiarse en estascuevas inaccesibles luego de haber revoloteado sobre los campos de laisla. Él había visto en cierta época del año brillar junto a estas bocashilos de luz que serpenteaban peñas abajo. Era miel que derretía el solen la entrada de la caverna y chorreaba inútil fuera del depósito.

El tío Ventolera tiró de su aparejo de pesca con un ronquido desatisfacción.

—¡Y van ocho!...

Pendiente de un anzuelo, coleaba y movía sus patas una especie delangosta de obscuro gris. Otras semejantes descansaban inertes en unaespuerta al lado del viejo.

—Tío Ventolera, ¿no canta usted la misa?

—Si usted lo permite...

Jaime conocía las costumbres del viejo, su afición a entonar loscánticos de la misa mayor cada vez que se sentía alegre. Retirado de laslargas navegaciones, su placer era cantar los domingos en la iglesia delpueblo de San José o en la de San Antonio, extendiendo luego estaafición a todos los momentos felices de su vida.

—Allá voy... allá voy—dijo con tono de superioridad, como si fuese adispensar a su acompañante el mayor de los placeres.

Llevándose una mano a la boca, se extrajo de golpe la dentadura,guardándola en la faja. Su rostro se llenó de arrugas en torno a la bocasumida, y comenzó a cantar las frases del sacerdote y las respuestas delayudante. Su voz temblona e infantil adquiría una grave sonoridad alresbalar sobre la acuática extensión y ser reproducida por los ecos delas rocas. Las cabras del Vedrá respondían de vez en cuando con tiernosbalidos de sorpresa. Jaime reía de la vehemencia del viejo, el cual,poniendo los ojos en blanco, se llevaba una mano al corazón sin soltarde la otra la cuerda del volantí. Así estuvieron largo rato, atentoFebrer a su aparejo, en el que no percibía el más leve movimiento.

Todala pesca era para el anciano. Esto le puso de mal humor, y de pronto sesintió molestado por sus cánticos.

—Basta, tío Ventolera... ¡Ya hay bastante!

—Le ha gustado, ¿verdad?—dijo el viejo con candidez—.

También séotras cosas; sé lo del capitán Riquer: un sucedido, nada de cuentos. Mipadre lo vio.

Jaime hizo un ademán de protesta. No; nada del capitán Riquer. Se sabíade memoria la hazaña. En tres meses que salían juntos al mar, raro erael día que terminaba sin el relato del suceso. Pero el tío Ventolera,con su inconsciencia senil, convencido de la importancia de todo losuyo, había ya empezado su historia, y Jaime, vuelto de espaldas, echabael cuerpo fuera de la borda, mirando las profundidades del mar, para nooír una vez más lo que sabía de memoria.

¡El capitán Antonio Riquer!... Un héroe de la isla de Ibiza, un marinotan grande como Barceló... Pero como Barceló era mallorquín y el otroibicenco, todos los honores y los grados habían sido para aquél. Sihubiese justicia, debía tragarse el mar a la isla orgullosa, madrastrade Ibiza.

De pronto, el viejo recordaba que Febrer era mallorquín, ypermanecía en confuso silencio por unos instantes.

—Esto es un decir—añadía excusándose—. Buenas personas las hay entodas partes. Vostra mercé es una de ellas. Pero volviendo al capitánRiquer...

Era patrón de un jabeque armado en corso, el San Antonio, tripuladopor ibicencos, en continua guerra con las galeotas de los morosargelinos y los navíos de Inglaterra, enemiga de España. El nombre deRiquer lo conocían en todo el Mediterráneo. El suceso ocurrió en 1806.El día de la Trinidad, por la mañana, se presentó a la vista de laciudad de Ibiza una fragata con bandera inglesa, dando bordadas, fueradel alcance de los cañones del castillo. Era la Felicidad, el navíodel italiano Miguel Novelli, apodado

«el Papa», vecino de Gibraltar ycorsario al servicio de Inglaterra. Venía en busca de Riquer, a burlarseen sus propias barbas, navegando arrogante a la vista de su ciudad.Tocaron a rebato las campanas, sonaron los tambores, el vecindario seagolpó en las murallas de Ibiza y en el barrio de la Marina. El SanAntonio estaba carenándose en tierra; pero Riquer, con los suyos, loechó al agua. Los cañoncitos del jabeque habían sido desmontados, y lossujetaron a toda prisa con cuerdas. Todos los de la Marina queríanembarcarse, pero el capitán sólo escogió cincuenta hombres, y oyó misacon ellos en la iglesia de San Telmo. Al ir a izar las velas se presentóel padre de Riquer, un marino viejo, y atropellando la resistencia de suhijo se metió en el buque.

Necesitó el San Antonio largas horas y expertas maniobras paraaproximarse a la fragata del «Papa». El pobre jabeque parecía un insectoal lado del gran navío, tripulado por la gente más brava y aventurerarecogida en los

muelles

de

Gibraltar:

malteses,

ingleses,

romanos,venecianos, liorneses, sardos y raguseos. La primera andanada de loscañones del navío mata cinco hombres sobre la cubierta del jabeque,entre ellos el padre de Riquer. Éste coge el cadáver destrozado,manchándose con su sangre, y corre a ocultarlo en la cala. «¡Han muertoa nuestro padre!», gimen los hermanos de Riquer. «¡A lo queestamos!—grita éste con rudeza—. ¡A los frascos! ¡Al abordaje!»

Los «frascos», arma terrible de los corsarios ibicencos, botellas ígneasque al romperse sobre la cubierta enemiga la incendiaban con su fuego,caen sobre el navío del «Papa».

Arden los cordajes, flamea la obramuerta, y como demonios saltan entre las llamas Riquer y los suyos, lapistola en una mano, el hacha de abordaje en la otra. La cubiertachorrea sangre, los cadáveres ruedan al mar con la cabeza destrozada. Al«Papa» lo encontraron escondido y medio muerto de miedo en un armario desu cámara.

Y el tío Ventolera reía con su risa de niño al recordar este detallegrotesco de la gran victoria de Riquer. Luego, al ser conducido «elPapa» a la isla, las gentes de la ciudad y los payeses acudidos entropel lo miraban como un animal raro.

¡Éste era el pirata, terror delMediterráneo! ¡Y lo habían encontrado metido entre tablas por miedo alos ibicencos!

Le formaron proceso para colgarlo en la isla de losAhorcados, un islote donde ahora estaba el faro, en el estrecho de losFreus; pero Godoy dio orden para que lo canjeasen por varios prisionerosespañoles.

Su padre había visto estos grandes sucesos: iba de paje en el jabeque deRiquer. Luego había caído cautivo de los argelinos, siendo de losúltimos esclavos, antes de que llegasen los franceses a Argel. Allí sevio en peligro de muerte un día que los diezmaron a todos por elasesinato de un moro perverso, cuyo cadáver apareció embutido en unaletrina. El tío Ventolera se acordaba también de los relatos que hacíasu padre de la época en que Ibiza tenía corsarios y llegaban a su puertoembarcaciones apresadas, con moras y moros cautivos. Los prisioneroscomparecían ante el «escribano de presas» como testigos del suceso, y seles exigía juramento de verdad «por Alaquivir, el Profeta y su Alcorán,alto el brazo y el dedo índice, mirando su rostro al nacimiento delsol». Mientras tanto, los duros corsarios ibicencos, al repartirse elbotín, apartaban un fondo para la compra de sábanas destinadas aconvertirse en vendajes de sus futuras heridas, y dejaban otra parte delas ganancias para que «un sacerdote celebrase misa todos los díasmientras ellos estuviesen fuera de la isla».

El tío Ventolera pasaba de Riquer a otros valerosos patrones de corsosanteriores a él; pero Jaime, molestado por su charla, en la que latía undeseo de asombrar a la isla de Mallorca, vecina y enemiga, acabó porimpacientarse.

—¡Que son las doce, abuelo!... Vámonos; ya no pican.

El viejo miró el sol, que sobrepasaba la cumbre del Vedrá. Aún no eramediodía, pero faltaba poco. Luego miró el mar; el señor tenía razón: yano picarían los peces, pero él estaba satisfecho de la jornada.

Con sus brazos enjutos tiró de la cuerda, izando la pequeña velatriangular de la embarcación. Ésta se inclinó sobre un costado, cabeceóun poco sin moverse del sitio, y de repente empezó a cortar el agua consuave murmullo.

Salieron del canal, dejando atrás el Vedrá y siguiendola costa de Ibiza. Jaime empuñaba el timón, mientras el viejo,manteniendo el cesto de la pesca entre su rodillas, iba contando ymanoseando las piezas con avaro deleite.

Doblaron un cabo y apareció una nueva sección de la costa. Sobre unmontículo de peñas rojas, cortado a trechos por manchas obscuras dematorrales, destacábase una torre ancha y amarilla, un cilindroachatado, sin más huecos por la parte del mar que una ventana, negroagujero de contornos irregulares. En el coronamiento de la torre, unatronera que había servido en otros tiempos para un pequeño cañónrecortaba su tajadura sobre el azul del cielo.

A un lado delpromontorio, cortado a pico sobre el mar, descendía el terreno,cubriéndose de verde con arboledas bajas y frondosas, entre las cualesasomaba la mancha blanca de un exiguo caserío.

La embarcación hizo rumbo a la torre, y al llegar cerca de ella desviósehacia una playa inmediata, chocando su proa en el fondo de grava. Elviejo amainó la vela y aproximó la embarcación a una roca aislada enmedio de la playa, de la cual pendía una cadena. Amarró a ella la barca,y luego saltaron a tierra él y Jaime. No quería poner en seco laembarcación; pensaba volver al mar aquella tarde, luego de comer: asuntode calar unos palangres, que recogería a la mañana siguiente. ¿Leacompañaba el señor?... Febrer hizo un gesto negativo, y el viejo sedespidió de él hasta la madrugada siguiente. Le despertaría desde laplaya cantando el Introito cuando aún hubiera estrellas en el cielo.El amanecer debía sorprenderles en el Vedrá. ¡A ver si el señor salíapronto de su torre!

Se alejó el viejo tierra adentro, llevando pendiente de un brazo elcesto de pescado.

—Déle usted mi parte a Margalida, tío Ventolera, y que me traiganpronto la comida.

El marinero contestó con un movimiento de hombros, sin volver el rostro,y Jaime fue avanzando por el borde de la playa hacia la torre. Sus pies,calzados de alpargatas, hollaban la grava, en la que se perdían losúltimos estremecimientos del mar. Entre las azuladas piedrecitas veíansefragmentos de barro cocido: pedazos de asas; superficies cóncavas dealfarería, con vestigios de remotos adornos que tal vez habíanpertenecido a panzudas vasijas; pequeñas esferas irregulares de tierragris, en las que parecía adivinarse, a través de las roeduras del aguasalitrosa, rostros informes, fisonomías crispadas por el paso de lossiglos. Eran misteriosos des