Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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A mí; me locuentan todo, y ya que hay fiesta de familia, que sea completa.

Febrer fingía no entenderle. El carruaje entró en Valldemosa,deteniéndose en las inmediaciones de la Cartuja ante una casa deconstrucción moderna. Cuando los dos amigos transpusieron la verja deljardín, vieron venir hacia ellos un señor de blancas patillas apoyado enun bastón. Era don Benito Valls. Saludó a Febrer con voz lenta y opaca,cortando varias veces sus palabras para sorber el aire. Hablabahumildemente, celebrando con grandes extremos el honor que le hacíaFebrer al aceptar su invitación.

—¿Y yo?—preguntó el capitán con sonrisa maligna—;

¿yo no soynadie?... ¿No te alegras de verme?

Don Benito se alegraba de verle. Así lo dijo varias veces, pero sus ojosrevelaban inquietud. Su hermano le inspiraba cierto miedo. ¡Quélengua!.... Mejor vivían sin verse.

—Hemos venido juntos—continuó el marino—. Al saber que Jaimealmorzaba aquí, me he convidado yo mismo, seguro de darte un alegrón.Estas reuniones de familia son encantadoras.

Habían entrado en la casa, adornada con sencillez. Los muebles eranmodernos y vulgares. Algunos cromos y unas pinturas horriblesrepresentando paisajes de Valldemosa y Miramar adornaban las paredes.

Catalina, la hija de don Benito, bajó apresuradamente del piso superior.Llevaba aún polvos de arroz esparcidos en el pecho, revelando elapresuramiento con que había dado un último toque de adorno a su personaal ver llegar el carruaje.

Jaime pudo contemplarla detenidamente por primera vez.

No se habíaequivocado en sus apreciaciones. Era alta, de un moreno mate, con negrascejas, ojos iguales a gotas de tinta y un ligero vello en el labio y lassienes. Su esbeltez juvenil ofrecíase llena y firme, anunciando unamayor expansión para el porvenir, como en todas las hembras de su raza.Parecía de carácter dulce y sumiso: una buena compañera, incapaz deestorbos en el viaje de la vida común. Tenía los ojos bajos y se coloreósu rostro al encontrarse frente a Jaime. En su actitud, en sus miradasfurtivas, notábase el respeto, la adoración del que se siente intimidadoen presencia de un ser que considera superior.

El capitán acarició a su sobrina con cierta libertad, adoptando el mismogesto de viejo alegre con que hablaba a las muchachuelas de Palma, aaltas horas de la noche, en algún restorán del Borne. ¡Ah, buena moza!¡Y qué guapa estaba! Parecía imposible que fuese de una familia de feos.

Don Benito los encaminó a todos al comedor. El almuerzo esperaba hacíamucho rato; en aquella casa se comía al uso antiguo: las doce en punto.Sentáronse a la mesa, y Febrer, que estaba al lado del dueño, sintiósemolestado por su respiración jadeante, por las grandes aspiraciones conque interrumpía sus palabras.

En el silencio que envuelve siempre el principio de toda comida, sonópenosamente el silbido de sus pulmones enfermos. El rico chueta avanzaba los labios, poniéndolos en forma circular como la boca de unatrompetilla, y aspiraba el aire con ruido fatigoso. Como todos losenfermos, sentía la necesidad de hablar, y sus palabras eraninterminables, entre balbuceos y largos descansos que le dejaban con elpecho jadeante y los ojos en alto, cual si fuese a morir asfixiado. Unambiente de inquietud se extendía por el comedor. Febrer le miraba concierta alarma, como si aguardase verle caer moribundo de su silla. Lahija y el capitán habituados al espectáculo, parecían indiferentes.

—Es el asma, don Jaime—dijo trabajosamente el enfermo—EnValldemosa... estoy mejor... En Palma me moría.

Y la hija aprovechó la ocasión para dejar oír una voz de monjita tímida,que contrastaba con sus ardientes ojos orientales:

—Sí; papá vive mejor aquí.

—Aquí estás más tranquilo—añadió el capitán—y haces menos pecados.

Febrer pensaba en el tormento de pasar su existencia al lado de aquelfuelle roto. Por fortuna, moriría pronto. Una molestia de algunos meses,que no modificaba su resolución de entrar en la familia. ¡Adelante!

El asmático, en su manía verbosa, hablaba a Jaime de sus descendientes,de los ilustres Febrer, los caballeros más buenos y nobles de la isla.

—Yo tuve el honor de ser muy amigo de su señor abuelo don Horacio.

Febrer le miró asombrado... ¡Mentira! A su señor abuelo le conocíantodos en la isla y con todos hablaba, pero guardando una gravedad queimponía respeto a las gentes sin alejarlas. ¡Pero de esto a ser amigosuyo!... Tal vez le habría tratado con motivo de alguno de los préstamosque necesitaba don Horacio para sostener su fortuna en plena decadencia.

—También conocí mucho a su señor padre—prosiguió don Benito, animadopor el silencio de Febrer—. Trabajé por él cuando salió diputado.¡Aquéllos eran otros tiempos!

Yo era joven, y no tenía la fortuna quetengo ahora...

Entonces figuraba entre los «rojos».

El capitán Valls le interrumpió riendo. Ahora su hermano era conservadory miembro de todas las cofradías de Palma.

—Sí, lo soy—gritó el enfermo, ahogándose—. Me gusta el orden... megusta lo antiguo... que manden los que tienen que perder. ¿Y lareligión? ¡Ah, la religión!... Por ella daría la vida.

Y

se

llevó

una

mano

al

pecho,

respirando

angustiosamente, como si leahogase el entusiasmo.

Clavaba en lo alto sus ojos mortecinos, adorandocon el respeto del miedo la santa institución que había quemado a susascendientes.

—No haga usted caso de Pablo—continuó al recobrar el diento,dirigiéndose a Febrer—; usted lo conoce bien: una mala cabeza, unrepublicano, un hombre que podía ser rico y va a llegar a viejo sintener dos pesetas.

—¿Para qué? ¿Para que tú me las quites?...

Con esta brusca interrupción del marino se hizo el silencio. Catalinapuso un gesto triste, como si temiese que se reprodujeran ante Febrerlas ruidosas escenas que había presenciado muchas veces al discutir losdos hermanos.

Don Benito levantó los hombros y habló sólo para Jaime.

Su hermanoestaba loco: un corazón de oro, pero loco, rematadamente loco. Con susideas exaltadas y sus vociferaciones en los cafés, era el principalculpable de que las personas decentes guardasen cierta prevencióncontra...

de que hablasen mal de...

Y el viejo acompañaba sus truncadas expresiones con gestos humildes,evitando pronunciar la palabra chueta y nombrar la famosa «calle».

El capitán, con las mejillas coloreadas por el arrepentimiento de suacometividad, quería hacer olvidar las palabras anteriores, y comíavorazmente teniendo la cabeza baja.

La sobrina rio de su buen apetito. Siempre que comía con ellos lesadmiraba por la capacidad de su estómago.

—Es que yo sé lo que es hambre—dijo el marino con cierto orgullo—. Yohe sufrido hambre de verdad, hambre de la que hace pensar en la carne delos compañeros.

Y lanzado por este recuerdo en pleno relato de sus aventuras marítimas,hablaba de los tiempos juveniles, cuando había sido «agregado» a bordode una fragata de las que iban a las costas del Pacífico.

Al empeñarse en ser marino, su padre, el viejo Valls, autor de lafortuna de la casa, le había embarcado en una goleta de su propiedad quetraía azúcar de la Habana.

Aquello no era navegar. El cocinero leguardaba los mejores platos, el capitán no se atrevía a darle una orden,viendo en él al hijo del armador. Nunca sería un buen marino, duro yexperto. Con la tenaz energía de su raza, se había embarcado sin saberlosu padre en una fragata que se hacía a la vela para cargar guano en lasislas Chinchas, tripulada por gentes de pueblos diversos: inglesesdesertores de la flota, lancheros de Valparaíso, indios peruanos, lopeor de cada casa, bajo el mando de un catalán cicatero, más pródigo enlos rebencazos que en el, rancho. El viaje de ida fue regular; pero a lavuelta, luego de haber pasado el estrecho de Magallanes, sobrevinieronlas calmas, y la fragata quedó inmóvil en el Atlántico cerca de un mes,agotándose rápidamente el pañol de los víveres. El armador, un avaro,había aprovisionado el buque con escandalosa parsimonia, y el capitán asu vez había roído los víveres, apropiándose una parte de la cantidaddestinada a la compra.

—Nos daban dos galletas al día, llenas de gusanos.

Cuando recibí lasprimeras me entretuve cuidadosamente, como un señorito de buena casa, enquitarles uno por uno aquellos animalejos. Pero después de la limpiasólo quedaban unas cortezas delgadas como hostias, y me moría de hambre.Luego...

—¡Oh, tío!—protestó Catalina, adivinando lo que iba a decir yrepeliendo el tenedor y el plato con un gesto de repugnancia.

—Luego—continuó el marino, impasible—suprimí la limpieza y me lastragué enteras. Bien es verdad que comía de noche... ¡Muchas que hubiesetenido, muchacha! Al final sólo nos daban una por día, y cuando llegué aCádiz hube de estar sometido muchos a caldo, para que mi estómago searreglase.

Al terminar el almuerzo, Catalina y Jaime salieron al jardín. El mismodon Benito, con aires de patriarca, bondadoso, ordenó a su hija queacompañase al señor de Febrer para mostrarle unos rosales de exóticavariedad que él había plantado. Los dos hermanos quedaron en lahabitación que servía de despacho, viendo a la pareja que paseaba por eljardín y acabó sentándose en dos sillones de junco a la sombra de unárbol.

Catalina contestaba a las preguntas de su acompañante con una timidez dedoncella cristiana santamente educada, adivinando el propósito ocultobajo sus palabras de vulgar galantería.

Aquel hombre venía por ella, y su padre era el primero en aceptar estedeseo. ¡Cosa hecha!... Era un Febrer, y ella iba a decirle «sí». Recordósus años infantiles en el colegio, rodeada de niñas más pobres queaprovechaban todas las ocasiones para molestarla, por envidia a suriqueza y por un odio aprendido de sus padres. Era la chueta. Sólopodía juntarse con las de su raza, y aun éstas, ansiosas de congraciarsecon el enemigo, se traicionaban mutuamente, sin energía ni cohesión parala defensa común. A la hora de salida, las chuetas se marchaban antes,por indicación de las monjas, para evitar los insultos y ataques de lasotras alumnas al verse juntas en la calle. Hasta las criadas queacompañaban a las niñas emprendían peleas, asumiendo los odios ypreocupaciones de sus amos. También en las escuelas de niños los chuetas salían antes, huyendo de las pedradas y correazos de loscristianos viejos.

La hija de Valls había sufrido los tormentos del alfilerazo traidor, delarañazo oculto, del golpe de tijera en la trenza, y luego, al ser mujer,el odio y el desprecio de sus antiguas compañeras le había seguido en lavida, amargando sus placeres de mujer joven y rica. ¿Para qué serelegante?... En los paseos sólo la saludaban los amigos de su padre; enel teatro no veía visitado su palco más que por gentes procedentes de«la calle». Con uno de ellos tendría que casarse, como se habían casadosu madre y sus abuelas. La desesperación y el misticismo de laadolescencia la habían arrastrado hacia la vida monjil. Su padre estuvopróximo a ahogarse de pena. Pero la religión, ¡aquella religión por laque deseaba dar la vida!... Aceptó don Benito lo del monjío en unconvento de Mallorca, donde él pudiera ver a su hija todos los días.Pero ningún convento quiso abrir sus puertas para ella. Las superioras,tentadas por la fortuna del padre, que acabaría por pasar a lacomunidad, mostrábanse transigentes y buenas; pero los rebañosmonásticos alborotábanse ante la idea de recibir en su seno a una de

«lacalle», y no humilde ni resignada para soportar la superioridad de lasotras, sino rica y soberbia.

Cuando, empujada de nuevo hacia el mundo por esta resistencia, no sabíaqué pensar de su porvenir y vivía como una enfermera junto al padre,ignorando cuál podría ser su suerte, volviendo la espalda a los jóvenes chuetas que mariposeaban en torno de ella atraídos por los millones dedon Benito, presentábase el noble Febrer, como un príncipe de cuento dehadas, para hacerla su esposa. ¡Qué bueno es Dios!... Se veía en aquelpalacio inmediato a la catedral, en el barrio de los nobles por cuyasestrechas calles de pavimento azul y silencioso pasan los canónigosdurante las horas dormidas de la tarde, atraídos por la campana de coro.Se veía en un carruaje lujoso por entre los pinos de la montaña deBellver o a lo largo del muelle, con Jaime al lado de ella, y gozabapensando en las miradas de odio de sus antiguas compañeras, que no sólole envidiarían su riqueza y su nuevo rango, sino la posesión de aquelhombre al que lejanas aventuras y una vida agitada habían proporcionadocierta aureola de terrible seducción, deslumbradora y fatal para lastranquilas señoritas de la isla.

Jaime Febrer!... Catalina le había visto siempre de lejos; pero cuandoentretenía su aburrida soledad con una lectura incesante

de

novelas,ciertos

personajes,

los

más

interesantes por sus aventuras y susaudacias, le hacían pensar siempre en aquel noble del barrio de laCatedral que andaba por el mundo con mujeres elegantes disipando sufortuna. ¡Y de pronto su padre le hablaba de este personajeextraordinario, dando por seguro que iba a ofrecerle su nombre, y con élla gloria de sus ascendientes, que habían sido amigos de reyes!... Nosabía ella si era amor o gratitud, pero un sentimiento de ternura queempañaba sus ojos la impelía hacia aquel hombre. ¡Ay, cómo iba aquererlo! Y escuchaba como un zumbido dulce sus

palabras,

sin

saberciertamente

qué

decía,

embriagándose con su música, pensando al mismotiempo en el porvenir que rápidamente se había abierto ante ella, comouna salida de sol que rasga las nubes.

Luego, haciendo un esfuerzo, concentraba su atención, y oía a Febrer quele hablaba de grandes y lejanas ciudades, de desfiles de coches lujosos,con mujeres que ostentaban las últimas modas, de escalinatas de teatrospor donde descendían cascadas de brillantes, plumas y hombros desnudos,esforzándose él por colocarse al nivel del pensamiento de la muchacha,por halagarla con estas descripciones de gloria femenil.

Jaime no decía más, pero Catalina adivinaba el propósito que habíaprecedido a estas palabras. Ella, la infeliz muchacha de «la calle», la chueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el pesode un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en losdesfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contempladosiempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de unhombre que le había parecido siempre la representación de todas lasgrandezas terrenales.

—¡Cuándo veré yo eso!—murmuraba Catalina con hipócrita humildad—. Yoestoy condenada a vivir en la isla; yo soy una pobre muchacha que no hehecho mal a nadie, y sin embargo he sufrido grandes disgustos... Deboser antipática.

Febrer se lanzó por el camino que le franqueaba esta habilidad femenil.¡Antipática!... No, Catalina. Él había venido a Valldemosa sólo porverla, por hablarla. Le ofrecía una vida nueva. Todo aquello que lecausaba asombro podía conocerlo y paladearlo con sola una palabra.¿Quería casarse con él?...

Catalina, que esperaba esta propuesta desde una hora antes, palideciótrémula de emoción. ¡Oírla de sus labios!...

Pasó mucho tiempo sincontestar, y al fin balbuceó algunas palabras. Era una felicidad, lamayor de su existencia, pero una

doncella

bien

educada

no

debe

contestarinmediatamente.

—¿Yo?... Veremos... ¡Es tan grande esta sorpresa!

Jaime quiso insistir, pero en el mismo instante salió al jardín elcapitán Valls, llamándole con grandes voces.

Debían irse a Palma: yahabía dado orden al cochero para que enganchase. Febrer protestósordamente. ¿Con qué derecho se mezclaba aquel entrometido en susasuntos?...

La presencia de don Benito cortó su protesta. Bufaba angustiosamente,con el rostro congestionado. El capitán se movía con hostil nerviosidad,protestando de la tardanza del cochero. Adivinábase que los hermanosacababan de sostener una discusión violenta. El mayor miró a su hija,miró a Jaime, y pareció serenarse al adivinar que los dos se habíanentendido.

Don Benito y Catalina les acompañaron hasta el carruaje.

El asmáticocogió una mano de Febrer entre las suyas con vehemente apretón. Aquéllaera su casa, y él un verdadero amigo deseoso de servirle. Si necesitabasu auxilio, podía mandar como quisiera. ¡Lo mismo que si fuese de lafamilia!... Todavía nombró una vez más a don Horacio, recordando suantigua amistad. Luego le invitó a que almorzase con ellos dos díasdespués, sin acordarse para nada de su hermano.

—Sí, volveré—dijo Jaime lanzando una mirada a Catalina que la hizoenrojecer.

Cuando perdieron de vista la verja de la casa, detrás de la cualagitaban sus manos el padre y la hija, el capitán Valls lanzó unaruidosa carcajada.

—Según parece, ¿quieres que sea tío tuyo?—preguntó irónicamente.

Febrer, que iba furioso por la intervención de su amigo y la rudeza conque le había hecho abandonar la casa, dio expansión a su cólera. ¿Y a élqué le importaba? ¿Con qué derecho se atrevía a mezclarse en susasuntos?... Era ya bastante grande para no necesitar consejeros.

—¡Alto!—dijo el marino retrepándose en el asiento y llevando sus manosal chambergo de mosquetero caído sobre su cogote—. ¡Alto, galán!... Memezclo porque soy de la familia. Creo que se trata de mi sobrina; a lomenos así me parece.

—Y si quiero casarme con ella, ¿qué?... Tal vez a Catalina le parezcabien; tal vez su padre se muestre conforme.

—No digo que no; pero soy su tío, y el tío protesta y dice que esa bodaes un disparate.

Jaime le miró con asombro. ¡Disparate casarse con un Febrer! ¿Acasodeseaba algo mejor para su sobrina?...

—Disparate por parte de ellos y disparate por tu parte—

afirmó Valls—.¿Te has olvidado de dónde vives? Tú puedes ser mi amigo, el amigo del chueta Pablo Valls, al que ves en el café, en el Casino, y que ademástienen las gentes por medio loco. ¡Pero casarte con una mujer de mifamilia!...

Y el marino reía al pensar en esta unión. Los parientes de Jaime iban aindignarse contra él, negándole para siempre el saludo. Más tolerantesse mostrarían si cometía un asesinato. Su tía «la Papisa Juana» iba achillar como si presenciase un sacrilegio. Él lo perdería todo, y susobrina, olvidada y tranquila hasta entonces, iba a trocar elaburrimiento de su casa, monótono y triste, pero que al fin era una paz,por una vida infernal de disgustos, humillaciones y desprecios.

—No; te lo repito: el tío se opone.

Hasta las gentes del populacho que se decían enemigas de los ricos seindignarían al ver a un butifarra casándose con una chueta. Habíaque respetar el ambiente tradicional de la isla, so pena de morir comomoriría su hermano Benito, por falta de aire. Era peligroso querermodificar de un golpe la obra de siglos. Hasta los que llegaban defuera, limpios de prejuicios, sufrían al poco tiempo la influencia deesta repulsión de razas que parecía diluida en la atmósfera.

—Una vez—continuó Valls—vino un matrimonio belga a establecerse en laisla, recomendado a mí por un amigo de Amberes. Les atendí, les hicetoda clase de favores.

«Tengan ustedes cuidado—dije muchas veces—;piensen que soy chueta, y los chuetas son gente muy mala.» La mujerreía. ¡Qué barbaridad! ¡Qué atraso el de la isla!

Judíos los había entodas partes y eran gentes iguales a las otras. Nos vimos menos,trataron a otras personas. Un año después, al encontrarme en la calle,miraron a todos lados antes de saludarme. Ahora me ven y vuelven la carasiempre que pueden... ¡Lo mismo que si fuesen mallorquines!

¡Casarse!... Esto era para toda la vida. En los primeros meses, Jaimeharía frente a las murmuraciones y los desprecios; pero el tiempo pasa,un odio de siglos no se fatiga en el transcurso de unos cuantos años, yFebrer acabaría por arrepentirse de su aislamiento, reconocería su erroral ir contra las preocupaciones de la gran masa, y sería Catalina la quesufriese las consecuencias, viéndose mirada en su hogar como un signo deignominia. No; con el matrimonio pocos juegos. En España es indisoluble,no hay divorcio, y el hacer experiencias con él resulta caro. Por esoValls se había mantenido célibe.

Febrer, irritado por estas palabras, apeló al recuerdo de las ruidosaspropagandas que hacía Pablo contra los enemigos de los chuetas.

—¿Pero tú no deseas la dignificación de los tuyos? ¿No te irritas deque miren a los de «la calle» como personas diferentes a las otras?...¡Qué mejor que este matrimonio para combatir las preocupaciones!...

El capitán agitó las manos para expresar su duda: «¡Ta, ta!... Elmatrimonio no probaba nada. En varias épocas de tolerancia y olvidomomentáneo se habían casado cristianos viejos con gentes de «la calle».En la isla habían muchos que revelaban por sus apellidos estas mezclas.¿Y qué? El odio y la separación continuaban lo mismo... Lo mismo no: unpoco más amortiguados que en otros tiempos, pero latentes aún. Los quehabían de acabar con esta situación eran la cultura de la gente, lascostumbres nuevas, y esto resultaba obra de años y no se conseguía conun matrimonio. Además, los ensayos eran peligrosos y causaban víctimas.Si él tenía empeño en hacer la experiencia, podía escoger a otra que nofuese su sobrina.

Y Valls sonrió irónicamente al ver los gestos negativos de Febrer.

—¿Estás acaso enamorado de Catalina?—preguntó.

Los ojos de ámbar del capitán, maliciosos y fijos en Jaime, no lepermitieron mentir. ¿Enamorado?... Enamorado no. Pero no eraindispensable el amor para casarse. Catalina era simpática, podía seruna excelente esposa, una agradable compañera.

Pablo extremó más aún su sonrisa.

—Hablemos como buenos amigos, conocedores de la vida. Mi hermano te esmás simpático que su hija. Él se encargará indudablemente de arreglartus asuntos. Llorará al ver el dinero que le cuestas; pero tiene lamanía del nombre, respeta y adora lo antiguo, y pasará por todo... Mas¡no te fíes, Jaime! Es el tipo de esos judíos que salen en las comediascon un bolsón de oro, ayudando a las gentes en una mala hora, paraexprimirlas después. Ésos son los que desacreditan a mi raza. Yo soyotra cosa. Cuando te tenga en su poder te arrepentirás del negocio quehas hecho.

Febrer miró a su amigo con ojos hostiles. Lo mejor que podían hacer erano hablar más del asunto. Pablo era un loco, acostumbrado a decir cuantopensaba, y él no iba a sufrirle siempre. Para continuar siendo amigos,lo mejor era callarse.

—Bueno, callemos—dijo Valls—. Pero conste una vez más que el tío seopone y que lo hago por ti y por ella.

Pasaron silenciosos el resto del camino. En el Borne se separaron confrío saludo, sin darse la mano.

Cuando Jaime entró en su casa era casi de noche. Madó Antonia teníasobre una mesa del recibimiento una candileja de aceite, cuya llamaparecía hacer más densas las tinieblas de la vasta pieza.

Los ibicencos acababan de marcharse. Luego de almorzar con ella y vagarpor la ciudad, habían esperado al señor hasta el anochecer. Tenían quepasar la noche en el falucho: el patrón quería darse a la vela antes delalba. Y madó hablaba con bondadoso interés de aquellas gentes, que leparecían del otro extremo del mundo. ¡Cómo lo admiraban todo! Iban porla calle como asustados... ¿Y

Margalida? ¡Qué muchacha tan hermosa!

La buena madó Antonia tenía una idea en su boca y otra en elpensamiento, y mientras seguía al señor hasta su dormitorio, leexaminaba disimuladamente, queriendo adivinar algo en su rostro. ¿Quéhabría pasado en Valldemosa, Virgen del Lluch? ¿Qué sería de aquel plandisparatado que había expuesto Febrer durante el desayuno?...

Pero el amo estaba de mal talante, y respondía con palabras breves a suspreguntas. No se quedaba en casa: cenaría en el Casino. A la luz de unquinqué que alumbraba débilmente su vasto dormitorio, cambió de traje yse acicaló un poco, tomando una llave enorme de manos de madó paraabrir cuando volviese a altas horas de la noche.

A las nueve, al dirigirse al Casino, vio a la puerta de la calle, en uncafé del Borne, a su amigo Toni Clapés, el contrabandista. Era unhombretón de rostro afeitado y carilleno, con traje de payés. Parecía uncura del campo vestido de labriego para pasar la noche en Palma. Con susalpargatas blancas, la camisa sin corbata y el sombrero echado atrás,entraba en cafés y sociedades, siendo recibido con grandes extremos deamistad. En el Casino le admiraban los señores al ver cómo sacabatranquilamente de sus bolsillos los billetes de Banco a puñados.Procedente de un pueblo del interior de la isla, había llegado, enfuerza de coraje y de arrostrar peligros, a ser el jefe de un Estadomisterioso que todos conocían de lejos, pero cuyo secreto funcionamientopermanecía en la sombra. Tenía centenares de súbditos, capaces de morirpor él y una flota invisible que navegaba de noche, sin miedo a lostemporales, abordando a costas casi inaccesibles. Las preocupaciones ypeligros de estas empresas no se traslucían nunca en su rostro jovial ysus ademanes generosos. Sólo se mostraba triste cuando pasaban variassemanas sin que él recibiese noticias de alguna barca salida de Argel enpleno mal tiempo.

—¡Perdida!—decía a sus amigos—. La barca y el cargamento importanpoco... Iban siete hombres en ella, y yo también he navegado así...Procuraremos que a las familias no les falte el pan.

Otras veces, su tristeza era fingida, y al expresarla fruncíairónicamente sus labios: «Una escampavía del gobierno acaba de apresarmeuna barca.» Y todos reían, sabiendo que Toni dejaba algunos meses que lecogiesen una embarcación vieja con algunos bultos de tabaco, para quesus perseguidores pudieran ostentar de este modo un triunfo. Cuandohabía epidemia en los puertos de África, las autoridades de la isla,impotentes para guardar un litoral extenso, llamaban a Toni, apelando asu patriotismo de mallorquín,

y

el

contrabandista

prometía

cesarmomentáneamente en sus navegaciones o cargaba en otro punto para evitarel contagio.

Febrer tenía con este hombre rudo, alegre y generoso, una confianzafraternal. Muchas veces le había contado sus apuros para buscar elconsejo de su astucia campesina. Él, que era incapaz de solicitar unpréstamo de sus amigos del Casino, aceptaba el dinero de Toni enmomentos difíciles, dinero del que no parecía acordarse más elcontrabandista.

Al encontrarse se estrecharon la