Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Y después de negarse á un gasto doméstico de doscientos francos,empleaba cinco mil en una compra innecesaria, sólo porque representaba,según él, una gran pérdida para el vendedor. Julio y su hermanaprotestaban ante doña Luisa.

Chichí llegó á afirmar que jamás se casaríacon un hombre como su padre.

—¡Cállate!—decía escandalizada la criolla—. Tiene su genio, pero esmuy bueno. Jamás me ha dado un motivo de queja.

Deseo que encuentres unoigual.

Las riñas del marido, su carácter irritable, su voluntad avasalladora,perdían toda importancia para ella al pensar en su fidelidad. En tantosaños de matrimonio... ¡nada! Había sido de una virtud inconmovible,hasta en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias yenriqueciéndose con su procreación, parecen contaminarse de laamoralidad de los rebaños. ¡Ella que se acordaba tanto de su padre!...Su misma hermana debía vivir menos tranquila con el vanidoso Karl, capazde ser infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de lospoderosos.

Desnoyers marchaba unido á su mujer por una rutina afectuosa. DoñaLuisa, en su limitada imaginación, evocaba el recuerdo de las yuntas dela estancia, que se negaban á avanzar cuando un animal extraño sustituíaal compañero ausente. El marido se encolerizaba con facilidad,haciéndola responsable de todas las contrariedades con que le afligíansus hijos, pero no podía ir sin ella á parte alguna. Las tardes delHotel Drouot le resultaban insípidas cuando no tenía á su lado á estaconfidente de sus proyectos y sus cóleras.

—Hoy hay venta de alhajas: ¿vamos?

Su proposición la hacía con voz suave é insinuante, una voz querecordaba á doña Luisa los primeros diálogos en los alrededores de lacasa paterna. Y marchaban por distinto camino.

Ella en uno de susvehículos monumentales, pues no gustaba de andar, acostumbrada alquietismo de la estancia ó á correr el campo á caballo. Desnoyers, elhombre de los cuatro automóviles, los aborrecía, por ser refractario álos peligros de la novedad,

por

modestia,

y

porque

necesitaba

ir

á

pie,proporcionando á su cuerpo un ejercicio que compensase la falta detrabajo. Al juntarse en la sala de ventas, repleta de gentío, examinabanlas joyas, fijando de antemano lo que pensaban ofrecer. Pero él, prontoá exacerbarse ante la contradicción,

iba

siempre

más

lejos,

mirando

ásus

contendientes al soltar las cifras lo mismo que si les enviasepuñetazos. Después de tales expediciones, la señora se mostrabamajestuosa y deslumbrante como una basílisa de Bizancio: las orejas y elcuello con gruesas perlas, el pecho constelado de brillantes, las manosirradiando agujas de luz con todos los colores del iris.

Chichí protestaba: «Demasiado, mamá.» Iban á confundirla con unaprendera. Pero la criolla, satisfecha de su esplendor, que era elcoronamiento de una vida humilde, atribuía á la envidia tales quejas. Suhija era una señorita y no podía lucir estas preciosidades. Pero másadelante le agradecería que las hubiese reunido para ella.

La casa resultaba ya insuficiente para contener tantas compras.

En lascuevas se amontonaban muebles, cuadros, estatuas y cortinajes paraadornar muchas viviendas. Don Marcelo se quejaba de la pequeñez de unpiso de veintiocho mil francos que podía servir de albergue á cuatrofamilias como la suya.

Empezaba á pensar con pena en la renuncia detantas ocasiones tentadoras, cuando un corredor de propiedades, de losque atisban al extranjero, le sacó de esta situación embarazosa.

¿Porqué no compraba un castillo?... Toda la familia aceptó la idea. Uncastillo histórico, lo más histórico que pudiera encontrarse,completaría su grandiosa instalación. Chichí palideció de orgullo.Algunas de sus amigas tenían castillo.

Otras,

de

antigua

familiacolonial,

acostumbradas

á

menospreciarla por su origen campesino,rugirían de envidia al enterarse de esta adquisición que casirepresentaba un ennoblecimiento. La madre sonrió con la esperanza devarios meses de campo que le recordasen la vida simple y feliz de sujuventud. Julio fué el menos entusiasta. El «viejo» querría tenerlelargas temporadas fuera de París; pero acabó por conformarse, pensandoen que esto daría ocasión á frecuentes viajes en automóvil.

Desnoyers se acordaba de los parientes de Berlín. ¿Por qué no había detener su castillo, como los otros?... Las ocasiones eran tentadoras. Adocenas le ofrecían las mansiones históricas. Sus dueños ansiabandesprenderse de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Ycompró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado en tiempos delas guerras de religión, mezcla de palacio y fortaleza, con fachadaitaliana del Renacimiento, sombríos torreones de aguda caperuza y fososacuáticos en los que nadaban cisnes.

El no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que ejerciese suautoridad, peleando con la resistencia de hombres y cosas.

Además, letentaban las vastas proporciones de las piezas del castillo,desprovistas de muebles. Una oportunidad para instalar el sobrante desus cuevas, entregándose á nuevas compras. En este ambiente de lobreguezseñorial, los objetos del pasado se amoldarían con facilidad, sin elgrito de protesta que parecían lanzar al ponerse en contacto con lasparedes blancas de las habitaciones modernas... La histórica moradaexigía cuantiosos desembolsos; por algo había cambiado de propietariomuchas veces. Pero él y la tierra se conocían perfectamente... Y almismo tiempo que llenaba los salones del edificio, intentó en el extensoparque cultivos y explotaciones de ganado, como una reducción de susempresas de América. La propiedad debía sostenerse con lo que produjese.No era miedo á los gastos: era que él «no estaba acostumbrado á perderdinero».

La adquisición del castillo le proporcionó una honrosa amistad, viendoen ella la mayor ventaja del negocio. Entró en relaciones con un vecino,el senador Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba ahora enla Alta Cámara, mudo durante la sesión, movedizo y verboso en lospasillos, para sostener su influencia. Era un prócer de la noblezarepublicana, un aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en lasagitaciones de la Revolución, así como los nobles de pergaminos ponen lasuya en las Cruzadas. Su bisabuelo había pertenecido á la Convención; supadre había figurado en la República de 1848.

El, como hijo de proscritomuerto en el destierro, marchó siendo muy joven detrás de la figuragrandilocuente de Gambetta, y hablaba á todas horas de la gloria delmaestro para que un rayo de ella se reflejase sobre el discípulo. Suhijo René, alumno de la Escuela Central, encontraba «viejo juego» alpadre, riendo un poco de su republicanismo romántico y humanitario. Peroesto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protecciónoficial atesorada por cuatro generaciones de Lacour dedicadas alservicio de la República.

Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad nueva, temiendo unademanda de préstamo, se entregó con entusiasmo al trato del «grandehombre». El personaje era admirador de la riqueza, y encontró por suparte cierto talento á este millonario del otro lado del mar quehablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus relacionesfueron más allá del egoísmo de una vecindad del campo, continuándose enParís. René acabó por visitar la casa de la avenida Víctor Hugo como sifuese suya.

Las únicas contrariedades en la existencia de Desnoyers provenían de sushijos. Chichí le irritaba por la independencia de sus gustos. No amabalas cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería lasfrivolidades de la última moda. Todos los regalos de su padre losaceptaba con frialdad. Ante una blonda secular adquirida en una subasta,torcía el gesto: «Más me gustaría un vestido nuevo de trescientosfrancos.» Además, se apoyaba en los malos ejemplos de su hermano parahacer frente á «los viejos».

El padre la había confiado por completo á doña Luisa. La niña era ya unamujer. Pero el antiguo «peoncito» no mostraba gran respeto ante losconsejos y órdenes de la bondadosa criolla. Se había entregado conentusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de lasdiversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace y doña Chicha laseguía, privándose de acompañar al marido en sus compras. ¡Las horas deaburrimiento mortal ante la pista helada, viendo cómo á los sones de unórgano se deslizaban

sobre

cuchillos

por

el

blanco

redondel

losbalanceantes monigotes humanos, solos ó en fila!... Su hija pasaba yrepasaba ante sus ojos roja de agitación, echando atrás las espirales desu cabellera que se escapaban del sombrero, haciendo claquear lospliegues de la falda detrás de los patines, hermosota, grandullona yfuerte, con la salud insolente de una criatura que, según su padre,«había sido destetada con biftecs».

Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta.

Preferíaacompañar al marido en su cacería de riquezas á bajo precio. Y Chichífué al patinaje con una de las doncellas cobrizas, pasando la tardeentre sus amigas de sport, todas procedentes del nuevo mundo. Secomunicaban sus ideas bajo el deslumbramiento de la vida fácil de París,libres de los escrúpulos y preocupaciones de la tierra natal. Todasellas creían haber nacido meses antes, reconociéndose con méritos nosospechados hasta entonces. El cambio de hemisferio había aumentado susvalores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y Desnoyers sealarmaba, dando suelta á su mal humor, cuando por la noche iba emitiendoChichí en forma de aforismos lo que ella y sus compañeras habíandiscurrido como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida es lavida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el hombre que me guste, seaquien sea.»

Pero estas contrariedades del padre carecían de importancia al sercomparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay, el otro!... Julio,al llegar á París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya nopensaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso laresistencia del asombro, pero al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Loimportante era que no careciese de profesión. La propiedad y la riquezalas consideraba sagradas, pero tenía por indignos de sus goces á los queno hubiesen trabajado. Recordó además sus años de tallista. Tal vez lasmismas facultades, sofocadas en él por la pobreza, renacían en sudescendiente. ¿Si llegaría á ser un gran pintor este muchacho perezoso,pero de ingenio vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en lavida?... Pasó por todos los caprichos de Julio, que, estando aún en susprimeras tentativas de dibujo y colorido, exigía una existencia apartepara trabajar con más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, enun estudio de la rue de la Pompe que había pertenecido á un pintorextranjero de cierta fama. El taller y sus anexos eran demasiado grandespara un aprendiz. Pero el maestro había muerto, y Desnoyers aprovechó labuena ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en bloque mueblesy cuadros.

Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una buena madre que cuidadel bienestar de su hijo para que trabaje mejor. Ella misma, quitándoselos guantes, vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas decigarro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas.Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas queella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras... Másadelante encontró mujeres ligeras de ropas, y fué recibida por su hijocon mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar en paz?... Y

lapobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la ruede la Pompe, pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en laiglesia de Saint-Honorée d'Eylau.

El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podíamezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, á los pocos meses,pasó semanas enteras sin ir á dormir en el domicilio paterno.Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidezpara que la familia se convenciese de que aún existía... Desnoyers,algunas mañanas, llegaba á la rue de la Pompe para hacer preguntas ála portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver ámediodía, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nuevavisita para recibir mejores noticias. Eran las dos: el señorito seestaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso.Pero ¿cuándo pintaba este pintor?...

Había intentado al principio conquistar un renombre con el pincel, porconsiderar esto empresa fácil. Ser artista le colocaba por encima de susamigos, muchachos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de laexistencia, derramando el dinero ruidosamente para que todos seenterasen de su prodigalidad.

Con serena audacia, se lanzó á pintarcuadros. Amaba la pintura bonita, «distinguida», elegante; una pinturadulzona como una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer.Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba á sus espaldas dispuestoá ayudarle: ¿por qué no había de hacer lo que tantos otros que carecíande sus medios?... Y acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándoleel título de La danza de las horas: un pretexto para copiar buenasmozas y escoger modelos. Dibujaba con frenética rapidez, rellenando elinterior de los contornos de masas de color. Hasta aquí todo iba bien.Pero después vacilaba, permaneciendo inactivo ante el cuadro, paraarrinconarlo finalmente en espera de tiempos mejores. Lo mismo leocurrió al intentar varios estudios de cabezas femeniles. No podíaterminar nada, y esto le produjo cierta desesperación. Luego seresignó, como el que se tiende fatigado ante el obstáculo y espera unaintervención providencial que le ayude á salvarlo. Lo importante era serpintor... aunque no pintase. Esto le permitía dar tarjetas con excusasde alta estética á las mujeres alegres, invitándolas á su estudio. Vivíade noche. Don Marcelo, al hacer averiguaciones sobre los trabajos delartista, no podía contener su indignación. Los dos veían todas lasmañanas las primeras horas de luz: el padre al saltar del lecho; el hijocamino de su estudio, para meterse entre sábanas y no despertar hastamedia tarde.

La crédula doña Luisa inventaba las más absurdas explicaciones paradefender á su hijo. ¡Quién sabe! Tal vez pintaba de noche, valiéndose deprocedimientos nuevos. ¡Los hombres inventan ahora tantas diabluras!...

Desnoyers conocía estos trabajos nocturnos: escándalos en los restoranesde Montmartre, y peleas, muchas peleas. El y los de su banda, que á lassiete de la tarde creían indispensable el frac ó el smoking, eran ámodo de una partida de indios implantando en París las costumbresviolentas del desierto. El champañ resultaba en ellos un vino de pelea.Rompían y pagaban, pero sus generosidades iban seguidas casi siempre deuna batalla. Nadie tenía como Julio la bofetada rápida y la tarjetapronta. Su padre aceptaba con gestos de tristeza las noticias de ciertosamigos que se imaginaban halagar su vanidad haciéndole el relato deencuentros caballerescos en los que su primogénito rasgaba siempre lapiel del adversario. El pintor entendía más de esgrima que de su arte.Era campeón de varias armas, boxeaba, y hasta poseía los golpesfavoritos de los paladines que vagan por las fortificaciones. «Inútil ypeligroso como todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentíalatir en el fondo de su pensamiento una irresistible satisfacción, unorgullo animal, al considerar que este aturdido temible era obra suya.

Por un momento creyó haber encontrado el medio de apartarle de talexistencia. Los parientes de Berlín visitaron á los Desnoyers en sucastillo de Villeblanche. Karl von Hartrott apreció con bondadosasuperioridad las colecciones ricas y un tanto disparatadas de su cuñado.No estaban mal: reconocía cierto cachet á la casa de París y alcastillo. Podían servir para completar y dar pátina á un títulonobiliario. ¡Pero Alemania!...

¡Las comodidades de su patria!... Queríaque el cuñado admirase á su vez cómo vivía él y las nobles amistades queembellecían su opulencia. Y tanto insistió en sus cartas, que losDesnoyers hicieron el viaje. Este cambio de ambiente podía modificar áJulio. Tal vez despertase su emulación viendo de cerca la laboriosidadde sus primos, todos con una carrera. Además, el francés creía en lainfluencia corruptora de París y en la pureza de costumbres de lapatriarcal Alemania.

Cuatro meses estuvieron allá. Desnoyers sintió al poco tiempo un deseode huir. Cada cual con los suyos; no podría entenderse nunca conaquellas gentes. Muy amables, con amabilidad pegajosa y visibles deseosde agradar, pero dando tropezones continuamente por una faltairremediable de tacto, por una voluntad de hacer sentir su grandeza. Lospersonajes amigos de los Hartrott hacían manifestaciones de amor áFrancia: el amor piadoso que inspira un niño travieso y débil necesitadode protección. Y esto lo acompañaban con toda clase de recuerdosinoportunos sobre las guerras en que los franceses habían sido vencidos.Todo lo de Alemania, un monumento, una estación de ferrocarril, unsimple objeto de comedor, daba lugar á comparaciones gloriosas: «EnFrancia no tienen ustedes eso.»

«Indudablemente, en América no habránustedes visto nada semejante.»

Don

Marcelo

se

marchó,

fatigado

de

tantaprotección. Su esposa y su hija se habían resistido á aceptar que laelegancia de Berlín fuese superior á la de París. Chichí, en plenaaudacia sacrílega, escandalizó á sus primas declarando que no podíasufrir á los oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovible,que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez automática, uniendo ásus galanterías una mueca de superioridad.

Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en el ambiente virtuosode Berlín. Con el mayor, «el sabio», no había que contar. Era uninfeliz, dedicado á sus libros, y que consideraba á toda la familia congesto protector. Los otros, subtenientes ó alumnos portaespada, lemostraron con orgullo los progresos de la alegría germánica. Conociórestoranes nocturnos que eran una imitación de los de París, pero muchomás grandes. Las mujeres, que allá se contaban á docenas, eran aquícentenares. La embriaguez escandalosa no resultaba un incidente, sinoalgo buscado con plena voluntad, como indispensable para la alegría.Todo grandioso, brillante, colosal. Los vividores se divertían porpelotones, el público se emborrachaba por compañías, las mercenariasformaban regimientos. Experimentó una sensación de disgusto ante lashembras serviles y tímidas, acostumbradas al golpe, y que buscabanresarcirse con avidez de las grandes quiebras y desengaños sufridos ensu comercio. Lo era imposible celebrar, como sus primos, con grandescarcajadas el desencanto de estas mujeres cuando veían perdidas sushoras, sin conseguir otra cosa que bebida abundante. Además, lemolestaba el libertinaje grosero, ruidoso, con publicidad, como unalarde de riqueza. «Esto no lo hay en París—decían sus acompañantesadmirando los salones enormes, con centenares de parejas y miles debebedores—; no, no lo hay en París.» Se fatigaba de tanta grandeza sinmedida. Creyó asistir á una fiesta de marineros hambrientos, ansiosos deresarcirse de un golpe de todas las privaciones anteriores. Y sentía losmismos deseos de huir que su padre.

De este viaje volvió Marcelo Desnoyers con una melancólica resignación.Aquellas gentes habían progresado mucho. El no era un patriota ciego, yreconocía lo evidente. En pocos años habían transformado su país; suindustria era poderosa... pero resultaban de un trato irresistible. Cadauno en su casa, y ¡ojalá que nunca se les ocurriese envidiar la delvecino!... Pero esta última sospecha la repelía inmediatamente con suoptimismo de hombre de negocios.

«Van á ser muy ricos—pensaba—. Sus asuntos marchan, y el que es ricono siente deseos de reñir. La guerra con que sueñan cuatro locos resultaimposible.»

El joven Desnoyers reanudó su existencia parisién, viviendo siempre enel estudio y presentándose de tarde en tarde en la casa paterna. DoñaLuisa empezó á hablar de un tal Argensola, joven español de gransabiduría, reconociendo que sus consejos podían ser de mucha utilidadpara su hijo. Este no sabía con certeza si el nuevo compañero era unamigo, un maestro ó un sirviente. Otra duda sufrían los visitantes. Losaficionados á las letras hablaban de Argensola como de un pintor; lospintores sólo le reconocían superioridad como literato. Nunca pudorecordar exactamente dónde le había visto la primera vez. Era de los quesubían á su estudio en las tardes de invierno, atraídos por la cariciaroja de la estufa y los vinos facilitados ocultamente por la madre.Tronaba el español ante la botella liberalmente renovada y la caja decigarrillos abierta sobre la mesa, hablando de todo con autoridad. Unanoche se quedó á dormir en un diván. No tenía domicilio fijo. Y despuésde esta primera noche, las pasó todas en el estudio.

Julio acabó por admirarle como un reflejo de su personalidad.

¡Lo quesabía aquel Argensola, venido de Madrid en tercera clase y con veintefrancos en el bolsillo para «violar á la gloria», según sus propiaspalabras! Al ver que pintaba con tanta dureza como él, empleando elmismo dibujo pueril y torpe, se enterneció. Sólo los falsos artistas,los hombres «de oficio», los ejecutantes sin pensamiento, se preocupandel colorido y otras ranciedades. Argensola era un artista psicológico,un pintor de almas. Y el discípulo sintió asombro y despecho alenterarse de lo sencillo que era pintar un alma. Sobre un rostroexangüe, con el mentón agudo como un puñal, el español trazaba unos ojoscasi redondos y á cada pupila le asestaba una pincelada blanca, un puntode luz... el alma. Luego, plantándose ante el lienzo, clasificaba estaalma con su facundia inagotable, atribuyéndola toda clase de conflictosy crisis. Y tal era su poder de obsesión, que Julio veía lo que el otrose imaginaba haber puesto en los ojos de redondez buhesca. El tambiénpintaría almas... almas de mujeres.

Con ser tan fácil este trabajo de engendramiento psíquico, Argensolagustaba más de charlar recostado en un diván ó leer al amor de la estufamientras el amigo y protector estaba fuera.

Otra ventaja esta afición ála lectura para el joven Desnoyers, que al abrir un volumen ibadirectamente á las últimas páginas ó al índice, queriendo «hacerse unaidea», como él decía. Algunas veces, en los salones, había preguntadocon aplomo á un autor cuál era su mejor libro. Y su sonrisa de hombrelisto daba á entender que era una precaución para no perder el tiempocon los otros volúmenes. Ahora ya no necesitaba cometer estas torpezas.Argensola leería por él. Cuando le adivinaba interesado por un volumen,exigía inmediata participación: «Cuéntame el argumento». Y el«secretario» no sólo hacía la síntesis de comedias y novelas, sino quele comunicaba el «argumento» de Schopenhauer ó el «argumento» deNietzsche... Luego, doña Luisa casi vertía lágrimas al oir que lasvisitas se ocupaban de su hijo con la benevolencia que inspira lariqueza: «Un poco diablo el mozo, pero ¡qué bien preparado!...»

A cambio de sus lecciones, Argensola recibía el mismo trato que unesclavo griego de los que enseñaban retórica á los patricios jóvenes dela Roma decadente. En mitad de una explicación, su señor y amigo leinterrumpía:

—Prepárame una camisa de frac. Estoy invitado esta noche.

Otras veces, cuando el maestro experimentaba una sensación de bienestaranimal con un libro en la mano junto á la estufa roncadora, viendo átravés de la vidriera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repenteel discípulo:

—¡Pronto... á la calle! Va á venir una mujer.

Y Argensola, con el gesto de un perro que sacude sus lanas, marchaba ácontinuar la lectura en algún cafetucho incómodo de las cercanías.

Su influencia descendió de las cimas de la intelectualidad paraintervenir en las vulgaridades de la vida material. Era el intendentedel patrono; el mediador entre su dinero y los que se presentaban áreclamarlo factura en mano. «Dinero», decía lacónicamente á fines demes. Y Desnoyers prorrumpía en quejas y maldiciones. ¿De dónde iba ásacarlo? El viejo era de una dureza reglamentaria y no toleraba el menoravance sobre el mes siguiente. Le tenía sometido á un régimen demiseria. Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con esto unapersona decente?...

Deseoso

de

reducirle,

estrechaba

el

cerco,interviniendo directamente en la administración de su casa para que doñaLuisa no pudiera hacer donativos al hijo. En vano se había puesto encontacto con varios usureros de París, hablándoles de su propiedad másallá del Océano. Estos señores tenían á mano la juventud del país y nonecesitaban exponer sus capitales en el otro mundo. Igual fracaso leacompañaba cuando, con repentinas muestras de cariño, quería convencer ádon Marcelo de que tres mil francos al mes son una miseria.

Elmillonario rugía de indignación. ¡Tres mil francos una miseria! ¡Yademás las deudas del hijo que había tenido que pagar en variasocasiones!...

—Cuando yo era de tu edad...—empezaba diciendo.

Pero Julio cortaba la conversación. Había oído muchas veces la historiade su padre. ¡Ah, viejo avariento! Lo que le daba todos los meses no eramas que la renta del legado de su abuelo...

Y por consejo de Argensola,se atrevió á reclamar el campo. La administración de esa tierra pensabaconfiarla á Celedonio, el antiguo capataz, que era ahora un personaje ensu país, y al que él llamaba irónicamente «mi tío». Desnoyers acogió surebeldía fríamente. «Me parece justo. Ya eres mayor de edad.» Y luego deentregarle el legado, extremó su vigilancia en los gastos de la casa,evitando á doña Luisa todo manejo de dinero. En adelante, miró á su hijocomo un adversario que necesitaba vencer, tratándolo durante sus rápidasapariciones en la avenida Víctor Hugo con glacial cortesía, lo mismo queá un extraño.

Una opulencia transitoria animó por algún tiempo el estudio.

Julio habíaaumentado sus gastos, considerándose rico. Pero las cartas

del

tío

deAmérica

disiparon

estas

ilusiones.

Primeramente, las remesas de dineroexcedieron en muy poco á la cantidad mensual que le entregaba su padre.Luego disminuyeron de un modo alarmante. Todas las calamidades de latierra parecían haber caído juntas sobre el campo, según Celedonio. Lospastos escaseaban: unas veces era por falta de lluvia, otras por lasinundaciones, y las reses perecían á centenares. Julio necesitabamayores ingresos, y el mestizo marrullero le enviaba lo que pedía, perocomo simple préstamo, reservando el cobro para cuando ajustasen cuentas.A pesar de tales auxilios, el joven Desnoyers sufría apuros. Jugabaahora en un Círculo elegante, creyendo compensar de tal modo susperiódicas escaseces, y esto servía para que desaparecieran con mayorrapidez las cantidades recibidas de América... ¡Que un hombre como él seviese atormentado por la falta de unos miles de francos! ¿De qué leservía tener un padre con tantos millones?

Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría