Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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SOLTERONAS

BUENOS AIRES

1909

Imp. y estereotipia de LA NACIÓN.—Buenos Aires.

LAS SOLTERONAS

Las páginas que se van a leer no necesitan un largo discurso para serpresentadas al público.

El título que llevan basta para hacer conocer su objeto.

Y basta también, añadiré, para revelar su actualidad.

¡Las solteronas!

Existe hoy una cuestión de las solteronas.

Y el autor de esta obra ha querido exponerla, o, mejor, plantearla.

Su libro—confesémoslo, puesto que es la verdad—es, ante todo, unatesis de sociología.

Si le ha dado la forma de una novela es porque sabe, como ha dicho LaFontaine, que

Una

moral

desnuda

trae

consigo

el

fastidio,

mientras que

El cuento hace pasar a la moral con él.

La «moral» que el autor quisiera hacer «pasar» sin «fastidio» a la mentede los lectores, es que hay en la actualidad una crisis del matrimonioy que, por consecuencia de ella, muchas existencias femeninastranscurren no sólo en una soledad dolorosa para la que las mujeres noestán hechas, sino en una semiesterilidad que viene en detrimentopúblico.

Hay en esto un mal social considerable.

A los moralistas, a los economistas y a los legisladores toca buscar yencontrar los remedios.

Toda la ambición del «Diario» que sigue es notar los signos y marcar lasmanifestaciones de ese mal.

C. M.

Aiglemont, 26 septiembre 1903

—Abuela, abuela—grité aquella mañana al salir de la cama,—

felicítame,porque hoy cumplo veinticinco años...

Y, muy dichosa, me precipité como una tromba en el cuarto de la abuela,que está al lado del mío. Sorprendida por mi brusca invasión—la abuelano puede acostumbrarse a mis modales de torbellino—la encontré enredadaen las bridas de su cofia de dormir, y tratando de sujetársela en lacabeza del modo que convenía a la solemnidad de las circunstancias.

La abuela es aficionada a la etiqueta—con E mayúscula, como ella laescribe,—y, para ella, estaba yo faltando a las más elementalesconveniencias al anunciarle sin más ceremonia el alba de mivigésimasexta primavera.

¡Ay! jamás he podido aprender la calma, esa calma de las tropasveteranas de que habla sin cesar mi primo el comandante Harmel.

—¿Felicitarte?—articuló por fin la abuela, besándome con todo sucorazón, mientras que su gorro se caía decididamente alsuelo.—¿Felicitarte?... Verdaderamente, señora nieta, no veo por qué.

¡Adiós mi dinero!

Aquel «señora nieta» me indicaba que la aurora de mi vigésimasextaprimavera iba a conocer la reprimenda de que fueron testigos sushermanas mayores y que era preciso prestar un oído atento y sumiso a losconsejos matrimoniales de la abuela.

—Sí—continuó, persiguiendo su idea y la colocación del gorro fugitivoen sus hermosos cabellos blancos,—sí, por mucho que busco, no veo nadaparticularmente glorioso en el hecho de tener veinticinco años.

—Abuela—respondí

afectando

una

expresión

escandalizada,—a losveinticinco años es cuando aparece solamente la segunda y durable graciade la fisonomía...

—¿Qué estás ahí diciendo, chiquilla?—interrumpió la abuela haciendo unvisible esfuerzo para recordar el autor de esa frase conocida.

—Es una canción de Legouvé, querida abuela—si se puede llamar a esouna canción—añadí in petto.—Legouvé supone que hasta los veinticincoaños no brilla en la mirada de la mujer el fuego de la inteligencia; quela agudeza del ingenio se revela en las narices más movibles y másacusadas; que el alma, sobre todo, el alma de abnegación y de ternura,al asomar a los labios, a la sonrisa y a las lágrimas, muestra a lamujer con todo el brillo con que Dios la ha adornado al crearla; y, enfin, que una mujer no está llena de riqueza de sentimientos y deinteligencia hasta los veinticinco años. Abuela, tú no eres de laopinión de Legouvé, confiésalo...

—En una mujer casada—respondió la abuela—todo eso puede ser verdad,pero... en una solterona...

—¡Solterona!—exclamé lanzando una alegre carcajada.—

¡Qué gran error,abuela!... Soltera sí, y a mucha honra; pero solterona, jamás...

Y mostré a la abuela con el gesto la linda silueta que reflejaba elespejo del armario de familia, una silueta a lo Legouvé. Blanca ydelgada, con mi gran peinador de mañana, no tenía yo verdaderamente elaspecto de una triste solterona.

Mis ojos negros no hacían pensar que yo me impacientase en las tristezasde la espera de un esposo soñado; mis cabellos indisciplinados, dematices cenicientos, no atestiguaban un carácter melancólico, y misonrisa no indicaba ninguna decepción del corazón.

La abuela sonrió maliciosamente sin dejar de mover la cabeza.

—Sí, sí; confieso que no has llegado todavía a la decrepitud.

—¡Decrepitud! malísima abuela, retira pronto esa fea palabra.

—¡Diablo! Una solterona...

—¡Injusto calificativo!... ¿Por qué ese epíteto de viejas en una edaden que lo somos tan poco?

—Es el uso—respondió la abuela en un tono que significaba que no habíanada que replicar.—A los veinticinco años se viste la primera imagen yse entra en el gremio de las solteronas, por muy joven y muy linda queuna se crea. Pero la belleza y la juventud son cosas fútiles. En vez deenorgullecerte por tus cualidades físicas, cuida tu belleza moral, hijamía.

—¿A los veinticinco años?... Tú bromeas, abuela. Si mi belleza moral noestá completa a la hora actual, puedes creer que es inútil que trabajeen ella. A esta edad no brotan ya esas cosas.

—Anda de ahí, chiquilla—replicó la abuela;—no eres seria.

—Vaya si lo soy—respondí.—La prueba es que ahora mismo me voy aprender un bonito lazo rosa en la belleza moral. Verás como eso larealza a los ojos de los mortales. Sabes, abuela, que no todo el mundodescubre la belleza moral... mientras que un lazo rosa...

—Niña mimada—suspiró la abuela,—no quieres comprender qué feliz seríayo viéndote casada con un buen marido y...

—¡Oh! abuela querida—supliqué,—soy tan feliz a tu lado...

No me echesde aquí, te lo ruego...

—¡Echarte!—exclamó la abuela con infinita ternura en los ojos.—¿Echanadie a su alegría, a su rayo de sol, a su pajarillo parlero?

—No—respondí vivamente afectando un tono de broma,—no se les echa,pero se les pone bonitamente en la puerta. La cosa es igual aunque no loparezca.

—Piensa, Magdalena, que puedo faltarte. ¿Qué sería de ti sola en lavida?

—¡Oh! abuela, no entristezcas el día de mi cumpleaños, te lo suplico.No me digas cosas tan horribles. En primer lugar, tú vivirás siempre.

—No, hija mía—respondió la abuela con una conmovedora angustia en lamirada,—no viviré siempre; no hay que hacerse ilusiones. Soy vieja, memoriré como los demás y, te lo repito,

¡qué será de ti sin parientes,sin familia allegada!...

—¡Abuela! ten piedad de mí—supliqué con lágrimas en los ojos;—déjamegozar de mi vigésimoquinto aniversario... No me obligues a pensar cosastristes... No me hables de la muerte, y sobre todo de la tuya...

—Es, sin embargo, una ley de la Naturaleza siempre respetada y siempreobedecida—respondió dulcemente la abuela.—Tu padre y tu madre te handejado. ¿Por qué yo, la abuela, he de ser inmortal?... Los viejos dejanel sitio a los jóvenes, y los pajarillos vuelan del nido para ir aconstruir otro...

—Los pajarillos sin corazón, es posible—dije dejando caer un lagrimónen la mano que la abuela me ofrecía—pero las nietas agradecidas...

—¡Bah!—respondió la abuela,—ya salió la gran palabra...

Poragradecimiento querrías permanecer a mi lado para cuidarme, paraendulzar mis dolores, para alegrar mis últimos años. Pero yo, por deber,no quiero tal cosa. Mi deseo es que te cases y pronto. ¿Entiendes?

—Sí, entiendo tu abnegación. Me has recogido a la muerte de mis padres,me has consagrado veinte años de tu vida que hubieras podido pasar mástranquilamente; y ahora te olvidas de ti misma una vez más queriendo loque crees que es mi felicidad.

¿Estás segura de qué lo será elmatrimonio?

—¡Cómo si estoy segura! Perfectamente, tontilla. No hay más que dosmaneras honradas para una mujer de tomar puesto en la vida: elmatrimonio y el convento.

—No comprendo por qué el celibato no es tan honroso como los otros dosmedios.

—No necesitas comprenderlo—respondió la abuela con energía.—No sepermanece soltera; eso no se hace.

—Entonces, casamiento o monasterio. El convento no me dice grancosa—dije bajando la cabeza.—La obediencia no es mi fuerte, la pobrezame molestaría y sólo me seduce la castidad.

Tales gustos son los de unasolterona, pero no son una vocación religiosa. Pero el matrimonio no meseduce tampoco mucho.

¿Estás segura, abuela, de que tengo la vocacióndel matrimonio?

—¡Cómo disparatas, hija mía, cómo disparatas!—suspiró la abuelaencogiéndose de hombros.—Cuando una mujer no está llamada a la másperfecta de las vocaciones, que es la religiosa, es que Dios la llama almatrimonio. No hay vocación del celibato. El matrimonio es indispensablepara las mujeres destinadas a vivir en el mundo. Piensa, Magdalena, quela mujer no es nada por sí misma...

—¿Nada? ¿Yo no soy más que una apariencia? Soy muy real, te lo aseguro.

—Nada en lo moral, hija mía. La mujer necesita un apoyo parasostenerla...

—Sí, vamos, una especie de tutor.

—Un protector para representarla...

—Como un paraguas...

—No digas tonterías, hija mía, hablo en serio. La mujer necesita hijosy familia; es preciso que su sensibilidad se emplee en los seres aquienes ha dado la luz. Esta es la sola dicha de la mujer y su únicadignidad.

—¿Crees, abuela?—articulé pensativa.—Sin embargo, una muchacha de miedad que empieza a comprender la vida, y ve de qué regateos son objetolas jóvenes casaderas, no puede tener prisa por dejarse pesar como unsaco de dinero. Un marido que se compra no es más tentador que un muñecode la feria. Y, todavía, se tiene el muñeco por unos cuantos centavos,mientras que el hombre...

—Sí, ya sé, ya sé—replicó la abuela distraída.—Digan lo que quieran,siempre ha sido así. Las muchachas con buen dote siempre han sidobuscadas; las otras se casaban como podían.

Hoy, el matrimonio no esfácil cuando no se tiene nada; pero tú no estás en ese caso. Tu pequeñafortuna y lo poco que yo te dejaré, te permiten hacer una elecciónhonrosa. No veo nada que se oponga a tu matrimonio.

—¿Nada? ¿Y el marido, abuela, qué haces de él?

—El marido yo lo encontraré—respondió la abuela.—Eso es sencillo yfácil. Prométeme solamente ser razonable y no rechazar a ciegascualquier proyecto de matrimonio.

—Sí, abuela, te prometo tratar de hacerlo—respondí con firmeza.—Peroconcédeme una gracia en cambio de esta promesa. Antes de tomar unaresolución, déjame algún tiempo para estudiarme a mí misma y estudiar alos demás. Tú estás segura de que seré feliz en el matrimonio; yo lodudo, y quisiera ver claro en mi corazón antes de decidir nada. ¿Esmucho pedir?

—No, querida—respondió la abuela con un relámpago de satisfacción enlos ojos.—Tengo confianza en tu promesa.

Estudia todo lo que quieras,puesto que el estudio es la manía de las jóvenes de ahora; te doy cartablanca. Vaya, vístete—añadió echando una mirada al reloj,—para que nollegues tarde a misa de ocho.

—¡Llegar tarde a misa en el día de mi cumpleaños!... No, abuela; Diosquerría castigarme y sería capaz de casarme de repente...

He aquí cómo, a consecuencia de esta conversación con la abuela, hetomado la resolución de escribir de vez en cuando mi diario, a fin dedarme cuenta de lo que pienso y de lo que deseo.

Tengo alguna libertadpara decidir mi porvenir y descubrirme la vocación del matrimonio;aprovechémosla. Hasta ahora mi vocación es más bien vaga, lo confieso.¡Qué lástima que la abuela encuentre tan inconveniente el quedarsesoltera! Creo que me estaría como un guante la vocación del celibato.