Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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7 de octubre.

Esta mañana he entrado triunfalmente en el comedor con un gran librotedebajo del brazo. La abuela retrocedió espantada.

—¡Dios mío, Magdalena! ¿te vas a examinar?

—No, abuela querida, estoy haciendo un examen.

—¿A quién? ¿De qué?—exclamó sorprendida.

—De la cuestión de las solteronas...

—Cuestión

tonta

y

detestable

idea—respondió

la

abuelaenfurruñada.—Mejor harías de decirme qué te pareció aquel joven morenoque estaba ayer en el rosario al lado de la señorita de Sarcicourt.

—Un joven moreno... en el rosario... al lado de la señorita deSarcicourt... No le reparé.

—Sí, sí, recuerda bien...

—¡Dios mío! otro pretendiente...

—¿Por qué no?

—Porque no quiero... No me hables de eso, abuela, te lo ruego. ¿Cómoquieres que haya encontrado a un joven que no he visto?

—Si tú...

—No, no, que no se me hable de matrimonio... Por el momento pertenezcoa las solteronas... Abuela—proseguí tiernamente,—no puedes querer queme case con un caballero porque es moreno, porque va al rosario y porqueestá al lado de la señorita de Sarcicourt...

—Es una garantía.

—¿El ser moreno es una garantía?—dije dando una carcajada.—¡Ah!querida abuela...

Y aprovechando la alegría que se leía en el semblante de la buenaseñora, cambié bruscamente de conversación.

—¿Sabes—dije,—que las leyes, según este librote, se acordaban en otrotiempo con la religión para condenar el celibato?

—¡Ah!—suspiró la abuela,—eso era sin duda en el tiempo en que sehacían aún buenas leyes...

—Era en el tiempo feliz en que florecían los hebreos, los indos, lospersas, los griegos, los romanos, los germanos...

—¿Y qué me importa a mí toda esa gente?

—Un poco de paciencia, si quieres—exclamé volviendo unas hojas.—Loshebreos tenían enteramente tus ideas sobre el matrimonio.

—No te comprendo, Magdalena. ¿Adónde vas a parar?

—Continúo el sermón del domingo.

—¿Cómo?

—Buscando si las leyes estaban de acuerdo con las ideas religiosas...

—Y has encontrado.

—Que todas las legislaciones no han hecho más que confirmar lo queestaba ya edictado en las diferentes religiones.

—¿Y eso te interesa?

—En extremo.

—¡Qué nieta tan rara!—exclamó la abuela encogiéndose dehombros.—¿Estás ahora ocupada de las solteronas?

—Sí. Oye cómo comprendían los hebreos el deber de la mujer.

Su únicamisión, según ellos, era dar los más hijos posibles a la familia y alEstado... De aquí el matrimonio obligatorio...

—Tenían mucha razón.

—Los indios, abuela, son también, según tú, gente razonable.

A los ojosdel legislador indio, todo el destino de la mujer se reduce a dar alhombre hijos y a perpetuar la especie humana. La mujer no goza de losfavores que la ley le concede hasta que se convierte en esposa y madre.

—Los indios eran gente de buen sentido—dijo la abuela con aplomo.

—¿Y Zoroastro?—exclamé riendo.—Este es tu mejor apoyo...

Zoroastrorecomienda a las persas el matrimonio como la obra más meritoria ydeclara que la joven que rehusase casarse irá a los infiernos hasta laresurrección, aunque haya hecho buenas acciones.

—Lo de los infiernos es acaso excesivo—dijo la abuela conmalicia,—pero opino que haga una temporada de purgatorio...

—Entre los griegos—continué libro en mano,—no es ya el infierno loque se tiene en perspectiva, sino el Código Penal.

Parece que en toda laGrecia el matrimonio era obligatorio, no sólo para la mujer sino tambiénpara el hombre y para el tutor de la mujer. La ley castigaba...

—A las jóvenes recalcitrantes que...

—Que se negaban a escuchar a su abuela... Es posible. En todo casocastigaba seguramente al soltero y al tutor que tardaba en casar a supupila.

—Ya ves, Magdalena—dijo la abuela sonriendo,—qué culpable eresconmigo. Si fuese griega, hubiera sido castigada por las leyes sin quetu estado de soltería me sea imputable.

—Yo lo hubiera proclamado a voz en cuello, y, lejos de castigarte, eltribunal te hubiera felicitado por el modo que tienes de cumplir tumisión. Un joven moreno... La señorita de Sarcicourt... el rosario...Abuela, si yo hubiera sido romana, no hubiera podido reclamar contra tiante el magistrado... Y las leyes permitían a la joven romana obligar asu padre o a su tutor a casarla.

—Ya ves—interrumpió la abuela,—que cumplo con mi deber tratando deinfluir sobre ti en favor del matrimonio.

—Sí, le cumples demasiado bien. En esto eres de la opinión de Dionisiode Halicarnaso, que, compulsando las antiguas leyes de Roma, hadescubierto una que obligaba a los jóvenes al matrimonio. El tratado delas Leyes de Cicerón, que reproduce en forma filosófica las antiguasleyes de Roma, contiene también una sobre el celibato.

—En adelante—repuso la abuela con buen humor,—tendré en gran estima aDionisio de Halicarnaso y a Cicerón. Ignoraba que esos señores fuesentan amigos míos...

—Hubieras debido sospecharlo... Y te hago gracia de los germanos, pueseran unos horribles polígamos y por este mismo hecho no admitían lasolterona...

—Y tenían mucha razón—exclamó la abuela.

¿Tenían razón de ser polígamos?... ¡Ah! abuela...

—¡No!—dijo la abuela dando un salto,—no es eso lo que digo. Lapoligamia hubiera debido ser siempre un caso de horca; pero, en fin,las solteronas...

—¿También merecían ser ahorcadas?...

—A medias, para que se les pasase el gusto del celibato.

—¡Qué antigua eres, abuela!... Razonas como los pueblos paganos.

—Cuestión de atavismo. Durante siglos y siglos se ha considerado elcelibato como impío, y me ha quedado algo.

—Pues bien, yo también siento el atavismo.

—Tú eres de la generación nueva, y con esto está dicho todo.

No sentísni hacéis nada como nosotros. Os pasan por la cabeza ideas que jamás senos hubieran ocurrido. Y, todavía, cuando esas ideas son un pocorazonables, como la que ahora te preocupa, no me quejo. Pero,francamente, Magdalena, me das miedo. Te hubiera, acaso, comprendidomejor tu madre...—

terminó la abuela con una lágrima en los ojos.

—¡No! no creas eso; eres la más perfecta y la más querida de lasabuelas... No puedes tomar a mal que yo estudie la cuestión de lassolteronas.

—¡Ay! en mi tiempo no había semejante cuestión. Todo lo que pedían lasmujeres era un buen marido y unos hermosos hijos.

—Ya ves cómo han cambiado los tiempos... Un buen marido es un mito,abuela... Por mucho que muevas la cabeza, no puedes menos de reconocerque los maridos actuales no valen lo que los de entonces.

—Sí, hija mía, sí, valen lo mismo. Solamente, en otro tiempo, lasmujeres tenían... ¿cómo diré yo?... tenían más paciencia...

másdulzura... más abnegación. Estaban menos poseídas de su personalidad ysabían anularse a tiempo...

—Aquello era la esclavitud, abuela.

—No, querida—dijo la abuela con voz persuasiva;—aquello era el amor.

—¡El amor!—respondí.—¿Qué es eso?... En las novelas veo lo que es;pero en la vida real...

—Es inútil decírtelo si tú no has de sentirlo; y si lo sientes, es aúnmás inútil definírtelo.

Dicho esto, la abuela me dio un beso y me dejó muy pensativa.

¿Ha podido realmente la abuela conocer el amor?... Me parece tanextraordinario... Es verdad que cuando habla del abuelo su voz toma unainflección tan profunda que se ve que hay en ella un mundo de recuerdosdichosos e íntimos ocultos en la menor palabra... ¡Querida abuela!

En el momento en que ella salía, entró en el comedor Celestina y seacercó a mí tan quedito que casi me dio un susto al exclamar:

—Estoy segura de que la señora acaba de hacer un sermón sobre lassolteras, para el uso de la señorita.

—No, Celestina—respondí maquinalmente;—la abuela me hablaba de amor.

—¡De amor, a una joven como usted!... Nuestra pobre señora pierde lacabeza...

—¡Una joven como yo, a los veinticinco años!... ¡Vaya una juventud! Hayque vivir en un medio petrificado como el nuestro, pobre vieja, para noconocer nada de la vida a mi edad...

Algunas veces casi me sublevo, perodespués se me pasa...

—Esas ideas no son de usted, señorita. Me parece estar oyendo

a

laseñorita

Francisca—respondió

Celestina

escandalizada.—Creo que es esauna sociedad que no le conviene a usted gran cosa...

No respondí por no envenenar la discusión. Celestina es pudibunda hastael exceso y no ve nada más hermoso en la existencia que poseer elderecho virginal de vestirse de blanco en los días de procesión, a pesarde su cara apergaminada. Al lado de ese ideal, el matrimonio, que privade la dicha de llevar semejante traje, no puede ser evidentemente, másque un estado reprobado por Dios y legitimado por alguna cosa que estáen el fondo de un falso sacramento.

—No hay que pensar en el amor, señorita—murmuró mientras yo medisponía a subir a mi cuarto.—Es la perdición de las jóvenes.

—¿Tú crees?—dije, divertida por los terrores de la buena anciana, cuyoprincipal título de gloria—después del derecho de vestirse deblanco—es el haberme recibido en su delantal el día de mi entrada eneste valle de lágrimas. Celestina deduce de este alto hecho el derechode reprenderme en todas las circunstancias notables, y no se priva deejercerlo.

En el movimiento febril que agitaba su mano vi bien que tenía quehacerme un largo discurso—los estremecimientos de la mano traducensiempre en Celestina un gran deseo de agitar la lengua—pero la voz dela abuela, que le llamaba, puso término a su comezón de hablar.

Vuelta a mi cuarto, me encuentro más perpleja que nunca y, para nopensar más en el matrimonio, hago lo que puedo por ocupar el pensamientoen otra cosa.

¡Qué pesados me parecen ahora mis veinticinco años!... La abuela tienerazón; llevo un mundo en los hombros...

Cuánto más feliz era cuando, en vez de soñar con un marido por lavoluntad de la abuela, no tenía más preocupaciones que mi muñeca.

¡Mi muñeca!... ¡Qué lejos está!...

Y, sin embargo, me parece que era ayer cuando ese querido objeto,informe y sin nombre, que había llegado a ser mi hija a consecuencia demúltiples desgracias, me absorbía hasta tal punto, que a su lado, afuerza de amor, no sentía ya que era yo huérfana...

No he conocido a mi madre, que murió al nacer yo. Mi padre, desesperadopor la muerte de su mujer, a la que amaba apasionadamente, no lasobrevivió más que cuatro años. En unos días fue arrebatado por unatifoidea, dejándome a mi abuela materna, mi única parienta próxima y ala que no he dejado desde entonces... No tengo más que cerrar los ojospara acordarme de la silueta de aquel pobre padre y de aquella miradatan triste y tan buena con que todas las noches iba a vigilar elcomienzo de mi sueño llevándome la impresión de una profunda ternura...¡Pobre padre!... ¡Cuánto tiempo le reclamó mi corazón de niña, nocreyendo ni en la eterna separación ni en la muerte!... Aquel viaje deque me hablaban debía terminarse para mí por un feliz regreso y, sobretodo, por un cargamento de numerosos recuerdos después de una ausenciatan prolongada...

¡Ay! me informaba yo mucho menos de la fecha en quedebía ver a mi padre que de la en que le vería llegar cargado demuñecas, de globos y de cocinitas... Aun siendo desgraciados, quéfelices son los niños...

Mi querida abuela cuidó de mi infancia y, a pesar de su tristeza y de sudolor, de ella me vinieron todas las alegrías y todas las felicidades deniña.

Mi vida entera cabe en esta palabra: la abuela.

Todos mis recuerdos están concentrados en ella, pues no puedo, como lamayor parte de las niñas, cifrar mi vida en la visión de un alegre hogaratestado de niños pequeños y protegido por la doble ternura de un padrey una madre... Tenía, sin embargo, amiguitas que iban a jugar y a reírconmigo; pero detrás de aquel cuadro de cándida alegría, veo siempreaparecer la sombra melancólica del largo velo de la abuela.

No se sabe de qué secretas e incomprensibles angustias están formadoslos recuerdos de niño cubiertos con un velo de crespón... He esperadodurante años el día glorioso y seductor en que la abuela, como lasmadres de mis amigas, llevase por fin un sombrero con un ramo deflores... Ese día no ha llegado jamás...

Ahora, cuando voy a casa de mis amigas y veo de cerca lo que es la vidaordinaria para la generalidad de las jóvenes de mi sociedad, cuanto mássufro por los sitios que hay vacíos a mi lado, más vivo y más profundoes mi agradecimiento por mi querida abuela, cuya abnegación me harehecho un hogar y reconstituido una familia.

Por eso amo a todo lo que ama la abuela...

A pesar de las ideas que oigo emitir a mi alrededor, coloco la estanciaen nuestro antiguo pueblo por encima de toda otra estancia y la dichosaposesión de nuestra casa de familia superior a todas las felicidades.

No es muy grande nuestra sencilla casa. Blanca y limpia con suspersianas inmaculadas y sus cristales brillantes bajo unas cortinas unpoco antiguas, se abre con discreta elegancia en un patio plantado deárboles y adornado de canastillos floridos, al que llamamos pomposamente«nuestro jardín...» Tengo en él mis rosas preferidas y mis plantasfavoritas; y cultivo con éxito cuanto tiene la dicha de agradarme, contal de que no necesite mucho sol, ni mucha sombra, ni muchos cuidados...En un rincón de nuestro minúsculo jardín y debajo de un fresno llorón,tengo hasta un banco, un banco inmenso, una mesa de labor y unos cuantossillones de mimbre... En verano, hacemos allí salón, y llevo la fantasíahasta dar tés... Mis amigas pretenden que una taza de té perfumada conla fragancia de las rosas que nos rodean, no es ya una taza de té, sinouna taza de néctar...

¡Dichosa ilusión!

Una planta baja muy elevada, un primer piso de una altura inverosímil yun sobrado que hace la admiración de las lavanderas cuando tienden en élla ropa mojada y perfumada de espliego y lirio: he aquí todo nuestro home.

La planta baja tiene cuatro piezas inmensas, profundas, frías y casidesnudas en su inmensidad. La cocina podría albergar un ejército demarmitones; sólo las cacerolas y los peroles de cobre vigorosamentefrotados ponen en ella una nota alegre que continúa la cocinera,reluciente como una alhaja. Aquel es el domicilio de Celestina, sutriunfo, su admiración, su gloria, el orgullo y el amor de su vida.

La sala de baños es grande y bien dispuesta; la abuela no deja nunca deexplicarme su comodidad asegurándome que ha empleado en aquel arreglolas economías de un año de rentas.

Por esta confidencia, con frecuenciarenovada, mido yo toda la extensión de la belleza de la instalación y...la del sacrificio realizado por la abuela, pues las rentas, según ella,están hechas para ser economizadas y no para ser gastadas...

El comedor, en el que la abuela y yo estamos como alejadas, y el salón,en el que parecen perdidas las butacas en cuanto estamos solas en él,completan la planta baja. En el piso primero se encuentran todas lasalcobas, de dimensiones más ordinarias, gracias al cuarto de tocador deque cada una está provista. Por todas partes un diluvio de armarios yuna inundación de comodidades perfectamente inútiles...

Antes del sobrado, hay una gran pieza abohardillada que es el dominio deCelestina y en la que las paredes están cubiertas de imágenes sagradas;hay hasta diecinueve San Antonios en diversas actitudes y ocho SanBenitos; en cambio no hay más que un Sagrado Corazón, una sola Virgen yun San José.

Celestina practica la piedad actual, que exalta a lossantos de moda con detrimento de los demás. ¡Pobres antiguos santos!...Estos son precisamente mis preferidos.

Exceptuando el cuarto de Celestina, ¿está todo esto al gusto del día?

Para una mujer mundana, no, evidentemente. El mueblaje, que presentahuellas de las generaciones pasadas, es viejo y está un poco ajado, peroa mí me gusta tal como es. En cada una de sus arrugas se escribe la edadde un matiz claro, o en algo más rapado. Yo leo en estos signosvenerables la historia de los que se han marchado; y la forma un pocoanticuada de todo lo que me rodea hace vivir y palpitar en mí el almade las cosas viejas que han existido y no existirán más acaso.

En el comedor, la abuela hace admirar como una reliquia la inmensa yantigua tapicería que ocupa todo un ancho hueco: una historia de caza,en la que se adivina una historia de amor. He crecido y he vividodelante de esa eterna historia de una eterna caza y de un eterno amor,preguntándome sin cesar qué sucedería cuando los personajes en escenahubiesen vuelto al antiguo castillo de torrecillas que se ven en unalontananza degradada...

Pero jamás mi pregunta infantil tuvo lasatisfacción de una respuesta, y mis sueños siguieron meciéndose con lossonidos encantadores que yo suponía que debían salir de las diferentestrompas llevadas por legendarios caballeros. Era yo una bella princesaencantada que esperaba al hermoso caballero encantador del tapiz, puesen aquel tiempo—que ha pasado después,—tenía la vocación delmatrimonio, una vocación seria, ardiente y resuelta...

Encontraba al príncipe también en el salón bajo la forma de un joven ybizarro oficial de la Restauración, mi bisabuelo. Otras lindas damas, degraciosas papalinas de encajes y bonitas pañoletas de gasa, le formabanuna corte un poco paliducha y envejecida. Cuando se entra en el salón dela abuela, se hace una reverencia infalible e instintivamente. No lefalta a una nada para levantarse la falda, con un movimiento decoquetería anticuada, de la que le gusta a la abuela.

Sí, todo es viejo e insípido, y, sin embargo, exquisito.